Sherwood Anderson
La casa en la que Seth Richmond, de Winesburg,
vivía con su madre había sido en su tiempo el orgullo del pueblo, pero su gloria
se había oscurecido bastante cuando el joven Seth vivió en ella. La enorme casa
de ladrillo que el banquero White se había construido en Buckeye Street la había
superado. La residencia de los Richmond estaba en un vallecito mucho más allá de
la calle Mayor. Los granjeros que llegaban al pueblo por un camino polvoriento desde
el sur pasaban junto a un bosquecillo de castaños, bordeaban los terrenos de la
feria rodeados de altas vallas cubiertas de anuncios, y trotaban con sus caballos
por el valle donde estaba la residencia Richmond, camino del pueblo. Como la mayoría
de los campos al norte y al sur de Winesburg estaban dedicados al cultivo de la
fresa y los frutales, por las mañanas Seth veía pasar las carretas cargadas de recolectores
–chicos, chicas y mujeres– y luego las veía regresar cubiertas de polvo por las
tardes. Aquellos grupos parlanchines, y las bromas groseras que se gritaban de una
carreta a otra, le irritaban a veces profundamente. Lamentaba no poder reírse también
él, gritar bromas absurdas y participar de la interminable corriente de risueña
actividad que iba arriba y abajo por el camino.
La casa de los Richmond
era de piedra caliza, y aunque en el pueblo se decía que estaba en mal estado, lo
cierto es que se había vuelto más bella con el paso de los años. El tiempo había
empezado ya a colorear la piedra y a prestarle un tono dorado a su superficie y
por las tardes, o en los días nublados, se apreciaban matices de negros y marrones
en los lugares umbríos por debajo de los aleros.
La había construido
el abuelo de Seth, un cantero que se la había dejado en herencia, junto con las
canteras de piedra del lago Erie, a unos veinticinco kilómetros al norte, a su hijo
Clarence Richmond, el padre de Seth. Clarence Richmond, un hombre silencioso y apasionado,
muy admirado por sus vecinos, había muerto en una reyerta con el director de un
periódico en Toledo, Ohio. La disputa había sido a propósito de la publicación del
nombre de Clarence Richmond asociado al de una maestra de escuela, y como el muerto
había iniciado la pelea disparando contra el director, los esfuerzos para castigar
a su asesino fueron inútiles. Tras la muerte del cantero, se descubrió que había
malgastado la mayoría del dinero de la herencia al dedicarlo a la especulación e
invertirlo en empresas poco seguras que le habían recomendado sus amigos.
Virginia Richmond se
quedó con una renta muy pequeña y se instaló en el pueblo para llevar una vida apartada
y criar a su retoño. Le entristeció mucho la muerte del marido y padre de su hijo,
pero no dio crédito a los rumores que circularon a propósito de su muerte. Para
ella, el hombre sensible e infantil a quien había amado instintivamente, no era
más que un ser desdichado y demasiado bueno para este mundo. “Oirás toda clase de
historias, pero no debes creerlas –le decía a su hijo–. Era un buen hombre, amable
con todos y no debería haberse metido en negocios. Por mucho que yo pueda hacer
planes y soñar sobre tu futuro, no se me ocurre nada mejor que el que llegues a
ser un hombre tan bueno como tu padre”.
Varios años después
de la muerte de su marido, Virginia Richmond, alarmada ante unos gastos cada vez
más cuantiosos, se esforzó en aumentar sus ingresos. Aprendió estenografía y, gracias
a la influencia de los amigos de su marido, consiguió un empleo como estenógrafa
en los juzgados de la capital. Iba allí en tren cada mañana cuando había juicios
y, cuando no los había, pasaba el día cuidando sus rosales en el jardín. Era una
mujer alta y erguida, de rostro franco y tenía una gran mata de pelo castaño.
En la relación entre
Seth Richmond y su madre había una cualidad que, incluso a sus dieciocho años, había
empezado a teñir su trato con los demás. Un respeto casi malsano por el joven la
impulsaba a guardar silencio la mayor parte de las veces que estaba en su presencia.
