Arturo Uslar Pietri
Era una vieja mula rucia, pelicana, de cabeza muy grande y con una oreja
un poco gacha. Caminaba a paso lento y se balanceaba de cerviz a cola, como barco.
Y tan pronto como se detenía, bajaba la cabeza y se ponía a triscar yerbajos. Más
que rucia, la piel parecía manchada. Como si hubiera sido tejida con distintos hilos
y en diferentes tiempos. Con rotos y remiendos.
Y hasta algún costurón en la pata y en el anca.
Los arreos de montar eran casi del color de su pelo.
Sucios, viejos, cuarteados, como hechos de la piel de viejas manos trabajadoras
y fatigadas. Al paso, crujía algo la silla. La grupera colgaba lacia bajo la cola.
La retranca y el pretal eran demasiado grandes y como de bestia de carga. La silla
era un viejo galápago inglés desvencijado. Debajo, como sudadero, asomaba una bayeta
amarilla, llena de olores recios y tiernos.
Sola, casi sin guía del jinete, había tomado el camino
de la loma, que era como una cicatriz de tierra roja entre el verde de la yerba
y de las arboledas de café. Sola se había detenido en el claro de lo alto. El jinete
le había abandonado la brida sobre el cuello y antes de echar pie a tierra, y mientras
ella comenzaba a mordisquear los terrosos yerbajos, se puso a observar con detención
todo el rededor.
Era seguro que no había nadie. No se oía sino el resuello
grueso de la mula y el tenue rumor de la arboleda. A veces, pero muy a veces, un
canto de pájaro o un graznido de gavilán. No había nadie. No se oía ningún ruido
de mano o de pie, ninguna voz, ninguna figura humana se alcanzaba a divisar en la
distancia. Era todo una inmensa soledad de árboles y yerbas, y algunas aves, y la
mula y él: don Lope Leporino.
Cerciorado de aquella soledad que se sentía y se palpaba,
en la que estaba metido como en agua profunda, cercado, guardado, defendido por
árboles solitarios, por hojas erizadas, por leguas de ausencia de hombre, don Lope
lanzó su grito. Era un grito gutural, entre bramido y canto. Un grito que resonó
limpio y ancho por toda la vastedad sin gente. Si hubiera habido alguien, no hubiera
podido resonar así. Resonaba redondo, completo, hasta lo lejano, sin romperse, hasta
que se apagaba lentamente al unísono. Ciertamente, podía estar seguro de que no
había nadie. Don Lope Leporino sonrió satisfecho y bajó de la mula.
Le puso la mano sobre el cuello y se le acercó con cautela.
Al sentir la mano, la mula levantó la cabeza. Don Lope le cogió con la otra mano
la oreja gacha y comenzó a hablar. A hablar con una voz sigilosa, ahogada, que a
ratos no le salía, temblorosa e incompleta.
–Esto no puede seguir. ¡No se aguanta más! ¡No se aguanta!
Hay que acabar con este hombre. Es un tirano. Un déspota. Un verdugo. Un gran ladrón.
Sintió escalofrío por lo que había dicho y volvió la
cabeza. No había pasado nada. Todo seguía igual.
–Hay que decirlo. Es un tirano. Las cárceles están llenas
de gente. A los presos los torturan. Los cuelgan. Les pasan una soga por los testículos
y los cuelgan. Esto no se debe aguantar más. Todos los días cuelgan cuatro, cinco,
diez hombres. Todos los días hay más presos.
Volvió de nuevo la cabeza. Nada había cambiado. Podía
seguir.
–Yo te lo digo. Lo odio. Hay que acabar con este tirano.
¡Muera el tirano! ¡Abajo el tirano! Yo lo digo. Yo. ¿Me oyes? ¡Muera el tirano!
¡Muera! ¡Muera! ¡Muera! ¡Abajo! ¡Muera!
Era un maullido más que una voz. Un estertor que apenas
le salía.
Estaba cubierto de sudor. Pero tenía en los ojos una
luz de contento y casi de paz.
Se secó el sudor, respiró profundamente, volvió a montar
y emprendió el camino de regreso. Iba silbando. Una marcha alegre de tropa victoriosa.
***
Don
Lope Leporino volvía a la ciudad y se sumergía como para desaparecer. No quería
ser visto ni ser sentido, ni ser recordado, pero quería ver y saber. Todos sabían
cosas y estaban deseosos de decirlas, pero había tanto peligro en informarse como
en opinar. Cuando tres personas estaban juntas en una esquina, ya se podía suponer
de lo que hablaban. Hablaban, llenos de cautela y de temor, de la tiranía. Si alguien
se acercaba, callaban, cambiaban de conversación y hasta de tono.
