Ciro Alegría
Ellos estaban
en una inmensa altura. Para llegar hasta allí habían tomado, sucesivamente, dos
ascensores de rápido impulso, sintiendo en la subida que los oídos les zumbaban.
A Lina le dolieron. Ahora las miradas de Joan saltaban de rascacielos en rascacielos,
en tanto que suspiraba hondo, moviendo rítmicamente los senos moldeados por una
blusa azul. Con el cuerpo elástico ceñido al muro gris, la grácil cabeza echada
hacia adelante como deseando abandonarse al espacio. Su actitud toda habría hecho
pensar que experimentaba la emoción del vuelo. Ella estaba viviendo, en general,
una señalada aventura que conjugaba gozosamente lo cierto e incierto.
–Siempre he soñado con esta ciudad –dijo. No pronunció una palabra más durante
mucho rato. La terraza de observación del mayor rascacielos, tendida esa tarde al
tibio sol de abril, atalayando Nueva York con seguro gesto, invitaba a la contemplación
y al silencio.
Allá lejos, el puente George Washington extendía con gallarda esbeltez el
acero de sus vigas, columnas y cuerdas bien templadas. Parecía un arpa eólica frente
al viento que venía del mar, cargado de sales y espacios oceánicos, y se abatía
sobre las cimas de la ciudad y entre los cordajes. Joan pensó que acaso ese viento
diestro en inmensidades podía tener noción de la grandeza de la ciudad.
Los edificios hechos de rectángulos se levantaban de la tierra en una ansiosa
búsqueda de altura que adquiría belleza dentro de su simétrica exactitud. Las moles
cuadrangulares daban una impresión de yerta solidez, pero millares de ventanas abiertas
en las rocas grises hablaban de que había actividad dentro de los cubos enormes
y que muchachas hermosas y hombres alertas vivían allí parte de su jornada. Cerca
de Columbus Circle, hacia el norte según señalaba el plano que abría de cuando en
vez con manos ansiosas, ella había encontrado una habitación provisional. ¿Qué ventana
le correspondía? ¿La veía acaso? En la gigantesca zarabanda de volúmenes cuadriculados
de ventanas, por aquí, por allá, algunas luces artificiales brillaban a pesar de
ser de día. Por el cielo claro, un avión volaba muy alto, rasgando nubes ágiles.
Y abajo, lejos, verticalmente, en el fondo de la ciudad rectilínea, al pie de los
edificios lisos, se alargaban las calles por cuyas veredas opacas avanzaba la muchedumbre
en un incesante fluir humano y por cuyo asfalto brillante corrían los vehículos
en un acompasado fluir mecánico. Las cambiantes luces que rigen el tráfico detenían
por momentos las filas de autos, pero el enjambre de la multitud se movía sin descanso,
yendo y viniendo como dos corrientes cuya variedad de colores se mezclaba hasta
volverse gris. Y de toda esa agrupación de hombres y máquinas, del tenaz ajetreo
neoyorquino, ascendía un rumor sordo y profundo, como de olas marinas que baten
acantilados o de tormentas lejanas. A 1050 pies de altura, se lo escucha así. Es
el pulso de Nueva York ese rumor poderoso.
El muro que rodeaba la terraza cuadrangular había sido hecho alto adrede para
evitar a los visitantes el riesgo del vértigo. Joan miró con insistencia hacia abajo,
sintiendo que en el espacio mismo, en esa estilizada profundidad marcada por perpendiculares
líneas, había un elemento de sutil y brutal fascinación. Una confusa emoción de
alegría y temor le crispó los nervios al principio. Luego se le fueron distendiendo,
familiarizados con una sensación de caída que no llegaba a producirse. Al verlos
desde esa altura, los vehículos le parecían de juguete. El hombre era como una afanosa
hormiga. Y se le antojaba extraño que tal ser, empequeñecido aún más por la distancia,
hubiera llegado a abrir esas moles alrededor de las cuales caminaba, trepanándolas
a la vez con ascensores por los que subía y bajaba, dividiéndolas en habitaciones
donde, a su placer, impedía la sombra creada por los propios edificios que elevó
hasta ocultar el sol, con la claridad de un sol propio. El fenómeno arquitectónico
era sin embargo explicable y claro, pese a la magnificencia de proporciones, mas
parecía encerrar un secreto como ocurre con toda gran creación.
–¡Es maravilloso! –exclamó Joan.
–Sí –confirmó Clemente Azor.
Lina, a pesar de que le gustaba hablar, nada dijo. Joan se llamaba exactamente
Joan Bonard Clark y era natural de Nueva Orleans. Había llevado sus hermosos dieciocho
años a la ciudad de Nueva York con el propósito de “ver qué pasaba”, según solía
decir ella misma, tratando de explicar el cumplimiento de una ambición que se afirmaba
en un optimismo sin muchos asideros, sin ninguno en particular para ser precisos,
pero no obstante firme y hasta radioso en su alegre confianza. Hacía diez días que
estaba en Nueva York y durante ese tiempo hizo cosas extraordinarias y completamente
naturales, o sea asistir a una exposición de pintura surrealista por curiosidad
y a una función de ópera por la misma razón, comprar artículos que no necesitaba,
emborracharse en dos clubs nocturnos, tratar de colocarse como experta en algodón
y ser rechazada, perderse en los túneles del tren subterráneo, perderse en el vórtice
de la ciudad. Conoció a Lina y Clemente la noche anterior, en una fiesta, y se habían
hecho amigos, como quien dice, de la noche a la mañana. Con el hombre tuvo una larga
conversación sobre los cóndores andinos y Joan había subrayado con las palabras
“muy interesante” cuanto él dijo, manifestando también que en Nueva York se tropieza
con gente de todas partes y se oye hablar de hechos remotos y extrañísimos. Clemente
le presentó a su amiga Lina, quien aceptó el plan de visitar el Empire State Building,
anunciado por Joan con entusiasmo. Y allí estaban, de cara a la ciudad cubista,
con los ojos perdidos entre prominencias y hondonadas de exactos vértices.
Clemente Azor, sudamericano de frente ancha bajo la cual se curvaba una nariz
aguileña y se hundían entrecerrados ojos grises, miraba complacidamente las montañas
de hierro y cemento, el gallardo puente George Washington, el río Hudson mercurial
y tranquilo, las lejanías esfumadas y las cercanías abismales. El paisaje andino
en que nació se había estilizado en Nueva York y siempre le produjo una particular
impresión, entre sorpresiva y estimulante, que esa vasta réplica, enhebrada de electricidad,
hubiera llegado a existir. Azor amaba la visión que ofrecen las cumbres, pero en
Nueva York la inmensidad tornábase una epopeya de volúmenes, un canto lineal al
esfuerzo constructivo. Solía ascender al observatorio del Empire State Building
y mirar todo aquello tratando de aprehenderlo para su alma y sus páginas. Era escritor
y a su sentimiento básico de independencia individual se mezclaba un deseo de entender
las expresiones de la vida.
Azor, de pronto, dejó de mirar a lo lejos para mirar a Joan o mejor dicho
volverla a mirar. ¿Cuántas veces la había examinado desde la frente a las plantas?
Más alta que baja, su elástica delgadez se alzaba plácidamente y henchía alimonados
senos de neta curva. En ese momento, su suéter azul parecía un retazo de cielo que
hubiera descendido a ceñirle el pecho hermoso. La melena negra flotaba al viento
y en la cara oval, la piel levemente trigueña se distendía con tersura. Sus brillantes
ojos oscuros parecían portar un mensaje, la nariz se respingaba dando a la faz un
toque casi infantil y la boca roja, de labios carnosos y espaciosos, sonreía mostrando
dientes nítidos. La falda negra caía blandamente sobre la gracia de las caderas
y las piernas elásticas. Los pies descansaban con levedad y firmeza en zapatos de
tacones altos. Una fina cadena de oro, brillando sobre el tobillo izquierdo, reclamaba
a los ojos que iniciaran la contemplación de las pantorrillas que desaparecían bajo
la falda, a la vez negando y prometiendo, tal en el ritmo inicial del amor. Las
miradas de Azor la punzaron acaso, pues ella volviose y le sonrió, alegre y despreocupadamente
generosa. Su sonrisa estaba caldeada por profundas corrientes vitales y éstas eran
tan impetuosas y seguras, que brindaban a la personalidad de Joan Bonard Clark una
satisfacción que parecía circular por su sangre. Azor la había visto sonreír de
igual manera en la fiesta, con esa sonrisa que resultaba un derroche de dones, ya
sea porque fueran inagotables o los conservara intactos. Bien mirado, tal vez no
lo distinguía particularmente, aunque tal sonrisa como respuesta a sus miradas entrañaba
la reciprocidad de la aceptación. La mirada del hombre jugó un momento sobre la
faz morena como besando su tersura, y Joan volvió a sonreírle, ahora como si hubiera
preferido sonreír que negar. Azor se le acercó para hablarle y en ese momento sintió
que Lina le tomaba una mano, presionándosela en forma de reclamo. Joan preguntó,
apuntando a lo lejos con el índice:
–¿Qué es eso?
Lo dijo como si lo único que le preocupara fuese la ciudad.
–Rockefeller Center –respondió Azor, mirando una vez más el conjunto gris
de masas ágiles, donde la única recta marcaba al volumen el sentido de la moderna
armonía. Los edificios que componen Rockefeller Center se distinguían entre la muchedumbre
de rascacielos con enhiesta prestancia. Azor sabía que están en torno a una plaza
que desde el observatorio no podía verse. Las calles y plazas de Nueva York tienen,
como en ninguna ciudad, un carácter funcional y se hallan tan hundidas en la ciudad
misma que frecuentemente parece que no pertenecieran a un mundo dado a la altura.
Quien avanza por una calle numerada para alcanzar una dirección llega a una puerta
que, en la mayoría de los casos, es solamente un accidente de la ruta. Arribará
al lugar propuesto tomando altura, sea la de Rockefeller Center o cualesquiera de
los miles de rascacielos. Solo que en Rockefeller Center comienza a estilizarse
la nueva ambición y la nueva belleza. Hay en las líneas esbeltas y disparadas al
cielo de sus edificios, un afán de altura que podría equivaler, hablando en términos
de épocas históricas, al del estilo gótico de la Edad Media. Así la cercana catedral
de San Patricio apenas logra aparecer entre los rectángulos de la vecindad. Se necesita
ir a su lado y afinar el espíritu con el recuerdo de una era remota y la exaltación
mística, para captar de nuevo el plácido sentimiento de ascensión de sus ojivas
y agujas. El rascacielos ignora la curva, salvo en algunas torres, y su belleza
viene de la recta combinada en sabias proporciones y lanzadas hacia el cielo con
precisión y audacia. Más acá y más allá, tantos que no se los podía contar, los
edificios se alzaban sin pausa, y su volumen desigual y su más desigual altura mezclaban
abruptamente sus perfiles dentro de la inmensa perspectiva.