Cuando ella le hablaba con sequedad, Seth sólo tenía que mirarla fijamente a los
ojos para ver allí la expresión confundida que ya había percibido en otros cuando
los miraba.
Lo cierto es que el
hijo razonaba con notable claridad y la madre no. Ella esperaba de todo el mundo
ciertas reacciones convencionales ante la vida. Una mujer tenía un hijo y, si le
reñía, él se ponía a temblar y no despegaba la vista del suelo. Después de regañarle,
se echaba a llorar y todo quedaba perdonado. Tras el berrinche, y cuando el crío
se había acostado, una se colaba en su habitación y lo besaba.
Virginia Richmond no
podía entender por qué su hijo no hacía esas cosas. Después de una severa reprimenda,
nunca temblaba y, en lugar de mirar al suelo, la miraba fijamente y hacía que la
invadieran las dudas. En cuanto a lo de colarse en su habitación… después de que
Seth cumpliera los quince años, le habría dado miedo hacer algo parecido.
Una vez, cuando tenía
dieciséis años, Seth se escapó de casa en compañía de otros dos chicos. Los tres
muchachos subieron a un vagón de mercancías vacío y recorrieron sesenta kilómetros
hasta llegar a un pueblo donde había una feria. Uno de los chicos tenía una botella
llena de una mezcla de whisky y licor de arándanos y los tres se sentaron con las
piernas asomando por la puerta del vagón y pasándose la botella. Los dos compañeros
de Seth cantaban y saludaban con la mano a los ociosos en las estaciones por las
que pasaba el tren. Planearon cómo echar mano a las cestas de los granjeros que
fuesen con sus familias a la feria. “Viviremos como reyes y no tendremos que gastar
ni un centavo para ver la feria y las carreras de caballos”, afirmaban jactanciosos.
Al reparar en la desaparición
de Seth, Virginia Richmond registró la casa de arriba abajo dominada por vagas aprensiones.
Aunque, gracias a las averiguaciones del policía del pueblo, supo al día siguiente
la aventura en que se habían embarcado los chicos, no logró tranquilizarse. Se pasó
toda la noche despierta oyendo el tictac del reloj y diciéndose que Seth, como su
padre, tendría un final violento y repentino. Tan decidida estaba a que el chico
sintiera esta vez el peso de su cólera que, aunque no quiso que el policía interfiriese
en su aventura, cogió lápiz y papel y escribió una serie de reproches secos e hirientes
que pensaba dedicarle. Se aprendió los reproches de memoria, mientras daba vueltas
por el jardín y los repitió en voz alta, igual que un actor memorizando su papel.
Y cuando, a finales
de esa semana, Seth volvió un poco cansado y con los ojos y los oídos llenos de
carbonilla, nuevamente fue incapaz de regañarlo. El chico entró en casa, colgó la
gorra en el perchero que había junto a la puerta de la cocina y la miró a los ojos.
–Me entraron ganas de
volver una hora después de marcharnos –explicó–. No sabía qué hacer. Sabía que te
preocuparías, pero también sabía que, si no me iba, me avergonzaría de mí mismo.
Lo hice por mi propio bien. Fue incómodo, tuve que dormir sobre la paja húmeda y
dos negros borrachos vinieron a dormir con nosotros. Cuando robé la cesta del almuerzo
de la carreta de un granjero no podía dejar de pensar en que sus hijos no tendrían
nada que comer en todo el día. Todo me asqueaba, pero resolví no volverme atrás
hasta que los otros chicos decidieran regresar.
–Me alegro de que lo
hicieras –replicó la madre con cierto rencor y, después de besarlo en la frente,
fingió estar muy ocupada con las tareas de la casa.
Una tarde de verano,
Seth Richmond fue al New Willard House a visitar a su amigo George Willard. Había
estado lloviendo toda la tarde, pero mientras subía por la calle Mayor el cielo
se había despejado en parte y un resplandor dorado brillaba por el oeste. Después
de doblar una esquina, llegó a la puerta del hotel y empezó a subir las escaleras
que llevaban a la habitación de su amigo. En el salón del hotel, el propietario
y dos viajantes de comercio discutían de política.
