lunes, 18 de septiembre de 2023

Encuentros, desencuentros

Víctor Roura

 

I

Le llamo para decirle que quiero verla. No sabe cómo argumentar su negativa.

–Salgo tarde del trabajo –dice, buscando ser agradable.

Pero eso a quién puede importarle.

–Aunque sea a media noche, florecita –digo.

Quedamos a las once.

Y no voy.

Seguramente ella tampoco.

 

II

Después de no verla por mucho tiempo, topamos en la calle.

–No me digas –dice.

Le doy un abrazo. Ella corresponde.

–Ni falta hace –afirmo.

Le doy un beso.

–Cuánto tiempo –dice.

–El mismo que reproducen los ángeles en el cielo –digo.

Sonríe.

–Voy en sentido contrario –indica.

Le digo que nos veamos mañana.

–Encantada –dice.

Pregunto la hora.

–A las ocho, para desayunar –dice.

Entonces le digo que enviaré a un representante.

Al otro día envío a una amiga. Que ya nunca más he vuelto a ver, por cierto.

 

III

De pronto, le pregunto por el oso de peluche.

–¿Cuál? –dice, seriamente.

Dudo.

–¿O fue un cangurito, acaso?

Empieza a recordar. Hace una lista con todos sus animales de peluche. Suman exactamente diecisiete. No tiene ni un oso ni un canguro.

–¿Cómo te llamas? –le pregunto, asombrado.

Me dice su nombre y digo que le queda a la perfección con el color de su vestido. Bajamos en la misma estación del Metro, la invito a un bar; acepta, pero me dice que después de la octava copa no acepta ni una más.

Alzo los hombros, resignado.

 

IV

Finalizada la conferencia, se me acerca. Todo el tiempo la observé. Su cabello afro la hacía resaltar.

–No estoy de acuerdo con sus observaciones –dice.

–Ya somos dos –apunto.

Voltea a su costado. Me mira extrañada.

–Ignoro sus objetivos –dice.

Le trato de explicar, entonces, la fórmula de la presión osmótica, inútilmente.

–No le veo sentido –indica.

Le digo que la literatura a veces le cae a la química inorgánica como anillo al dedo.

–Pobre me parece su metáfora –asienta.

Le aclaro que es una parábola. Me pide que la desglose. No me niego. Acabamos coincidiendo en nuestro gusto por el grupo de rock Little River Band. Se despide, con amabilidad.

A ver cuándo la vuelvo a ver.

 

V

El aguacerazo se vino de golpe. Corrí hacia Bellas Artes. Estábamos ahí una veintena de personas. Fue cuando la vi. Iba caminando bajo la lluvia. Con pasos lentos. Su vestido ya se le adhería a su cuerpo. Al pasar justo frente a quienes nos guardábamos del agua, dijo adiós con una mano. La mayoría hizo como que no la vio. Yo le contesté el saludo. Al verme, se detuvo.

–¡Ven! –gritó.

Miré hacia arriba. La lluvia caía brutalmente. Ella estaba ahí, de pie, esperando. La gente me veía con desconfianza. Dejé mis papeles en el suelo y fui hasta ella.

–Hola –dijo.

Me crucé de brazos. Ella se acercó más. Era bella.

–¿Por qué le temes a la lluvia? –preguntó, mojadísima.

No supe qué contestar. Se me acercó más. Me dio un beso en los labios. Un largo beso. La tomé en mis brazos. Nos dimos, no sé, cinco o seis interminables besos.

Luego, regresé casi corriendo a Bellas Artes para cubrirme de la insoportable lluvia.

Ella siguió su camino, rumbo a la Alameda.

 

VI

Bajó el telón y vi que ella se aproximaba a mí.

–Hoy no tengo nada que hacer –dijo.

La venía invitando desde hace tiempo. Más de seis meses. Desde que la conocí. Pero siempre se interponían mil cosas. Que si una nueva puesta teatral, que si una coreografía, que sus lecciones de dicción, que sus clases de jazz.