Lina, muchacha tropical de cabello rojizo, facciones de una plasticidad dolorosa
y anchas caderas receptivas, estaba acostumbrada a las palmeras gráciles y las blandas
colinas de su isla nativa. La estática dureza de Nueva York parecía herirle los
ojos absortos. A la distancia –no se podía calcular– se extendía, amurallado por
la ciudad, el rectángulo terreno de Central Park, verde de árboles y con un lago
que brillaba al sol. Más al norte, los edificios continuaban hasta perderse en la
lejanía. Por allí estaban el negro Harlem y el populoso Bronx. Desde el Empire,
habría podido verse el fin de la ciudad, pero las nubes comenzaban a superponerse,
dando lugar a un horizonte confuso en el cual se perdía la ciudad, que de tal suerte
parecía sin fin. Sin tregua ni vacilación, siempre el mismo escalonarse de cubos.
Quizás los edificios lejanos no eran tan altos, pero la visión de la altura de los
próximos los había habituado a las grandes dimensiones y los distantes también se
les antojaban elevadísimos.
A la izquierda, recortando su silueta blanca frente al verdor del parque,
Clemente Azor reconoció un hotel donde, algunos años atrás, había pasado una semana
con una muchacha singularmente hermosa. Fue un imprevisto regalo de Nueva York.
Desde entonces, supo que la ciudad podía también ser contada según sus dones humanos.
Muy lejos, en un punto que no podía precisar, estaba el edificio de los Cloisters,
medieval creación que había sido traída piedra por piedra, y como quien importa
pasado. Entre los árboles de la cercanía, azulados de noche, Clemente conoció a
su amiga Lina. Aún recordaba que, luego de la intimidad reveladora y gozosa del
primer encuentro, abrió los ojos y vio entre las matas las luces encendidas al otro
lado del río. Así era también Nueva York. A la muchacha singularmente hermosa la
había perdido en la ciudad. Mediando una querella se cambió de domicilio y no la
vio más. Con Lina había sufrido y gozado según el acontecer del amor, pero ella
no lograba entender la ciudad, por mucho que la llamara con segura fuerza. Se quería
marchar y llevarse a Clemente, que pertenecía ya a la noche. A veces, manifestaba
arrepentimiento por haberse entregado demasiado pronto a su amigo. Esto era, según
creía, haberse puesto a tono con la vida de la ciudad, y el hecho la alarmaba. Azor
pensaba que ella podría marcharse cualquier día, aunque ahora se estaba reteniendo
a sí misma con la mano cálida ajustada a la suya. Entonces, podría ocurrir que,
con los años, mirara a la columna del Empire State Building, clímax de la altura
de la ciudad, y recordara que allí estuvo una tarde con Joan y Lina. Una de las
características de Azor era sentir una anticipada nostalgia. Joan lo miró tal si
hubiera entendido su pensamiento y esta vez echó a andar invitándolos con el gesto
a seguirla.
La terraza estaba animada por muchos visitantes. Gentes que habían venido
de otros lugares del país, como Joan; neoyorquinos mismos, que pasaron años sin
efectuar la ascensión; soldados y marineros de vacaciones; muchachas que todavía
no habían conquistado un millonario; un grupo de tipos que hablaban un idioma extraño;
un hombre de barbas y traza europea al que había que imaginar de importancia… Algunos
apuntaban a la distancia con los largavistas situados en las esquinas de la terraza.
Azor lo había hecho también. El retazo de rascacielos que alcanzó a través de las
lunas semejaba la piel de un paquidermo. Los más de los visitantes, dando vueltas
o detenidos junto al muro prieto, se lanzaban al espacio con los ojos y Nueva York
les parecía más grande acaso. Una mujer había levantado a su niño en brazos. El
pequeño miraba a la distancia y luego palpó el muro buscando una explicación.
–Mamá, ¿quién hizo esta roca? –preguntó.
Joan que con paso de ritmo suelto avanzaba sorteando a las gentes, alcanzó
a captar las palabras del niño y dijo:
–Realmente, yo también quisiera preguntar: ¿quién o quiénes hicieron todo
esto?…
Los tres amigos rieron, pero su risa se apagó pronto. Pensar en millones de
obreros e ingenieros soldando vigas de acero para formar armazones que luego serían
rellenadas con cemento, planeando incesantemente ganar nuevas dimensiones y lograrlo,
no se les antojaba suficiente.
Había junto al muro una pareja de hindúes que parecía unida, más que por su
proximidad, que no era mucha, por conservar entre ellos un diferente mundo. Era
como si vivieran en una atmósfera especial traída desde el Asia y celosamente guardada
entre los dos. La mujer vestía un largo traje morado y tenía pintado un lunar rojo
en mitad de la frente. El hombre, vestido a la usanza occidental, se cubría la cabeza
con un turbante blanco. Mas estos detalles típicos eran nada ante el exotismo de
sus rostros tostados, no solamente por la lumbre externa, fuerte en los lares nativos,
sino por otra interior que les asomaba a los ojos. Y toda su ausencia de la tierra
de los rascacielos, y su expectación circunstancial, era acentuada por su actitud
de acompañarse en una intimidad que tenía también de comunión personal. Seguramente,
pensaban en qué lejos se podía estar en Nueva York del ideal del nirvana búdico,
de la tenaz y desnuda meditación de los yogui; cuando hasta la grandeza material
tenía allí un sello humano y la actividad, la marcha apresurada, para ser más precisos,
la acción en pos de un fin próximo o distante, eran la ley del hombre. He allí por
qué los dos hindúes se acompañaban tan celosamente, manteniendo su concepción de
la vida frente al mundo extraño, defendiendo inclusive su propia integridad. Y tal
actitud se pronunció más todavía cuando Joan se escurrió entre la pareja para ganar
un sitio junto al muro. El hombre la miró con sorpresa, pero no sólo como se puede
mirar a una intrusa, sino a quien está rompiendo algo. La mujer pareció replegarse
en sí misma. Su mundo hindú había quedado momentáneamente dividido. Y sin decir
nada, como obedeciendo a una señal que en este caso fuera hecha interiormente, se
fueron de allí, muy ceñidos, sosteniendo entre los dos un universo suyo y lejano.
La partida de los hindúes, que Joan había provocado sin proponérselo y cuyos
sutiles motivos no consideraba, hizo espacio para nuestros amigos. En el lado Oeste
de la ciudad, los rascacielos avanzaban, empequeñeciéndose sucesivamente, hasta
llegar al río Hudson, que se curvaba al flanco de Manhattan, yendo al estuario con
tranquilidad. El río estaba retaceado de docks, ceñidos por grandes barcos, en los
que llegaban y partían gentes y especies de los cuatro lados del mundo. Al otro
lado de las aguas lentas, se tendían más docks, erguíanse más edificios en una prolongación
de Nueva York que geográficamente era Nueva Jersey. El río Hackensack ondulaba a
lo lejos y en el fondo, las Orange Mountains trataban de asomarse, entre nubes quietas,
a columbrar la ciudad. Por el río Hudson mismo, se movían algunos barcos, lanchas
pequeñas, remolcadores halando pontones, algunas blancas velas…
Con los ojos puestos en el río, flanqueado de altos edificios y actividad,
propicio al anclaje de los grandes vapores y a las faenas de los docks, Joan tenía
una expresión de candoroso asombro. Azor la miraba advirtiendo que la misma expresión
se había ya mostrado antes, fugazmente, y que ahora precisábase al acentuarse en
la actitud tensa del cuerpo y los ojos estáticos. Se hubiera dicho que estaba entregada
a un sueño.
–Joan –llamó Azor con voz queda.
Ella tornó la faz y sonriose.
–¿Ah? –dijo.
–¿Qué le pasa? –preguntó Azor.
Y Joan, vacilando en la dificultad de dar a sus emociones formas de ideas:
–Es como… bueno, como si estuviera comenzando un gran viaje…
–Quién sabe –comentó Azor en una forma en que Lina ni Joan supieron si sus
palabras entrañaban realmente duda. Pero tales palabras pusieron a Joan frente a
sí misma en forma súbita y si se quiere violenta. La idea de viaje le pareció inapropiada
y se disponía a dar nuevas explicaciones, cuando Azor la tomó del brazo, lo mismo
que a Lina, y echó a andar. Ésta hizo un gesto de resistencia al ser tomada. Creía
notar un comienzo de intimidad entre Joan y Azor que en cierto modo la ofendía.
Como el hombre la sujetó y condujo sin tomar en cuenta su gesto, ella inició otra
forma de retirada.
–A mí me gusta el estilo renacentista. El de los rascacielos, que ni siquiera
tiene nombre, es demasiado simple… Un producto del comercio y la aglomeración.
Azor sabía bien que Lina se había llenado la cabeza de nombres y estilos durante
su estancia en Europa. En cierto modo, encontró lógico que votara por el estilo
renacentista, debido a su voluptuosa elaboración, con la cual tenía parecido el
cuerpo de Lina y su alma misma. Pero Azor conocía también que su experiencia europea
la había tocado apenas y que sus palabras, en ese momento, no eran otra cosa que
un medio de distanciarse de Joan y Azor, inclusive de colocarse por encima de ellos,
admirando algo realmente refinado y valioso. Lina sonrió llena de una súbita felicidad.
–Cada época –dijo Azor– ha creado su estilo. Nueva York está en la era de
la técnica y es un producto de ella. La técnica creará su estética también. Ya lo
está haciendo…
Lina se estremeció como bajo una corriente eléctrica. Se hallaba en el lindero
justo del mundo al que no quería rendirse y al cual, para mayor complicación, Azor
estaba encontrando belleza. Joan sabía poco de estilos, pero ahora mostraba a su
vez un aire complacido.
En el centro de la terraza se levantaba una nueva proyección de vidrio y cemento,
como si el edificio, que ya venía angostándose de plataforma en plataforma a medida
que tomaba altura, realizara un esfuerzo más.
Había llegado junto a unas gradas. Un hombre iba a subir por ellas para ganar
la puerta a la cual daban acceso, pero se detuvo y gritó:
–¡Clemente!
–¡Raymond! –gritó también Azor, casi al mismo tiempo.
–Por poco no te veo –dijo el nombrado Raymond entre una risotada, mientras
se acercaba.
Los amigos se estrecharon las manos en tanto que Joan, Lina y los que estaban
cerca y habían vuelto la cara al oír las voces reían, tal ocurre siempre, como si
tuviera una gracia especial el hecho de que dos amigos se encuentren.
Azor hizo las presentaciones debidas. El recién llegado bromeó, repitiendo
la frase estampada en el folleto que hacía propaganda al edificio:
–“Where the whole world meets”.
Las muchachas celebraron la frase como si, aplicada al encuentro, fuera un
brote del ingenio de Shaw.
Él contó luego, respondiendo a sus preguntas, que había llegado de ultramar
hacía dos días, en un barco al que, desde la terraza podía verse allá abajo, acoderado
a uno de los muelles del Hudson. Ellas celebraron también las comunes noticias entusiastamente,
tal si hubieran tenido un encanto especial. Lina, en un intempestivo movimiento
de cordialidad, se le colgó del brazo con una familiaridad espectacular.
Azor conoció a Raymond Dalton en una de esas fiestas a las que van dos o tres
escritores que publican libros y muchos que tienen intenciones de hacerlo. Dalton
trabajaba en bienes raíces y, desde luego, soñaba con escribir algún día. Se habían
vuelto amigos y veíanse de cuando en vez para hablar de letras y beber whisky concienzudamente.
