Mariana Frenk
Miss Lu está parada junto al
Caballito y piensa: “Ya no me gusta el bridge; ya no me gusta el tenis…”
Son las siete
y cuarto y es mayo. Todavía hay un poco de claridad en torno a las cosas. Allá,
lejos, las montañas se están envolviendo en gasas azules.
El aire es
tibio, promete caricias, susurra rebeldía. Pasan muchos coches. Los choferes extienden
un dedo hacia Miss Lu y algunos gritan “libre”. Ahí está Miss Lu, rubia, azul y
muy blanca, terriblemente blanca, para los hombres que a las siete y cuarto van
pasando junto al Caballito.
Miss Lu cierra
su mano blanca, un tanto pecosa: “Ya me choca el bridge; ya me choca el tenis y
Little Theatre, toronja en la mañana y en las noches flirteo. Ya me chocan Mam y
Dad. Quisiera amar”.
Ya no hay
sino muy poca claridad en el aire. Una ráfaga agita los bucles dorados de Miss Lu,
hincha su amplio abrigo blanco y le trae un perfume…
¡Oh, Miss
Lu!, ¿qué perfume te trae el viento que agita tus dorados bucles? Un perfume extraño
es, un perfume endiablado: Rosas de Irlanda, pulque y cuero y mil aventuras que
conocemos por los libros. Por los libros, sí, señor.
Miss Lu suspira
y en sus ojos azules se enciende una llama oscura: “Odio el bridge; odio el tenis
y Little Theatre, toronja en la mañana y en las noches flirteo. Odio a Mam y Dad.
Quiero amar”. Dos veces lo piensa: Odio a Mam y Dad. Y al pensarlo, se siente libre
y casi feliz.
Ahora ya no
hay nada de claridad en el aire. Sólo los reverberos, sólo los rótulos luminosos.
Sólo el cielo oscuro, sólo las oscuras montañas, más oscuras que el cielo oscuro.
Y ahí viene
él. Lentamente se va acercando en su coche. Miss Lu lo ve venir y se estremece:
“Tiene dientes blancos, blancos, y el pelo lacio y fuerte de los indios. Sus ojos
son más oscuros que el cielo oscuro, más oscuros que las oscuras montañas”.
Muy lentamente
se va acercando. No necesita señalarla con el dedo, no grita: “Libre”.
–San Ángel
–gorjea Miss Lu y tan bruscamente se sube al coche, que su amplio abrigo blanco
se hincha en torno suyo como una vela.
La portezuela
se cierra y ahora vendrá algo nuevo.
Ahora vendrá
algo nuevo, algo grande, algo terrible. Tiene ojos oscuros y su mirada viene de
muy lejos. Fuertes y gráciles son sus manos y levemente juegan con el volante. Hay
choferes que raptan a las jóvenes de piel blanca. El coche corre a cien kilómetros
y ellas saltan y allá se quedan tiradas en la carretera, el cráneo destrozado. A
veces piden auxilio, cinco patrullas los persiguen, y cuando silban las balas, ellas
se desploman muertas en los cojines verdes y gastados. A veces las encuentran días
después en los montes, deshonradas, los vestidos rotos, una cuchillada en el corazón.
Y otras veces se presentan ante el juez, los miembros llenos de espanto y terrible
dulzura y cuentan lo que les sucedió. Y sus sollozos y sus ayes hacen estremecer
los corazones de las muchachas…
“Yo no me
tiraré del coche, yo no voy a gritar, ni tampoco me presentaré ante el juez. Tú
no me vas a matar a cuchilladas, pues seré buena contigo, muy buena… Y para siempre
seré tuya”.
Palabras la
sacan de sus sueños. Es él.
–¿Qué calle?
–pregunta, y su voz suena como nunca antes sonó la voz de un hombre.
Miss Lu está
sentada detrás de él, el corazón le late violentamente, quisiera gritar.
–Pare usted
un momento –dice, y trata de decirlo con arrogancia–, voy a sentarme adelante.
Ahora está
sentada junto a él. Delante de ellos la calzada se extiende bajo el cielo oscuro
y las estrellas son grandes y misteriosas. “De repente todo me parecerá extraño”,
piensa. Árboles extraños cercarán las calles, las calles extrañas, nunca antes vistas…
Una vez él me mira y lo miro yo y luego viene el bosque, y las oscuras montañas.
El coche se para. En el monte cantan los grillos, un pájaro se queja dulcemente
y el aire nos trae un perfume… ¡Oh, qué perfume nos trae! Rosas de Irlanda, pulque
y cuero y mil aventuras que vamos a vivir. A vivir, sí, señor.
El coche pasa
por un bache. Miss Lu despierta y mira alrededor: árboles extraños cercan la calle,
la calle extraña, nunca antes vista… ¡Y ahora sí el asunto se está poniendo serio,
Miss Lu!
Miss Lu se
estremece de espanto y de terrible dulzura. “¡Qué feliz he estado siempre!”, piensa
y siente que las lágrimas le están llenando los ojos y siente lo irreparable. Pero
luego una gran felicidad se apodera de ella. Yergue sus pequeños senos debajo del
abrigo blanco, la cara le está ardiendo, una corriente eléctrica penetra dolorosamente
por sus dedos blancos y delicados.
Y ahora sí
habrá que hacer algo, no es posible que esté sentada, pasiva, esperando que suceda
lo que tendrá que suceder. Y para hacer algo, pregunta: “¿A dónde me lleva Ud.?”
Y su voz es oscura como las oscuras montañas y lánguida como el aire que acaricia
sus mejillas. El hombre vuelve un poco la cabeza. “Tuve que pasar por aquí. Por
la otra calle no hay paso. Ya mero llegamos”.
Y ya están
llegando. Ahí está la casa, ahí está todo.
Miss Lu está
pálida de vergüenza, de coraje y decepción. Quisiera pegarle al hombre, insultarlo,
escupirle a la cara, quisiera –¡ay!– llorar. Bruscamente abre su bolsa, coge un
billete de diez dólares y se lo tira a los pies. Luego corre a la casa, abre la
puerta y la cierra tras sí con un golpe vehemente.
El hombre
levanta el billete de diez dólares. Está feliz. “¡Vaya una gringa chiflada!”, piensa,
y luego: “¿Un vestido de seda roja para Lupe? ¿Una parranda de las meras buenas?
¿Qué será mejor?”
Delante de
él se extiende la calzada solitaria y las estrellas son grandes y misteriosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario