Arturo Uslar Pietri
El Juez y su secretario
habían llegado por la mañana a practicar el embargo. Iban recorriendo la vasta casa
de la hacienda, de habitación en habitación, tomando nota minuciosa de todo cuanto
contenía:
–Anote,
bachiller –dictaba el Juez–: dos mecedoras de Viena, en buen estado. Un aparador
con un cristal roto. Una mesa de mármol –se acercaba y la palpaba con delectación–.
Cuatro sillas de Viena –las iba tomando en vilo una por una–. Una tiene una pata
falseada.
El
secretario, con su áspera pluma, garrapateaba en el cuadernillo de papel florete,
que apoyaba al azar de cualquier mueble. Era un mozo mofletudo y fofo con más aspecto
de campesino que de curial. Con frecuencia se interrumpía para pasarse un pañuelo
rojo por la nuca y las sienes para secarse el sudor.
El
Juez era seco y erguido como un gallo. Un ralo bigote hirsuto le brotaba debajo
de la nariz tajante. Llevaba un traje blanco, sucio y arrugado, y le cubrían las
piernas anchas y flojas polainas de cuero negro. Llevaba una sola espuela, que le
tintineaba al caminar.
Habían
llegado temprano, se habían dado a conocer y habían comenzado de inmediato el acto
del embargo.
Al
dueño de la casa le habían dicho respetuosamente “don José”, lo que no había dejado
de halagarlo.
–Los
estaba esperando ya desde hace días, en que me habían anunciado lo del embargo.
Lo
decía sin tristeza, con cierta indiferencia, como si aquella medida, en realidad,
no le afectara. No pocas veces sonrió con una fugitiva y cínica sonrisa. Tenía unos
vagos ojos grises turbios, y la cara rojiza y congestionada, donde se veían menudas
las venas moraduzcas, como un enredado nido de lombrices.
–Todavía
me queda un poco de buen brandy. ¿No gustan ustedes?
Pasaron
al oscuro comedor, en cuya penumbra brillaban maderas, platos y copas. Sirvió en
tres menudos vasos, que vaciaron de un trago. El vaho de calor les corrió por el
cuerpo junto con el aroma del perfumado alcohol que encendió el ambiente.
Cuando
pasaban por el comedor, el Juez y el secretario pudieron atisbar por una puerta
entreabierta la alcoba de la señora. Junto a la gran cama de caoba oscura, tendida
de blancas colchas, estaba ella sentada en una poltrona de seda rosada. En un susurro
el secretario le dijo al Juez:
–¿La
vio? A misia Luisa. Allí en el cuarto.
El
Juez alcanzó a mirarla de refilón. A la vuelta procuraron quedarse detrás de don
José para verla mejor. Estaba vestida con una bata pálida y vaporosa de muselina
y encajes. La hermosa cabellera negra la tenía recogida en un moño alto. Tenía entre
las manos un rosario y parecía abstraída y distante. Un resplandor de rosa le envolvía
las finas facciones.
–Sigue
siendo una mujer muy bella –pensó el Juez, y luego añadió, dirigiéndose al señor–:
Mucho lamento tener que molestarlos con una cosa tan desagradable como ésta, don
José. Especialmente por la señora. Créame que he retardado la medida lo más que
podía, pero los acreedores, usted sabe cómo son los acreedores.
–Yo
lo sé. Si lo sabré yo, señor Juez.
Mientras
seguía el inventario, el Juez reanudaba la conversación en fragmentos:
–Esta
madrugada, cuando veníamos a caballo para la hacienda, yo se lo decía al secretario.
¿Verdad, bachiller? Es muy desagradable el tener que proceder con personas de consideración.
Aunque yo no he tenido el honor de conocer a misia Luisa, pero de todos modos.
–Le
agradezco su amabilidad.
Pero
luego volvía a insistir don José:
–¿Hay
que embargarlo todo?
El
Juez trataba de parecer magnánimo y conciliador.
–Todo
no. Se embargará la hacienda, naturalmente. Es lo más valioso. Y los muebles.
–¿Todos
los muebles?
–No
todos. La cama, por ejemplo, no se embarga.
El
secretario quiso añadir algo:
–Ni
los instrumentos de trabajo tampoco.
–¿Qué
instrumentos de trabajo? –preguntó don José, con aire de curiosidad.
–Eso
se refiere a los artesanos –dijo el Juez–. A un albañil o a un carpintero no se
le pueden quitar las cosas con las que trabaja. Pero éste no es el caso de don José.
–No,
ése no es mi caso.
Volvieron
al comedor para otro brandy. Volvieron a mirar de reojo a misia Luisa, sola en su
sillón.
–¿Cómo
dejó usted perder una hacienda tan buena, don José? –se aventuró a decir el Juez.
–Usted
sabe. Las malas cosechas, las pocas lluvias. Hace años que la producción ha venido
para abajo, y los gastos, en cambio, van para arriba.
Sonrieron
con una sonrisa de forzada cortesía.
–Sin
embargo, cuando ustedes…
El
Juez se interrumpió, como asustado de lo que había dicho, pero luego enmendó:
–…cuando
usted adquirió esta finca, era de lo mejor que había por aquí.
Don
José sorbió otro trago de brandy con rapidez y salió del comedor, dejándolos solos.
–¿Cómo
que no le gustó? –apuntó el secretario.
–No
debe gustarle.
–Pero
todo el mundo sabe que se la dieron a ella para que se casara con él.
Un
criado negro y corpulento apareció por una puerta y se puso a acompañar o a vigilar
a los dos hombres.
El
Juez continuó dictando al secretario:
–Un
paisaje inglés con jinetes saltando una cerca, sin vidrio. Una Inmaculada Concepción,
con marco y vidrio…
Entretanto,
don José dio una vuelta rápida por los corredores desiertos de la casa. La brisa
agitaba los vastos ramajes sombríos de los árboles. Todo parecía haber cambiado
de aspecto. Las cosas se habían vuelto distintas y ajenas. Recorrió algunas habitaciones
solitarias. En cada mueble estaba la mancha blanca del marbete del Juez con su número.
En la antesala estaba el retrato de Luisa, risueña y joven. Cerca de la mano ensortijada,
que retenía coquetamente el abanico, estaba el marbete con el número, como si el
color se hubiera roto y asomara una sustancia blanca del fondo.
De
pronto, inesperadamente, entró en la habitación de Luisa. Ella no pareció darse
cuenta.
–Ya
no les falta mucho. Todo lo van a embargar.
Con
una voz lejana, la mujer preguntó:
–¿No
nos van a dejar nada?
Él
entonces respondió, recalcando las palabras:
–No
te van a dejar nada. Todo te lo van a quitar.
Luisa
volvió su hermosa cara fatigada hacia él.
–No
parece importarte mucho. Casi parece que te alegrara.
–Nada
de esto es mío.
–Sin
embargo, hemos vivido en esto por más de diez años.
–Pero
no es mío.
Parecía
querer herirla con las palabras. Ella se defendía.
–Pero,
por lo menos, es mío y debería importarte.
–Tampoco
es tuyo. Todo esto era como una cosa prestada que tenías tú y que usaba yo.
Ella
lo miró con asombro y desprecio:
–Antes
no te parecía así. Te pareció muy bueno casarte conmigo para disfrutar de todo lo
que me dio don Emilio.
Él
sonrió con un aire cínico:
–Tal
vez. Pero ya se acabó. Se acabaron los reales, se acabó la hacienda y se acabó don
Emilio.
–Tienes
razón. Ya no te queda nada que hacer aquí. Se acabó el interés que te podía sostener
pegado a mí.
–Tú
no puedes decir que te he engañado.
–No,
ciertamente. Ni yo tampoco te he engañado. Te casaste conmigo sabiendo quién era
y yo me casé contigo sabiendo quién eras. El pobre don Emilio creía que casada y
con dinero podría rehacer una vida y lograr que la gente olvidara el pasado, pero
no fue así, ni tú ni nadie me lo han hecho olvidar ni un momento.
José
no respondió de inmediato. Recorrió la habitación lentamente, se acercó a un aparador
y tomó con descuido una estatuita de biscuit blanca que representaba un mofletudo
Cupido con su carcaj y sus menudas alas. Le dio vueltas en la mano como para contemplarla
mejor.
–Ésta
también te la dio don Emilio.
Luisa
no respondió.
–Todo
es recuerdo de don Emilio –prosiguió él–. El viejo rico se las arregló para que
no lo olvidaran. Ni en vida ni después de muerto. Lo malo es que tuvo que morirse
un día. Ya era bastante escándalo que a su edad siguiera teniendo una querida demasiado
joven y llamativa. Pero se acabó don Emilio y ahora les toca el turno de acabarse
a las cosas que te dejó.
Bruscamente,
arrojó al suelo la estatuilla, que se hizo añicos, contra el pavimento.