Cuando vino la guerra, Dalton fue llamado a filas. Azor recibió una carta suya fechada
en la ciudad brasileña de Belem do Para y en la cual, además de hablar de la grandeza
del río Amazonas y la abundancia de palmeras, contaba que le había ocurrido algo
extraordinario. No explicaba la naturaleza de tal evento y tampoco le escribió ninguna
carta más. La única noticia que tuvo Azor acerca de su amigo, después de tan singular
anuncio, fue una publicada en los diarios con motivo de habérsele otorgado una medalla
por acción de guerra en Europa. Pero lo extraordinario había tenido lugar en Brasil
o por lo menos allí comenzaba, de modo que Azor se quedó sin saberlo y, de hecho,
hasta había olvidado el asunto. Ahora que veía a Dalton, surgió en su recuerdo acicateándole
la curiosidad, pero no quiso preguntarle nada, tanto porque de ser el hecho extraordinario
no tardaría en referirlo, cuanto porque quizá tenía un carácter personal.
–Recuerdo haber visto su retrato en los periódicos –dijo Lina.
–¡Cuánto sufriría usted en la guerra! –insistió la muchacha dando a sus palabras
un énfasis entre admirativo y tierno.
–No mucho –contestó Dalton y agregó–: He estado con suerte… La suerte existe…
Sus últimas palabras, sea por el tono con que las dijo o porque entrañaban
una afirmación innecesaria que por lo mismo podía ser tomada por una clase especial
de convicción, resultaban insólitas. Pero Lina no estaba para sopesarlas y medirlas
y siguió dirigiendo a Dalton frases un tanto convencionales a las que ella valorizaba
con el acento. Azor se inclinó a creer que Lina estaba tomando una rápida venganza,
como solía hacer en parecidas circunstancias, de la atención con que él trataba
a Joan. El aludido respondía sonriendo con una segura condescendencia. Parecía sentirse
por encima de sus amigos. Azor temió de primera intención que el hombre que antes
solía vender propiedades y venerar en Dickens al maestro de edificantes historias
magistralmente narradas, se hubiera vuelto fatuo debido a su condición de héroe
de la guerra. Examinándolo mejor, convino en que había cambiado, pero que tal cambio
estaba lejos de llevarlo a la fatuidad. Alto y rubio, su piel se había curtido y
sus facciones tenían la firmeza que dan las impresiones profundas. Sus ojos, así
miraran cerca, parecían estar mirando a lo lejos, con un aire de avizorar más bien.
Podía ser ésta una consecuencia de su oficio de aviador. En sus palabras había seguridad,
pero no petulancia, y en ocasiones ellas tenían humor. ¿De dónde le venía entonces
ese aire de superioridad, que por otra parte era completamente espontáneo? Pensando
en el anuncio del hecho extraordinario, supuso que algo le había pasado aunque bien
sabía que no hay nada más maravilloso que la vida y que el hombre llama extraordinarios
a los hitos.
Dalton, desistiendo de su propósito de subir las gradas, siguió la dirección
que llevaba el grupo. Llegaron, con el aletazo del viento oceánico sobre la cara,
junto al muro que miraba al sur. Dalton dijo:
–Yo soy neoyorquino, pero solo estando lejos llegué a entender cuánto representa
para mí esta ciudad.
Sus miradas, dirigiéndose ahora a Joan, chocaron con las de ella, se sostuvieron
un instante entrecruzándose como espadas y luego se rehuyeron. Las de Dalton fueron
a detenerse en los distantes edificios del sector financiero. La gran ciudad, avanzando
hacia la bahía, se extendía formando una concavidad de promontorios, para erguirse
de pronto, con plena esbeltez de nuevo, en un grupo de columnas que se recortaban
nítidamente frente al mar. Aquellos edificios eran severos y populosos, según Azor
lo había podido notar caminando por calles oscuras como encañadas. Una de ellas
era la mentada Wall Street pero había muchas iguales, densas de gente atareada,
hábil en maniobrar con la riqueza del mundo. Cierta vez, yendo por Wall Street,
recordó un poema de Sandburg leído en la adolescencia, acerca de la iglesia de la
Trinidad y su cementerio con las tumbas de Hamilton y Fulton. Caminando entre la
turbamulta recaló frente a la pequeña iglesia y entró al cementerio. La ciudad,
al crecer con violencia incontenible, había respetado sin embargo esa pequeña iglesia
y el cementerio, dejando un recinto para la plegaria y la muerte. Azor buscó durante
mucho rato los nombres de Hamilton y Fulton en las piedras de las tumbas. El tiempo
había hecho su firme tarea de corrosión. Las piedras estaban resquebrajadas, muchos
nombres se habían borrado. Los que podían verse, no eran los de aquellos héroes
que el poeta cantó. Nuevos inviernos acabarían por llevárselos y por destrozar del
todo las piedras mismas. Azor preguntó, a unas empleaditas que andaban por allí
comiendo sándwiches, por las tumbas que buscaba y ellas se miraron unas a otra,
como preguntándose a sí mismas, y finalmente una dijo:
–Tal vez al otro lado…
Azor rodeó la iglesia y encontró que la presunción era cierta. Allí estaban
aún las tumbas de Alexander Hamilton y Robert Fulton, junto a una verja, a través
de la cual se veía pasar la gente y los vehículos y, más allá, alzarse impetuosamente
la ciudad. La muchedumbre atareada, los vehículos ruidosos, los edificios ahítos
de altura, parecían indiferentes ante las tumbas de Fulton y Hamilton y decenas
de otros muertos de nombres olvidados o desaparecidos. La ciudad se tragaba a la
muerte… La impresión que hizo todo ello en Azor no fue ni triste ni angustiada.
Tuvo, al contrario, un neto sentido de inevitabilidad y debió hurgar en sí mismo
para encontrar, en tal sentido, el drama callado que encierra lo inevitable. La
muerte estaba allí sin la vida intelectual que suele tener en los cementerios corrientes,
como acabada y representada con pequeñez en las piedras de las tumbas, frente a
la vida ruidosa de las calles y su alta y abrumadoramente física representación
de rascacielos.
Mientras Azor, rondando tal recuerdo, no lograba localizar el sitio de la
iglesia de la Trinidad, Dalton miraba su ciudad reencontrada con un aire de alegre
adhesión y Lina, que hasta hacía unos minutos alababa el estilo renacentista, tenía
en la faz una expresión pueril de entusiasmo. Joan, entretenida en hurgar en el
misterio de una avenida que brillaba al fondo, como un extraño alfanje de claridad
hundiéndose en el barrio financiero, volviose violentamente para mirar de nuevo
a Dalton rozando a Azor con sus senos de oleaje tibio. El escritor estaba a sus
espaldas y observaba la ciudad tanto como a sus amigos. Dentro del caso, su actitud
de honesta indiscreción espiritual habría podido ser comparada a la honesta indiscreción
física de un médico, de no ser porque Azor mismo no era imparcial en ese momento.
Creyó advertir, en el gesto de Joan, que la muchacha había cedido por fin a una
atracción que sin duda estaba operando sobre ella y que quiso disimular examinando
la avenida, pues luego de volverse quedó con los ojos fijos en Dalton, hasta cierto
punto conturbada. Sea porque se hubiera recobrado o porque deseara darle una especie
de satisfacción, sonrió a Clemente. Era como si no deseara ofender a su amigo de
ayer –el concepto era desoladoramente fugaz dentro de la precisión del tiempo– mostrando
un alejamiento que ninguno de los dos habría podido establecer pero que resultaba
tácito, debido a su anterior cordialidad. Azor sintió esa alarma confusa que viene
de creer en la pérdida de lo que no se ha ganado y, por otra parte, vio que Lina
estaba dedicada a murmurar amabilidades en el hombro de Dalton con la intención
de que llegaran a sus oídos. Si llegaban, o no, era difícil precisarlo pues Dalton,
en todo caso, parecía no escucharla. Joan tornó a mirarlo y taconeó nerviosamente,
haciendo fulgir la cadena de su tobillo. El movimiento de sus pies subió por su
cuerpo como una onda hasta perderse bajo la cabellera endrina, que tembló. Sus senos,
luego de palpitar venciendo la opresión del suéter, quedáronse en una tensión alerta.
Azor, ganado por el ritmo en sí mismo reclamador y la belleza en inquieto trance
de ofrenda, ciñó a Joan el talle. Era un talle firme y flexible. La muchacha exclamó
a media voz: “¡Nueva York!”. Y no se sabía si tal exclamación era el resultado de
un previo encadenamiento de ideas, de una revelación súbita, una forma de liberarse
aunque fuera indirectamente, la expresión de un sentimiento más que de un concepto,
sólo una de esas frasecillas que emplean las mujeres para llamar la atención o todo
junto. La exclamación fue captada por Dalton, que repitió con satisfacción:
–¡Nueva York!… –para agregar señalando con el brazo extendido–: Greenwich
Village.
A la derecha, tras un primer plano de rascacielos y al pie de los del fondo,
las casas eran bajas y prietas. Allí extendía Greenwich Village la maraña de sus
callejas, que tenían nombre y no número, llamándose algunas Jane, Horatio, King.
Hacia el lado del Hudson, también se levantaba una muralla de edificios, de modo
que la ciudad parecía arremansar sus alturas en Greenwich, donde Dalton había vivido
hasta que entró al negocio de bienes raíces. Allí conoció escritores pobres que
esperaban producir obras sorprendentes algún día, poetas que jugaban con las palabras
y querían traducir el misterio del alma empleando sus resonancias, pintores para
los cuales aún la forma era una abstracción, periodistas liberales que conocían
la fórmula de la felicidad humana, millonarios arruinados que esperaban hacer millones
de nuevo según su propia fórmula de facilidad, arquitectos sin contrata que construirían
una Nueva York de vidrio y acero, extraños realistas hechos de sueños, todos ellos.
Si en otro tiempo impresionaron a Dalton, ahora parecía evocar su recuerdo sin cuidarse.
Azor pensó que acaso era porque también se sentía un hombre en tratos con lo extraordinario,
con la suerte o cualquier forma de aventura personal. Mas no era cuestión de avanzar
juicios. Dalton siguió señalando otros puntos de la ciudad con el gesto seguro del
neoyorquino capaz de ver matices y diferencias en lo que para el ojo corriente es
un laberinto.
La estatua de la libertad alumbrando el mundo se erguía en un islote de la
bahía, hacia la derecha. Apenas se le podía distinguir y semejaba más bien un montículo,
pero era fácil verla con la imaginación, alta y broncínea, con su antorcha de llama
metálica, severa la faz que no se cansa de otear horizontes. Marca de Nueva York
tanto como las fajas cuadriculadas de los edificios, al forastero que llega por
la bahía le dan la sensación neta, precisa, de estar llegando a Nueva York, reconociendo
lo que no ha conocido. Más a la derecha y no muy lejos de la estatua, asomábase
Ellis Island cubierta por los edificios sólidos del Servicio de Inmigración, organismo
diestro en abrir y cerrar la puerta mayor del nuevo mundo. ¡Cuántos ojos foráneos,
rebosantes de dolor y distancias, avizoran desde allí a Nueva York, vinculándola
a su esperanza!
La bahía, de un mar casi negro, surcado por barcos y remolcadores de ancha
estela, se extendía al abrigo de islas grandes que la vista no lograba abarcar y
por las cuales Nueva York avanza tenazmente.
