Víctor Roura
I
Le llamo para decirle que
quiero verla. No sabe cómo argumentar su negativa.
–Salgo
tarde del trabajo –dice, buscando ser agradable.
Pero eso
a quién puede importarle.
–Aunque
sea a media noche, florecita –digo.
Quedamos
a las once.
Y no voy.
Seguramente
ella tampoco.
II
Después de no verla por
mucho tiempo, topamos en la calle.
–No me
digas –dice.
Le doy un
abrazo. Ella corresponde.
–Ni falta
hace –afirmo.
Le doy un
beso.
–Cuánto
tiempo –dice.
–El mismo
que reproducen los ángeles en el cielo –digo.
Sonríe.
–Voy en
sentido contrario –indica.
Le digo
que nos veamos mañana.
–Encantada
–dice.
Pregunto
la hora.
–A las
ocho, para desayunar –dice.
Entonces
le digo que enviaré a un representante.
Al otro
día envío a una amiga. Que ya nunca más he vuelto a ver, por cierto.
III
De pronto, le pregunto por
el oso de peluche.
–¿Cuál?
–dice, seriamente.
Dudo.
–¿O fue
un cangurito, acaso?
Empieza a
recordar. Hace una lista con todos sus animales de peluche. Suman exactamente
diecisiete. No tiene ni un oso ni un canguro.
–¿Cómo te
llamas? –le pregunto, asombrado.
Me dice
su nombre y digo que le queda a la perfección con el color de su vestido.
Bajamos en la misma estación del Metro, la invito a un bar; acepta, pero me
dice que después de la octava copa no acepta ni una más.
Alzo los
hombros, resignado.
IV
Finalizada la conferencia,
se me acerca. Todo el tiempo la observé. Su cabello afro la hacía resaltar.
–No estoy
de acuerdo con sus observaciones –dice.
–Ya somos
dos –apunto.
Voltea a
su costado. Me mira extrañada.
–Ignoro
sus objetivos –dice.
Le trato
de explicar, entonces, la fórmula de la presión osmótica, inútilmente.
–No le
veo sentido –indica.
Le digo
que la literatura a veces le cae a la química inorgánica como anillo al dedo.
–Pobre me
parece su metáfora –asienta.
Le aclaro
que es una parábola. Me pide que la desglose. No me niego. Acabamos
coincidiendo en nuestro gusto por el grupo de rock Little River Band. Se
despide, con amabilidad.
A ver
cuándo la vuelvo a ver.
V
El aguacerazo se vino de
golpe. Corrí hacia Bellas Artes. Estábamos ahí una veintena de personas. Fue
cuando la vi. Iba caminando bajo la lluvia. Con pasos lentos. Su vestido ya se
le adhería a su cuerpo. Al pasar justo frente a quienes nos guardábamos del agua,
dijo adiós con una mano. La mayoría hizo como que no la vio. Yo le contesté el
saludo. Al verme, se detuvo.
–¡Ven!
–gritó.
Miré
hacia arriba. La lluvia caía brutalmente. Ella estaba ahí, de pie, esperando.
La gente me veía con desconfianza. Dejé mis papeles en el suelo y fui hasta
ella.
–Hola
–dijo.
Me crucé
de brazos. Ella se acercó más. Era bella.
–¿Por qué
le temes a la lluvia? –preguntó, mojadísima.
No supe
qué contestar. Se me acercó más. Me dio un beso en los labios. Un largo beso.
La tomé en mis brazos. Nos dimos, no sé, cinco o seis interminables besos.
Luego,
regresé casi corriendo a Bellas Artes para cubrirme de la insoportable lluvia.
Ella
siguió su camino, rumbo a la Alameda.
VI
Bajó el telón y vi que
ella se aproximaba a mí.
–Hoy no
tengo nada que hacer –dijo.
La venía
invitando desde hace tiempo. Más de seis meses. Desde que la conocí. Pero
siempre se interponían mil cosas. Que si una nueva puesta teatral, que si una
coreografía, que sus lecciones de dicción, que sus clases de jazz.
