sábado, 5 de julio de 2025

El anillo del zanate

Xavier Vargas Pardo

 

Me di de alta en Matamoros; no había más remedio, pa llenar la tripa: soldado raso de infantería y a jalarle de un lado pa otro, sin hacer más cosa que cargar el rifle y aguantar la indumentaria de sardo. Nos mandaron a Sinaloa, después a Nayarit y por último nos echaron acá pa’l terruño, ya bien zonzos del calor y de los moscos. Estuvimos unos días acuartelados en Morelia, haciendo lo mismo a cada hora desde que el clarín nos despertaba, ejercicios y más ejercicios, y todo el tiempo que nos sobraba desempiojando las pretinas de la chaqueta y de los tacos, hasta que un día el cabo nos dijo de sopetón:

–¡Voy a mandar!, nos vamos de escolta en el tren que va de Irapuato a Ajuno… ¡Media vuelta! ¡Vámonos!

Y así, anduvimos semanas y semanas trepados en el trenecito ese quesque porque lo habían asaltado tres veces… ¡A buenas horas nos mandaban!

Ya me sabía de memoria la caminata. En cuanto nos despegaba la vista el cabo me quitaba los zapatos y a cabeciar. Yo creo que hasta desgastamos los rifles de tanto limpiarlos y sacarles lustre, siempre sin novedá. Me hice muy cuate de un muchacho que se llamaba Camilo Guízar y que a los demás les causaba curiosidad porque casi no comía y andaba triste, como con muchos pesares. Le buscaban plática y no hablaba, cuando mucho pedía un cigarro y algunas veces me lo encontraba rezando en un librito de oraciones que guardaba. Una vez alguno de los compañeros le dijo lurio porque cargaba un anillo colgado del pescuezo como si fuera medalla de la Virgen, lo dejó tirado del culatazo que le puso entre quijada y oreja. ¡Ni más le dijeron nada! Cuando agarrábamos el pomo le daba por sacar el órgano y tocar El adolorido, después se seguía de filo con puras tonaditas destempladas, de esas que son pa colgar el moco. Yo no le hacía preguntas pa que no se molestara, porque se me hacía que algo le estorbaba en la mollera, y como no decía nada ni mentaba a ninguna vieja, pos yo pensé que el muchacho padecía muy hondo y que era un cuate a todo dar. Le tenía afecto por todo y porque luego que amansaba sus zapatos nuevos me los cambiaba por los míos pa que no me fregaran tanto las uñas enterradas. Así me fue agarrando confianza, y un día que la máquina se descarriló con los cuernos de una vaca, nos apiamos a fumar y me preguntó qué día era. Nomás le dije y se dobló diatiro, apretándose el estómago, no me dejó llamar a naiden y se repuso solito; era de buen temple, y sin que yo se lo pidiera se quitó el anillo pa enseñármelo. Tenía una piedrita negra en forma de pájaro; a mí se me figuró una urraca, pero él dijo que era un zanate.

–Es lo mismo –le dije.

No, no es lo mismorespondió: las urracas pizcan los maizales y el trigo; en unos cuantos días acaban con una labor si no las espantan, pero no son tan dañinas. Los zanates son pájaros misteriosos, muy bonitos y de tan negros se ven azules con la luz, pero nunca hay que darles de comer, ni matarlos, ni quedárseles viendo, porque pizcan el corazón de los hombres, envenenan y train la desgracia.

Luego me contó que hacía tres años se había casado con la hija de un trapichero y que al poco tiempo le encontró a su mujer aquel anillo escondido en la petaca.

Se casó conmigo pa salvar la situación y sin saber yo nada del arrastrado que la tuvo antes. Al otro lo mandó matar el padre de ella. El día que me confesó todas sus tretas le até de pies y manos pa echarla a que la exprimiera el molino de la caña, pero no pude… No pude porque había un niño sin nacer de por medio. Por ahí ha de andar con el crío y aquí cargo yo el anillo colgado del pescuezo, pa que no se me olvide lo que hizo si algún día llegamos a encontrarnos. Este anillo, Céfero, trai la desgracia a todo el que lo carga; a mí no, porque cuando mucho podría matarme, y eso… ¡eso es lo que yo quisiera!