Decía alguno, para que oyera el pasante:
–Y ¿cómo sigue la comadre?
Pero el pasante sabía que no era de eso de lo que estaban
hablando.
De lo que habían estado hablando un momento antes y
de lo que seguirían hablando un momento después. Estaban hablando del tirano. Estaban
comentando la última prisión.
–Anoche prendieron al general Portañuelo.
Era fácil imaginar lo que había pasado. A la media noche,
cuando todo estaba tranquilo y sumido en el sueño, se habían oído unos golpes secos
en el portón de la casa del general Portañuelo. Una voz soñolienta y alarmada habría
preguntado con angustia, desde el interior: “¿Quién es?” Nadie habría respondido,
pero habrían seguido tocando con insistente insolencia. El general Portañuelo habría
venido en persona a abrir la puerta. Tres hombres bajos, rechonchos, de grandes
sombreros y bigotes caídos, lo habrían encañonado con sus revólveres. “Lo venimos
a buscar, general, para una averiguación”.
Era de eso, y no de la comadre de lo que estaban hablando,
cuando Leporino pasaba junto al grupo. Pero era mejor no oír, o parecer no oír.
Porque después, a la hora de la averiguación, iban a empezar a preguntar quiénes
estaban allí, quiénes se habían acercado, quiénes habían oído y no habían ido a
denunciar el hecho a las autoridades.
Pero otras veces era peor. Era un grupo, que, a la sombra
del árbol de una plaza, dejaba escapar, como un pájaro demasiado visible y codiciado,
aquella palabra que golpeaba en los oídos de Leporino como una campana de difuntos.
Aquella palabra que era mejor no oír nunca, no haber oído nunca, no saber lo que
significaba. Pero era eso lo que habían dicho. Habían dicho: conspiración. Leporino
apresuraba el paso. La conspiración era siempre de noche. Había que jurar. Había
que responder con la propia vida ante unos desconocidos. Había que ocultar armas.
Había que planear el asesinato de alguien. Había que tomar un cuartel. Sonarían
tiros. Todo fracasaría y entonces comenzaría la persecución. Las tropas del tirano,
la policía del tirano, los espías del tirano, los torturadores del tirano, entrarían
en acción. Buscarían y hallarían, en los más inverosímiles escondites, a todos los
que habían sabido algo, a todos los que habían oído la palabra y los llevarían a
los más sucios y oscuros calabozos de las cárceles más temibles, para sacarles confesión
por medio de tortura, para colgarlos por los testículos, para remacharles en los
tobillos grillos de cien libras, para arrojarlos, doloridos y febriles, en el suelo
húmedo y en la sombra pestilente. Por años y años y años.
En ocasiones era la cara de un conocido, de un viejo
amigo, una cara risueña, bonachona hasta un poco tonta. Una cara con una voz que
Leporino había visto y oído por muchos años, diciendo las mismas sandeces y banalidades
sobre el tiempo, sobre la cosecha de café, sobre la partida de julepe en el club,
sobre la querida de Pedro o sobre la esposa de Juan. Pero ahora aquella voz decía
de un modo un poco misterioso:
–Hola, Lope, ¿qué se opina?
¿Qué se opina de qué? ¿Qué era opinar? Opinar era decir:
“Esto está mal”; “esto no puede seguir así”; “ya esto no se aguanta”; “hay mucho
disgusto”; “todo el mundo está hablando”; “se habla de una conspiración”; “aquí
va a pasar algo”. Y era eso, precisamente, lo que podía oír un espía. Aquel mismo
hombre que le hablaba podía ser un espía o podía convertirse en un espía, o se acababa
de volver un espía, o se iba a volver un espía. Hasta sin quererlo podía convertirse
en un espía. Podía repetir más tarde en una conversación, para darle más fuerza
a su noticia: “Lope me dijo”. Y alguien podía oír. Y Lope era él: Lope Leporino,
hacendado. De qué le valdría entonces alegar:
“Yo soy Lope Leporino, ustedes me conocen, un padre
de familia, un hacendado, un hombre serio, no me interesa la política, nunca me
he metido en política, le tengo horror, ésa es la palabra, horror a la política.