La hermosa faz morena de Joan expresaba perplejidad y Lina volviose hacia
Azor como para decirle algo, pero fue interrumpida por Dalton, que se empeñaba en
explicar el dédalo.
Manhattan guardaba otros pueblos. A la izquierda, tras rascacielos de recia
factura, extendíase una gris llanura de azoteas, terrazas y techos planos. Allí
estaban Chinatown, los barrios húngaro y rumano y algunos más. Se presumía la altura
por contraste. Una sola plaza miraba como un ojo del suelo.
Brillando al sol, el Río del Este ceñía Manhattan por ese lado. No muy lejos
de la bahía, caía sobre el río el puente de Brooklyn, dando paso al barrio del mismo
nombre, extenso hasta perderse en el horizonte. Río arriba, se arqueaban sobre las
aguas más puentes gallardos como instrumentos de cuerda o redes extendidas. El de
Brooklyn había causado sensación cuando fue construido, hacía más de cuarenta años
o sea una eternidad en Nueva York. Ahora teníase que conjugar su nombre con el de
otros puentes más nítidos, admirar la significación del esfuerzo y rendir en su
complicada armazón metálica el debido homenaje al pasado. Difícil homenaje en una
ciudad compuesta esencialmente de futuro. Azor vio cierta vez una máquina provista
de una enorme esfera de hierro que oscilaba como un péndulo, golpeando y convirtiendo
en ruinas un alto rascacielos. Es el destino común de esos gigantes silenciosos.
En una generación Nueva York se renueva. De cuanto estaban viendo, quedarían los
puentes y algunos señalados edificios tal vez. En la permanencia de la ciudad hay
una continua ansiedad de metas, un perpetuo viaje a la altura. Nueva York, con sus
descomunales proporciones y sus ocho millones de habitantes, da la impresión de
no tener nada terminado en definitiva. El hombre parece perseguir un objetivo siempre
lejano. Muchos caen fatigados en la jornada y otros la interrumpen arrojándose desde
la altura. La misma terraza del Empire State Building estaba convertida en plataforma
de lanzamiento a la muerte. Se hablaba de poner una valla de hierro sobre el muro
para impedir el salto a quienes elegían tal forma, si se quiere simbólica, de abatirse.
En todo gran viaje hay quienes caen y mueren.
Nuestros amigos, guiados por sus miradas, se desprendieron del lugar donde
estaban y avanzaron hacia otro lado. Contemplar Nueva York es como contemplar las
aguas de un río. Sólo que viendo un río, el movimiento está en las aguas y viendo
Nueva York, en los ojos. Mas en ambos casos la emoción se precisa a medida que pasa
el tiempo dentro del continuo fluir y la repetición es un factor de intensidad.
Cuando el espíritu aficionado a tal contemplación la suspende, es porque se ha saciado
y no porque se haya aburrido. Lo mismo podría sucederle en una muestra de Velázquez.
Ellos se encontraban lejos de aburrirse. Sus miradas, después de planear sobre
los edificios de dos compañías de seguros que hermanaban su arrogancia maciza, subieron
surcando el Río del Este y la película del agua y del cemento armado se desenvolvió
hasta detenerse en la enhiesta columna del Chrysler Building. La cúpula piramidal
insistía en prolongarse con una aguja de oro que brillaba al sol. Es el edificio
buido de Nueva York, el que hiere las alas del viento y apunta a las nubes con una
flecha en trance de volar. No muy lejos, pequeño en comparación pero singularmente
aéreo, se observa un edificio de ágiles líneas. Azor lo conocía bien, pues se publicaba
allí un diario de pequeño formato y muchas ediciones. Ancho y sólido, de clara nitidez,
ascendía escalonando sus vértices con elegante presteza. En él la altura era una
impresión más que una dimensión y podía considerársela una victoria visual de la
línea. ¿Qué sorprendentes logros de esta original estética ofrecería la Nueva York
del futuro? En la rotonda del edificio había un globo terráqueo de girar lento.
Cierta vez, un hombre que estaba mirando el globo, dijo a Azor:
–Trabajo cerca y, desde hace varios años, vengo a la hora del almuerzo a ver
el mundo… Cada día lo miro unos minutos… Yo pienso en él…
–¿Y qué piensa usted? –urgió Azor.
–Aún no lo sé –contestó.
Era como si la respuesta estuviera ahora flotando en el aire. Entre uno que
otro hito, los tableros del lado Este se sucedían hasta llegar al río, sobre cuyas
aguas bruñidas los recios perfiles se recortaban con nitidez. Junto al río mismo,
rayando el agua con sus lamas negras, un manojo de chimeneas humeaba tenazmente.
En el otro lado, estaban Long Island, Queens y de nuevo Brooklyn, repitiendo sobre
la ribera y más allá sus llanuras granadas de cubos. En el Río del Este había también
muelles estriados y barcos fletados de rulas. La emoción de partida pudo acentuarse
en el alma de Joan, pues ganaba ese río y todo su trajín con ojos ávidos. De seguro,
ella era parte importante de la singular jornada humana que parecía iniciarse en
ese grupo reunido casi al acaso.
Dalton, que la había estado ojeando desde el momento en que se rehuyeron,
se encaró súbitamente a la muchacha morena y la miró como si recién la hubiera descubierto
o acabara de llegar a su lado y le sorprendiera mucho el encuentro. Sus ojos se
extasiaron en la frente de dulce curva, en las pupilas de secreto mensaje, en la
nariz infantil y la boca madura y luego descendieron por los senos tensos hasta
los pies, desnudando el cuerpo flexible con una feliz ansiedad. El torso de Joan
y su melena de fácil ondular tenían por fondo Nueva York, pero Dalton la miraba
como si estuviera en una región remota. Joan sonreía levemente, tal si contuviera
un júbilo todavía incierto y hasta su cuerpo, a un tiempo receptivo y donador, parecía
aguardar. Dalton dijo a media voz:
–Es extraño.
–¿Qué? –preguntó Joan.
–¿Qué es lo extraño? –terció Lina con un tono en el que había una curiosidad
voraz.
–Oh, nada… nada –repuso Dalton, mientras en su cuello la aorta palpitaba con
violencia enrojeciéndole la faz y no sabía qué hacer con las manos. Metió una en
el bolsillo de la chaqueta gris, luego la otra, las sacó, tomó el brazo de Lina
y evidentemente callaba algo que los demás podían acaso imaginar pero deseaban que
dijera, guardando un silencio por el que cruzaba el rumor pertinaz de Nueva York.
Había inclinado la cara y tenía los ojos fijos en los pies de Joan, posados en el
concreto pardo como dos aves quietas. Causaba una peculiar impresión, en la que
había un dejo de comicidad, verlo turbado, pero tal situación duró apenas.
–Nada –repitió, alzando la cara y rechazando en definitiva franquearse, pero
riendo en cambio con una risa franca, que invitó a los demás a reír también, lo
que en cierto sentido quitaba al incidente, si no importancia, cualquier vestigio
de sentimentalismo que hubiera podido tener. Diciendo a Lina que el color plácido
de su traje violeta le recordaba las flores de un hermoso árbol que vio en el Brasil,
Dalton terminó por recuperar la serenidad e, inclusive, su aire de espontánea superioridad.
Era evidente que sus palabras tuvieron por objeto cubrir sus verdaderas emociones
y darle tiempo para salir de un estado de ánimo que se negaba a explicar. Pero en
el mismo recuerdo de la visión remota entraba en juego alguna asociación de ideas,
según creía advertir Azor. Por otra parte, cuanto siguió diciendo a Lina sobre las
particularidades del árbol y su aroma denso era lo suficientemente impersonal como
para no alejar a Joan, aunque los resultados fueron diferentes.
Lina acogió sus palabras con notorio agrado, tomándolas por la terminación
de un incidente que había herido su vanidad, en tanto que Joan se puso pensativa
y luego, volviéndose a Azor, le dijo en voz muy baja:
–Creo que sólo le recordé algo.
–¿Sólo? –preciso Azor.
–Sí, sólo eso –afirmó Joan.
Hay en la voz baja un toque de cálida intimidad. Es el tono de la confesión
amorosa, la plegaria, la ternura, lo secreto. Joan, al musitar sus palabras, había
puesto en ellas algo de entrega.
A las caras de todos asomó una lenta serenidad mientras en la urbe atardecía.
El sol estaba descendiendo y los rascacielos comenzaban a tender largos edificios
de sombra. En las calles y avenidas, como en el fondo de profundos cañones, la oscuridad
empezaba a apretarse, las luces del tráfico brillaban como gemas rojas y verdes
y los autos perforaban la noche naciente con sus taladros de luz. En las alturas
de los edificios, estaba aún muy claro el día. El atardecer, visto desde los rascacielos,
comienza en las profundidades antes que en el horizonte.
El diálogo en voz baja había aproximado de nuevo a Joan y Azor. Éste pensaba
que la tarde había pasado en un ritmo de entrega y negación, no por sutil menos
preciso. En el espíritu de los cuatro había agilidad y aventura. Seguramente, el
secreto estaba en su sangre.
Un súbito golpe de viento, ese viento anchuroso al que a ratos se lo sentía
pasar en turbonadas impetuosas, agitó la negra melena de Joan y Dalton hizo el ademán
de quererla palpar o alisar con la mano. Las hebras se extendieron frente a los
ojos de Azor como una malla fina y un perfume cargado del propio olor de la muchacha
se desprendió de su cuerpo y llegó a ellos, como un don de los pechos escondidos.
Dalton se le quedó mirando de nuevo, ahora calma y deliberadamente, y le preguntó:
–¿Usted cree en la suerte?
–Depende –repuso Joan. Y luego agregó, como si hubiera hecho un rápido análisis
interior y se rectificara–: Creo que sí… eso es: sí…
Lina dejó de interesarse en Dalton y colgose al brazo de Azor, pero éste apenas
se percató de ello. Era verdad que la quería pese a sus discrepancias y que casi
se había acostumbrado al ritmo firme de su carne y al huidizo de su alma, pero Joan
lo atraía como una promesa, por mucho que estuviera situada en un confín incierto.
Ella no se había decidido, en todo caso.
–Es decir –siguió diciendo Dalton– que yo creo en una suerte especial… no
en esa a la que llamamos suerte todos los días… A mí me ocurrió algo, ¿cómo lo diré?…
algo casi mágico…
Dalton callose. A los creyentes que todavía no han soltado prenda siempre
les asalta el temor de parecer ingenuos a los descreídos.
–Yo se lo contaré a usted alguna vez –dijo por fin Dalton dirigiéndose a Joan
y ella turbose como si la comprometiera en cierto modo.
–¿Y por qué no a nosotros? –interrogó Lina, para agregar con una ironía leve–:
Usted se está haciendo el misterioso…
–No es eso –replicó Dalton– la suerte siempre está envuelta en misterio, en
todo eso que llamamos destino.
Callose de nuevo en tanto que Azor acechaba una buena historia como un halcón
su presa. Estaba seguro de que tal historia tenía que ver en algún sentido con Joan,
así hubiera comenzado antes y que la aventura humana, una seguramente muy particular
en este caso, estaba marchando con pasos silenciosos por ocultos caminos.
