Guillaume Apollinaire
Cuando
estuve en Londres me hospedé en una casa de huéspedes que me habían recomendado, donde me destinaron una cómoda habitación, en la que dormí
a pierna
suelta la primera
noche.
Al día siguiente, muy temprano, me despertó el rumor de una conversación
que sostenían en el cuarto contiguo.
Entendía muy
bien lo que se decían los interlocutores, en un inglés gringo, con el muelle acento
del oeste. Eran hombre y mujer los que hablaban, y hacíanlo en tono muy apasionado.
–Olly, ¿por qué
se fue usted sin avisarme? ¿Por qué, por qué?
–¿Que por qué, Chislam? Pues porque su amor hubiera coartado mi libertad, que es más preciada.
–¿De modo que, oh, rubia
Olly,
me quería usted, y ese amor fue causa de que la perdiera?
–Sí, Chislam; hubiera acabado por ceder
a sus ruegos y me hubiera casado con usted. Pero al proceder así hubiera tenido
que renunciar a mi arte.
–Olly, arisca, yo la esperaré siempre.
Y en ese tenor siguió el diálogo: la independiente Olly
se negaba a aceptar las proposiciones matrimoniales del enamorado Chislam.
Mi conocimiento de la gazmoñería
anglosajona hizo que me chocara de pronto que, en la casa, toleraran a mi
vecino de cuarto visitas de mujer; pero luego ya no volví a acordarme de aquello.
Mi asombro subió de punto a la mañana siguiente,
cuando me despertó el rumor de otra conversación, sostenida en francés, aunque también
con el dejo de los yanquis del oeste.
Uno de los interlocutores era el tal Chislam,
que ahora hablaba con otra mujer.
–¡Usted no me quiere, señor Chislam! Usted anda siempre alrededor de Olly, la domadorcita de perros, que es
más
seca que el
palo
de una escoba. No hace un mes todavía que se extasiaba usted escuchando mis romanzas, lo cual
era debido a la sola fuerza del amor, ya
que mi voz no tiene nada
de extraordinario.
–He
concluido por observarlo, señorita Criquette. Además, usted
no me quiere. Usted me sigue la corriente por coquetería.
–¿Pero
ha olvidado usted ya la promesa
de
casarse conmigo que me hizo, y esa finca a orillas
del Loira, donde
íbamos a
pasar la luna
de
miel?
–Señorita Criquette, tengo resuelto, dado
que me case, retirarme al Maine, al Maine de los Estados Unidos de América.
–Después de todo puede que haga usted bien,
porque yo no lo hubiera querido para esposo con lo bobo, bobón, bobalicón que
es…
Seguían otros dimes y diretes, y en tanto me
vestía, pensaba: esa francesa tiene un dejo muy notable… seguramente habrá vivido
muchos años en California… ¡Caramba, qué predilección muestra por la palabra bobo
y qué inconstante es también ese Chislam! Pero al fin y al cabo lo cierto es
que esta casa de huéspedes no es muy recomendable que digamos…
Al día siguiente me despertaron tan bruscamente
como en los anteriores. Aquella vez la conversación era sostenida en italiano,
pero con el mismo deplorable acento de los yanquis del oeste.
–Hermosa Locatelli, acceda a mi amor. ¡Casémonos!
Renunciaremos a los viajes e iremos a ocultar nuestra dicha en una finca que
pienso comprar en California, en San Diego. Quiero que tenga vistas
a
la bahía, que es admirable, y plantaremos
naranjos.
–Es imposible, señor Chislam. Estoy prometida a un compatriota mío que es oficial en Bolonia.
No
tiene más recursos que su
paga
y estamos
esperando para casarnos
a
que yo haya reunido la dote
reglamentaria.
–Siendo así, quede usted con Dios, señorita de Locatelli; un pobre diablo como yo no ha de pesar más en su corazón que todo un oficial del ejército. Adiós, signorina.