Luego se le rodaron unas lagrimotas que hasta se oían sonar cuando caiban sobre la tierra. ¡Yo qué iba a pensar que Camilo lloraba! A la hora de los pleitos lo dejaban en paz porque a ningún maldito se le antoja pa echarle brava; lo respetaban a querer o no, por la buena o a carambazos, pero a pesar de todo, el anillo lo hacía llorar como si fuera un niño. Sólo de mi se dejaba ver cuando le llegaban los recuerdos; a veces se hacía nudo sobre las piernas, en cualquier calle oscura, a deshora o a la madrugada, cuando cantan los gallos, y se oía su llanto por mucho rato, lejos… lejos…

Había entre los cuates de la escolta otro muchacho chaparrón, de ojos zarcos, que le decían El Cortito. Se la pasaba sobando la baraja y viendo a quién dejaba hasta sin mugre. En cada viaje le echaba el ojo a algún pasajero y al rato regresaba con los quintos y el sarape o el sombrero del cristiano. El cabo lo previno y lo arrestó muchas veces, pero un día de suerte también al cabo lo dejó con las bolsas secas y sin comer en dos días. Sólo el rifle se le escapaba, de ahí en más se jugaba hasta el pellejo, y una que otra vez –ente nosotros mismos– a una hermana chichocilla y tierna que estaba viviendo en Ajuno… ¡Pos cómo no iba a ser amigo de todos! Ai nomás andábamos parejiando en amistad unos con otros.

Todo el tiempo me buscaba la condición y era una tarabilla pa enredar a cualquiera, un merolico; cuando quería jugar se pegaba como garrapata:

–¡Ándale, Céfero, una manita nomás!, de a cigarro pa que no se te haga mucho.

–¡Y dale con tu barajita! ¡Qué bien mueles!¡Aprovéchate de tus bembos que se dejan tantiar, a mí no me quitas ni los cigarros!

Como no le hacía parada, luego me proponía:

–Si quieres, nos jugamos a Jovita… ¡Ai tú verás! El día de fierros me pagas, o si no, llegando a Ajuno pa que la niña te deje como limón de fonda.

Pero se sacaba la misma porque a mí no me agarraba tan fácil como a los otros.

En esas arengas acabalamos dos meses, yendo y viniendo sin que los malhechores dieran señales de vida. Ya parecíamos títeres de carpa y no federales de respeto: ni quien se ocupara de nosotros. Pero la cosa tenía que suceder y sucedió el día menos pensado. Nos cayeron de noche bordeando la ciénega de Zacapu cuando el tren venía muy retrasado. De repente, un enfrenón que nos fuimos de hocico unos encima de otros; habían quitado un riel de la vía y el maquinista se alcanzó a dar el amarrón antes de irse sobre los durmientes. Mientras nos enderezábamos, se empezaron a oír los gritos y el tiroteo a un lado y a otro de los carros, el galope de los cuacos y la trifulca que armaban los pasajeros con el miedo. En ese ratito me acordé que mi madre me decía:

–Hijo, tienes un tío que se llama Sotero.

–¿Y dónde está?

–Lo desterraron de México por bandido. Tenía cuarenta balazos, veintiocho de particulares y los demás del gobierno… ¡Muy hombre tu tío, Céfero!

Yo pensaba: “¡Quién fuera mi tío Sotero!”

Había una luna como la mitá del día y se miraba todo reclarito. Serían los últimos días de julio, porque toda la ciénega estaba ya jiloteando y los hombres a caballo se perdían de vista nomás al entrar entre las milpas. Allí estaban escondidos y de allí salieron.

Los ocho que hacíamos la escolta nos desentumimos al momento, y al momento nos volvimos a quedar tiesos, hasta que el cabo empezó a dar de gritos:

–¡Desparrámense! ¡Hagan fuego! ¡Hay que salir pa cuidar el exprés…! ¡Hagan fuego!

No lo repitió dos veces.

–Vale más salirnos pa poder hacer blanco –dijo Camilo–. Vente conmigo.

En un santiamén llegamos a la puerta del carro y de dos o tres nalgazos nos pusimos debajo, tirados entre las ruedas. Los jinetes le daban vueltas al trenecito de punta a punta; pos si no eran más que cuatro carros: dos de carga, el del correo y el de nosotros con el pasaje.

–¡Allá te lo haiga si no te apuntas, Céfero!

–¡Pos cómo no…! Fíjate en ése que viene rencarrerao.

Era el primero que se me ponía de modo, y sí, venía derechito, espueliando al caballo y con tanto vuelo, que nomás tenté el gatillo y salió como airioplanito por un lado de la silla; poco faltó pa que me pasara por encima dando de maromas, si no es que lo atajan las piedras del terraplén y unas jaras. Me quedó tan cerquita que podía tentarlo con la punta del treinta. Estaba tratando de verle la fachada cuando se nos vinieron por el otro lado. Me di la vuelta pa ayudar a Camilo, y hasta entonces me fijé en que allí, junto a nosotros, estaba El Cortito.

Llegó muy a tiempo porque a esa hora empecé con un temblorín que no atinaba los cartuchos al boquete de la recámara.

–¡Ya se metieron dos en el carro de las valijas!

¡Pos los sacamos! –contestó Camilo y se empezó a arrastrar pa salir de onde estaba.