Seth se detuvo en las
escaleras y escuchó las voces de los hombres de abajo. Estaban exaltados y hablaban
con fogosidad. Tom Willard estaba haciendo reproches a los viajantes:
–Soy demócrata, pero
sus palabras me asquean –afirmó–. No comprenden a McKinley. McKinley y Mark Hanna
son amigos. Tal vez ustedes no puedan comprender eso. Si alguien les dice que la
amistad puede ser mayor y más profunda y valiosa que los dólares y los centavos,
o incluso que la política del estado, ustedes se mofan y se ríen.
Uno de los huéspedes,
un hombre alto de bigote gris, que trabajaba para una empresa de venta de verduras
al por mayor, interrumpió al dueño del hotel.
–¿Acaso cree que he
vivido en Cleveland todos estos años sin llegar a conocer a Mark Hanna? –preguntó–.
Lo que usted dice es un disparate. A Hanna sólo le interesa el dinero. Ese McKinley
no es más que un instrumento a su servicio. No olvide que tiene a McKinley bien
agarrado.
El joven no se quedó
a oír el resto de la discusión, sino que subió las escaleras hasta llegar a un descansillo
oscuro. Algo en las voces de los hombres que hablaban en el salón del hotel inició
una sucesión de ideas en su imaginación. Era un chico solitario y había empezado
a pensar que la soledad formaba parte de su carácter, algo que llevaría siempre
consigo. Avanzó por un pasillo lateral y se detuvo junto a una ventana que daba
al callejón. Abner Groff, el panadero del pueblo, estaba en la parte de atrás de
su tienda. Sus ojillos enrojecidos miraban a un lado y otro del callejón. Alguien
lo llamaba desde dentro, pero él hacía oídos sordos. El panadero tenía una botella
de leche vacía en la mano y su mirada era hosca y enfadada.
En Winesburg a Seth
Richmond lo llamaban “el pensativo”. “Es igual que su padre –decían los hombres
al verlo pasar–. Estallará el día menos pensado. Esperen y verán”.
Esas habladurías y el
respeto con que lo saludaban instintivamente los hombres y los niños, igual que
saluda siempre todo el mundo a las personas silenciosas, habían influido en el modo
en que Seth Richmond consideraba la vida y a sí mismo. Como les ocurre a la mayoría
de los chicos, era más reflexivo de lo que la gente suponía, pero no era lo que
la gente del pueblo o incluso su madre pensaban. Detrás de su silencio no había
ningún propósito oculto y no tenía ningún plan definido para su vida. Cuando los
chicos con quienes iba se ponían bulliciosos y camorristas, él se apartaba a un
lado sin decir nada y observaba con mirada tranquila las figuras gesticulantes y
animadas de sus compañeros. No estaba particularmente interesado en lo que ocurría
y a veces se preguntaba si alguna vez llegaría a interesarse por algo. Ahora, mientras
esperaba en la oscuridad junto a la ventana y observaba al panadero, deseó que algo
llegara a conmoverlo, aunque fueta un ataque de ira como aquellos por los que era
conocido el panadero Groff. “Sería mejor para mí si pudiera exaltarme y discutir
sobre política como el viejo Tom Willard”, pensó mientras se apartaba de la ventana
y seguía por el pasillo en dirección al cuarto de su amigo George Willard.
Éste era mayor que Seth
Richmond, pero en la más bien extraña amistad que existía entre ellos, era él quien
buscaba al joven, que se limitaba a dejarse querer. El periódico en que trabajaba
George tenía una política. Se esforzaba por citar el nombre de tantos habitantes
del pueblo como fuese posible. Como si fuera un sabueso, George Willard iba de aquí
para allá anotando en su cuaderno quién había ido a la capital por negocios o había
vuelto de una visita al pueblo vecino. Se pasaba el día anotando aquellos acontecimientos
triviales en su cuaderno. “A. P. Wringlet ha recibido un envío de sombreros de paja.
Ed Byerbaum y Tom Marshall estuvieron el viernes en Cleveland. El tío Tom Sinnings
está construyendo un nuevo granero en sus tierras de Valley Road”.
La idea de que George
Willard llegaría a ser escritor algún día le había proporcionado cierta distinción
en Winesburg y hablaba continuamente de eso con Seth Richmond.
–Es la profesión más
cómoda del mundo –afirmaba excitado y jactancioso–. Vas de aquí para allá y no tienes
a nadie que te dé órdenes. Estés en la India o en los Mares del Sur, lo único que
tienes que hacer es escribir y ya está. Espera a que me haga famoso y ya verás cómo
me daré la gran vida.
La habitación de George
Willard tenía una ventana que daba a un callejón y otra que daba a la vía del tren
y a la casa de comidas de Biff Carter, justo enfrente de la estación; Seth Richmond
se sentó en una silla y se quedó mirando al suelo. George Willard, que llevaba una
hora allí sentado, jugueteando ocioso con un lápiz, lo saludó muy efusivo.
–Estaba tratando de
escribir una historia de amor –explicó con una risa nerviosa. Encendió una pipa
y empezó a dar vueltas por la habitación–. Ya sé lo que voy a hacer. Me voy a enamorar.
He estado pensándolo y es lo que voy a hacer.
Como si lo avergonzara
aquella declaración, George se acercó a la ventana y, dándole la espalda a su amigo,
se asomó.
–Y también sé de quién
me voy a enamorar –afirmó con aspereza–. De Helen White. Es la única del pueblo
que tiene algún atractivo.
Animado por aquella
idea, el joven Willard volteó y se acercó a su visitante.
–Escucha, tú la conoces
mejor que yo. Quiero que le hables de lo que te he dicho. Ve a verla y dile que
me he enamorado de ella. A ver qué te responde. Fíjate en cómo se lo toma y luego
ven a decírmelo.
Seth Richmond se puso
en pie y fue en dirección a la puerta. Las palabras de su amigo lo habían irritado
de un modo insoportable.
–Bueno, adiós –dijo
escuetamente.
George se quedó perplejo.
Corrió hacia él y se detuvo en la penumbra, tratando de mirarlo a la cara.
–¿Qué pasa? ¿Qué vas
a hacer? ¡Quédate a hablar conmigo! –le instó.
Una ola de resentimiento
dirigida contra su amigo y los hombres del pueblo que, en su opinión, se pasaban
el día hablando de naderías y, en su mayor parte, reprobaban sus costumbres silenciosas,
llenó a Seth de desesperación.
–Habla tú con ella,
si quieres –le espetó y luego atravesó rápidamente el umbral y cerró de un portazo
en las mismas narices de su amigo. “Iré a buscar a Helen y le hablaré, pero no de
él”, murmuró.
Seth bajó las escaleras
y salió por la puerta del hotel refunfuñando de rabia. Cruzó una calle polvorienta,
saltó una valla de hierro y fue a sentarse en el césped de la estación. George Willard
le parecía un idiota y lamentaba no habérselo dicho con más claridad. Aunque su
relación con Helen White, la hija del banquero, fuese aparentemente casual pensaba
en ella con frecuencia y tenía la sensación de que le pertenecía como algo suyo.
“Menudo imbécil, siempre ocupado con sus historias de amor –murmuró mirando por
encima del hombro hacia la habitación de George Willard–, ¿es que no se cansa nunca
de tanta cháchara?”
Era la época de la recogida
de la fresa en Winesburg y en el andén de la estación había hombres y muchachos
cargando cajones de fresas rojas y fragantes en dos vagones que estaban en una vía
de servicio. A pesar de que se acercaba una tormenta por el oeste, en el cielo brillaba
la luna de junio y no habían encendido las farolas. Con aquella luz tan tenue, las
figuras de los hombres que recogían los cajones desde la puerta de los vagones apenas
resultaban discernibles. Había otros hombres sentados en la reja de hierro que protegía
el césped de la estación. Habían encendido la pipa. Estaban intercambiando bromas
pueblerinas. Un tren silbó en la distancia y los hombres que cargaban las cajas
en los vagones se pusieron a trabajar con nuevos bríos.
Seth se levantó de la
hierba y pasó junto a los hombres de la verja en dirección a la calle Mayor. Había
tomado una decisión. “Tengo que marcharme –se dijo a sí mismo–. ¿De qué sirvo aquí?