Yo no opino. Nunca he opinado. Eso que dicen que dije es mentira. Yo no he podido
decir eso. Yo soy amigo de esta situación. Malditos sean todos esos conspiradores.
Viva el jefe, que mande cien años, que Dios nos lo conserve hasta el fin de los
siglos”.
Entonces se demudaba y le decía al amigo: “Yo no opino.
Tú sabes que yo no soy político. Tengo mucho que hacer. Más adelante nos veremos.
Adiós”.
Y se iba salvado, escapado, tranquilo, pero sólo por
un momento.
Era como si una jauría lo persiguiera. Todos lo hostigaban
para comprometerlo. No estarían tranquilos hasta que les dijera algo suficientemente
comprometedor como para llevarlo a la cárcel. De nada valía que dijera:
–Tú sabes que yo no opino.
–Bueno, pero algo debes de pensar.
–Trato de no pensar.
–Pero, en fin, no es posible que estés de acuerdo con
este horror.
–¿Con cuál horror?
–Con esto que está pasando.
–Estos atropellos, estas prisiones, estos robos.
Palidecía y se llevaba las manos a los labios:
–Cuidado con lo que dices. Cállate, pueden oírnos. Eso
es una gran imprudencia. Además, esto siempre ha sido así. Siempre. No hay nada
nuevo. Hay que tener mucho cuidado. Mucho cuidado. En boca cerrada no entra mosca.
Adiós.
Y volvía a salir huyendo. A veces se hacía el que no
veía a los que lo llamaban, el que no oía lo que le decían, el que no comprendía
el significado de las palabras.
El interlocutor decía:
–Se está preparando una cosa.
Él no oía.
El interlocutor insistía:
–Se está preparando una cosa, ¿comprende?
Entonces se agarraba de una respuesta estúpida:
–Me han hablado de ese negocio, es el de la harina,
¿verdad?, no me interesa.
–No, no es eso, le estoy hablando del hombre.
–Ah, del hombre.
–Está caído.
–¿Qué hombre?
Sentía que lo miraban con desprecio. No se atrevía a
decir una palabra, no se atrevía a oír. Y, sin embargo, hubiera querido decir muchas
cosas. Estaba lleno, estaba ahíto, como un cuero lleno de agua, como una odre que
no podía aguantar una sola gota más de aquel líquido denso e hirviente que le bullía
por dentro.
–Usted nunca dice nada, Leporino.
Eso era lo bueno. Que todos estuvieran de acuerdo en
que él nunca decía nada. Pero eso también era lo malo. Porque pensaban que no decía,
pero pensaba. Qué cosas pensarían ellos que él pensaba.
Qué cosas pensarían sus amigos que él pensaba. Y qué
cosas pensarían los espías que él pensaba. Pensarían que disimulaba. Pensarían que
estaba conspirando. Que tenía armas escondidas. Que estaba en contacto con los revolucionarios.
Que formaba parte de un complot para asesinar al tirano. Venía a resultar peor lo
que ellos pudieran pensar de su silencio, que todo lo que él pudiera decir.
Porque lo que él pudiera decir, no hubiera pasado de
esto, que era lo que los más decían:
–Esto está muy mal. Esto no puede seguir así. No se
aguanta más. Hay que tumbar a este hombre.
Pero por eso mismo, acaso por haber sabido un espía
que alguien había dicho menos que eso, había gente que se pudría en la cárcel desde
años y años. Incomunicados, con grillos, sin médicos, sin ropas, tendidos sobre
una tabla en el suelo.
Don Lope Leporino se iba llenando de aquellas palabras
que recibía y que no dejaba salir. Palabras infladas, palabras fermentadas, palabras
gaseosas y expansivas, que se movían y desplazaban dentro de él sofocándolo, oprimiéndolo,
repletándolo. Se le agitaban por dentro como gases locos.
Si pudiera gritar en una esquina: “Muera el tirano”.
Si pudiera siquiera confiarse a alguien y decirle con una profunda sensación de
desahogo: “Tenemos que tumbar a este hombre”. Pero no podía decirlo. Estaban las
orejas de los espías en todas partes. Estaban los esbirros, los soplones, los correveidiles,
los confidentes, los habladores, los bocafloja, los indiscretos, los averiguadores,
los espías de todas clases.
