Arturo Uslar Pietri
Me habían aconsejado no
ir solo y de tarde por esos campos. Partidas de soldados del gobierno recorrían
los caminos, entraban en los caseríos y en las casas aisladas, en busca del Comandante.
En una de sus frecuentes invasiones el Comandante había llegado por allí. Había
tomado el pueblo cabecera del distrito, había enviado un insolente telegrama al
caudillo. “Si no tiene miedo venga a buscarme”. Había cogido unos fusiles viejos
en la jefatura, le había repartido a la gente del pueblo carne y papelón, y había
desaparecido. ¿Quién sabe por dónde andaría con su partida?
Pero
yo era joven y me atraía el posible riesgo y el gusto de la aventura.
Iba
por el lado del Algarrobo. Faldas de monte, cubiertas de bosque y arboledas de café,
vallecitos de pasto con algún ganado y quebradas de mucha piedra y agua espumosa.
Los árboles muy tupidos y mucha hoja seca en las veredas que dan vueltas sin dejar
ver a lo lejos. Además estaba oscureciendo a toda prisa.
A
poco de tomar el camino topé con la primera partida de soldados. No eran más de
ocho o diez y los mandaba un hombre malencarado, con un gran sombrero de fieltro
pardo metido hasta los ojos.
Después
de registrarme me preguntaron con tono mandón y humillante muchas cosas.
–¿Para
dónde va? ¿Qué lleva? ¿Por qué viaja a esta hora? ¿Conoce al Comandante? ¿No? ¿No
lo ha visto? ¿Nunca?
No
lo había visto. Había oído hablar mucho de él pero no lo había visto. Sabía, como
lo sabíamos todos, que era un antiguo telegrafista. Que se había alzado y había
recorrido una gran parte de territorio sin que las tropas del gobierno lo hubieran
podido coger. Que había tomado pueblos por sorpresa y había ganado muchas escaramuzas
contra fuerzas aisladas. Que cuando se veía muy apretado pasaba la frontera y desaparecía
por un tiempo.
Pero
ahora había vuelto. Decían que era bajito, flaco, con una barbita larga y delgada
de chino, los ojos grandes y muy abiertos y una fusta de mango de plata con la que
siempre se golpeaba las polainas negras.
La
gente lo ayudaba. Le facilitaban alimentos y noticias de las tropas. Y nunca daban
información segura sobre su paradero. A muchos torturaron para que dijeran dónde
lo habían visto y nunca lo revelaron. Siempre daban un dato falso o incompleto,
cuando no podían hacer otra cosa. Y las campesinas rezaban por él.
Hubiera
sido mejor para mí haber salido con la mañana. La verdad era que no había ninguna
razón para salir a aquella hora. Pero me empeñé.
Después
que me dejaron los soldados y que se borraron sus faroles y sus voces en un recodo,
todo pareció ponerse más oscuro y más extraño. Sonaban grillos y bichos en la oscuridad
del monte y era difícil seguir la vereda que se borraba y a veces se bifurcaba entre
los matorrales.
Un
poco más adelante fue que sentí como una voz, como un quejido, como una llamada
muy débil. Me paré a oír. Venía de fuera del camino, de entre unos mogotes.
Por
esas cosas que le quedan a uno de muchacho, se me ocurrió que podía ser un aparecido.
Me dio miedo. Uno de esos aparecidos que salen en lo espeso de la noche, cerca del
lugar donde los mataron. Hasta que ponen una cruz y todo el que pasa tira una piedra
para hacer un montón.
Era
un hombre que se quejaba. Me fui acercando con cuidado. Hasta que de pronto me hallé
sobre él. Estaba tendido en el suelo, de costado y encogido. Hizo mucho esfuerzo
para tratar de volver la cabeza y verme. Hablaba entre dientes y se le apagaba la
voz.
–Estoy
herido. Ayúdeme.
Poco
a poco, habituándome a la sombra, comencé a reconocerlo. La flaca cara barbuda.
