Xavier Vargas Pardo
Me
di de alta en Matamoros; no había más remedio, pa llenar la tripa: soldado raso
de infantería y a jalarle de un lado pa otro, sin hacer más cosa que cargar el rifle
y aguantar la indumentaria de sardo. Nos mandaron a Sinaloa, después a Nayarit y
por último nos echaron acá pa’l terruño, ya bien zonzos del calor y de los moscos.
Estuvimos unos días acuartelados en Morelia, haciendo lo mismo a cada hora desde
que el clarín nos despertaba, ejercicios y más ejercicios, y todo el tiempo que
nos sobraba desempiojando las pretinas de la chaqueta y de los tacos, hasta que
un día el cabo nos dijo de sopetón:
–¡Voy a mandar!, nos vamos de escolta en el
tren que va de Irapuato a Ajuno… ¡Media vuelta! ¡Vámonos!
Y así, anduvimos semanas y semanas trepados
en el trenecito ese quesque porque lo habían asaltado tres veces… ¡A buenas
horas nos mandaban!
Ya me sabía de memoria la caminata. En
cuanto nos despegaba la vista el cabo me quitaba los zapatos y a cabeciar. Yo
creo que hasta desgastamos los rifles de tanto limpiarlos y sacarles lustre,
siempre sin novedá. Me hice muy cuate de un muchacho que se llamaba Camilo
Guízar y que a los demás les causaba curiosidad porque casi no comía y andaba
triste, como con muchos pesares. Le buscaban plática y no hablaba, cuando mucho
pedía un cigarro y algunas veces me lo encontraba rezando en un librito de
oraciones que guardaba. Una vez alguno de los compañeros le dijo lurio
porque cargaba un anillo colgado del pescuezo como si fuera medalla de la
Virgen, lo dejó tirado del culatazo que le puso entre quijada y oreja. ¡Ni más
le dijeron nada! Cuando agarrábamos el pomo le daba por sacar el órgano y tocar
El adolorido, después se seguía de filo con puras tonaditas destempladas, de
esas que son pa colgar el moco. Yo no le hacía preguntas pa que no se
molestara, porque se me hacía que algo le estorbaba en la mollera, y como no
decía nada ni mentaba a ninguna vieja, pos yo pensé que el muchacho padecía muy
hondo y que era un cuate a todo dar. Le tenía afecto por todo y porque luego
que amansaba sus zapatos nuevos me los cambiaba por los míos pa que no me
fregaran tanto las uñas enterradas. Así me fue agarrando confianza, y un día que
la máquina se descarriló con los cuernos de una vaca, nos apiamos a fumar y me
preguntó qué día era. Nomás le dije y se dobló diatiro, apretándose el
estómago, no me dejó llamar a naiden y se repuso solito; era de buen temple, y
sin que yo se lo pidiera se quitó el anillo pa enseñármelo. Tenía una piedrita
negra en forma de pájaro; a mí se me figuró una urraca, pero él dijo que era un
zanate.
–Es lo mismo –le dije.
–No, no es lo mismo –respondió–: las urracas pizcan los maizales y el trigo; en unos cuantos días acaban con una labor si no las espantan, pero no son tan dañinas. Los zanates
son
pájaros misteriosos, muy bonitos
y
de tan negros se ven azules con la luz,
pero nunca hay que darles de comer, ni matarlos, ni quedárseles viendo, porque pizcan
el corazón de los hombres, envenenan y train la desgracia.
Luego me contó que hacía tres años se había casado con la hija de un trapichero y
que al poco tiempo le encontró a
su mujer aquel anillo escondido en la petaca.
–Se casó conmigo pa salvar la situación y sin saber yo
nada del arrastrado que la tuvo antes. Al otro lo mandó matar el padre de ella.
El día
que me confesó todas sus tretas
le
até de pies y manos pa echarla a que la exprimiera el molino de la caña, pero no pude… No pude porque había un niño sin nacer de por medio.
Por ahí ha de andar con el crío y aquí cargo yo el anillo colgado del pescuezo,
pa que no se me olvide lo que hizo si algún día llegamos a encontrarnos. Este
anillo, Céfero, trai la desgracia a todo el que lo
carga; a mí no, porque cuando mucho podría matarme, y eso… ¡eso es lo que yo
quisiera!
