Washington Irving
Había
en otro tiempo un pobre albañil en Granada, que guardaba los días de los santos
y los festivos –incluyendo a San Lunes–, y el cual, a pesar de toda su devoción,
iba cada vez más pobre y a duras penas ganaba el pan para su numerosa familia. Una
noche despertó de su primer sueño por un aldabonazo que dieron en su puerta. Abrió,
y se encontró con un clérigo alto, delgado y de rostro cadavérico.
–¡Oye,
buen amigo! –le dijo el desconocido–. He observado que eres un buen cristiano y
que se puede confiar en ti. ¿Quieres hacerme un chapuz esta misma noche?
–Con
toda mi alma, reverendo padre, con tal de que se me pague razonablemente.
–Serás
bien pagado; pero tienes que dejar que se te venden los ojos.
El
albañil no se opuso; por lo cual, después de taparle los ojos, lo llevó el cura
por unas estrechas callejuelas y tortuosos callejones, hasta que se detuvieron en
el portal de una casa. El cura, haciendo uso de una llave, descorrió la áspera cerradura
de una enorme puerta. Luego que entraron, echó los cerrojos y condujo al albañil
por un silencioso corredor, y después por un espacioso salón en el interior del
edificio. Allí le quitó la venda de los ojos y lo pasó a un patio débilmente alumbrado
por una solitaria lámpara. En el centro del mismo había una taza sin agua de una
antigua fuente morisca, bajo la cual le ordenó el cura que formase una pequeña bóveda,
poniendo a su disposición, para este objeto, ladrillos y mezcla. Trabajó el albañil
toda la noche, pero no pudo concluir la obra. Un poco antes de romper el día el
cura le puso una moneda de oro en la mano y, vendándole de nuevo los ojos, le condujo
otra vez a su casa.
–¿Estás
conforme –le dijo– en volver a concluir tu trabajo?
–Con
mucho gusto, padre mío, con tal de que se me pague bien.
–Bueno;
pues, entonces, mañana a medianoche vendré a buscarte.
Lo
hizo así, y se concluyó la obra.
–Ahora
–dijo el cura– me vas a ayudar a traer los cuerpos que se han de enterrar en esta
bóveda.
Al
oír estas palabras se le erizó el cabello al pobre albañil; siguió al cura con paso
vacilante hasta una apartada habitación de la casa, esperando ver algún horroroso
espectáculo de muerte; pero cobró alientos al ver tres o cuatro orzas grandes arrimadas
a un rincón. Estaban llenas –al parecer– de dinero, y con gran trabajo consiguieron
entre él y el clérigo sacarlas y ponerlas en su tumba. Entonces se cerró la bóveda,
se arregló el pavimento y cuidose que no quedara la menor huella de haberse trabajado
allí. El albañil fue vendado de nuevo y sacado fuera por un lugar distinto de aquel
por donde había sido introducido anteriormente. Después de haber caminado mucho
tiempo por un confuso laberinto de callejas y revueltas, se detuvieron. El cura
le entregó dos monedas de oro, diciéndole:
–Espera
aquí hasta que oigas las campanas de la Catedral tocar a maitines; si tratas de
quitarte la venda de los ojos antes de tiempo te ocurrirá una tremenda desgracia.
Y
esto diciendo, se marchó. El albañil esperó fielmente, contentándose con tentar
entre sus manos las monedas de oro y con hacerlas sonar una con otra. En cuanto
las campanas de la Catedral dieron el toque matinal se descubrió los ojos y se encontró
en la ribera del Genil, desde donde se fue a su casa lo más presto que pudo, pasándolo
alegremente con su familia por espacio de medio mes con las ganancias de las dos
noches de trabajo, y volviendo después a quedar tan pobre como antes.
Continuó
trabajando poco y rezando mucho, y guardando los días de los Santos y festivos de
año en año, mientras su familia, flaca, desharrapada y consumida de miseria, parecía
una horda de gitanos. Hallábase cierta noche sentado en la puerta de su casucho
cuando he aquí que se le acerca un rico viejo avariento, muy conocido por ser propietario
de numerosas fincas y por sus mezquindades como arrendatario. El acaudalado propietario
quedose mirando fijamente a nuestro alarife por un breve rato y, frunciendo el entrecejo,
le dijo:
–Me
han asegurado, amigo, que te abruma la pobreza.
–No
hay por qué negarlo, señor, pues bien claro se trasluce.
–Creo,
entonces, que te convendrá hacerme un chapucillo, y que me trabajarás barato.
–Más
barato, mi amo, que cualquier albañil de Granada.
–Pues
eso es lo que yo deseo; poseo una casucha vieja que se está cayendo, y que más me
cuesta que me renta, pues a cada momento tengo que repararla, y luego nadie quiere
vivirla; por lo cual me propongo remendarla del modo más económico y lo meramente
preciso para que no se venga abajo.
Llevó,
en efecto, al albañil a un caserón viejo y solitario que parecía iba a derrumbarse.
Después de atravesar varios salones y habitaciones desiertas, entró nuestro albañil
en un patio interior, donde vio una vieja fuente morisca, en cuyo sitio detúvose
un momento, pues le vino a la memoria un como recuerdo vago del mismo.
–Perdone
usted, señor. ¿Quién habitó esta casa antiguamente?
–¡Malos
diablos se lo lleven! –contestó el propietario–. Un viejo y miserable clerizonte,
que no se cuidaba de nadie más que de sí mismo. Se decía que era inmensamente rico,
y, no teniendo parientes, se creyó que dejaría toda su fortuna a la Iglesia. Murió
de repente, y los curas y frailes vinieron en masa a tomar posesión de sus riquezas,
pero no encontraron más que unos cuantos ducados en una bolsa de cuero. Desde su
fallecimiento me ha cabido la suerte más mala del mundo, pues el viejo continúa
habitando mi casa sin pagar renta, y no hay medio de aplicarle la ley a un difunto.
La gente afirma que se oyen todas las noches sonidos de monedas en el cuarto donde
dormía el viejo clérigo, como si estuviera contando su dinero, y, algunas veces,
gemidos y lamentos por el patio. Sean verdad o mentira estas habladurías, lo cierto
es que ha tomado mala fama mi casa, y que no hay nadie que quiera vivirla.
–Entonces
–dijo el albañil resueltamente– déjeme usted vivir en su casa hasta que se presente
algún inquilino mejor, y yo me comprometo a repararla y a calmar al conturbado espíritu
que la inquieta. Soy buen cristiano y pobre; y no me da miedo del mismo diablo en
persona, aunque se me presentara en la forma de un saco relleno de oro.
La
oferta del honrado albañil fue aceptada alegremente; se trasladó con su familia
a la casa y cumplió todos sus compromisos. Poco a poco la volvió a su antiguo estado,
y no se oyó más de noche el sonido del oro en el cuarto del cura difunto; pero principió
a oírse de día en el bolsillo del albañil vivo. En una palabra: que se enriqueció
rápidamente, con gran admiración de todos sus vecinos, llegando a ser uno de los
hombres más poderosos de Granada; que dio grandes sumas a la Iglesia, sin duda para
tranquilizar su conciencia, y que nunca reveló a su hijo y heredero el secreto de
la bóveda hasta que estuvo en su lecho de muerte.
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