La
mujer le gritó, con indignación:
–¿Qué
haces? ¿Estás loco?
Él
contestó con mucha calma:
–Qué
más te da que yo las rompa o que las embargue el Juez, de todos modos las vas a
perder. Las has perdido.
Ella
lo miró con sorpresa y odio.
–Pareces
alegrarte de lo que pasa. Es como si coronaras una obra de venganza. Todo lo he
perdido por tu culpa y no parece pesarte, sino que, por el contrario, estás contento.
Te casaste conmigo sabiendo que era la querida de don Emilio y sabiendo que el dinero
me lo había dado él para que pudiera casarme y hacerme una vida nueva. Pero en el
fondo lo odiabas a él y me odiabas a mí, y te molestaban todas estas cosas de las
que has vivido. Tenías que buscar a alguien para hacerle pagar tu desvergüenza,
y fui yo quien la pagó.
De
la habitación vecina vino el ruido de una silla que movían. Los dos callaron, temerosos
de haber sido oídos. En el momento de silencio se acercó la voz del Juez, que continuaba
dictando:
–Dos
briseras de cristal… Un espejo de Venecia redondo, con marco dorado…
El
hombre pareció reaccionar ante la voz que venía.
–No
creas que me haya importado tanto. ¿Quieres ver cómo no importa?
Mientras
ella lo miraba con asombro, él se asomó a la puerta con rápidos pasos, y con voz
descompuesta llamó al Juez y al secretario:
–Vengan
ustedes un momento. Quiero que sean testigos de algo que quiero decir.
Los
dos hombres entraron con recelo. Luisa se puso de pie e increpó al marido:
–¿Qué
te propones?
Él,
sin hacerle caso, se dirigió a los otros.
–¿No
sabían ustedes que la señora era la querida de un hombre rico, antes de casarse
conmigo?
El
Juez y el secretario se miraron con asombro y turbación. No se atrevían a mirar
a la señora ni al hombre que interrogaba.
–¿Tampoco
sabían ustedes que me casé con ella para darle una posición honorable a cambio de
su dinero? Digan la verdad. No teman nada.
El
Juez, sin hallar qué hacer, balbuceó:
–Don
José, por Dios, qué ocurrencias son éstas.
El
hombre se dirigió al secretario:
–Usted
también lo había oído, ¿verdad, bachiller?
El
secretario enrojeció como si fuera a estallar, clavó los ojos en el suelo y emitió
unos sonidos inarticulados.
Con
un violento arranque, la mujer salió de la habitación. Se oyeron sus firmes pasos
alejarse por uno de los corredores. Los tres hombres permanecieron callados, sin
hallar qué decir.
Al
rato el criado negro entró y se dirigió al Juez:
–Le
manda a decir la señora que si le está permitido tomar una de las bestias para bajar
al pueblo.
El
Juez respondió, con voz meliflua:
–Naturalmente.
Dígale usted que sí. Y sus trajes y sus pertenencias personales. No faltaba más.
Pero
de inmediato advirtió que más que él era el marido el que debía resolver.
–Salvo
su mejor parecer, don José –añadió, azorado.
El
marido rezongó:
–Que
se vaya.
Mientras
el criado se alejaba a llevar la respuesta, el Juez, por hacer algo, se puso a dictar
el inventario al secretario:
–Un
sofá de raso rosado…
Pero
el secretario estaba como alelado. Aquella cámara recatada y sombreada, aquellas
sedas, aquel lecho de blancas colchas, aquella presencia de mujer que acababa de
partir lo habían puesto a soñar. Se podía llegar a vivir en una casa así, con una
mujer así y disfrutar de todas las voluptuosidades, sin necesidad de tener dinero.
Allí estaba ante él don José con su nariz roja, que había llegado a realizar ese
sueño dichoso. Si él hubiera llegado unos años antes habría podido ser el hombre
de esa ocasión. Dinero, caballos, criados, plantaciones y esa otra cosa perturbadora
que era recibir como mujer propia la querida de un rico de la ciudad, llena de refinamientos…
–Un
sofá de raso dorado… ¿Usted como que no me oye? ¿Qué le pasa? –reclamó el Juez con
aspereza.
El
secretario pareció despertar. Corrió a apoyar el cuaderno de florete sobre una mesa
y comenzó a rasguear con la pluma.
–Un
cenicero de porcelana… –dictó el Juez.
–No
puede ser –pensó don José–. Luisa no permitía que nadie fumara en su alcoba. Era
una de sus manías –miró sobre el aparador la redomita blanca adornada con flores
azules, que el Juez acababa de señalar.