–Dalton, usted me escribió, hace tiempo, que le había ocurrido algo extraordinario
–dijo Azor.
–Sí –admitió Dalton–, en ese tiempo me hallaba lejos de sospechar todo lo
que había de sucederme…
Habló mirando a Joan como si estuviera refiriéndose a ella y la muchacha,
sorprendida, arqueó las cejas adoptando una actitud inquisitiva. Había en las palabras
de Dalton más de lo que ella podía admitir. Azor insistió:
–Un hecho extraordinario tiene siempre muchas derivaciones… ¿Usted había visto
a Joan antes?
En ese momento, el sol caía ya entre nubes brumosas dorando las cimas de los
rascacielos. A la luz del ocaso, la cara morena de Joan había tomado un cálido color
de cobre bruñido.
–No… no exactamente –respondió Dalton evitando dar explicaciones, y añadió
como si quisiera esquivar el asunto, sin lograrlo del todo–: Aquello me ocurrió
en Belem do Para.
Lina estaba por perder la paciencia y miraba a uno y otro tratando de explicarse
una situación en la que se estaba quedando fuera. Dalton guardaba el secreto, Joan
parecía tener conexiones con el mismo y Azor, a juzgar por lo que había dicho, se
hallaba en posesión de algunos antecedentes. Lina mostraba esa inquietud que asalta
a las mujeres que están a punto de perder un secreto.
–¿Y por qué no cuenta qué fue? –interrogó retadoramente a Dalton–, ¿es un
secreto de guerra?
–Peor que eso –afirmó Dalton sonriendo–, es un secreto mío.
La ocurrencia les hizo reír pero, colocando a Dalton por encima de cualquier
barata solemnidad, dio a su irrevelada aventura un carácter de seriedad cuyos efectos
pudo percibir él mismo. Todo ser es portador de un mensaje, grande o pequeño, ignorado
o consciente. El de Dalton parecía ser particularmente suyo y querido. Sin abandonar
del todo sus reservas, dijo:
–Les podría contar algo del asunto… aunque… quizá no les parezca importante…
Tengo experiencia al respecto.
–¿Por qué no? –apuntó Azor alentándolo–. Todas las cosas tienen importancia.
Por lo que representan para la vida en conjunto, una hebra del cabello de Joan es
tan importante como el Empire State Building.
–Sin duda –comentó Dalton– pero lo que a mí me pasó…
El sol caía decididamente a lo lejos y la ciudad perdía extensas masas cercenadas
por la sombra. Las alturas de los rascacielos formaban murallones dorados y luces
próximas y lejanas brotaban de la tierra como brotan estrellas de los cielos. Enormes
volúmenes se perdían en la oscuridad, en tanto que otros surgían de ella misma como
grandes carbunclos. La noche neoyorquina llegaba entre vastos trazos de luz y la
sombra huía y velaba, en una ronda terca. En el Empire, seguía brillando el sol.
A la distancia, la aguja rutilante del Chrysler Building se aguzaba como una antena
ávida de la voz de la inmensidad. Nuevos rostros había en la terraza. Quizá eran
los mismos, quizá otros, pero parecían distintos en virtud del atardecer. El hombre
que subía desde las profundidades del Manhattan a encontrarse con el ocaso recibía
el mensaje de la naturaleza, que debido a la hora no estaba exento de una plácida
melancolía, aunque la ciudad impusiera su presencia al mismo sol muriente y sus
colores últimos. Los hindúes estaban por allí, mirando al oriente con ojos fijos.
Dalton parecía evocar recuerdos lejanos:
–Ah, yo era sargento en una base aérea de Belem do Para… Y era una tarde como
ésta, de grandes nubarrones de color, aunque el sol no caía sobre rascacielos sino
en los altos árboles del trópico. Los insectos comenzaban a cantar y alumbrar. Hay
grandes luciérnagas… Ésa es una tierra nueva y hermosa. En las tardes, me era muy
fácil soñar… ¿Qué soñaba yo?, no lo sabía exactamente, pero me parecía que algo
imprevisto debía ocurrirme y sería favorable. El campo de aterrizaje estaba recién
hecho y en los bordes había tierra removida. Frente a los bosques gigantescos, a
uno le daban ganas de pensar que los aviones eran pájaros salidos de la selva. Así
es ese mundo…
Joan y sus amigos estaban pendientes de las palabras de Dalton. Azor notó
que la mente de su amigo había recibido un fuerte estímulo. Dalton se llevó la mano
derecha a uno de los bolsillos del chaleco y siguió hablando con el tono de voz
que anuncia.
–Aquella tarde yo estaba en mi hamaca y la caída del sol comenzó a teñir las
nubes. Una luz de colores sólidos se cernía entre los árboles. Un ave cantó a lo
lejos y los insectos punzaban el aire con leves sonidos. Yo me eché a caminar y
de pronto, en la tierra removida del borde del campo, vi una piedra que me llamó
la atención. No había mucha claridad y sin embargo la vi. Envuelta en tierra húmeda,
se la podía tomar por un guijarro vulgar, pero no lo era. Fui a mi barraca y la
lavé. Entonces aprecié realmente que era una piedra muy extraña…
Dalton la extrajo del bolsillo y la mostró a sus amigos. Joan dejó caer el
folleto y la tomó para verla mejor, acercándosela a los ojos, de cara al sol.
–Es un amuleto –precisó Dalton.
Joan adquirió una expresión entre sonriente y asombrada. Lina apeló a sus
reservas de civilización para no demostrar mucho interés y Azor miraba la piedra
con ojos escrutadores. Un amuleto puede o no tener significación para las gentes,
en un sentido personal, pero aun el más incrédulo admite que lleva una carga de
misterio. En este caso, su cualidad mágica estaba reforzada por la actitud de Dalton,
por cuanto había dicho y hecho, y era muy singular que a esa pequeña piedra estuvieran
ligados sucesos que relacionaba con la suerte y el destino. El grupo estaba poseído
de una curiosidad atenta y las palabras “interesante”, “extraño”, “original”, aparecieron
repetidamente, combinadas en frases breves. Dalton mostraba un aire de singular
complacencia ante la reacción de sus amigos. Si bien analizaban la piedra con cuidado,
demostraban un interés real y podía atribuírsele todo ello, una vez más, a los poderes
ocultos que el amuleto llevaba en sí.
–Es un muirakitan –dijo Azor.
–¿Qué? –exclamó Lina, como si la extraña palabra la asombrara.
–Un muirakitan –repitió Azor.
El raro nombre aumentó el interés. En el fondo de las palabras reside una
dosis de magia que el hombre ha desvalorizado a fuerza de derrocharlas. Algunas
religiones antiguas tienen palabras cuya pronunciación adecuada, a la cual se llega
por el perfeccionamiento individual, da gracia y poderes sobrenaturales. Otras religiones
siguen utilizando un idioma especial que no entiende el común de los fieles. En
los comienzos del lenguaje, el hecho de poder dar nombre a las cosas, de poseerlas
por medio de la voz, debió tener para el hombre un encanto maravilloso y en alguna
forma oculto. El mundo comenzó a ser dominado en virtud de la palabra. El vacilante
ser humano pudo orientarse por la voz. Y es revelador que en las viejas historias
existan palabras mágicas que abren puertas, destruyen obstáculos, rinden voluntades
y cuyo secreto no se explica jamás. El prestigio ancestral de la palabra revive
ante las voces extrañas, como si su particular sonido abriera puertas cerradas en
el alma.
–Parece una palabra muy remota –comentó Lina.
–Lo es –acotó Azor, añadiendo–: muy lejana en el tiempo…
Los dedos de Joan hacían girar el amuleto llamado muirakitan, piedra tallada
del color verde azulado que tienen los bosques extensos. El tallador había trabajado
la roca de dos pulgadas dándole la forma estilizada de un sapo. En la cabeza oval,
los ojuelos saltones tenían orificios que simulaban las pupilas. La espalda se curvaba
con nitidez y las piernas contraídas se distinguían apenas, estando solamente sugeridas.
Por su diseño y factura, era graciosa la figura cuidadosamente pulimentada, pero
Joan parecía atraída por algo más que las líneas y se la entregó de mala gana a
Lina cuando hizo el gesto de pedírsela. Ésta la tomó en forma que la piedra verdiazul
quedó engastada en sus uñas rojas. Los ojuelos mirones estaban fijos en los suyos.
A pesar de las raspaduras que eran las trazas del tiempo, de los siglos sin duda,
la suavidad del muirakitan hizo que le pasara los dedos con una deleitación táctil.
–Nunca me han gustado los sapos, pero éste tiene cierto encanto –comentó entregando
el talismán a Clemente.
El escritor lo mantuvo en la palma de la mano, examinándolo con actitud de
conocedor, y luego lo miró contra el sol de la tarde, comprobando que estaba horadado
a la altura del cuello, cosa en la que apenas habían reparado antes.
–Por allí pasaban el hilo con que lo suspendían sobre el pecho –explicó–.
Y no es al acaso que este amuleto representa un sapo…
–¿Por qué? ¿Sabe de amuletos tanto como de cóndores? –preguntó Joan recordando
su conversación de la noche anterior.
–Conozco –dijo Azor–. En los pueblos de la selva amazónica, el sapo es el
llamador de la lluvia, o sea del agua que es la vida…
Dalton adquirió el aire de quien escucha revelaciones que están, por algún
motivo, relacionadas con algo que le interesa gratamente. Su cara reflejaba una
alegre avidez. La severidad del entrecejo fruncido era templada por una vaga sonrisa
que distendía sus labios y brillaba en sus ojos.
–Desde los más remotos tiempos –prosiguió Azor– esta piedra… jade o jadeíta…
ha sido simbólica o mágica.
El sol declinante daba un color de oro pálido a la terraza. La muerte del
día, eterna o transitoria según lo quiera la razón, está acompañada de una sensación
de misterio. Las palabras de Azor la acentuaban en cierto modo.
–Ahora recuerdo una fórmula cabalística para el uso del jade –dijo–. Me la
ha hecho recordar el atardecer.
En un movimiento imprevisto, poniendo la piedra en riesgo, la arrojó hacia
lo alto y mientras descendía, la atrapó al vuelo con la mano. Iba a repetir el lance,
pero la mano de Dalton cayó sobre la suya, como una zarpa, y prácticamente le arrebató
el amuleto.
–¡Podría soltarla! –exclamó–. ¿Se figura usted?
Hablaba como si la piedra hubiera podido caer sobre el muro y rebotar de allí
para perderse en el vacío y hacerse añicos en las salientes del edificio o las profundidades
de Manhattan. Dándose cuenta de su exagerada alarma que había causado que las muchachas
lo miraran con extrañeza acompañada de ahogadas risas, Dalton devolvió el amuleto
al escritor, diciéndole:
–¿Ésa era la fórmula? A veces le gusta hacer bromas, Azor.
–No, nada de eso –contestó riendo el aludido–. Quería ver hasta qué punto
cree usted en su piedra…
–Yo creo en Dios –afirmó Dalton– pero… si perdiera este amuleto, me faltaría
algo… No se ría.
–Me hizo gracia su alarma –explicó Azor dejando de reír, y añadió–: Yo respeto
su creencia…
–¿Pero cuál era la fórmula, Clemente? –preguntó Lina, interesada por el giro
que habían tomado las cosas.