Me iré a trabajar a alguna ciudad. Mañana se lo diré a mi madre”.
Seth Richmond recorrió
despacio la calle Mayor, pasó junto al estanco de Wacker y junto al Ayuntamiento
hasta llegar a la calle Buckeye. Le deprimía la idea de no formar parte de la vida
de su propio pueblo, pero la depresión no era demasiado profunda porque no creía
que la culpa fuese suya. Se detuvo a la sombra de un árbol muy grande que había
enfrente de la casa del doctor Welling y se quedó observando a Turk Smollet, un
tipo retrasado, que pasó empujando una carretilla. El hombre, con su absurda mentalidad
infantil, llevaba una docena de tablones en la carretilla y, mientras se apresuraba
calle abajo, hacía equilibrios para que no se le cayese la carga.
–¡Despacio, Turk! ¡Despacio,
muchacho! –Se gritaba a sí mismo, y se reía haciendo temblar los tablones peligrosamente.
Seth conocía a Turk
Smollet, el viejo leñador atrabiliario cuyas manías daban tanto color a la vida
del pueblo. Sabía que cuando Turk llegase a la calle Mayor se convertiría en el
centro de un torbellino de gritos y comentarios, así como que, en realidad, el viejo
se estaba desviando para pasar por ahí a propósito y hacer exhibición de su habilidad
en el manejo de la carretilla. “Si George Willard estuviera aquí, seguro que tendría
algo que decir –pensó Seth–. George forma parte del pueblo. Le gritaría algo a Turk,
y éste le respondería. Los dos se sentirían secretamente satisfechos de lo que hubieran
dicho. Mi caso es diferente. Yo no estoy integrado. No me importa, pero pienso largarme
de aquí”.
Seth siguió dando traspiés
en la penumbra sintiéndose un marginado en su propio pueblo. Empezó a compadecerse
a sí mismo, pero reparó en lo absurdo de sus ideas y sonrió. Al final, concluyó
que simplemente era demasiado maduro para sus años y no podía ser objeto de lástima.
“Estoy hecho para trabajar. Tal vez pueda encontrar mi lugar si trabajo de firme
y más vale que empiece cuanto antes”, decidió.
Seth fue a casa del
banquero White y se quedó en la penumbra junto a la puerta principal. En la puerta
había un pesado llamador de latón, una innovación introducida en el pueblo por la
madre de Helen White, que también había organizado un club femenino para el estudio
de la poesía. Seth levantó el llamador y lo soltó. El fuerte estrépito resonó como
el eco lejano de un cañonazo. “Qué torpe y estúpido soy –pensó–. Como la señora
White abra la puerta, no sabré qué decir”.
La que acudió a abrir
y encontró a Seth plantado en el porche fue Helen White. Ruborizándose de alegría,
se adelantó, salió y cerró la puerta sin hacer ruido.
–Voy a irme del pueblo.
No sé qué es lo que haré, pero me marcho a trabajar fuera. Creo que iré a Columbus
–dijo–. Tal vez me matricule en la Universidad. Pero el caso es que me voy. Esta
misma noche se lo diré a mi madre. –Dudó y miró dubitativo en torno suyo–. ¿Te apetece
dar un paseo conmigo?
Seth y Helen pasearon
por las calles bajo los árboles. Unas nubes oscuras habían tapado la luna, y por
delante de ellos, en la oscuridad, iba un hombre con una escalera al hombro. El
hombre se detenía presuroso en cada cruce, apoyaba la escalera contra la farola
de madera y encendía las luces del pueblo, de modo que su camino estaba medio iluminado
y medio oscurecido por las farolas y por las sombras que arrojaban los árboles de
ramas bajas. El viento empezaba a juguetear entre las copas y molestaba a los pájaros
adormilados, que echaban a revolotear piando quejosos. En el espacio iluminado por
una de las farolas, dos murciélagos daban vueltas y vueltas en persecución de un
enjambre de mosquitos.