No hizo más, se quedó embrocado sobre el riel; le atravesaron la cabeza, se la desbarataron como si fuera de tepalcate.

–¡Lo mataron, Céfero!

–¡Diatiro…!

Y nos entró tanto coraje, que luego sentimos ganas de salir del escondite pa seguirles tupiendo cuerpo a cuerpo. Ya lo íbamos a hacer cuando se acabaron los disparos y los gritos. Los de a caballo se desaparecieron entre la milpa, y el cabo, con los demás soldados, tenía apergollados a los dos que se habían subido al carro de las valijas.

–¡Pobre Camilo…! Quería morirse y mira… –decía El Cortito mientras le reventaba el hilo del anillo–. Me lo guardo, me queda a la mera medida… ¿no? –estiraba la mano pa vérselo puesto.

–Mejor déjalo, no hay que robar a los muertos.

–De todos modos se lo va a clavar el cabo… ¡y ni vale tanto! Mejor que se quede conmigo.

Pasaron los días, y nosotros a vuelta y vuelta por el mismo camino, descansando de vez en cuando en Ajuno y echando una que otra cana al aire. En una de esas quedadas que nos dimos en el pueblo, sucedió la segunda parte. Ya me tocaba seguirle los pasos a la mala suerte.

Junto a la placita había un tendejón donde vendían de todo, desde veladoras, charamuscas y gamarras, hasta chínguere, cerveza y cataplasma. A un lado tenía un cuarto con tres mesitas y bancos pa los que quisieran echarse una manita, o chiquitiarse un cuartito. Ya habíamos estado allí con el difunto Camilo sin mayores consecuencias, y pos tampoco esa vez nos entró recelo.

Al poco rato que llegamos, El Cortito encontró partido: no éramos más que nosotros dos y los otros dos cuates fuereños. Uno de ellos, el que jugaba, flaquirucho y con cara de buena gente, debe haber sido curtidor, porque traiba un machete sin estrenar, como de medio metro.

Se hizo larga la partida, nos acabamos tres cartones de cerveza entre los cuatro, y el hombre seguía perdiendo y sacando más billetes. La traiba de malas el fulano; estaba tembloroso, verde, y hasta pensé que se iba a quedar muerto de puro berrinche como los pájaros mulatos. Por fin se le acabaron los bilimbiques y le dijo tartamudiando al compañero:

–¡Préstame lo que traigas pa que de un vez se ataque éste!

–Nomás me queda una poca de morralla.

¡Pos préstasela! –le dije yo–, ¡quién quita y se reponga!

En ese juego metió todo el resto que le quedaba y lo del compadre; ya no hubo revire, ni más entrada, era el último descarte.

–Dejo dos –dijo El Cortito.

Dejo una –dijo el otro–. ¡Roba!

Se dieron una mirada y el fuereño se empujó el sombrero pa’rriba mientras El Cortito jalaba.

–¿Qué te cuesta no atinarle, zotaco?

–Me hacen falta dos de aretes.

–A mí nomás una malilla. ¡Voy por ella! –y se trajo su última carta con mucho tiento, arrastradita; la revolvió con las otras sin verla y le dio un empinón a la botella. Luego las fue resbalando unas encima de otras, despacito, pa verles las puras esquinitas con mucho cuidado. En cuanto miró la última apachurró todo el puño y se puso como enyerbado.

–¡Vale madre! ¿Tú qué trais?

–Nomás esto –contestó El Cortito, y puso sobre la mesa cuatro sotas, mientras estiraba la otra mano pa juntar el monte.

–¿Qué? ¿Cuatro sotas, desgraciado…? ¡Y ésta que yo tengo, cinco! ¡Bonito trinquete! ¡Te la sacaste del sobaco, bandido!

Más tardé yo en dar una parpadiada que él en levantar el machete y dejarlo caer sobre la canilla de El Cortito. Pegó un grito y se fue de espaldas con todo y silla, con la punta del brazo echando sangre a cántaros.

La mano se quedó sobre la mesa, y el compadre tuvo qui’hacerla a un ladito pa pepenar los billetes. Se pelaron como de rayo y nosotros sin ni una aguja. Me apresuré a hacer tiras mi camisa pa vendar al muchacho, mientras llegaba el dotor con su refino y agua oxigenada. No tardó nada; el del tendejón se lo trajo volando.

Después que l’hizo las primeras curaciones y medio lo revivió tantito, ordenó que se lo llevaran cargando a la botica de doña Cande.

–¿Y la mano, dotor? –le pregunté.

–Guárdela pa rellenar empanadas.

¡Animal…! Allí me quedé un ratito mirándola sobre la mesa en medio del charco cuajado y pegostioso con sus cinco dedos engarruñados y en el más largo el maldito anillo aquel con su pájaro muy negro.

 

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