Después de un breve silencio, Azor habló con un tono en el cual no había nada
de broma.
–La fórmula es de Egipto –dijo–. Allí, trabajaban la piedra dándole la forma
exacta de un rectángulo, marcándola con los números 1811 y montándola en oro puro…
Así comenzaba el rito: con números mágicos y oro… Luego, en una hora como ésta,
a la puesta del sol, seguramente ante ese sol sangrante que cae sobre los desiertos,
se le echaba el aliento tres veces y otro tanto se hacía al amanecer, repitiendo
quinientas veces en cada caso la palabra Thoth, dios egipcio proveniente de dos
divinidades lunares. La piedra era finalmente ligada con un hilo rojo, el hilo de
la vida… El dueño del talismán tenía asegurado el éxito, pues nadie podía negarse
a cualquier favor o servicio que demandara.
–¿Y era cierto eso? –preguntó Joan, rompiendo un silencio de labios plegados
y ojos fijos.
–Es lo que creían los egipcios –contestó Azor sin dar mayores explicaciones,
entregándole el muirakitan que Joan quería tomar de nuevo.
–Cosas como las que ha dicho quería escuchar –comentó Dalton. En la cara de
Lina había una sutil melancolía y buscó a Azor con sus grandes ojos pardos, que
tenían algo de la abrillantada oscuridad de la penumbra. A la alta terraza llegaba
ya la noche y el salón de té, que se extendía tras la estructura de vidrio, comenzó
a proyectar hacia afuera un claro resplandor. En el cielo se desleían tintes rojos
y azules estriados de oro. La terraza se había ido quedando sin gente, aunque ellos
no lo notaron, interesados como estaban en las palabras que decían y en lo que cada
cual portaba en sí como un mensaje que aun podía ser tomado por la razón que los
hacía estar juntos y en espera. Soplaba un viento fuerte resonando en los muros.
Lina echó una ojeada a su reloj, aunque no viese claramente la esfera, haciendo
el gesto de irse.
–No se vayan –dijo Joan.
–¡El tiempo ha volado! –exclamó Lina a guisa de explicación.
–Espero que no se vayan –reclamó Dalton–. Usted, Azor, tiene que contarme
todo lo que conozca de esta piedra.
Sus palabras, no obstante ser dichas como al desgaire, revelaban un deseo
casi fervoroso. Dalton añadió:
–Podríamos tomar un trago ¿ah?
–Es la mejor manera de conversar –bromeó Azor.
Como si fueran empujados por el gesto que hizo con los brazos el hombre que
conocía el misterio del jade, subieron por las gradas que ya hemos visto, entrando
al salón de té. Se hallaba separado de la terraza por paredes de vidrio. El cielorraso,
en el cual se ahondaban lámparas convexas guarnecidas por aros de bronce, estaba
sostenido por columnas hexagonales. Las mesas y las sillas refulgían en sus partes
niqueladas y el mostrador, situado al fondo, estaba cruzado de cintas metálicas.
Todo era brillante y aséptico, inclusive la muchacha rubia que se acercó a servirles.
Azor y sus amigos sentáronse ante la primera mesa que hallaron vacía. Desde allí
podía verse el barrio industrial. El cielo tornábase oscuro mientras la tierra levantaba
grandes hachones de luz. Resplandecían columnas y poliedros ganando incesantemente
la sombra.
Naturalmente, en el salón de té se servía también whisky. Azor y sus amigos
lo pidieron escocés con soda. Joan dejó el amuleto sobre la mesa y al mirarlo, dilatado
a través del vaso de whisky opalino que burbujeaba con grata frescura, Dalton dijo:
–Parece un retazo de la selva.
La servidora se demoró en llenar los otros vasos adrede, poniendo los ojos
más en el pequeño sapo que en su quehacer. Hubiera querido estarse allí para contemplarlo
detenidamente y enterarse de las particularidades que tuviera, según se dedujo de
la forma tenaz en que, al marcharse, lo miró de reojo. En la figurilla estallaba
la luz proyectada por una de las lámparas, haciéndole despedir esmeraldinos reflejos.
Agitaron sus vasos con las varillas densamente azules que la servidora dejó, produciendo
esa tenue música que, al mezclar las notas claras del cristal y las opacas del hielo,
es el preludio de la bebida.
–Salud.
–Salud.
Azor y Dalton bebieron con discreta decisión, como en los tiempos en que el
segundo ponderaba a Dickens, y las muchachas bebieron con discreta mesura. La pareja
hindú estaba en una mesa contigua, sorbiendo jugos con cañas de avena. El hombre
del turbante, al advertir el muirakitan, sonrió a Joan tal si le perdonara su intromisión
de la tarde y quedose en una actitud de acecho. La mujer del lunar rojo dijo unas
cuantas palabras de su idioma extraño. El salón de té daba a un pasadizo al cual
llegaba el ascensor que subía hasta la torre del edificio más alto del mundo. El
oído fino de Azor percibía un murmullo de bronce y electricidad, pensando al mismo
tiempo cómo, en media civilización mecánica, un pequeño talismán primitivo adquiría
inusitada importancia. En torno a la figurilla de piedra se había abierto un silencio
lleno de expectación. Azor estaba hasta cierto punto obligado por tal silencio.
Bebió unos tragos más y dijo:
–Ciertamente, esto viene de lejos…
La servidora rubia, cuyos ojos verdes tenían el color del amuleto, llegó a
ver si querían más whisky aunque era demasiado pronto para que pensara así, y luego
preguntó algo a los hindúes. Azor hizo una pausa para mirar a Joan. La pierna suave
de Lina rozó la suya y luego se alejó. Estaba muy hermosa Joan. La noche tenía un
cálido emblema en su melena y la luz, plasmando su rostro con violentos contrastes
de claridad y sombra, acentuaba la nitidez de sus facciones. Brillaban sus ojos
profundos y en su boca había una sonrisa inocentemente voluptuosa. Azor volviose
luego hacia Lina y vio que las aletas de su nariz vibraban. Ella tomó un trago de
whisky y echó al amuleto y a Dalton una mirada con la cual, más bien, quería rehuirlos.
Dalton mantenía la cabeza erguida, seguro, envuelto en el prestigio de la suerte.
Azor, con la cabeza de cabello hirsuto inclinada sobre la mesa, ordenó sus recuerdos
advirtiendo que el ágil juego de emociones iba y venía como un oleaje. El muirakitan
presidía el grupo con la impasibilidad propia de las fuerzas elementales.
–Pues sí –dijo Azor–. Plinio afirma que en todo el Oriente se usaba el jade
en los amuletos. Los chinos lo han tallado con veneración.
–En el Museo Metropolitano he visto joyas y amuletos pulidos con refinamiento
asiático –advirtió Lina.
–Sí, allí los hay –siguió diciendo Azor– y Confucio consideró al jade un símbolo
de virtud.
–¡Eso es serio! –estalló Joan, haciéndolos reír. Y Azor:
–Desde luego, la virtud tiene implicaciones milagrosas en la mente china…
En los tiempos bíblicos el jade era piedra divina y se la usaba en la circuncisión…
En Europa los amuletos de jade aparecieron en la edad lacustre. El hombre, que se
protegía por medio del agua, encontraba ya en el jade su más seguro protector.
–¿Hasta dónde nos va a llevar siguiendo el jade? –preguntó Joan, por halagar
al narrador.
–Hasta donde sea –interrumpió Dalton con entusiasmo–. Es indudable que hay
una íntima relación, más secreta de lo que podemos imaginar, entre el hombre y las
cosas.
–¿Qué? –exclamó Lina con una retadora sospecha.
–Eso, eso mismo –siguió diciendo Dalton–. Creemos que estamos en relación
con la gente, con los seres animados en general. En parte es cierto. Pero dependemos
también de las cosas… Ese rubí que lleva en el anillo, por ejemplo. Es parte de
su vida, Lina. Si no lo poseyera, usted dejaría de ser lo que es en alguna forma…
Sin contar con lo inexplicable…
Lina dijo:
–Un rubí es ciertamente hermoso.
Tratando de entender lo que habían dejado de decir, mantuvieron ese bello
recogimiento que suele nutrirse de sugerencias. Joan tomó el amuleto casi maquinalmente
y lo volvió a dejar donde estaba.
–Los maoríes de Nueva Zelanda –prosiguió Azor, interesado en las reacciones
que provocaban sus palabras– atribuyen gran poder a las piedras de jade. Para los
turcos eran símbolos de fuerza y las usaban en las empuñaduras de sus espadas. Un
maorí, provisto de una piedra de jade, puede cruzar entre el fuego, si quiere.
–Sí, cierto –interrumpió de nuevo Dalton, llevándose el vaso a la boca como
para incrementar su entusiasmo.
–¿Por qué dice eso, Ray? –le preguntó Joan añadiendo–: Creo que usted no estuvo
nunca en Nueva Zelanda. ¿Cruzó entre el fuego?
–Algo parecido –respondió Dalton– el jade es una piedra de secreta eficacia…
Usted cree lo mismo, Azor… No está hablando solo por ilustrarnos.
Azor bebió disolviendo en los bordes del vaso una vaga sonrisa. Dalton ya
había terminado con su whisky y pidió más. La servidora rubia estaba a la mano.
Joan y Lina se miraron con una renacida rivalidad. El hindú seguía observando al
grupo, lo acechaba como hemos dicho, aunque al hacerlo empleara una cautela asiática.
Lina dijo:
–¿Pero usted cree, Ray –acentuó el diminutivo Ray compitiendo con Joan–, que
este amuleto tiene poder realmente?…
Tales palabras se le antojaron extraordinariamente insólitas a Dalton, por
mucho que de una mujer que quiere hacerse presente a un hombre, diciendo cualquier
cosa, no sea dable esperar mucha lógica.
–Ya oyó usted lo que dijo Azor –repuso con severidad, invocando las palabras
de su amigo a guisa de testimonio definitivo. Y señalando con el índice la figurilla,
impasible, poniéndola una vez más en consideración, añadió–: esta piedra… este amuleto
mismo… verán ustedes…
Encendió un cigarrillo y tras una bocanada de humo, que onduló en el aire
lentamente, comenzó a hablar. Su faz curtida tenía una expresión de revivido asombro
y sus ojos claros parecían mirar imágenes lejanas. Azor se puso a fumar también
y las muchachas adquirieron una actitud en la cual se confundía su interés en las
revelaciones con otro estrictamente personal en Dalton.
–Cuando encontré este amuleto –decía el veterano con un tono convencido y
un tanto confidencial– salí de la nada… Los moradores de las cercanías iban a verme
y a ver la piedra. Yo era el hombre de la suerte. Entre nosotros, los de la base
aérea, unos lo tomaban en serio y otros en broma. Lo tomaban en serio quienes tenían
patas de conejo o herraduras… Pero los nativos estaban excitados. Contaban toda
clase de historias acerca de la piedra, que ellos llaman piedras de las amazonas…
–Muirakitan es el nombre antiguo –exclamó Azor.