–Vamos, pues –dije, tomándola de la mano.
Fuimos a
un bar.
A la
segunda copa las frases nos salían fluidamente. Estábamos a gusto. “De aquí a
donde sea”, pensaba. La música que se oía por los pequeños bafles era grata.
Nada de muzak. Era new age.
–Me
siento como en las nubes –dijo ella.
Eran los
efectos, seguramente, de los acordes de Max Lasser, porque las cubas parecían
no subírsele a la cabeza. Se veía entera. “Dios, una más y me emborracho del
todo”, me dije. Pero pedimos la quinta ronda.
–Venga
–dije–, venga…
Ella
asintió, feliz de la vida.
–La new
age me penetra –dijo, llevándose a la boca su bebida.
La miré
con rabia, pero traté de disimularlo. Reí con falsedad.
–¿Sólo la
new age? –pregunté, ingenuamente.
Ella me
devolvió la mirada, con suma coquetería. Eso me animó a pedir las otras. “Con
una más ya no sabe de sí”, pensé.
–Vengan
–dije–, vengan…
Ella
asintió, echándose de un solo trago lo que le restaba a su vaso.
Ahora
sonaba por los bafles el guitarrista Pierre Bensusan.
Ella
gritó desde su asiento. De alegría. Por reconocerlo.
–¡Es
Bensusan! ¡Es Bensusan! –gemía.
“Ya está,
una más y cae muerta”, pensaba. Los parroquianos volteaban a vernos,
divertidos. Más de uno me cerró el ojo, señalándomela. Otros, con sus dedos
índice y pulgar haciendo un círculo, me felicitaban por mi linda acompañante.
Al
regresar de los sanitarios había ya perdido la cuenta de las cubas que
llevábamos.
–¿Qué
tal? –le pregunté–, ¿estás mareada?
–No, nada
–respondió, jovial–, pidamos las otras…
Lo que
ella quería era saber quién seguiría de Bensusan.
Yo ya
estaba verdaderamente ebrio.
Pero
siguieron Sky, Chris Spheeris, Andreas Volleinweider, Osamu Kitajima, Apsaras y
Oblique. Para entonces, yo ya me estaba ligando a la acompañante del
parroquiano de enfrente.
No supe
quiénes más siguieron. Me quedé en Oblique.
Desperté,
solo, en mi casa.
Ella
había tenido la gentileza de llevarme a mi departamento, luego de cargarme a lo
largo de dos cuadras, hasta dar con un taxi.
–No te
preocupes –me dijo más tarde por teléfono–, la pasé muy bien, de veras… Ojalá
podamos ir otra vez hasta ese lugar… Conocí al que pone los discos, ¿no te
acuerdas?… Pero si se sentó con nosotros… Quedé en verlo mañana, para prestarle
mi colección de new age… Ven conmigo, me da desconfianza, no sé por qué…
Colgué el
auricular.
Sentí que
la cabeza me estallaba…
VII
Recuerdo que, cuando la
vi, dejé de creer en las limitaciones de las pteridofitas.
–También
las criptógamas pueden dar flores, lo juro –dije a José Espejel, quien,
precavido, asintió paternalmente.
La mujer
estaba a punto de contraer matrimonio. Su prometido también era periodista,
para acabarla de amolar. De la mesa de redacción.
–Pero si
el tipo no puede distinguir la k de la h –comenté, encolerizado.
Sin
embargo, las faltas de ortografía, lo sé bien, le van y le vienen a la
planeación familiar.
Quise,
entonces, aparecerme en su vida.
Le
escribí en computadora un recado con impecable estilo.
–No es
conveniente, probablemente te reconozca –aconsejó el camarada Espejel.
Lo
rehíce, pues, con una sintaxis infame.
Ése fue
mi error. Imperdonable. Porque ella, feliz, deseosa, enamorada, creyó que el
autor de las misivas eróticas era su futuro esposo.
Los
conduje imbécilmente a acelerar la fecha de su boda.