–No,
no es un cenicero. Es otra cosa. Mi mujer aborrecía que se fumara en esta habitación.
–¿Qué
más da? –dijo el Juez.
El
hombre comprendió que había dicho una tontería al insistir en aquel detalle insignificante.
Cenicero o no cenicero, nada tenían ellos que ver con las manías de Luisa.
–Vamos
a tomarnos otro trago –dijo don José al Juez, con el deseo de salir del pesado ambiente.
Pasaron
de nuevo al comedor. El secretario los iba a seguir, pero el Juez lo detuvo.
–Usted
quédese aquí. Siga el inventario, que ya yo vuelvo.
El
secretario no respondió nada, pero se fue acercando a la puerta para tratar de oír
lo que los dos hombres podían hablar.
Después
de vaciar rápidamente sus copas, cayeron en un silencio que no era fácil de romper.
El Juez quería saber más, pero no se atrevía a preguntar, pero el otro hombre tenía
necesidad de decir lo que tenía por dentro.
Sin
mirarlo a la cara, don José hablaba como si lo hiciera para sí solo.
Era
una entrecortada y confusa relación en la que alternaban frases proverbiales corrientes,
como “nadie sabe lo que los demás llevan por dentro”, “nunca se termina de aprender
a vivir”, “las mejores intenciones se pueden volver crímenes” con relatos de distintos
incidentes de su vida.
–Yo
no soy un hombre para casarme con una mujer por su dinero. Usted me ha venido a
conocer ahora, pero yo he vivido bien siempre y he sabido producir plata.
El
Juez había oído decir que don José había sido un tahúr profesional y que había estado
envuelto en negocios poco limpios. En el pueblo no lo conocían sino desde la época
en que había llegado a tomar posesión de la hacienda con su mujer.
Era
evidente que hacía rodeos para llegar al tema de su mujer. El secretario, desde
la puerta, aguzaba el oído para no perder palabra. El Juez conocía la historia que
todos tenían por cierta. Luisa, muy joven, había sido la querida de don Emilio,
uno de los hombres más ricos de la ciudad. Hasta el pueblo llegaba el rumor de su
nombre asociado a las más extravagantes formas de la riqueza y el lujo. Cuando don
Emilio, ya viejo y temeroso de sus herederos, quiso arreglar sus cosas antes de
morir, le dio a Luisa suficiente dinero para que se casara con un hombre trabajador
y pudiera vivir sin problemas.
–La
gente dice que yo me casé con Luisa para disfrutar de la plata que le dio el viejo
don Emilio. Ésa es la mentira más grande.
Según
su relato, confuso y reiterado en que volvía más de una vez sobre los mismos puntos,
Luisa y él se habían amado antes de que apareciera don Emilio. En una larga ausencia
suya, en sus viajes o en sus aventuras, Luisa se puso a vivir con el viejo rico.
A su regreso reanudaron sus amores.
–El
viejo descubrió que ella lo iba a abandonar para irse conmigo, y fue entonces cuando
resolvió dejarla irse en paz y regalarle todo lo que le dio.
Se
habían casado. Habían comprado la hacienda. Se habían ido para aquel retirado lugar.
Cuando
iban por este asunto sintieron los chasquidos de los pasos de la mula que iba frente
a los corredores. Por la puerta vieron pasar la figura de la señora, a caballo,
cubierta de un ancho sombrero de paja. Le seguían dos peones.
Don
José se interrumpió. Se le vio como la intención de salir a detenerla, pero luego,
como vencido, se sentó sobre una silla.
–Lo
mejor es lo que sucede –dijo con rabia.
Después
llamó a voces al criado.
–Salga
ahora mismo, siga a la señora hasta el pueblo y regrese inmediatamente a decirme
dónde se quedó.
El
secretario resolvió entrar en ese momento, y para dar algún pretexto dijo tontamente:
–La
señora se fue.
Nadie
le contestó y él se sumó al silencio del grupo.
–Eso
tenía que suceder y ya pasó. Desde que llegamos aquí supe que no iba a poder ser
feliz con Luisa. En todo estaba don Emilio, en todo estaba lo que él le había dado,
acusándome de disfrutar como un sinvergüenza.