La gruesa nariz. Un brazo flaco y ganchudo tendido sobre el suelo. Una vieja busaca
abierta con todo el contenido regado por el suelo. Un viejo sombrero deforme y volcado.
Era
José Gabino. Me puse en cuclillas para oírlo y reconocerlo mejor. No lo veía desde
hacía muchos años. Desde que yo era niño y junto con mis compañeros lo seguíamos
por las calles del pueblo gritándole: José Gabino, ladrón de camino.
Lo
habían herido los soldados. Había sido por la tarde, me dijo. Lo amenazaron, lo
torturaron y por último lo hirieron. Tenía manchada de sangre la vieja chaqueta.
Manchas oscuras como de alquitrán seco.
–Por el Comandante –me dijo–. Querían que les dijera
dónde estaba el Comandante. Como si yo fuera capaz de eso. Yo sí sabía dónde estaba
pero no se los dije.
Me
sonreí.
–Yo
sé dónde está esta noche. Pero yo no lo traiciono.
Después
me dijo:
–No
me deje morir así. Sáqueme de aquí.
Hacía
tiempo que no sabía de él y había llegado a creer que había muerto hacía muchos
años. Debía ser muy viejo, o debió haber sido siempre viejo, como el viejo sombrero,
como los viejos trajes que usaba siempre.
De
primer momento no supe qué hacer. No tenía manera de auxiliarlo allí. Lo acomodé
en el suelo lo mejor que pude. Le puse el sombrero de almohada. Le di agua de una
cantimplora que llevaba y se la dejé. Y le dije que iría rápidamente al pueblo más
cercano a buscar ayuda.
Me
puse a andar lo más rápido que podía en lo oscuro de la trocha. No lograba saber
uno lo que era verdad y lo que era mentira con José Gabino. Lo del Comandante podía
ser cuento, como eran cuento sus andanzas de guerrillero, de saltimbanqui o de gallero.
Aquellos ojos pequeños de roedor que tenía, no sabía uno nunca si estaban viendo
la realidad u otra cosa.
Caminando
llegué junto a una choza cerrada y oscura. Un perro rezongó adentro, toqué y a poco
salió un hombre medio dormido. Traté de explicarle pero le costaba trabajo entenderme
o no quería entenderme.
–¿José
Gabino? Ah, José Gabino.
–¿Herido?
Se habrá caído borracho.
Le
dije que sería bueno que se fuera hasta encontrarlo, para hacerle compañía mientras
yo regresaba del pueblo con más auxilio. Me dijo que bueno, que más tarde. Comprendí
que no iba a ir.
Seguí
la marcha. Se iba a morir el pobre hombre solo y tirado en el monte. Tal vez era
mentira lo del Comandante. Tal vez era mentira lo de los soldados, pero no era mentira
que estaba muriéndose abandonado en aquella soledad. Como un perro.
No
iba el Comandante a confiarse en un hombre como José Gabino. Ni José Gabino iba
a tener el valor para soportar el tormento y los maltratos de los soldados. Era
embustero y ladrón. Robaba gallinas y se metía en los ranchos solitarios a llevarse
cosas. O se sentaba a la puerta de una pulpería a contar cuentos a los peones para
que le regalaran aguardiente.
Yo
le había oído el cuento de cuando era saltimbanqui, o el de sus hazañas de gallero,
o aquel otro que parecía complacerlo más que todos, de cuando le ganó a los dados
el caballo, las armas y hasta la querida al famoso Mano de Plomo, que fue dueño
de tierras y jefe de hombres por aquellos contornos.
Todo
me parecía más solo y lejano en aquella noche. Sin duda se estaba muriendo José
Gabino y yo iba caminando con su muerte y con su miedo y con el temor de las patrullas
militares y con la figura del Comandante que debía estar escondido en algún rincón
de aquellos montes.