Desde que Seth vestía
pantalón corto había habido cierta intimidad, sólo expresada a medias, entre él
y la chica que ahora paseaba por primera vez a su lado. La joven había tenido un
tiempo la manía de escribir notas dirigidas a Seth. Éste se las encontraba ocultas
en sus libros en la escuela, aunque una se la había dado un chico al que se encontró
por la calle y otras se las había entregado el cartero local.
Las notas estaban escritas
con letra clara e infantil y reflejaban una imaginación exaltada por la lectura
de novelas. Seth no había contestado a ninguna, aunque lo habían conmovido y halagado
algunas de las frases garrapateadas a lápiz en el papel de carta de la mujer del
banquero. Las guardaba en el bolsillo de su abrigo y paseaba por las calles o se
quedaba junto a la cerca del patio del colegio con algo que le quemaba en un costado.
Le gustaba ser el favorito de la chica más rica y atractiva del pueblo.
Helen y Seth se detuvieron
junto a una valla cerca de un edificio bajo y oscuro cuya fachada daba a la calle.
Dicho edificio había sido antiguamente una fábrica de duelas de barril, pero ahora
estaba desocupado. Al otro lado de la calle, en el porche de una casa, un hombre
y una mujer hablaban de su infancia y sus voces llegaban con claridad hasta los
dos jóvenes que las escuchaban un tanto cohibidos. Se oyó el chirrido de unas sillas
contra el suelo y el hombre y la mujer bajaron por un sendero de grava hasta llegar
a una puertecilla de madera. Desde el otro lado de la puerta, el hombre se inclinó
y besó a la mujer. “Por los viejos tiempos”, dijo, y luego se volvió y se marchó
a toda prisa por la acera.
–Ésa es Belle Turner
–susurró Helen, y deslizó valientemente su mano en la de Seth–. No sabía que tuviese
novio. Pensaba que era demasiado vieja para esas cosas.
Seth se rio incómodo.
La mano de la chica estaba tibia y lo dominó una extraña sensación de mareo. Sintió
el deseo de comunicarle algo que había decidido no decir.
–George Willard está
enamorado de ti –dijo, y, a pesar de su nerviosismo, su voz sonó grave y tranquila–.
Está escribiendo un cuento y quiere estar enamorado. Quiere saber lo que se siente.
Me pidió que te lo dijera para ver qué respondías.
Nuevamente, Helen y
Seth anduvieron en silencio. Llegaron al jardín que rodeaba la vieja casa de los
Richmond y, tras pasar por un hueco en el seto, se sentaron en un banco de madera
al pie de un arbusto.
En la calle, mientras
paseaba con la chica, a Seth se le habían ocurrido varias ideas nuevas y atrevidas.
Empezó a arrepentirse de haber tomado la decisión de marcharse del pueblo. “Sería
distinto y muy agradable si me quedara y pudiera pasear a menudo por las calles
con Helen White”, pensó. En su imaginación se vio a sí mismo pasándole la mano por
la cintura y sintió sus brazos cerrándose en torno a su cuello. Una de esas asociaciones
de ideas absurdas lo hizo relacionar la idea de cortejar a aquella chica con un
lugar que había visitado varios días antes. Había ido a hacer un recado a casa de
un granjero que vivía en una colina más allá de los terrenos de la feria y había
vuelto por un sendero que pasaba por un campo. Seth se había detenido bajo un sicomoro
en la falda de la colina al pie de la casa del granjero y había mirado a su alrededor.
Un sonido suave y zumbón le había acariciado los oídos. Por un momento había pensado
que el árbol debía de albergar un enjambre de abejas.
Y luego, al mirar al
suelo, Seth había visto las abejas por doquier entre la hierba. Estaba en un herbazal
que crecía hasta la altura de su cintura en un campo que se alejaba de la colina.
Las hierbas estaban llenas de florecillas purpúreas y exhalaban una fragancia irresistible.
Las abejas habían acudido formando huestes y cantaban mientras trabajaban.
Seth se imaginó a sí
mismo tumbado una tarde de verano, oculto entre las hierbas debajo del árbol. A
su lado, en la escena creada por su fantasía, estaba Helen White que lo tenía cogido
de la mano. Una peculiar reticencia le impedía besarla en los labios, pero sintió
que podría haberlo hecho de haber querido. En lugar de eso se quedó muy quieto,
contemplándola y escuchando el ejército de abejas que seguía cantando su canción
por encima de su cabeza.