Don
José contaba con muchos detalles, que los otros seguían ávidamente, cómo había sido
aquel infierno de símbolos, de acuerdos, de situaciones equívocas. El solo problema
de decir nuestro o mío se volvía a veces un juego de ironías. Si decía “tu casa”
era como recordarle que en aquello él no tenía parte, y si decía “nuestra casa”
era como aceptar que lo había comprado a él también el dinero de don Emilio. Llegaron
casi a eliminar los posesivos en la conversación. Se hablaba de “la hacienda”, de
“la casa”, de “los animales”, sin decir ni “mío” ni “tuyo”, ni menos “nuestro”.
El
secretario se deleitaba imaginando lo que con aquella hacienda, aquel dinero y aquella
mujer hubiera podido él hacer para vivir en un verdadero paraíso. Era disponer de
todo lo deseable de la manera más abundante y deliciosa. Miraba con unos ojos lúbricos
y sedientos el ancho lecho, la poltrona de seda rosa y las tenues cortinas que la
brisa agitaba en las ventanas, imaginando escenas y situaciones en las que él desempeñaba
el papel del hombre feliz.
El
Juez, por su parte, pensaba que todo aquello que don José estaba contando era contradictorio
y falso. No había que ponerse a dar tantas vueltas para explicar cosas tan sencillas.
Allí no había otra cosa sino una mujer que se había cansado de soportar a un sinvergüenza
que la había botado todo y la había dejado en la ruina. Y ahora el sinvergüenza
aquel, con su nariz roja, venía a contarle historias inverosímiles para tratar de
ocultar una verdad que saltaba evidente a la vista de todos.
“Estos
hombres así tienen que terminar así”, pensaba el Juez. “Todas estas sucias componendas
no pueden durar. Casarse con la querida de otro para disfrutar de su dinero no es
lo que se llama un matrimonio”. El Juez sabía lo que era un matrimonio. El suyo,
evidentemente. Una cosa sostenida por él, una mujer obediente y fiel, atenida solamente
a él, y unos hijos que sabía de quién venía el dinero y a quién le correspondía
la autoridad en la casa. Eso era un matrimonio. Una sucesión de días iguales, de
quietas siestas, de quehaceres idénticos, de negativas administradas sabiamente
y sin apelación. Ésos eran los matrimonios verdaderos y los que podían durar. Pero
aquello de don José y doña Luisa. Dos sinvergüenzas que se asocian para hacer una
nueva sinvergüenzura.
La
modesta gente del pueblo los había visto con cierta envidia disfrazada de escándalo.
Comentaban y cuchicheaban sobre todo lo que ocurría en la hacienda. Sabían quiénes
iban y quiénes no iban. Iban generalmente hombres solos, porque las señoras se negaban
a hacerlo. “¿Quién va a tratar a una mujer así?”, recordaba el Juez que decía su
esposa. “¿Qué señora va a tener la indignidad de pisarle la casa a una mujer de
esa clase?”
Pero
don José invitaba con frecuencia a los hombres distinguidos del pueblo y a algunos
ricos hacendados vecinos. Mataban una ternera, jugaban a los dados, tomaban en abundancia
y se iban al anochecer habiendo visto muy poco a la señora de la casa. Cuando volvían
a sus familias trataban de hacerse los discretos o los olvidadizos para excitar
más la curiosidad. Todas querían saber cómo estaba vestida, de qué les habló, por
quién les preguntó, cómo se condujo. Ellos se daban aire de venir de un tentador
jardín de pecados.
Al
Juez nunca lo habían invitado a esas fiestas. Lo recordaba con resentimiento. Otros
que sí iban le contaban detalles exagerados de todo lo que habían gozado. Don José
continuaba en sus explicaciones:
¿Cómo
iba yo a poder ocuparme de la hacienda de don Emilio? Eso no lo podía entender Luisa.
Yo tenía que dejar que las cosas marcharan por su propio peso, sin meterme en nada.
Yo tenía que vivir un poco como aparte de lo de don Emilio, sin meterme a manejar
sus intereses. Pero eso no lo entendía Luisa. Decía que yo, por odio a don Emilio,
lo que quería era verla arruinada a ella. Y no era verdad. Yo no tenía por qué odiar
a don Emilio. ¿Por qué lo iba a odiar? ¿Dígame usted, por qué lo iba a odiar yo?
Pero no era yo quien debía encargarme de esos intereses. Pero eso no lo entendía
ella, y vivía a todo trance sacándome la historia de que yo quería que todo lo de
don Emilio se acabara. A cada instante salía a relucir don Emilio y sus intereses.
Un hombre no puede aguantar eso.
El
Juez dijo sentenciosamente:
–Un
hombre tiene que mandar en su casa.
