Dahlia de la Cerda
¡Ay,
Dios mío santísimo! ¡Nosotras cómo íbamos
a saber, joven! ¡Mijito, parecía un muchacho! Traía una cachucha, uno
de esos aretes en el labio y una lágrima tatuada en el ojo izquierdo. Eso sí, llevaba muy planchadito su pantalón café, con su rayita en medio. Pensé en su mamacita, en su santa
madre. Un muertito no nomás es un difunto, es el hijo, el hermano, el
padre de
alguien. ¿Te fijas que, cuando se te mueren tus papas, te dicen
“huérfana”,
y cuando tu esposo pasa a mejor vida, eres “viuda”?
Perder
un hijo no tiene
nombre. ¡Pobre de su madre, no dejo
de acongojarme por ella! Lo
natural,
la ley de Dios, es que a una
la
entierren sus hijos, no al revés.
La hubieras visto:
lloraba con el cuerpo bien agarrado y le gritaba que se levantara. Luego
se nos fue a los golpes y nos gritó: “¡Sí robaba, pero no era una mala persona!”. ¿Usted cree, mijito? ¿Nosotras cómo íbamos a saber si era una buena o una mala persona? Nomás lo vimos ahí con el machete, y, de que lloraran
en su casa a que lloraran en la nuestra, pos mejor allá, ¿qué no? Esa noche hacía hartísimo frío. Mis hermanas y yo acostamos
a dormir a mi mamá. Ella
ya no camina, padece de pie
diabético y es ciega. Es que, imagínate, ¡tiene noventa años! Ya está muy malita. Después le dimos de comer a Zapatitos, nuestro gato, y nos
preparamos un cafecito de olla con harta canela y unas conchas de chocolate
y nata.
Estábamos acabando un trabajo. Acá en la colonia cada 12 de diciembre se organizan primeras comuniones comunales y esta
vez nos
tocó a nosotras hacer los vestidos de las chamaquitas. Quince vestidos de raso blanco con encaje y velo.
Les bordamos con hilo dorado una paloma blanca de pura lentejuela y chaquira; queda bien bonita, aunque es muy cansado. Trabajamos como costureras y así nos ganamos nuestro dinerito. Andábamos en la bordadera y oímos
un
ruido en el
patio.
El Toby empezó a ladrar. Mi hermana Emilia fue a asomarse. “Anda un cabrón en el patio”, nos gritó.
Vivimos en una colonia
conflictiva y aquí son comunes los robos y los asesinatos. Nosotras llegamos cuando
todavía no había nadie. Habitamos toda nuestra infancia y juventud por allá en el Centro Histórico. En aquellos
tiempos había decenas de vecindades. Un día vino un señor muy trajeado, se
presentó como representante de gobierno y nos alegó que iban a comprar esas
fincas y que nos teníamos que ir. Mi papá se hizo de un terrenito por acá. En ese
entonces era un ejido. Era puro monte y si acaso había una o dos casas construidas con lo que se pudo, cartón, lámina, ladrillo viejo. Poco a poco mi papá fue fincando y nos hicimos de una casa digna. Luego llegó otro trabajador del gobernador y nos informó que nuestros terrenos no eran nuestros porque
la persona que nos los vendió no era dueña
de nada;
nos querían desalojar. Los colonos nos organizamos y resistimos y aquí estamos.
No nos reconocen todavía como colonia, nos llaman “asentamiento irregular”. Y por lo mismo no tenemos acceso a servicios, no hay luz eléctrica ni agua ni alcantarillado. Todo lo que ves de luces y drenaje lo han puesto las inmobiliarias que se adueñaron de las tierras
vecinas y construyeron pajareras y edificios multifamiliares.
La colonia, así le decimos nosotros, se fue
poblando. Se empezaron
a fincar casas cada vez
más chiquitas y se dejó venir gente muy fea de modos. Familias sin valores morales,
cholos y señoras de reputación dudosa. El gobierno no manda patrullas para
cuidarnos porque no estamos municipalizados, por eso hay robos y drogadictos en
las esquinas. Las inmobiliarias no se hacen responsables de la inseguridad,
dicen que ya bastante han hecho con pavimentar y alumbrar las calles. Vivimos a la buena de Dios.
No era
la primera ocasión que allanaban
nuestra casa. Por ahí de enero un señor al que unos vecinos
querían linchar por ratero se brincó a nuestro patio y agarró a mi hermana Martha
de rehén. Quedamos
ariscas. Por eso, cuando Estela gritó que había un cabrón afuera, fuimos
corriendo a la cocina, que está pegada al patio. Y sí, joven, ahí lo vimos. Te digo, tenía toda la
pinta de un cholo. Playera
aguada, los pantalones de esos pescadores. Pos que le decimos: “Vete, mijo. No queremos problemas,
somos unas señoras solas; tócate
el corazón, mijo, ¿qué no tienes
madre?”