–Vamos, pues –dije, tomándola de la mano.

Fuimos a un bar.

A la segunda copa las frases nos salían fluidamente. Estábamos a gusto. “De aquí a donde sea”, pensaba. La música que se oía por los pequeños bafles era grata. Nada de muzak. Era new age.

–Me siento como en las nubes –dijo ella.

Eran los efectos, seguramente, de los acordes de Max Lasser, porque las cubas parecían no subírsele a la cabeza. Se veía entera. “Dios, una más y me emborracho del todo”, me dije. Pero pedimos la quinta ronda.

–Venga –dije–, venga…

Ella asintió, feliz de la vida.

–La new age me penetra –dijo, llevándose a la boca su bebida.

La miré con rabia, pero traté de disimularlo. Reí con falsedad.

–¿Sólo la new age? –pregunté, ingenuamente.

Ella me devolvió la mirada, con suma coquetería. Eso me animó a pedir las otras. “Con una más ya no sabe de sí”, pensé.

–Vengan –dije–, vengan…

Ella asintió, echándose de un solo trago lo que le restaba a su vaso.

Ahora sonaba por los bafles el guitarrista Pierre Bensusan.

Ella gritó desde su asiento. De alegría. Por reconocerlo.

–¡Es Bensusan! ¡Es Bensusan! –gemía.

“Ya está, una más y cae muerta”, pensaba. Los parroquianos volteaban a vernos, divertidos. Más de uno me cerró el ojo, señalándomela. Otros, con sus dedos índice y pulgar haciendo un círculo, me felicitaban por mi linda acompañante.

Al regresar de los sanitarios había ya perdido la cuenta de las cubas que llevábamos.

–¿Qué tal? –le pregunté–, ¿estás mareada?

–No, nada –respondió, jovial–, pidamos las otras…

Lo que ella quería era saber quién seguiría de Bensusan.

Yo ya estaba verdaderamente ebrio.

Pero siguieron Sky, Chris Spheeris, Andreas Volleinweider, Osamu Kitajima, Apsaras y Oblique. Para entonces, yo ya me estaba ligando a la acompañante del parroquiano de enfrente.

No supe quiénes más siguieron. Me quedé en Oblique.

Desperté, solo, en mi casa.

Ella había tenido la gentileza de llevarme a mi departamento, luego de cargarme a lo largo de dos cuadras, hasta dar con un taxi.

–No te preocupes –me dijo más tarde por teléfono–, la pasé muy bien, de veras… Ojalá podamos ir otra vez hasta ese lugar… Conocí al que pone los discos, ¿no te acuerdas?… Pero si se sentó con nosotros… Quedé en verlo mañana, para prestarle mi colección de new age… Ven conmigo, me da desconfianza, no sé por qué…

Colgué el auricular.

Sentí que la cabeza me estallaba…

 

VII

Recuerdo que, cuando la vi, dejé de creer en las limitaciones de las pteridofitas.

–También las criptógamas pueden dar flores, lo juro –dije a José Espejel, quien, precavido, asintió paternalmente.

La mujer estaba a punto de contraer matrimonio. Su prometido también era periodista, para acabarla de amolar. De la mesa de redacción.

–Pero si el tipo no puede distinguir la k de la h –comenté, encolerizado.

Sin embargo, las faltas de ortografía, lo sé bien, le van y le vienen a la planeación familiar.

Quise, entonces, aparecerme en su vida.

Le escribí en computadora un recado con impecable estilo.

–No es conveniente, probablemente te reconozca –aconsejó el camarada Espejel.

Lo rehíce, pues, con una sintaxis infame.

Ése fue mi error. Imperdonable. Porque ella, feliz, deseosa, enamorada, creyó que el autor de las misivas eróticas era su futuro esposo.

Los conduje imbécilmente a acelerar la fecha de su boda.