Luego
creyó oportuno recalcar que nunca había sido invitado a las fiestas.
–Yo
no conocía esta casa, don José, es verdaderamente magnífica.
–Ya
le iba a decir que está a su orden –replicó el otro–. Mire usted las tonterías que
uno dice por la costumbre. Si ya no se la puedo ofrecer a nadie porque no es mía.
Y la verdad es que tampoco nunca fue mía. Pero no hay duda de que es una casa muy
buena. Tiene todas las comodidades que se pueden desear.
–Vivir
así es lo que se llama vivir –dijo el secretario.
–Vamos
a seguir con el inventario, porque si no, no terminaremos nunca –cortó el Juez.
–Sigan
ustedes –dijo don José que desde su silla se había servido otra copa de brandy.
–Siga
tomando nota, bachiller. Un juego de frascos de cristal con tapa de carey…
–…con
tapa de carey –repetía al final de su copia el secretario.
–Una
peinadora de caoba con cubierta de mármol veteado.
–…veteado…
–Un
armario de caoba con tres lunas de espejo de cuerpo entero.
–…de
cuerpo entero…
El
secretario imaginaba que doña Luisa se peinaría ante la peinadora de mármol y se
vestiría frente a los tres grandes espejos. Su imagen se multiplicaría sobre los
fondos de las distintas paredes cubiertas de papel de tapicería, donde a intervalos
regulares aparecían tres chinos pasando un puente corvo en colores azules claros.
A
cada cosa que enumeraban, los recuerdos de don José iban viniendo atropelladamente.
Aquéllos eran los muebles que Luisa trajo de su casa de la ciudad. Eran finos muebles
franceses tallados con guirnaldas y entrelazados rococó que don Emilio le había
encargado especialmente a una famosa tienda de París. En aquellos espejos se había
visto la imagen del viejo rico en la voluptuosa intimidad de la casa de su querida.
Don
José empinó de un trago la copa que se acababa de servir, se levantó y antes de
salir de la habitación dijo, sin dirigirse a nadie y como concluyendo una frase
no dicha:
–Pero
ahora esto se acabó de verdad.
Empezó
a recorrer lentamente. y sin rumbo los corredores, las habitaciones y el patio de
la casa. Todo estaba vacío y como detenido. Pensaba que lo último que quedaba del
ser de don Emilio desaparecería finalmente cuando se llevaran aquellos muebles y
cuando otras presencias vinieran a sustituir en la casa su propia presencia y la
de Luisa. Habían sido tres los que habían vivido en la casa, estorbándose y chocando.
Él, Luisa y don Emilio. Dos presencias de carne y hueso y una presencia de recuerdos.
Había largos momentos en los que podía estar sin ver a Luisa, porque ella había
salido o porque se había recogido en su alcoba o porque él se había quedado solo,
soñoliento, tendido en la hamaca del corredor de atrás, oyendo distraídamente el
canto de un Cristo fuera en lo más alto de un árbol. Pero, en cambio, no podía estar
en la casa ni un solo momento sin sentir a don Emilio. Don Emilio estaba en los
muebles. Todos estaban asociados a su recuerdo. Las poltronas guardaban la huella
de sus flacas posaderas. En el borde de una mesa había una quemadura de su cigarrillo.
Una de las sillas del comedor era indudablemente la suya y en ella estaba presente
su sombra cada vez que se sentaba a la mesa. Había los grabados ingleses de las
paredes, que Luisa nunca hubiera comprado y que debían de ser muy del gusto del
viejo, aficionado a caballos y deportes elegantes. Había una manera de servir o
de disponer la mesa que era ciertamente suya.
–Cuando
se le pida agua –decía Luisa a la criada– tráigala en una pequeña bandeja de plata
con una servilleta de hilo.
No
era de ella eso. Él lo sabía. Era de don Emilio. Hasta en su manera de hablar aparecía
de pronto don Emilio. Empleaba a veces algunos adjetivos que no podían ser de ella
y que debían de haberle quedado evidentemente del trato con don Emilio.
Todas
las cosas que le parecían dignas de interés eran “excitantes”. Era excitante el
color de un árbol florecido, la luz de un atardecer, la noticia de algún suceso
o el nacimiento de un animal en el establo. Las cosas desagradables o desprovistas
de gracia eran simplemente “deprimentes”. Cada vez que ella decía que la conversación
de una persona, la vista de un paisaje o el color de una tela eran deprimentes,
él sentía que era don Emilio quien hablaba por aquella boca.