–Las
pteridofitas poseen sus propias fronteras, sin duda –recalcó Espejel.
Casi le
aviento el macetero.
VIII
Como buen roquero, nunca
he sabido bailar; pero aquella noche, cuando una desconocida se me acercó para
invitarme a la pista, no pude negarme. Tenía una misteriosa belleza. El
conjunto, en lugar de arrancarse con un son, tocó una apropiada balada. La
mujer me apretó la mano. La sentí ardiente. Enlacé su estrecha cintura e hice
lo que pude.
Dios no
estaba conmigo esa noche.
Ella iba
por un lado, yo por otro y Dios quién sabe hacia dónde dirigía sus pasos. Me
desconcentré del todo.
–Llévame
tú –le dije al oído.
Eso hizo,
exactamente.
Me
encaminó hasta mi mesa, irritada.
–Gracias
–dije, delgada la voz, viéndola retirarse.
Llamé al
mesero y, a gritos, le exigí un nuevo ron.
IX
Aceptó, por fin, cenar
conmigo.
Al filo
de la media noche, tras una cordial charla, rocé uno de sus largos dedos. Ella
devolvió la caricia pero, entre tímida y severa, dijo:
–Tú sabes
que estoy favorecida a otro hombre…
Desistí.
No pude responder a tan irrefutable premisa.
Pagué la
cuenta, tomamos un taxi y la dejé en la puerta de la casa de su amante.
Su
lenguaje, simplemente, me mata.
X
La conocí en Puebla, en la
Universidad de las Américas.
Supongo
que fue un vertiginoso y ciego enamoramiento.
Quedó de
visitarme el martes pasado.
Así fue.
Llegó puntual.
Tenía ya
listo el disco de Keith Jarrett en el tocadiscos y dos vinos en la mesa, pero
ella preguntó si tenía el último de Lucero.
Sonreí.
Le dije
que se sentara a mi lado, por favor. Luego, le di un beso en los labios.
Se
separó, con lentitud.
–Cuéntame
algo… –dijo, titubeante.
Yo no
quería explicaciones de ningún tipo.
–…La
pasión es impredecible –susurré.
Volteó
hacia otro lado, se desabrochó la blusa.
Y dijo:
–Cuéntame
las pecas de la espalda…
Creí que
era una broma.
–…Estoy
tan enamorada que no me entero de nada –prosiguió, divertida.
Me
levanté. Encendí la radio. Puse el dial en Estéreo 97.7 y salí de la casa.
–Ahorita
vengo –le dije.
Iba
directo a Discolandia con la intención de comprarle a la niña un compacto de
Gloria Trevi, pero me entretuve en una caseta telefónica llamando a un amigo
para invitarle unas copas en el bar que eligiera…
XI
Dice que no nos veamos con
frecuencia, porque podríamos acabar enamorados.
–De eso
se trata, cielo –digo.
Lo niega.
Dice que
no hay que tirarse al precipicio, sino caminar permanentemente por la orilla.
–Yo no me
he tirado nunca, he resbalado –preciso.
Es
inútil.
Entonces,
le digo que no es que me haya aburrido de su método amoroso, pero eso de
hablarle por teléfono cada hora, excepto las noches, desde hace tres meses, me
desespera un poquito. Para no tocarle fibras íntimas, lo digo con cierto
cuidado, con delicadeza, con pausas, pero es demasiado tarde para las minucias.
Cuelga,
sollozando
XII
Le digo:
–Te amo,
Kim…
Me
detiene con su mano. Me mira, enojada.
–No me
llamo Kim –dice.
Bajo mis
ojos.
–Yo
tampoco soy Miki Rourke –aclaro.
Ella
suspira. Y nos amamos como si lo fuéramos. Con nombres ajenos…
XIII
Mujer, insisto, quiero
verte. Ella dice que sí. Le digo que nos veamos con carácter de urgencia. Dice
que mañana, sin falta. Nos citamos a las ocho de la noche en un bar. Y no
vuelvo a ir. Seguramente ella tampoco…
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