–Las pteridofitas poseen sus propias fronteras, sin duda –recalcó Espejel.

Casi le aviento el macetero.

 

VIII

Como buen roquero, nunca he sabido bailar; pero aquella noche, cuando una desconocida se me acercó para invitarme a la pista, no pude negarme. Tenía una misteriosa belleza. El conjunto, en lugar de arrancarse con un son, tocó una apropiada balada. La mujer me apretó la mano. La sentí ardiente. Enlacé su estrecha cintura e hice lo que pude.

Dios no estaba conmigo esa noche.

Ella iba por un lado, yo por otro y Dios quién sabe hacia dónde dirigía sus pasos. Me desconcentré del todo.

–Llévame tú –le dije al oído.

Eso hizo, exactamente.

Me encaminó hasta mi mesa, irritada.

–Gracias –dije, delgada la voz, viéndola retirarse.

Llamé al mesero y, a gritos, le exigí un nuevo ron.

 

IX

Aceptó, por fin, cenar conmigo.

Al filo de la media noche, tras una cordial charla, rocé uno de sus largos dedos. Ella devolvió la caricia pero, entre tímida y severa, dijo:

–Tú sabes que estoy favorecida a otro hombre…

Desistí. No pude responder a tan irrefutable premisa.

Pagué la cuenta, tomamos un taxi y la dejé en la puerta de la casa de su amante.

Su lenguaje, simplemente, me mata.

 

X

La conocí en Puebla, en la Universidad de las Américas.

Supongo que fue un vertiginoso y ciego enamoramiento.

Quedó de visitarme el martes pasado.

Así fue. Llegó puntual.

Tenía ya listo el disco de Keith Jarrett en el tocadiscos y dos vinos en la mesa, pero ella preguntó si tenía el último de Lucero.

Sonreí.

Le dije que se sentara a mi lado, por favor. Luego, le di un beso en los labios.

Se separó, con lentitud.

–Cuéntame algo… –dijo, titubeante.

Yo no quería explicaciones de ningún tipo.

–…La pasión es impredecible –susurré.

Volteó hacia otro lado, se desabrochó la blusa.

Y dijo:

–Cuéntame las pecas de la espalda…

Creí que era una broma.

–…Estoy tan enamorada que no me entero de nada –prosiguió, divertida.

Me levanté. Encendí la radio. Puse el dial en Estéreo 97.7 y salí de la casa.

–Ahorita vengo –le dije.

Iba directo a Discolandia con la intención de comprarle a la niña un compacto de Gloria Trevi, pero me entretuve en una caseta telefónica llamando a un amigo para invitarle unas copas en el bar que eligiera…

 

XI

Dice que no nos veamos con frecuencia, porque podríamos acabar enamorados.

–De eso se trata, cielo –digo.

Lo niega.

Dice que no hay que tirarse al precipicio, sino caminar permanentemente por la orilla.

–Yo no me he tirado nunca, he resbalado –preciso.

Es inútil.

Entonces, le digo que no es que me haya aburrido de su método amoroso, pero eso de hablarle por teléfono cada hora, excepto las noches, desde hace tres meses, me desespera un poquito. Para no tocarle fibras íntimas, lo digo con cierto cuidado, con delicadeza, con pausas, pero es demasiado tarde para las minucias.

Cuelga, sollozando

 

XII

Le digo:

–Te amo, Kim…

Me detiene con su mano. Me mira, enojada.

–No me llamo Kim –dice.

Bajo mis ojos.

–Yo tampoco soy Miki Rourke –aclaro.

Ella suspira. Y nos amamos como si lo fuéramos. Con nombres ajenos…

 

XIII

Mujer, insisto, quiero verte. Ella dice que sí. Le digo que nos veamos con carácter de urgencia. Dice que mañana, sin falta. Nos citamos a las ocho de la noche en un bar. Y no vuelvo a ir. Seguramente ella tampoco…

 

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