En el banco del jardín,
Seth se agitó incómodo. Soltó la mano de la chica y metió las suyas en los bolsillos
del pantalón. Había sentido el deseo de impresionar a su compañera con la importancia
de la resolución que había tomado e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la
casa.
–Imagino que mi madre
se llevará un buen disgusto –susurró–. No se le ha ocurrido pensar ni por un momento
en lo que voy a hacer en la vida. Cree que me quedaré aquí para siempre y seguiré
siendo un niño. –La voz de Seth estaba cargada de seriedad infantil–. Mira, tengo
que ponerme manos a la obra cuanto antes. Tengo que trabajar. Es lo único que se
me da bien.
Helen White estaba impresionada.
Asintió con la cabeza y la dominó una sensación de admiración. “Así debe ser –pensó–.
Este chico no es un chico, sino un hombre fuerte y decidido”. Apartó a un lado ciertos
vagos deseos que habían invadido su cuerpo y se sentó en el banco muy erguida. Seguía
oyéndose el retumbar de los truenos y los relámpagos iluminaban el cielo por el
este. Aquel jardín, que antes le había parecido tan vasto y misterioso y un lugar
en el que podía haber vivido extrañas y maravillosas aventuras en compañía de Seth,
ahora le parecía idéntico a cualquier otro patio trasero de Winesburg, de contornos
claros y bien definidos.
–¿Qué es lo que harás
allí? –susurró.
Seth se revolvió en
el banco, esforzándose por contemplar su rostro en la oscuridad. Le parecía infinitamente
más sensible y sincera que George Willard, y se alegraba de haberse alejado de su
amigo. Volvió a acometerlo la sensación de impaciencia que le producía el pueblo
y trató de explicársela a ella.
–Aquí todo el mundo
se pasa el día hablando –empezó–. Estoy harto. Haré alguna cosa, buscaré un trabajo
donde hablar no sea necesario. Tal vez de mecánico en un taller. No sé. Supongo
que no me importa demasiado. Sólo quiero trabajar y estar tranquilo. Es lo único
que he decidido. –Seth se levantó del banco y sacó la mano del bolsillo. No quería
poner fin a su encuentro, pero no se le ocurría nada que decir–. Ésta será la última
vez que nos veamos –susurró.
Helen, arrastrada por
un sentimiento de ternura, puso la mano en el hombro de Seth y acercó el rostro
del chico hacia el suyo. Fue un acto de puro afecto y de lástima por cierta vaga
aventura que había estado presente en el espíritu de la noche y que ahora ya nunca
sucedería.
–Será mejor que me vaya
–respondió y su mano cayó pesadamente sobre su costado. Se le ocurrió una idea–.
No hace falta que me acompañes, prefiero estar sola. Tú ve a hablar con tu madre.
Es mejor que lo hagas cuanto antes.
Seth dudó y, mientras
lo hacía, la chica se dio la vuelta y salió corriendo por el agujero del seto. Él
sintió el deseo de seguirla, pero se quedó allí mirando perplejo y confundido por
aquella acción, tan perplejo y confundido como lo había dejado siempre la vida del
pueblo donde ella había nacido. Anduvo despacio hacia la casa, se detuvo a la sombra
de un árbol muy grande y miró a su madre que bordaba junto a la ventana iluminada.
La sensación de soledad que había tenido a primeras horas de la tarde regresó y
tiñó con sus matices el recuerdo de la aventura que acababa de vivir.
–¡Bah! –exclamó, volviéndose
y mirando hacia donde se había ido Helen–. Así acabará todo. Ella será como los
demás. Supongo que ahora empezará a mirarme como si fuese un bicho raro. –Miró al
suelo y reflexionó–. Se avergonzará y se sentirá incómoda cada vez que me vea –susurró
para sí–. Así será. Así acabará todo. Y, si alguna vez se enamora de alguien, no
será de mí. Será de algún otro… de algún idiota… alguien que hable sin parar… alguien
como ese George Willard.
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