Washington Irving
En mayo de
1829, acompañado por un amigo, miembro de la Embajada rusa en Madrid, capital
de España, inicio el viaje que había de llevarme a conocer las hermosas
regiones de Andalucía. Las amenas incidencias que matizaron el camino se
pierden ante el espectáculo que ofrece la región más montañosa de España, y que
comprende el antiguo reino de Granada, último baluarte de los creyentes de
Mahoma.
En
un elevado cerro, cerca de la ciudad, se ha construido la antigua fortaleza
rodeada de gruesas murallas y con capacidad para albergar una guarnición de
cuarenta mil guerreros.
Dentro
de ese recinto se levantaba la residencia de los reyes: el magnífico palacio de
la Alhambra. Su nombre deriva del término Aljamra, la roja, porque, la
primitiva fortaleza llamábase Cala-al-hamra, es decir, castillo o fortaleza
roja.
Sobre
sus orígenes no están de acuerdo los investigadores. Para unos la fortaleza fue
construida por los romanos; para otros, por los pueblos ibéricos de la comarca
y luego ocupada por los árabes al conquistar el territorio de la península.
Expulsados
los moros de España, los reyes cristianos residían en ella por breves
temporadas. Después de la visita de Felipe V, el palacio cayó en el más
completo abandono.
La
fortaleza quedó a cargo de un gobernador con numerosa fuerza militar y
atribuciones especiales e independiente de la autoridad del capitán general de
Granada.
Para
llegar a la Alhambra es necesario atravesar la ciudad y subir por un
accidentado camino llamado la “Cuesta de Gomeres”, famosa por ser citada en
cuantos romances y coplas corren por España.
Al
llegar a la entrada de la fortaleza, llama la atención una grandiosa puerta de
estilo griego, mandada construir por el emperador Carlos V.
Ante
ella, en banco de piedra, dormitaban dos viejos y mal uniformados soldados,
mientras que el centinela (por su edad debía ser una verdadera reliquia
militar) conversaba con un zarrapastroso individuo que al punto se me ofreció
como guía y buen conocedor de la Alhambra.
Con
cierto recelo acepté sus servicios, los que más tarde resultaron de mucha
utilidad. Seguimos por un camino cubierto por frondosos árboles, pudiendo ver a
nuestra izquierda las cúpulas del palacio, y a la derecha, las célebres Torres
Bermejas, cuyo color rojo herían los rayos del sol.
Subiendo
la sombreada cuesta, llegamos a una fortificación construida para defender la
entrada de los fuertes y que recibe el nombre de barbacana. Ella guarnecía la
“Puerta de la Justicia” porque en aquel lugar solían reunirse los jueces para
atender pequeños asuntos. Atravesando esta torre se observa la “Plaza de los
Aljibes”, donde los moros han perforado profundos pozos que surten a la
fortaleza de agua fresca y cristalina.
Frente
a la plaza se encuentra, a medio construir, el palacio que, según Carlos V,
debía eclipsar en belleza todas las artes árabes.
Pasando
por él, entramos con cierta emoción al palacio de la Alhambra. Nos creímos
elevados a lejanos tiempos y rodeados de personajes de leyenda.
Con
suma curiosidad examinamos el gran patio cubierto por lajas de mármol,
denominado el “Patio de la Alberca”, en cuyo centro luce un estanque de
cuarenta metros de largo por diez de ancho, lleno de pececillos de colores y
rodeado de hermosas flores.
En
uno de los extremos del patio se encuentra la Torre de Comares, mientras que
por su frente, después de atravesar un artístico arco, se entra en el célebre
“Patio de los Leones”. En su centro, la famosa fuente, apoyada en doce leones,
arroja tenues hilos de agua, que magnifican las hermosas filigranas sostenidas
por delicadas columnas de mármol blanco.
Sobre
el patio da la maravillosa “Sala de las Dos Hermanas”, cuyas paredes cubre un
zócalo de vistosos azulejos, en los que están pintados los escudos de los reyes
y que contribuye a destacar los artísticos relieves y vívidos colores que
adornan las paredes.
Frente
a esta cámara se encuentra la “Sala de los Abencerrajes”, donde, según la
leyenda, encontraron la muerte los miembros de esa familia, rival de los
Zegríes.
La
Torre de Comares y un original deporte volvimos sobre nuestros pasos para
visitar la célebre torre que lleva el nombre de su constructor, donde se
encuentra la renombrada “Sala de los Embajadores”, artísticamente decorada, y
el “Tocador de la Reina”‘, especie de minarete donde las bellas princesas se
distraían en la contemplación del paisaje que rodea la fortaleza.
Un
fresco amanecer resolvimos ascender a la elevada torre para admirar desde ella
la hermosa vista de Granada y sus fértiles campiñas.
Debimos
subir por una larga, oscura y peligrosa escalera en caracol que nos impuso
varios descansos hasta conseguir llegar a lo alto. Desde allí íbamos
contemplando los lugares más renombrados de la Alhambra. A nuestros pies se
abría paso entre las montañas el “Valle del río Darro”, cuyas arenas arrastran
partículas de oro. Al frente se elevaba, en lo alto de una colina, “El
Geeneralife”, soberbio palacio donde los reyes moros, pasaban los meses de
verano. Luego fijamos nuestra vista en el concurrido paso que lleva el nombre
de “Alameda de la Carrera de Darro” y en “La Fuente del Avellano”. Luego, en un
desfiladero conocido peor el “Paso de Lope” y el “Puente de los Pinos”, famoso,
no tanto por los sangrientos combates que libraron cristianos y moros, sino
porque allí Cristóbal Colón, descubridor de América, fue alcanzado por un
enviado de la reina Isabel, cuando, convencido de que nada podía hacer España,
se dirigía a Francia para someter a consideración del rey de ese país su
magnífico proyecto.
Después
de admirar el paisaje, cuando el sol hacía imposible nuestra permanencia en
aquel lugar, nos disponíamos a descender; observamos, con gran sorpresa, que en
una de las torres de la Alhambra dos o tres muchachos agitaban largas cañas,
como si quisieran pescar en el aire.
Nuestro
asombro creció al ver que en otros lugares ocurría lo mismo. No había muralla o
torre a la que no se hubiesen encaramado los singulares pescadores.
Preocupados
y haciendo toda clase de suposiciones, llegamos al “Patio de los Leones”, desde
donde buscamos a nuestro sapiente guía. No tardamos en dar con él, y con ello
desapareció el misterio que tanto nos daba que pensar.
Las
abandonadas ruinas de la Alhambra se habían convertido en un prodigioso
criadero de golondrinas y alondras, que revoloteaban en cantidad sobre las
torres.
¿Qué
mejor pasatiempo que el de cazarlas por medio de anzuelos encebados con
apetitosas carnadas?
¡Pescar
en el cielo!
He
aquí el grato y productivo deporte inventado por los habitantes de la Alhambra.
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