No entendió razones. Y que
se nos deja venir, ¡y cómo ves que
traía tremendo machete en la mano!
Estamos hartas
de vivir rodeadas de violencia, pobreza y robos, por eso me da tristeza pasar
por el centro y ver centros comerciales lujosos y cotos donde fue nuestro hogar. Me da
tristeza que nos despojaran de nuestras casas por ser morenos y de pocos
recursos, porque por eso fue. El
gobierno lo llamó “saneamiento del centro histórico”; la mera verdad es que nos
querían correr por feos y pobres. Y uno, aunque pobre y de tez humilde, tiene
derecho a la vivienda. Acá en la colonia, tú la miraste, nuestra casa es
sencilla, pero digna. Tenemos un patio grande con muchas plantas y espacio para
nuestros animalitos. ¿Viste que criamos gallinas y cóconos y que también hay
una cocina espaciosa y cuatro cuartos? Pues con trabajo y esfuerzo nos hicimos en familia
de nuestras cositas. Las
constructoras y el gobierno son los culpables de la violencia; construyen casas
inhumanas: viviendas de dos recámaras y un baño, y de apenas cuarenta metros cuadrados.
¿Sabes
cuánta gente vive ahí? Hasta diez personas.
Los muchachitos mejor agarran para la calle y acaban en una esquina. Por eso nos
dio compasión y le rogamos: “Mijo, agarra juicio, por San Judas. Vente,
te invitamos a cenar. No vayas a desgraciar tu futuro por una pendejada”. No
nos escuchó.
Aquí nos miran como presa fácil de los
delincuentes porque no tenemos hombre que nos cuide. Mi papá murió hace veinte años
de cáncer y luego mi mamá cayó enferma de diabetes, y nosotras renunciamos a
hacer vida matrimonial para dedicarnos a cuidar lo más sagrado que una tiene,
que son los padres. Se nos fue la juventud en ver por ellos, en cuidarlos, y nunca
nos casamos; somos las quedadas de la colonia. Quizás por eso decidió meterse a
nuestra casa y verdad de Dios que no queríamos perjudicar a nadie, pero se nos dejó
venir con el machete, y aunque le gritamos: “Mijo, no, mijo, llévate lo que
quieras”, estaba como en otro planeta. Mi hermana le dio un sartenazo en la
mera chompa. Yo entré en crisis, agarré otra sartén y le hice la segunda. Le
dimos como diez sartenazos en la cabeza, hombros y espalda. Se cayó al piso. Mi
otra hermana estaba fuera de sí, sólo nos miraba llorando. Ya cuando vimos que
estaba ahí, en el suelo, sin moverse, llamamos a la policía.
Nos fuimos a la sala y seguimos tomando
café y pan para el susto. Nos daba miedo que se fuera a levantar. Llegó la
policía y una ambulancia. Les contamos lo que pasó. Cuál va siendo nuestra
sorpresa que nos informan: “La muchacha ya no cuenta con signos vitales”. “¿La
muchacha?”, les preguntó mi hermana. “La muchacha que se les metió a robar”, nos
contestó el oficial. Híjole, mijo, se me rompió algo por dentro. Yo jamás pensé
que fuera una chamaca, ¡te juro que parecía un cabrón! Ya nos acercamos, y sin
cachucha sí, sí era una jovencita. Traía su cabello recogido con unas trenzas. Su
cabeza, ay no, sobre un charco de sangre. Tenía los labios ya moraditos. Pobrecita,
sabe qué habrá vivido para terminar en esos pasos. Vino su mamá y ya luego te
digo que se nos fue a los golpes. Su hermano nos amenazó.
Los vecinos se amontonaron afuera de la
casa. Entre gritos el Semefo se llevó el cuerpo de la jovencita y a nosotras
nos trasladaron al Ministerio Público. Nos dejaron salir al día siguiente: comprobamos
que actuamos en legítima defensa. Nos absolvieron. A mí lo que me preocupa es Dios.
Una cosa es que nos perdone la justicia humana y otra no tener un castigo
divino. Ya le hicimos un novenario a la muchachita y organizamos todos los
rosarios de la Morenita en tu humilde casa. También les regalamos los vestidos
a las jovencitas de las primeras comuniones y le pedimos a san Judas que
interceda por nosotras ante nuestro Padre Dios, ¿crees que nos irá a perdonar?
(Tomado de De la Cerda, Dahlia, Perras de
reserva, editorial Sexto Piso, 2022)
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