Yo
sabía que todo lo que decía José Gabino podía ser mentira. Pero también José Gabino
tenía que morirse un día de verdad verdad. Como se estaba muriendo ahora o como
ya se habría muerto antes de que le llegara ningún socorro.
Toqué
en el rancho de María Chucena. Tenía miedo, no quería abrir. “Es muy tarde. ¿Qué
quiere?”
Era
José Gabino que se estaba muriendo en una vuelta del camino, cerca. Asomó la cabeza
desconfiada. Rezongó cosas en torno al nombre del vagabundo. “Con su narizota colorada
y su tufo de borracho”. “Las tropas andan por ahí, ¿usted sabe?”. “Después de todo
es un cristiano”. Se persignó María Chucena al asomar la puerta con su pañolón oscuro
sobre la cabeza y los hombros. “Ya voy a ir. ¿Qué le pasó?”.
Vi
salir a María Chucena y seguí el camino hacia el poblado. Me volví para gritarle:
“Si encuentra gente amiga llévesela para que la ayuden a cargarlo”. Algo contestó
que no pude oírle.
No
había barruntos de aclarar. A la entrada del pueblo, en medio de lo oscuro, estaba
encendida una pulpería y se oían voces altas. Me fui acercando con cautela. Eran
soldados con sus fusiles en la mano y sus capoteras terciadas.
Empecé
a oírlos antes de que me vieran. Hablaban del Comandante. “A ése le echaremos mano
esta noche. Lo tenemos rodeado, ¿Alguno de ustedes lo ha visto?”. Todos callaban.
“Si
alguno lo ha visto, dijo uno que parecía el cabo, es mejor que hable claro. Lo peor
que puede pasar es que quieran engañarnos”.
“A
José Gabino se lo dijimos”. Paré la oreja al oír el nombre. “Ese viejo loco”. Hablaban
confundidamente y se reían; “Quería engañarnos. Andaba diciendo que sabía dónde
estaba el Comandante. Lo agarramos. Se puso pálido. ¿Dónde está? Lo amarramos. Era
puro hueso”. “Nos quería engañar. Nos tuvo dando vueltas hasta que nos cansamos.
El sargento le dio el primer planazo. Se cimbró como burro viejo”.
José
Gabíno no me dijo mentira. Habían maltratado y herido al pobre hombre. A lo mejor
por culpa de otra de sus mentiras. Habría visto al Comandante de lejos. O no lo
habría visto. O habría dicho por allí, como decía tantas cosas. “Yo sé dónde está
el Comandante. Hace un ratico estaba con él en su escondite. A ése no le van a poder
encontrar”.
–Yo
lo conocía, decía el cabo. Yo sabía que decía mucha mentira. Pero uno nunca sabe.
Él andaba por muchas partes y podía haberse tropezado con el hombre. Uno nunca sabe.
No
nombraba al Comandante.
–¿Usted
lo ha visto, cabo?
–¿Yo?
No. Nunca lo he visto pero sé cómo es y si me lo tropiezo no me va a engañar. No
se para en ningún lugar. Anda de un lado para otro. Viaja de noche, duerme de día.
Anda como los venados olfateando y con la oreja parada para huir. Por eso es difícil
agarrarlo. Pero quién quita. Va con poca gente y debe andar por aquí cerca. A lo
mejor nos está viendo desde algún escondite.
Todos
vimos hacia los árboles y el campo. Comenzaba a clarear la madrugada.
–José
Gabíno pudo haberlo encontrado.
–¿Quién
lo mandó a decir que sabía dónde estaba?
–Nos
hizo andar y andar, dando vueltas, hasta que nos dimos cuenta de que nos estaba
engañando.
–O
de que no sabía nada.
Fui
yo el que lo dijo y todos callaron.
–
Ya no lo volverá a hacer.
Salieron
los soldados.
–Nos
vamos.
Los
vimos marcharse y todos quedamos un buen rato sin hablar.
