Joaquín Filio
A la hora de comer, mientras
cuchareamos la sopa, sus ojos nos contemplan hambrientos y aunque mamá agregue pimienta,
limón o salsa, el plato que le fue servido permanece intacto. Su vestimenta me da
mala espina. Mamá dice “el negro es un color elegante. Hay que respetar los gustos
ajenos”, sin embargo, ella hace lo opuesto con los señores que llegan de visita
a escondidas. Aprovecha el viaje a la escuela para exigirnos que seamos diferentes
“hombres, no saben ni amarrarse las agujetas”. Cuando se hace de noche, el zopilote
irrumpe en nuestro cuarto y nos acaricia con un brusco aleteo. Pablo resiste mudo.
No logro entender cómo le hace para evitar el llanto o ir en busca de mamá, hasta
he pensado que lo disfruta o por lo menos le adormece. Pero el zopilote nunca canta,
no como lo hacía mamá antes de apagar la luz. Él más bien tose, en lugar de hablar
raspa, sacudiéndose de un ronquido enfermo. Pablo solía ser parlanchín, travieso,
inventaba historias: desde el día del accidente no dice ni pío, se orina en la cama.
Para mí que el zopilote lo tiene amenazado. Conmigo trató en el velorio: esa tarde
me siguió hasta la casa. Desde que llegó a nuestras vidas escuchamos el llanto de
mamá por todas partes; incluso, en algunas ocasiones, Pablo y yo jugamos a pegar
nuestras orejas sobre la puerta nueva de su recámara –la puerta anterior la rompieron
los vecinos cuando intentó colgarse del armario. Será cuestión de unos días para
que nos adiestremos a las prácticas oscuras del zopilote. Su abrazo seco nos arrulla
en la sala, donde se encuentran, desde hace tres meses, las cenizas de papá.
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