Había
momentos en que la presencia del viejo amante casi se materializaba entre los muebles,
las palabras y los usos que había dejado. Una cólera sorda se iba formando en él
lentamente hasta estallar en bruscas rebeliones que lo hacían proferir improperios
y salir disparado hacia fuera como si buscara aire porque se asfixiaba. Tardaba
en reponerse de aquellos arrebatos y pasaba un día entero sin dirigirle la palabra
a ella.
A
veces Luisa trató de llegar a una explicación final y definitiva.
–¿Qué
es lo que pasa, que no podemos vivir en paz?
Él
parecía no saber o no querer saber.
–Nada.
Que a veces tu modo de ser me exaspera.
Muchas
veces pensó en vender la hacienda y todas las pertenencias para irse con ella a
vivir en otro sitio, pero ella estaba apegada a la casa y a la tierra y sentía como
un temor instintivo de deshacerse de aquellas cosas conocidas y seguras para aventurarse
en algo nuevo.
Cuando
ella se negaba a aceptar aquellos planes de vida nueva y distinta que él le ofrecía,
José trataba de buscar una explicación falsa:
–Tú
tienes miedo de que yo no sepa qué hacer con el dinero y lo pierda en malos negocios.
Por eso prefieres quedarte en este hueco.
Ella
trataba de replicar.
–No
es verdad. Lo que pasa es que no me gusta cambiar. Me apego mucho a las cosas. Si
tuviera desconfianza de ti, no estarías administrando todo lo mío como lo haces.
Pero
aquel “mío” restallaba como un latigazo, sin que ninguno de los dos pudiera evitarlo.
Ahora había llegado aquella hora en que la casa se había desintegrado y en que ella
había partido.
Cada
cosa que el Juez nombraba y que el secretario anotaba con su carrasposa pluma era
como una cosa que desaparecía del cuadro que había condicionado aquellas vidas.
–…una
araña de cristal…
–…dos
candelabros de plata…
Era
para José como si en un juego infantil se fuera deshaciendo en pedazos la imagen
de don Emilio, que estaba integrada a aquellas cosas y a aquellas presencias. Se
irían por distintos rumbos los armarios, los cuadros, los sillones, las cortinas,
se había ido ella, se iría él, a la casa entrarían otras gentes con otros muebles
y otros nombres. Nada quedaría de don Emilio.
–…un
juego de aguamanil de loza con flores…
Pedazo
a pedazo iba desapareciendo don Emilio en sus cosas. José iba sintiendo como si
la confianza y la alegría renacieran en él. Había salido al corredor trasero. Junto
a un pilar estaba echado un viejo perro de lanas. Se llamaba Tutú y había sido un
regalo de don Emilio a Luisa. Una sonrisa cruel pasó por el rostro de José.
–Tutú…
–llamó con voz melosa.
El
viejo perro alzó la cabeza.
–Tutú
–insistió.
El
animal se levantó con lentitud y se acercó moviendo el rabo. Cuando estuvo ante
él, José le lanzó una rápida patada. El perro aulló con una expresión de dolor casi
humana y se tendió cobarde y encogido. Lentas y entrecortadas quejumbres salían
de su garganta y poblaban el vacío corredor mientras José, riendo entre dientes,
regresaba al interior de la casa con un paso vigoroso y decidido.
Era
como un gesto desesperado de liberación. El perro viejo era la personificación final
de don Emilio con sus viejas lanas, sus viejos ojos, su repugnante zalamería y su
nombre ridículo. Aquel aullido de dolor anunciaba que se había ido al infierno del
olvido don Emilio con sus cosas y sus tenaces recuerdos.
Ya
no le quedaba otra cosa que hacer y sentía que se había recobrado.
De
paso le ordenó al criado que le ensillaran la otra mula para marcharse enseguida.
–Ensille
la mula ligero y recoja todas mis cosas porque me voy ya.
El
secretario del Juez se extrañó de verle aquella cara risueña y resuelta.
–Vea
cómo viene don José –le dijo en voz baja al Juez–. Parece que estuviera muy contento
de haberlo perdido todo.
El
magistrado lo observó con curiosidad.
–Vengo
a despedirme –dijo José–. Me voy ahora mismo. Ya no hago ninguna falta aquí. Si
algo más hay que firmar pasaré mañana por el Juzgado.
–No
tiene usted para qué molestarse –dijo el Juez–. Si se necesita para algo yo le haré
avisar.