Tenía que tragarse aquello, tenía que aguantarlo adentro,
como se aguanta con angustia hasta el último momento inaguantable la náusea y el
impulso del vómito. La mano en la boca, el paso apresurado, los ojos sin ver. La
palabra más inocente podía de pronto estallar como un petardo llena de las más inesperadas
significaciones y revelaciones. Un simple saludo, un gesto rutinario podía ser interpretado
de una manera espantosa. Decir: “¿Qué hay?” a alguien, en un momento dado, podía
ser interpretado como el equivalente o la clave de una frase tan terrible como la
siguiente: “¿Cuáles son las últimas instrucciones sobre el complot que está en marcha
para asesinar al tirano?”
No era posible dejar salir una palabra, soltar una frase.
No había voz insignificante, ni gesto inocente. Estaba lleno como una bomba, inflado
como un pellejo, colmado como un costal. Las palabras no dichas, los impulsos frenados,
los gestos contenidos, las violencias aplastadas, las ganas reprimidas le zumbaban
en los oídos y lo aturdían. Debía de parecer un enfermoso un beodo, o un loco.
Lo mejor era regresar pronto a la casa. Apresuraba el
paso, ponía la mirada en el suelo y como un sonámbulo se encaminaba hacia su habitación.
Pero había una voz que lo saludaba. No hubiera querido
contestar. Lo volvían a saludar. Alzó la vista. No podía creerlo. Era lo peor. Era
el jefe de los espías. Todo el mundo decía que era el jefe de los espías.
–¿Qué hay de nuevo, don Lope?
Tenía una nariz larga, ancha y caída. Una quijada huesuda,
temblorosa y algo colgante. Unos dientes amarillos y cuadrados. Por debajo del sombrero
le salía un áspero pelo entrecano que se le prolongaba por el cuello y por la cara,
como si fueran cerdas rucias.
Estaba recostado en una esquina y lo acompañaban otros
dos hombres de mal aspecto. Estaba vestido con un traje arrugado y sucio. El revólver
le hacía un gran bulto en la cintura. El traje era de un marrón aguado y turbio.
Las orejas eran grandes y peludas.
–¿Qué hay de nuevo?
¿Qué quería decir eso? ¿Por qué le preguntaban eso a
él? Si apenas lo conocía. Lo conocía de fama. De la horrible fama. No sabía siquiera
si nombrarlo por su nombre. Tenía temor de que aquel nombre, por el que lo llamaban,
sonara a nombre puesto por los enemigos. Algunos le decían Coronel. Pero podía pensar
que era burla.
–¿De nuevo?
¿Qué era lo de nuevo? Lo de nuevo era lo que no se podía
decir. Lo que el espía sabía que él sabía. Lo que le iba a averiguar para llevárselo.
–¿De nuevo? Nada. ¿Qué va a haber de nuevo?
Había dicho demasiado. Era evidente que había dicho
que lo que podía desearse de nuevo, no podía llegar a ser porque lo impedían los
espías, porque lo destruían los esbirros, porque lo extinguía el tirano. Era eso
lo que se le había escapado.
–Adiós. Adiós.
Dijo. No “hasta la vista”. Nunca “hasta la vista”. Había
que desaparecer pronto. Casi trotando penetró en su casa.
En el corredor estaban los dos hijos. Él iba a hablar,
pero ellos discutían con voces alzadas.
–No sabes.
–Si sé.
–No sabes. Vuelve a repetirlo para que veas.
–El que no sabe eres tú. Oye… “es una república federal,
electiva…”.
–¿Qué más? Veo que no sabes.
–Este… este…
–Representativa, animal. ¿Lo oyes? Una república representativa.
Lo dijo el “profe”.
–¿Qué es eso?, gritó interrumpiéndolos.
Estaba indignado. ¿Quién era el imbécil que ponía a
sus niños en el riesgo de decir esas cosas?
–¿Qué es eso?
Los niños atemorizados apenas se atrevieron a decir:
–Es la lección de cívica. Es la Constitución, papá.
–¿Qué Constitución? ¿Quién ha visto semejante disparate?
Nada de eso: no hablar nada más de eso. Imprudentes. ¿Quién es ese profesor? Algún
bachillerato loco. O algún espía. Algún provocador. “República representativa”.
Así, inocentemente, para ver qué dicen los muchachos, qué comentan, qué repiten
de lo que oyen en su casa.
Su mujer venía del comedor.
–Debes ocuparte más de tus hijos. Les están haciendo
hacer cosas peligrosas.
–Pero, ¿qué pasa? ¿Por qué estás así?
–Porque soy el único que se da cuenta del peligro en
que estamos. Tú no te das cuenta. Tú nunca te has dado cuenta de nada.