Después
les dije que había encontrado al pobre hombre moribundo. Todos empezaron a recordar
cuándo lo habían visto por última vez. Uno el día antes, por la tarde. Otro la última
semana. Otro hacía mucho tiempo. Comenzaron a contar, con risas, los engaños y las
desventuras de José Gabino.
–Hay
que ir a recoger a ese hombre. O a enterrarlo si se ha muerto.
No
hubo quien quisiera salir. Estaban sirviendo café. Como en los velorios.
No
dije más y me volví solo. Ya no había esperanza de ir más lejos para buscar ayuda.
Ya
no había para qué ir más adelante. Había empezado a regresar y el camino parecía
distinto, más largo y casi desconocido. Acaso en la oscuridad de la noche no pude
advertir todo lo que ahora podía ver como si lo contemplara por primera vez. No
parecía ahora tan estrecho como cuando lo apretaba la sombra. Me había parecido
un angosto túnel de oscuridad dentro de la oscuridad. Estaban muy cerca unos de
otros los troncos del bosque. El verde de las elevadas copas de los árboles se movía
en el viento lento y entraba en el azul. Ahora parecía un camino familiar. Era el
camino de José Gabino. José Gabino, ladrón de camino. Se estaba muriendo José Gabino
o se había muerto ya. Él sí debía conocer todas aquellas veredas, las subidas, las
bajadas, los desvíos, los nombres de las corrientes de agua. Las que tenían agua
y las que quedaban secas una parte del año. Era su camino de ir y de regresar. De
pueblo a pueblo, de pulpería a pulpería, de casa a casa. Debía conocer los nombres
de todos los recodos y de todos los rumbos. El camino que lleva a la casa de pedir
y el camino que sale de la casa de huir. Todo lo que hubiera podido decirme cuando
ya no me podía hablar tenía que ver con ese camino. Era el de sus andanzas, el de
sus hambres y el de sus embustes.
Sí
estaba vivo todavía debía estar tratando de ver y reconocer las caras de los que
habían estado llegando.
–Eres
tú, María Chucena.
Si
pudiera le hubiera contado todo lo que hizo para ayudar y servir al Comandante.
Cómo le llevó de diestro el caballo por donde no había ruta para sacarlo a lugar
seguro.
–Cuando
ganemos te vas a acomodar, José Gabino.
Ya
no volvería a merodear las gallinas de María Chucena. Ni tendría que robar gallos
de pelea. Estaba tumbado como un gallo mal herido.
–Me
mataron los hombres de la comisión, por el Comandante.
Empecé
a caminar más de prisa. Como si estuviera oyendo que me llamaran y me esperaran.
–¡Ya
voy, ya llego! Era más largo el camino de lo que me había parecido. Ya se habría
muerto José Gabino. O se lo habrían llevado. Se habría ido como uno de aquellos
pájaros sin color que levantaban el vuelo al sentirme venir.
Aceleré
el paso. Debía ir casi corriendo.
Tuve
que detenerme. Por un cruce de vereda desembocaba un grupo de hombres armados. Tres
o cuatro iban a caballo, el resto a pie. Con cobijas oscuras y fusiles terciados
a la cazadora. Con grandes sombreros que les tapaban la cara. El que iba adelante
paró su caballo frente a mí. Era pequeño, delgado y con una barba larga. Se me quedó
viendo con fijeza.
–Para
su bien, amigo, no le diga a nadie lo que ha visto.
Picó
espuelas y comenzaron a alejarse. Fue entonces cuando me di repentinamente cuenta.
Era el Comandante. Lo había tenido frente a mí y no lo había conocido. No pude decirle
nada. Tantas cosas que hubiera podido hablarle.
Ya
empezaban a perderse entre los árboles. Grité entonces.
–Mataron
a José Gabino. Los soldados.
–¿A
quién?
–A
José Gabino.
–¿A
quién?
Ya
no se veían, ni podrían alcanzarlos mis voces. Acabaron de perderse.
Empecé
a caminar lentamente y poco después ya no sabía para dónde quería ir.
(Tomado de www.literatura.us)
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