Y
al rato añadió para hacer conversación:
–Lamento
mucho haber tenido que venir en estas condiciones y haberles causado tantas molestias,
pero usted comprenderá que no es por mi gusto. Ojalá puedan ustedes rehacerse y
recuperar sus cosas. Créame que se lo deseo sinceramente.
–Gracias
por su amabilidad –replicó José–, pero no crea que me preocupo mucho por lo que
ha pasado. Era mejor así. Me he quitado mucho peso de encima con todas estas cosas
viejas que otros se van a llevar. A veces hace falta quitarse cosas de encima. Se
siente uno mejor, respira mejor. Ya yo no podía aguantar más vivir entre todos estos
cachivaches en esta casa que parece un museo. No quiero recuperar ninguna de estas
cosas. Que se las lleven. Que venga otra gente. Yo voy a vivir una vida nueva.
El
Juez y el secretario se miraron de reojo con sorpresa.
–Con
todas estas cosas es como si me quitara años y me sintiera más joven. Más joven
que cuando llegué aquí por primera vez.
–Me
contenta verlo con esa tónica –comentó el Juez–. No son muchos los hombres que tienen
energía para enfrentarse a una mala situación de un modo tan resuelto.
–Está
usted equivocado. No es mala esta situación. Es muy buena. Ha sido la mejor que
he tenido en mucho tiempo.
Vinieron
a avisarle que la bestia estaba lista para su partida.
–Adiós,
señores. Quedan en su casa. Espero tener el gusto de que nos encontremos de nuevo.
Se
caló el sombrero y, taconeando fuerte, se dirigió al corredor para montar la mula.
De un salto ágil se colocó en la silla e hizo que el animal arrancara bruscamente.
Al tiempo que el paso de la cabalgadura se sosegaba, comenzó a silbar alegremente.
Mientras
oían los pasos y el silbido alejarse, el secretario observó:
–Qué
hombre tan raro. ¿Usted se explica todo lo que ha hecho?
El
Juez trató de explicar:
–Todo
eso es pura pretensión y apariencia. ¿Quién le va a creer eso? Ha vivido pegado
a esa mujer y a su dinero, y ahora se va a contentar porque lo ha perdido. Cualquiera
se lo va a creer.
–Una
casa como ésta… Una mujer como ésa… Imagínese –murmuraba el secretario.
El
viaje hasta el pueblo le pareció más rápido que de costumbre. Casi no se daba cuenta
del camino pensando en otras cosas aparentemente inconexas y atropelladas. Se veía
en una ciudad, en una gran oficina rodeado de gentes sumisas que venían a recibir
sus órdenes. Era rico, verdaderamente rico, rico por su propio esfuerzo y capacidad.
Estaba en una casa lujosa llena de criados y de muebles. De unas vastas habitaciones
llenas de colgaduras salía su mujer a recibirlo, resplandeciente y cubierta de joyas.
Era curioso, aquella mujer no era otra que Luisa.
Ya
entraba por la calle principal del pueblo. Ya el peón que lo acompañaba con la otra
bestia de carga se había detenido a la puerta de la posada. ¿Por qué allí? Empezaba
a oscurecer y tal vez no habría tiempo de ir a otra parte.
Desmontó
pesadamente. En el corredor se topó con el posadero.
–Buenas
noches, don José. La señora se hospedó en la galería.
Sin
titubear siguió adelante y penetró en la habitación. Luisa estaba tendida en la
cama. Sus pasos resonaron fuertemente en las tablas del piso. Sin decir palabra
se sentó en un sillón junto a la cama.
Al
rato dijo:
–¿Cómo
te sientes?
–Bien.
Guardó
silencio otro rato. Después dijo secamente:
–Mejor
es no quedamos aquí mucho tiempo. Voy a preparar las cosas para que salgamos para
la ciudad mañana mismo.
Con
una voz que le pareció casi nueva, casi de otra persona, le respondió:
–Como
tú quieras.
Sacó
un cigarrillo. Recordó que a Luisa nunca le había gustado que fumara en la alcoba.
Tardó un instante en encenderlo. Lo encendió, al fin, y se quedó esperando el reproche
que iba a venir de ella. Pero no dijo nada. Lo había visto y no había dicho nada.
Absorbió entonces una enorme bocanada de humo hasta el fondo de los pulmones, lo
guardó largo tiempo y la exhaló lentamente. Sintió como un ligero desvanecimiento,
como un frío sumergirse en agua oscura, que podía parecer una pequeña muerte o una
pequeña resurrección.
(Tomado
de www.literatura.us)
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