Juan José Saer
A veces pensamos en las
explosiones nucleares o en este planeta gastado que cuelga en el aire negro
porque Dios es grande, y un estremecimiento nos recorre enteros y nos dan ganas
de ponernos a gritar, pero en seguida nos olvidamos y empezamos a imaginar otra
vez todo lo que seríamos capaces de hacer si un día recibiéramos una carta de
California, lacónica, informándonos que un pariente desconocido nos acaba de
legar un millón de dólares. En invierno esperamos el verano con impaciencia,
pero cuando estamos bajo el sol de enero, dorándonos, lentos, sin hacer nada,
empezamos a sentir que la mente gira alrededor de un agujero retráctil, un
maelstrom diminuto que tira hacia abajo o hacia adentro, en espiral,
implacable. Después vienen los días iguales: trabajo, la escuela para los
chicos, la posibilidad de un ascenso o un cambio súbito de dirección para
nuestra vida, que discutimos cuidadosos con nuestras esposas en la cama, antes
de dormir, o bien otro domicilio, un recuerdo, alguna fiesta en la que las
primeras copas nos excitan un poco hasta el punto de hacernos decir locuras que
nos envanecen un poco porque los demás las encuentran divertidas. Nuestro
cuerpo cambia; si nos damos un baño a la mañana no pasa nada, porque hay que
salir en seguida para la oficina y además estamos todavía un poco dormidos,
pero a veces, de tarde, después de habernos tirado un rato a la vuelta del
trabajo porque esa noche iremos con nuestra mujer al cine o a cenar a la casa
de unos amigos, nos quedamos un rato bajo el agua tibia y después miramos con
atención nuestro cuerpo desnudo en el espejo del baño o del ropero, en el
dormitorio, mientras nos secamos. Con todo, nos mantenemos bastante bien. Un
día que hubo revolución decidimos no trabajar y seguimos los acontecimientos
con una radio a transistores, discutiéndolos. Nos acordamos muy bien de que nos
acaloramos, sobre todo contra un tipo nuevo, joven, que no nos gustaba mucho
porque tenía los dientes amarillos, medio carcomidos, y que un día, de golpe y
porrazo, desapareció sin siquiera dar el preaviso o despedirse de sus
compañeros. Ya ni nos acordamos de cómo se llamaba. Si todo sale bien, el año
que viene iremos al Brasil o a Punta del Este, en Uruguay. Cuando estamos
melancólicos sacamos el auto y nos vamos a dar unas vueltas por la ciudad,
solos; si podemos, nos gusta incluso pasar el control caminero para internarnos
en el campo, y una vez llegamos hasta Esperanza. Era una noche de verano y la
gente tomaba cerveza sentada en la vereda, en los bares desplegados alrededor
de la plaza. A la vuelta, vimos cómo la luna blanqueaba el interminable trigo
inmóvil, que parecía metálico. Dormimos muy bien y no soñamos nunca. En otros
tiempos, antes de casarnos, nos sabían dar ataques de insomnio y veíamos los
listones verdes y colorados de un letrero luminoso colarse a través de las
hendijas de la celosía, intermitentes, y proyectarse en la pared blanca del
dormitorio. Más problemas de salud, gracias a Dios, no hemos tenido nunca, ya
sea porque no fumamos o ya sea por pura casualidad, y venimos manteniéndonos a
salvo de esas cosas terribles que siempre les pasan a los otros. Cuando nuestra
esposa queda embarazada nos entretenemos, el último mes, en poner el oído sobre
su vientre y oír lo que se mueve adentro, el rumor de la criatura que empieza a
preparar su desprendimiento y su caída hacia el interior de esta maravilla
múltiple que es el mundo. Instintivamente, cerramos los ojos, palpitantes,
aterrados, porque nos parece que de un momento a otro podremos oír, nítido, el
estruendo de ese choque formidable.
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