–Bien –prosiguió Dalton–, una de las más recientes historias decía que en
la isla de Marajó, isla boscosa y grande en medio río, un hombre encontró una amazona
que le dio un amuleto… Parecido a éste, desde luego. El afortunado se fue a Río
de Janeiro y tuvo cuanto quiso. Era dueño de la suerte. Se le ocurría una cosa y,
como esto… (Dalton hizo chasquear los dedos pulgar y medio) la conseguía… Nadie
hubiera deseado nada mejor que tener también un amuleto, pero son contados. Era,
entonces, algo muy personal que a mí me hubiera tocado uno. ¿Por qué? Es lo que
me pregunto hasta ahora y la única respuesta que me he podido dar… dejaré que ustedes
juzguen. Les advierto que yo comencé a tomar el asunto con calma. Era original,
ciertamente, pero no le di ninguna significación especial. ¡Pasan tantas cosas!
Cierto día, uno de los nativos me dijo: “Tenga usted cuidado: le pueden robar su
piedra”. No había pensado en eso y la advertencia me extrañó. Luego noté que era
realmente acechado y hubo alguien que quiso asaltarme. En las gentes que al principio
me admiraban como al hombre de la suerte, se había producido un cambio. Querían
también tener suerte; quitarme la mía.
Dalton echó un vistazo en torno, como si todavía temiera que el amuleto le
pudiera ser robado y tropezó con los ojos fijos del hindú, quien esquivó la mirada
sin ninguna turbación, en tanto que la mujer del lunar rojo le decía, con acento
cauteloso, unas cuantas palabras a las que no respondió.
–Otro día –prosiguió Dalton observando al hindú– llegó al campamento un hombre
llamado Moraes. Vino, sin duda, a proponerme la compra del amuleto. No se lo vendí
a pesar de que, por haberle contado yo un hecho singular, mejoró su primera oferta
y quiso darme una cantidad considerable. Era tarde para él… En sus últimas palabras
había un dejo de compasión…
–Quiere usted decir con eso –apuntó Azor–, que usted ya no podía desprenderse
del muirakitan.
–Ciertamente –admitió Dalton– y fue a causa del pretendido asalto de que les
hablé. Cosa notable.
Dejó de observar al hindú, que hacía con toda naturalidad su papel de perfecta
indiferencia, y aun a sus inmediatos oyentes. Era de nuevo como si estuviera en
su pasado lleno de azares y revelaciones.
–Me acechaban, querían robarme el amuleto. Estaba yo bañándome en el río,
cierta vez, en ese gran río que es un mar en marcha, y noté que en la orilla un
hombre registraba los bolsillos de mi uniforme. Di un grito de amenaza y nadé hacia
la ribera, mientras el ladrón desaparecía entre los árboles. Encontré mi amuleto
en el bolsillo que lo guardaba. El tipo no había logrado dar con él. Las huellas
del hombre estaban marcadas en la arena, pero luego se perdían en el lecho de hojas
caídas del bosque. Los inmensos troncos habían escondido también su figura. Me di
a pensar en asegurar el amuleto y comprendí que en mis bolsillos no estaba seguro.
Tampoco quería tenerlo lejos de mí. Entonces, suponiendo que así lo hicieron sus
primeros dueños, mucho, mucho tiempo atrás, le pasé un hilo y lo llevaba colgado
del cuello. Lo sentí al principio frío sobre mi pecho, bajo las ropas, pero luego
se entibió y advertía su presencia sólo al hacer movimientos bruscos. Yo reía entre
mí, pensando que dejaba burlados a los ladronzuelos. Hubieran tenido que matarme
si lo querían poseer. Curiosamente, eso fue lo que se intentó. Era un hombre de
mirada torva y barba renegrida, siempre a medio afeitar, que usaba un sombrero de
paja amarillenta y camiseta rayada a lo ancho de varios ocres. Ignoraba su nombre,
pero lo llegué a conocer de tanto tropezármelo. Primero lo vi rondando la barraca
y luego seguirme por las calles de Belem, atisbarme disimuladamente en restoranes
y bares. No le podía pedir explicaciones. Todo parecía una simple coincidencia…
En ese tiempo yo era sargento y le conté lo que ocurría a mi inmediato superior,
el subteniente Spark, pidiéndole que me dejara salir armado. Se rio y me dijo que,
para librarme de preocupaciones, regalara el amuleto a alguno de los nativos. No
le daba importancia. Así es la mente de los civilizados cuando, por primera vez,
juzga estas cosas. Pero yo no iba a ceder mi amuleto por eso. No tenía por qué renunciar
a lo mío. Y sucedió que una noche, tarde ya, volvía a pie al campamento. Me había
demorado en la ciudad conversando y bebiendo copas con algunos amigos. Eran de Belem
y, como ocurría con frecuencia, hablábamos del amuleto. Me contaban, por milésima
vez, la historia del hombre de Marajó y me hacían toda clase de buenos augurios.
Entre trago y trago, yo estaba por creerles. Cuando salí en busca del jeep que debía
llevarme, ya había partido. Solíamos dejarlo en cierta calle y nos poníamos de acuerdo
para volver a determinada hora. Yo tenía cuarenta minutos de retraso. Los muchachos
se habían cansado de esperarme y se fueron. No soy malpensado y nunca creí que esos
amigos de Belem me entretuvieran de propósito, aunque lo que un rato después me
pasó podría justificar la sospecha. El caso es que me fui a pie a la base aérea,
como ya les dije. Saliendo de la ciudad, la luna creciente arrojaba a la sombra
de los árboles sobre el camino, en el cual lograba albear la huella de los carros.
No había visto en todo el día al hombre que me perseguía. Ni siquiera lo recordaba
en esos momentos. Caminaba completamente desprevenido y, por eso mismo, me llevé
una gran sorpresa cuando, de pronto, lo vi surgir de entre los árboles y plantarse
en medio camino. Estaba como a diez pasos y, aunque llevaba un saco gris cubriéndole
la típica camiseta a rayas, lo reconocí por la traza. Yo me detuve casi instintivamente.
Con el sombrero de paja inclinado sobre el rostro, tenía un aire de solapada amenaza.
Llevándose la mano derecha al cinturón, hizo refulgir la hoja de un puñal. En momentos
de peligro, uno suele pensar y tomar decisiones con una rapidez pasmosa, según pude
comprobarlo en esa ocasión y, más tarde, en el frente de combate europeo. Aquella
noche, pensé que si corría, el hombre podía alcanzarme y apuñalearme por la espalda,
sin tener yo posibilidad de defensa. Para peor, acaso era de los que tiran puñales
desde lejos. Si avanzaba hacia él y no me hería mortalmente al comienzo, yo podía
luchar y tal vez desarmarlo y vencerlo. De modo que avancé. No puedo precisar cuánto
tiempo me detuve. Un minuto o menos, quién sabe segundos. Que yo avanzara pareció
desconcertarlo. ¡Sabe Dios qué reacción esperaba de mí! Quiso avanzar también y
apenas dio un paso. Ya estaba muy cerca de él, cuando con rápido movimiento guardó
el puñal. Eso me desconcertó a mi turno. Yo me había preparado a luchar y quise
atacarlo a pesar de todo (¡uno es así cuando despierta el combatiente que lleva
dentro!), pero me contuve con algún esfuerzo. Mi mente conocía el peligro y lo evitaba.
Haciéndome a un lado, pues él estaba inmóvil como un poste, iba a pasar, cuando
me dijo, tratando de darme una explicación de su actitud, con una voz cavernosa
apagada por la renuncia: “¿Tiene un cigarrillo?”. Le di el cigarrillo y como lo
tomó con la derecha, la mano del puñal, le di fuego. A la luz del encendedor, vi
sus ojos. No pudo herirme y en el turbio brillo de sus ojos había temor y rencor,
un respeto y un odio penoso. ¡Nunca olvidaré esos ojos torturados! Seguí andando,
sin mucha prisa, como quien continúa su camino. La silueta negra del hombre, inmóvil
allá bajo la sombra de los árboles, se fue haciendo menos visible a medida que me
alejaba. Al volver la cara, distinguía de cuando en vez, la luz roja del cigarrillo.
Al fin perdí de vista hasta la pequeña brasa. Mientras no dejé de ver algo de aquel
desesperado, me pareció que constituía un peligro, una amenaza de puñal listo. Solo
ya, me envolvió el inmenso silencio de la noche, quebrado levemente por el chirriar
de los insectos y el rumor de mis pisadas en los guijarros. La luna se había levantado
sobre los árboles y brillaban grandes estrellas. Habría podido escuchar sus pasos,
verlo fácilmente, pero yo caminaba solo. Y caminaba pensando en el extraño caso,
analizándolo mejor conforme iba recuperándome de la impresión. Yo no había recordado
el amuleto en el momento de peligro, pero mi perseguidor sí. Me daba cuenta de eso
claramente. Entonces comprendí el valor de lo que poseía y por qué los nativos me
consideraban un hombre de suerte. Fue en esos días que le escribí a usted, Azor,
que me había sucedido algo extraordinario…
Dalton hizo una pausa. Podría decirse que volvía al salón de té del Empire
Building. Bebió lentamente mientras Lina decía rozando con el índice las suaves
curvas de la figurilla de piedra:
–¡Jamás me habría imaginado tales cosas!
Joan comentó:
–Entonces es que…
Interrumpiose como si hubiera estado en riesgo de manifestar algo impertinente
y que al mismo tiempo pudiera turbar a Azor, quien había sacado su libreta de notas
y apuntaba algo.
–Usted puede escribir lo que guste, Azor –dijo en tono retador Dalton–. Quiéralo
o no, su bella historia tendría la pretensión de explicar las cosas… La vida es
más misteriosa que las novelas, pues si en éstas todo queda al fin explicado, en
la vida hay cosas que nadie puede explicar…
Azor terminó de tomar sus notas en una quebrada letra que de seguro solo él
entendía y como si no hubiera escuchado las palabras de Dalton. De ordinario tenía
un aire distraído y fue tomado con naturalidad que, sin hacer la menor alusión a
las apreciaciones de su amigo, le dijera:
–Permítame preguntarle algo. ¿Estuvo Moraes entre los que lo entretuvieron
aquella noche?
–Estuvo –replicó Dalton– pero creo que no tuvo que ver con el lío. De los
otros no podría asegurar nada. Me di cuenta de ello porque, cuando Moraes fue a
comprarme el amuleto, me ofreció de primera intención cien contos. Me negué a vendérselo
como ya les he dicho y él insistió tanto que hube de referirle la forma en que el
amuleto me salvó. Se quedó pasmado, como quien escucha una estupenda noticia y verifica
al mismo tiempo su fe. Entonces me ofreció doscientos contos. De hecho, era tarde
para él. Quizá en ese tiempo yo no estaba completamente convencido del poder de
mi amuleto, digo completamente, pero comenzaba a admitirlo. Quise esperar…
–¿Y? –demandó Joan, viendo que Dalton hacía otra pausa al advertir que la
servidora rubia, con sus idas y venidas, que ya habían sido varias, demostraba más
afán de curiosear que de servir.
