Alberto Sánchez Argüello
El
hombre finalmente pudo levantarse y lo primero que vio fue su auto incrustado
en un árbol a unos pocos pasos de donde él se encontraba, no le llamó la
atención el hecho de haber sufrido un accidente y no recordar ningún detalle
del mismo, sino que por más esfuerzo que hacía con sus fosas nasales, ni una
brizna de aire pasaba a través de ellas; después intentó espirar y obtuvo
idéntico resultado, en una acción casi inconsciente colocó su mano a la altura
del corazón sólo para comprobar lo que ya había imaginado: estaba muerto…
El estar muerto no asustó al hombre,
acostumbrado a conducir su vida a través de patrones de lógica y razonamiento
frío. Su primera preocupación real fue la de encontrar una manera para regresar
a su casa, así que después de verificar si su cuerpo se desplazaba de manera
correcta, sacó ciertas cosas del auto y empezó a caminar por la carretera en
busca de la civilización.
Ya en casa convocó a su mujer y a sus dos
hijos al comedor familiar, buscando la mejor manera de comunicar la mala
noticia. La primera impresión que vio en sus rostros fue de estupor seguida al
poco tiempo de risas medio estúpidas que le parecieron de muy mal gusto dada su
nueva condición física. Por más esfuerzos que el hombre hizo su familia no le
creyó, sin embargó sí consideraron seriamente la posibilidad de que el
accidente hubiese provocado un daño cerebral significativo.
Poco tiempo después el médico llegó a
examinar al hombre. No podía estar menos que intrigado con las afirmaciones de
éste y empezó de inmediato a auscultarle; como era de esperarse encontró que
los signos vitales habían desaparecido y que la temperatura corporal descendía
rápidamente. El médico optó por brindar un diagnóstico a aquel “estado”.
Después de hablar varias horas de los yoguis hindúes y algunos monjes
tibetanos, el médico describió ciertos estados catalépticos y hasta comparó al
hombre con los osos durante su estado invernal; habló de lo fascinante del caso
y mientras salía por la puerta, comentó sobre escribir un artículo referente a
aquel “estado”.
La familia aceptó aquel diagnóstico
bizantino y continuó con sus actividades diarias, el hombre se limitó a decir
que no llamaran más al médico. Sin embargo, al poco tiempo apareció un
psiquiatra, aparentemente a pedido de los suegros que habían hablado con la
esposa del hombre mientras el médico estaba de visita. El psiquiatra condujo al
hombre a uno de los cuartos e hizo que se acostara mientras él tomaba notas
desde una silla mecedora. El sujeto preguntó por su niñez y sus fantasías
sexuales con su madre, el hombre respondió de mala gana las preguntas y emitió
uno que otro improperio cuando el psiquiatra intentaba convencerle de su
homosexualidad latente y del enorme resentimiento que le guardaba al perro de
su vecino.
Finalmente el psiquiatra se fue, no sin
antes mencionar que el hombre sufría de una crisis de “muerte histérica”,
provocada por sus instintos sexuales reprimidos que le hacían sentirse
culpable, creando un mecanismo de defensa que desembocaba en el cese de las
funciones vitales como castigo a sus pecados imaginarios. La familia abrió
mucho los ojos y sin entender mucho sus palabras le dieron las gracias y hasta
un pago extra por todas las molestias.
El hombre, cansado de tanta estulticia,
decidió seguir con sus labores y percatándose de que ya era la hora de ir a
trabajar, salió sin despedirse y sin probar bocado. En el trabajo sus
compañeros se burlaron por horas, ya sabían lo que había ocurrido y aquello les
había parecido sumamente gracioso, aunque muchos dejaron de reír al notar el
extraño olor a podredumbre que empezaba a emanar del hombre.
Tiempo después cuando la familia se
sentaba a comer y los hijos hacían expresiones de horror y repulsión al ver
caer sus pedazos de piel podrida, el hombre sólo se limitaba a voltear la
página del periódico en busca de los deportes.
(Tomado
de www.enfrascopequeno.blogspot.com)
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