Y para que sea usted dichosa sin esperar tanto tiempo, permítame completar la dote de
que me habla.
Yo decía para mis adentros: ese singular tenorio
es una buena persona, pero su manía de casarse diariamente resulta algo incómoda,
pues me despierta sobresaltado mucho antes de la hora de costumbre.
A la noche siguiente no pude pegar un ojo.
El señor Chislam estaba hablando con un hombre, con un inglés de Estados Unidos,
y con el consabido acento del oeste.
–Sí, Chislam, usted no es más que un
desgraciado que se muere sin calor de nadie, sin familia y sin amor.
–Tiene usted razón, Chislam. Pero no tengo
más remedio que resignarme. Habré hecho en mi vida las delicias de muchos millones
de criaturas y, sin embargo, no he podido encontrar a mi media naranja.
–Chislam, usted ha sido la alegría del mundo,
la risa misma del mundo entero. Hubiera sido demasiado para una mujer. Lo que
para todos está bien, puede, por su enormidad, asustar a uno solo.
–De modo, Chislam, que yo me creía el más feliz
de los hombres, y no soy sino el más desventurado.
–¡Ay, Chislam! Tal pienso. Su fantasía,
que promovía una hilaridad desconocida hasta entonces en todos los públicos, no
ha sido suficiente para que una chica cualquiera lo encontrara simpático.
Perdida entre el público podía corear sus risas; pero en cuanto a solas le hablaba
usted de amor, sólo le inspiraba una tristeza infinita.
–¿Ese es el mundo, Chislam?
–¡Chislam,
tal es el mundo!
–¿Y no
tendré ya quien me consuele sino yo solo?
–Nadie
sino usted solo.
Hubiera
durado probablemente largo rato aquel diálogo entre los dos Chislames si yo, muy molesto ya, no hubiera golpeado muy fuerte en el
tabique que separaba nuestras habitaciones, gritando:
–¡Caballeros, que es hora de dormir!
Para el otro
día,
a eso de las ocho de la mañana, cuál
no sería mi estupefacción cuando al despertarme sobresaltado por la consabida plática, oigo que mi vecino estaba otra vez enzarzado en matrimonial coloquio con la arisca
de Olly,
cuya voz fue la primera que oí en aquellos diálogos.
Me vestí lo más aprisa que pude y corrí en
busca de la respetable patrona de la casa:
–Me
es imposible dormir en el cuarto que usted me destinó. En
cuanto amanece ya está mi vecino hablando con señoras,
y por la noche se enreda en conversación con caballeros.
–Tiene
usted un sueño muy ligero por lo visto. Le destinaremos una alcoba en otro piso. Su vecino
de cuarto es un caballero muy estimable. Es el famoso comediante Chislam Borrow;
es natural de California, y logró hacerse famoso en todo el mundo por sus
muecas y visajes, y las escenas que su ventriloquía y facilidad para mudarse de
ropa le permitían representar sin ayuda de nadie. Es muy instruido y conoce
varios idiomas. Luego, con los años, se
hizo rico y se retiró del teatro.
Chislam Borrow es ahora lo que se dice un viejo solterón. No tiene parientes ni amigos. Lleva
ya tres años hospedado en esta casa, y con nadie habla sino
consigo mismo. Su ventriloquía lo provee del medio de procurarse compañía
cuando se le antoja. Le da a veces por ponerse a hablar con alguna de las
mujeres que hubiera querido tomar por esposa; otras habla consigo mismo, y esos
son sus diálogos más tristes. Chislam Borrow es muy digno de lástima, caballero,
porque ya comprenderá usted que esos recuerdos parlantes no valen, a pesar de
su variedad, lo que el sencillo lenguaje de una mujer propia, cuyo pelo se
hubiera vuelto blanco al mismo tiempo que el del mustio ex cómico, y que ahora
consolaría sus últimos años…
Poco tiempo después me vine de Londres sin
haber visto a Chislam Borrow.
(Tomado de www.elcuentorevistadeimaginacion.org)
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