–Lo que vino luego es una “y” muy larga –contestó entre serio y sonriente
Dalton–. Para hacerles la historia en orden… A usted especialmente, Joan. Pues…
Yo debía ser castigado por presentarme tarde al campamento. Cuando le conté lo ocurrido
al subteniente Spark, se rio de nuevo y me dijo: “O usted estaba borracho o ese
amuleto y los cuentos de los nativos lo tienen mal de la cabeza”. ¡Pobre subteniente
Spark! Él mismo se había de convencer más tarde, como ya les contaré. Me preguntó
muy serio: “¿Usted vio realmente que el hombre sacó el puñal y luego, así como así,
desistió de atacarlo?”. Le contesté que no estaba borracho y me di cuenta de todo.
Spark terminó: “Pase por hoy y se le suspende el castigo, pero no me venga con esas
historias en el futuro, ni ande en compañías dudosas. Usted debería escribir novelas”.
De que vi el puñal, yo estaba cierto y de que el hombre que quiso asaltarme perseguía
mi amuleto también lo estuve por lo que sucedió después. Pero sigo con mi historia
en orden… Los muchachos de la base aérea se rascaban la coronilla oyéndome y los
que tenían sus modestos amuletos sin pasado… bueno: dejaron de burlarse de que llevara
el mío colgando del cuello. Ya no era un salvaje o por lo menos era un salvaje completamente
respetable. No se daban cuenta de que antes habían reducido el asunto a la forma
de cargar el amuleto. Aburrido de los comentarios, iba a sentarme al pie de un árbol
rojo que había no lejos del campo de aterrizaje, allí donde comenzaba la selva que
se libró de la tala. Ese árbol, grande y frondoso, de hojas anchas, daba una agradable
sombra. Pero no es de todos los días que uno se acoja a la sombra de un árbol tan
singular y terminó por hacerme una rara impresión. Era como si al entrar bajo su
fronda, entrara en un mundo desconocido. Es lo que me ocurría en general. Imagínense
lo que puede significar la selva para un hombre de Nueva York. El árbol rojo adquiría
una rotunda precisión, dentro del intrincado océano de árboles, pero no lograba
ver claro. Estaba envuelto también en la selva. Me hacía pensar la rumorosa inmensidad
vegetal que había en ella algo mágico. Mi amuleto, acaso, o más seguramente quienes
lo hicieron. Esa mujer de la isla de Marajó parecía de leyenda, pero ¿quién hacía
los amuletos, qué daba poder a la piedra tallada? Mis pensamientos lindaban con
el sueño. Sé que ante ustedes debo atenerme a los hechos, a los fenómenos visibles.
No a lo que ocurría en mi alma. Este amuleto vale, no por lo que yo imagine sino
por lo que vale en sí. Lo he comprobado. El caso es que habían llegado aviones nuevos.
Eran de caza, pequeños, y los armamos rápido. Debíamos probarlos. A los dos o tres
días del asalto frustrado… ahora recuerdo que fue a los tres, porque a los dos días
un piloto que tenía una pobre pata de conejo se rompió el tobillo.
Los amigos del narrador rieron.
–¿Divertido, no? –comentó Dalton un tanto amoscado–. Ustedes deben analizar…
Nada más apropiado para ignorar la vida que la risa del escéptico.
No habían reído de escepticismo, ciertamente. Dalton tenía ese candor de los
convencidos que, a menudo, hace que se ría ante ellos como se ríe ante los niños.
Lejos estaban de querer burlarse ni deseaban interrumpir la singular jornada a través
de hechos desacostumbrados, por no decir ya enigmáticos, que naciendo en un pasado
cuya antigüedad no estaba precisa, parecía prolongarse hasta el presente de manera
más imprecisa todavía.
–Aunque se crea lo contrario, no es fácil ser escéptico –afirmó Azor.
Dalton complaciose de tales palabras, que tomó a modo de satisfacción.
–Como les iba diciendo –continuó–, a los tres días del asalto, salimos Spark
y yo a probar uno de los aviones recién llegados… Despegamos bien, pero algo falló.
Un avión nuevo es como un caballo joven. Reluce y está lleno de fuerza, pero puede
fallar. Así sucedió aquella vez y lo peor de todo era que no nos dábamos cuenta.
Volamos un momento sobre el río Amazonas, luego rumbeamos hacia el bosque. Volar
sobre la selva es cosa de ver para sentir. Hay bajo las alas una especie de tierra
verde azulada hecha de copas de árboles, con llanuras, con colinas, con quebradas
y todo, menos gente. Esta tierra de árboles se arrebata por momentos levantando
montañas encrespadas, pero con más frecuencia se extiende por planicies y oteros
de blanda curva. Uno sabe que todo es vegetal, más la impresión fantástica se afirma
y resulta en la imaginación una tierra extraña y sola. Un verdadero río, un afluente
del Amazonas, es allí una sorpresa de color, prieto tajo del agua en la inmóvil
extensión hecha de hojas. Se puede volar miles de millas, pues el bosque amazónico
es infinito, sin ver otra cosa. Las ciudades y aldeas son los oasis del desierto
vivo. Sentimos orgullo del oficio de aviador viendo tales cosas. Hay mundos nuevos.
Para mí, todo esto tenía un encanto en cierto modo personal. De hecho: personal.
Mi amuleto era un producto de la selva y, por el color, una síntesis del bosque.
¡Endiablada cosa! Las profundidades de la selva guardaban el secreto de su don y
sólo tenía ante mis ojos la superficie, como un enorme jade tallado. Yo iba al timón
y tomé el rumbo de la isla de Marajó… En ese momento se me ocurrió hablar por radio
con la base, a fin de que supieran a dónde íbamos. El aparato de radio no funcionaba…
En un día claro, yendo en un buen avión, ¿qué importancia tenía hablar? Seguimos…
El avión respondía con justeza al tablero de mando. De un momento a otro, un avión
apareció a nuestras espaldas, llovido del cielo, y esto no es metáfora. Enfiló hacia
nosotros como si quisiera embestirnos. “¡Están locos!”, dijo Spark. Pasó cerca,
curvando el vuelo con gallardía, y el compañero del piloto nos hizo señas. Moviendo
repetidamente el brazo, mostraba algo bajo el avión nuestro y el suyo. Nosotros
miramos hacia abajo, naturalmente, allí estaba la selva y a lo lejos, bordeándola
como un mar de hierro, el río Amazonas. El avión dio la vuelta y se fue con la misma
rapidez que lo trajo. Era evidente que pasaba algo, aunque nosotros no lo supiéramos.
El tiempo era alentador, nada inquietante se veía en el bosque ni en el río y el
avión funcionaba con esa sensitiva precisión que los asemeja a un ser viviente.
Por las dudas, disminuimos la velocidad y luego, pensándolo mejor, decidimos regresar.
A la distancia, cubierta por una tenue niebla, alcancé a distinguir la isla de Marajó.
Sobre las lejanías amazónicas cae siempre un fino velo de neblina, como ese que
cubre los cuadros de Corot, según pude apreciar más tarde en París. Ahí estaba la
isla, señera y vaga ante mis ojos, y al verla así, la historia del amuleto adquiría
un toque de leyenda y al mismo tiempo, esto es lo extraño, de posibilidad. De regreso,
pensamos que acaso nos pidieron que exploráramos esa zona y nos pusimos a dar vueltas,
volando bajo, lo más bajo que podíamos, sobre el bosque. Las alturas de la selva
estaban habitadas por pájaros de todas clases que volaban asustados al paso del
avión. Sobre el denso tapiz verde había un temblor de alas negras, blancas, rojizas,
grises… Las hojas lozanas brillaban al sol y hasta alcanzábamos a distinguir ramas
y tallos oscuros. Aquello era ya conocido por nosotros. Nada justificaba la especie
de alarma con que nos habían hecho señas. ¡El avión apareció otra vez! Nuevamente
se vino derecho hacia nosotros pero, al pasar, el compañero del piloto levantó una
rueda. La puso en alto con los brazos y luego señaló nuestro avión. Nosotros asomamos
la cabeza y vimos de lo que se trataba realmente. Nos faltaba la rueda derecha,
que de seguro fue mal ajustada y se zafó al despegar. El eje no era más que un muñón.
¡Diablos! Lo primero que hicimos fue tomar altura, como si eso fuera bastante. Bajar
era el problema. Nuestros informantes se fueron con cierta lentitud, volviendo de
rato en rato la cabeza para ver qué hacíamos. Demasiado sabíamos todos que nadie
podía hacer nada por nosotros, salvo nosotros mismos. En nuestra pericia o en nuestra
suerte para aterrizar con una sola rueda se hallaba la salvación. Spark y yo nos
miramos sin decirnos nada. La idea de la muerte nunca es clara hasta que se la confronta
con un riesgo cierto. Entonces, adquiere una brutal simplicidad. Yo la vi en los
ojos de Spark. A mí me vino por segunda vez, aunque ahora de modo más preciso. Quién
sabe por eso me vino a la cabeza la idea de mi amuleto, del que no me acordé cuando
el asalto. Y al pensar en mi amuleto se me ocurrió casi al mismo tiempo la forma
de aterrizar. Spark me gritó: “¡Vamos a la playa!”. Lo que deseaba era que enterráramos
el avión en la arena de la playa, pero eso podía fallar. Yo sabía que la playa es
a trechos arcillosa, dura, y otras veces tiene palos varados a medio enterrar. Un
choque allí, y estábamos hechos pedazos. “No”, le dije, “voy al campo”. En momentos
de riesgo tiene la razón el que se muestra más seguro. Spark me dejó hacer. Aceleré
y pronto estuvimos sobre el campo de aterrizaje. ¡Había que ver la expectación!
¡Toda la base aérea estaba con la cabeza para arriba! Pasé sobre el campo, volando
bajo. Magnífico campo, amplio y llano, en el que sin embargo podíamos morir. Casi
podía ver en la actitud de todos, que se preguntaban lo que pensaba hacer. Pasé
de nuevo, haciendo señas de que se retiraran del lado derecho. Me entendieron y
quedó un amplio espacio en esos contornos, libre. Entonces, lentamente, tomé tierra
un tanto inclinado sobre la rueda izquierda y encaminé el avión fuera del campo.
El eje sin rueda, ese muñón inútil, se enterró en el montículo donde yo había encontrado
el amuleto y el avión se detuvo. Los mirones dieron gritos de júbilo. Uno aplaudió
como si hubiera estado viendo una película. Yo paré el motor y salimos con cierta
lentitud, pues nuestros nervios se habían quedado laxos. Uno de los jefes dijo:
“¡Un gran aterrizaje de emergencia!, ¿cómo se le ocurrió?”. Yo no contesté nada
y me limité a mirar el montículo de tierra donde, algún tiempo atrás, había recogido
esta pequeña piedra. Spark fue quien me preguntó directamente más tarde: “¿Llevaba
el amuleto consigo?”. Le contesté que sí y que al recordarlo tuve la idea de aterrizar
como lo hice. “¡Es curioso!” comentó, pero, al parecer, todavía no le daba importancia
al asunto. Es posible que hasta ese entonces tuviera un concepto diferente de la
suerte o que fuera para él, como para la mayoría, una palabra convencional, en el
mejor de los casos una versión modesta y accidental del concepto del destino. ¿Qué
es la suerte para casi todos? Se dice: Buena suerte, mala suerte. Pero el misterio
que hay en la suerte no es tomado en cuenta. Un amuleto da suerte, buena suerte,
¿por qué? He llegado a creer que este talismán trae en sí algo desde el fondo de
quién sabe cuán remotos tiempos…
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