Luego se le rodaron unas lagrimotas que hasta
se oían sonar cuando caiban sobre la tierra. ¡Yo qué iba a pensar que Camilo lloraba! A la hora de los pleitos lo dejaban
en paz porque a ningún maldito se le antoja pa echarle brava; lo respetaban
a querer o no, por la buena o a carambazos, pero a pesar de todo, el anillo lo hacía
llorar como si fuera un niño. Sólo de mi se dejaba ver cuando le llegaban los recuerdos; a veces se hacía nudo sobre las
piernas, en cualquier calle oscura, a deshora o a la madrugada, cuando cantan los gallos, y se oía su llanto por mucho
rato, lejos… lejos…
Había entre los cuates de la escolta otro muchacho
chaparrón, de ojos zarcos, que le decían El Cortito. Se la pasaba
sobando la baraja y viendo a quién dejaba hasta sin mugre. En cada viaje le echaba
el ojo a algún pasajero y al rato regresaba con los quintos y el sarape o el sombrero
del cristiano. El cabo lo previno y lo arrestó muchas veces, pero un día de suerte
también al cabo lo dejó con las bolsas secas y sin comer en dos días. Sólo el
rifle se le escapaba, de ahí en más se jugaba hasta el pellejo, y una que otra
vez –ente nosotros mismos– a una hermana chichocilla y tierna que estaba viviendo
en Ajuno… ¡Pos cómo no iba a ser amigo de todos! Ai nomás andábamos parejiando en
amistad unos con otros.
Todo el tiempo me buscaba la condición y era
una tarabilla pa enredar a cualquiera, un merolico; cuando quería jugar se pegaba
como garrapata:
–¡Ándale, Céfero, una manita nomás!, de a cigarro
pa que no se te haga mucho.
–¡Y dale con tu barajita! ¡Qué bien
mueles!¡Aprovéchate de tus bembos que se dejan tantiar, a mí no me quitas ni
los cigarros!
Como no le hacía parada, luego me
proponía:
–Si quieres, nos jugamos a Jovita… ¡Ai tú verás!
El día de fierros me pagas, o si no, llegando a Ajuno pa que la niña te deje
como limón de fonda.
Pero se sacaba la misma porque a mí no me
agarraba tan fácil como a los otros.
En esas arengas acabalamos dos meses,
yendo y viniendo sin que los malhechores dieran señales de vida. Ya parecíamos
títeres de carpa y no federales de respeto: ni quien se ocupara de nosotros. Pero
la cosa tenía que suceder y sucedió el día menos pensado. Nos cayeron de noche bordeando
la ciénega de Zacapu cuando el tren venía muy retrasado. De repente, un enfrenón que nos
fuimos de hocico unos encima de otros;
habían quitado un riel de la vía y el maquinista se alcanzó a dar el amarrón
antes de irse sobre los durmientes. Mientras nos enderezábamos, se empezaron a oír los gritos y el
tiroteo
a un lado y a
otro de los carros, el
galope de los cuacos y la trifulca que armaban los pasajeros con el miedo. En ese ratito me acordé que mi
madre me
decía:
–Hijo, tienes un tío que se llama Sotero.
–¿Y dónde está?
–Lo desterraron de México por bandido. Tenía
cuarenta balazos, veintiocho de particulares y los demás del gobierno… ¡Muy hombre
tu tío, Céfero!
Yo pensaba: “¡Quién fuera mi tío Sotero!”
Había una luna como la mitá del día y se miraba
todo reclarito. Serían los últimos días de julio, porque toda la ciénega estaba
ya jiloteando y los hombres a caballo se perdían de vista nomás al entrar entre
las milpas. Allí estaban escondidos y de allí salieron.
Los ocho que hacíamos la escolta nos
desentumimos al momento, y al momento nos volvimos a quedar tiesos, hasta que el
cabo empezó a dar de gritos:
–¡Desparrámense! ¡Hagan fuego! ¡Hay que
salir pa cuidar el exprés…! ¡Hagan fuego!
No lo repitió dos veces.
–Vale más salirnos pa poder hacer blanco –dijo
Camilo–. Vente conmigo.
En un santiamén llegamos a la puerta del carro
y de dos o tres nalgazos nos pusimos debajo, tirados entre las ruedas. Los
jinetes le daban vueltas al trenecito de punta a punta; pos si no eran más que
cuatro carros: dos de carga, el del correo y el de nosotros con el pasaje.
–¡Allá te lo haiga si no te apuntas,
Céfero!
–¡Pos cómo no…! Fíjate en ése que viene rencarrerao.
Era el primero que se me ponía de modo, y sí,
venía derechito, espueliando al caballo y con tanto vuelo, que nomás tenté el gatillo
y salió como airioplanito por un lado de la silla; poco faltó pa que me pasara
por encima dando de maromas, si no es que lo atajan las piedras del terraplén y
unas jaras. Me quedó tan cerquita que podía tentarlo con la punta del treinta. Estaba tratando de verle
la
fachada cuando se nos vinieron por el otro lado. Me di la vuelta pa ayudar a Camilo, y hasta
entonces
me fijé
en que allí, junto a nosotros, estaba El Cortito.
Llegó muy a tiempo porque a esa hora empecé con un temblorín que no atinaba los cartuchos al boquete de la
recámara.
–¡Ya se metieron dos en el
carro de las valijas!
–¡Pos los sacamos! –contestó Camilo y
se empezó a arrastrar pa salir de onde estaba.
No hizo más, se quedó embrocado sobre el
riel; le atravesaron la cabeza, se la desbarataron como si fuera de tepalcate.
–¡Lo mataron, Céfero!
–¡Diatiro…!
Y nos entró tanto coraje, que luego sentimos ganas de salir del escondite pa seguirles tupiendo
cuerpo a cuerpo. Ya lo íbamos a hacer cuando se acabaron los disparos y los gritos.
Los de a caballo se desaparecieron entre la milpa, y el cabo, con los demás soldados,
tenía apergollados a los dos que se habían subido al carro de las valijas.
–¡Pobre Camilo…! Quería morirse y mira… –decía
El Cortito
mientras le reventaba el hilo del
anillo–.
Me lo guardo, me queda a la mera medida… ¿no?
–estiraba la mano pa vérselo puesto.
–Mejor déjalo, no hay que robar a los muertos.
–De todos modos se lo va a clavar el cabo…
¡y ni vale tanto! Mejor que se quede conmigo.
Pasaron los días, y nosotros a vuelta y vuelta
por el mismo camino, descansando de vez en cuando en Ajuno y echando una que
otra cana al aire. En una de esas quedadas que nos dimos en el pueblo, sucedió
la segunda parte. Ya me tocaba seguirle los pasos a la mala suerte.
Junto a la placita había un tendejón donde
vendían de todo, desde veladoras, charamuscas y gamarras, hasta chínguere, cerveza
y cataplasma. A un lado tenía un cuarto con tres mesitas y bancos pa los que quisieran
echarse una manita, o chiquitiarse un cuartito. Ya habíamos estado allí con el difunto Camilo sin mayores
consecuencias, y pos tampoco esa vez nos entró recelo.
Al poco rato que llegamos, El Cortito
encontró partido: no éramos más que nosotros dos y los otros dos cuates
fuereños. Uno de ellos, el que jugaba, flaquirucho y con cara de buena gente,
debe haber sido curtidor, porque traiba un machete sin estrenar, como de medio metro.
Se hizo larga la partida, nos acabamos
tres cartones de cerveza entre los cuatro, y el hombre seguía perdiendo y sacando
más billetes. La traiba de malas el fulano; estaba tembloroso, verde, y hasta pensé
que se iba a quedar muerto de puro berrinche como los pájaros
mulatos.
Por fin se le acabaron los bilimbiques y le dijo
tartamudiando al compañero:
–¡Préstame lo que traigas pa que de
un vez
se ataque éste!
–Nomás
me
queda una poca de morralla.
–¡Pos
préstasela! –le dije yo–, ¡quién quita
y se reponga!
En ese juego metió
todo el resto que le quedaba y lo del compadre; ya no hubo revire, ni más
entrada, era el último descarte.
–Dejo dos –dijo El Cortito.
–Dejo una –dijo el otro–. ¡Roba!
Se dieron una mirada y el fuereño se
empujó el sombrero pa’rriba mientras El Cortito jalaba.
–¿Qué te cuesta no atinarle, zotaco?
–Me hacen falta dos de aretes.
–A mí nomás una malilla. ¡Voy por ella! –y se trajo su última
carta con mucho tiento, arrastradita; la revolvió con las otras sin verla y le
dio un empinón a la botella. Luego las fue resbalando unas encima de otras,
despacito, pa verles las puras esquinitas con mucho cuidado. En cuanto miró la última apachurró
todo el puño y se puso como enyerbado.
–¡Vale madre! ¿Tú qué trais?
–Nomás esto –contestó El Cortito, y
puso sobre la mesa cuatro sotas, mientras estiraba la otra mano pa juntar el monte.
–¿Qué? ¿Cuatro sotas, desgraciado…? ¡Y ésta
que yo tengo, cinco! ¡Bonito trinquete! ¡Te la sacaste del sobaco, bandido!
Más tardé yo en dar una parpadiada que él
en levantar el machete y dejarlo caer sobre la canilla de El Cortito. Pegó
un grito y se fue de espaldas con todo y silla, con la punta del brazo echando
sangre a cántaros.
La mano se quedó sobre la mesa, y el
compadre tuvo qui’hacerla a un ladito pa pepenar los billetes. Se pelaron como
de rayo y nosotros sin ni una aguja. Me apresuré a hacer tiras mi camisa pa
vendar al muchacho, mientras llegaba el dotor con su refino y agua oxigenada.
No tardó nada; el del tendejón se lo trajo volando.
Después que l’hizo las primeras curaciones
y medio lo revivió tantito, ordenó que se lo llevaran cargando a la botica de
doña Cande.
–¿Y la mano, dotor? –le pregunté.
–Guárdela pa rellenar empanadas.
¡Animal…! Allí me quedé
un ratito mirándola sobre la mesa en medio del charco cuajado y pegostioso con
sus cinco dedos engarruñados y en el más largo el maldito anillo aquel con su
pájaro muy negro.
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