La mujer se puso a llorar con grandes sollozos.
–Qué malo eres. Hacerme esto a mí, y hoy que te tenía
la sorpresa de una nueva cocinera.
Don Lope saltó:
–Una nueva cocinera. Una nueva persona en la casa.
Una desconocida para oír y para fisgonear y para averiguar
todo y para enterarse de todo. Qué disparate. Ya habrá oído esto; esta tarde lo
habrá reportado. A callar, a callarse todos, a no decir una palabra más.
Sentía que ya no le podía caber nada más adentro. Que
ya no tenía espacio para contener todo aquello que tenía que salirle afuera. Que
iba a estallar. Los niños lo miraban asustados. La mujer lloriqueaba.
Antes de meterse en su cuarto gritó:
–Me voy ahora mismo para la hacienda. Tengo que irme
ya. Que me preparen mis cosas.
***
Apenas
llegó a la hacienda mandó ensillar la mula y salió. Tenía más prisa que nunca y
el animal parecía ir con una lentitud extraordinaria. Se atrevió a talonearla. El
animal levantó la oreja gacha, pero no apresuró el paso.
–No sé qué pasa hoy.
Mientras avanzaba por la vereda, cuesta arriba, entre
las arboledas y los rastrojos, se volvía a cada instante, y lanzaba miradas avizoras
para cerciorarse de que nadie lo seguía ni andaba cerca.
Al fin llegó a la loma, se apeó de la mula, cogió la
oreja gacha y se puso en disposición de hablar. Tenía tanto que decir que no hallaba
cómo empezar. Se le atropellaban las noticias, los comentarios, las informaciones
confidenciales, las revelaciones secretas. Los últimos nombres revelados de espías,
el dato más reciente del complot, los tres presos de ayer, el más fresco papelito
salido de la cárcel con la mención de los torturados del mismo día. Y además la
indignación que lo ahogaba, la violencia contenida que lo oprimía, la pasión de
decir a pleno pulmón todo aquel resentimiento que le dolía por dentro.
Lo que logró decir no eran casi palabras, sino como
un ronquido, como un resoplo, como un jadeo, como un estertor.
–Abajo el tirano. Muera el tirano. Abajo el tirano.
Muera el tirano. Abajo el tirano. Muera el tirano. Abajo el tirano. Muera el tirano.
Era un ritmo de fuelle, un resonar de sierra, un eco
de campana, un golpe de pilón.
En el ojo de la mula se veía con la cabeza muy grande,
el cuerpo muy pequeño, la boca redonda y oscura como un ojo de mula.
–Abajo el tirano. Muera el tirano.
Se iba aliviando. Pero la mula tenía las orejas grandes,
y el pelo cano y rugoso le bajaba por el cuello hasta la quijada colgante y temblorosa.
Le asomaban los gruesos dientes amarillos como si fuera a hablar. Y la piel arrugada,
cana, floja y sucia, parecía el turbio paño de un viejo traje. Era como una persona.
Era como si una persona estuviera escondida dentro de la mula. Disfrazada o convertida
en mula. El pelo cano, las orejas peludas y largas, la quijada. Recordaba a alguien.
Recordaba a alguien de quien él no quería recordarse.
Saltó sobre la silla y taloneando desesperadamente al
animal emprendió el regreso. Iba casi corriendo. Oía el ronquido de la mula cansada
en el galope. Las grandes orejas bailaban inertes y las ramas de los árboles le
golpeaban en la cara, sin que él hiciera ningún gesto para protegerse.
Cuando llegó al patio de la hacienda, los cuatro hombres
estaban allí esperándolo. Con unos viejos sables corvos, colgando de una banda de
seda sucia tejida que les atravesaba el pecho. El jefe de los espías y sus tres
compañeros.
–¿Qué se les ofrece? –se le ocurrió decir apenas puso
pie a tierra.
No había duda de que se parecía a la mula. Estaba perdido.
Ya no habría quien lo salvara.
–Venimos a buscarlo para una averiguación, don Lope.
Hablaba.
–Para una averiguación, ¿a mí?
–Sí, a usted.
–Para averiguar, ¿qué?
–Yo no sé. Yo cumplo órdenes. Ya le dirán. Nos tenemos
que ir ya.
Ya sabía lo que podía esperarlo. Nada tendrían que preguntarle.
Lo llevarían directamente a la cárcel. Lo despojarían de las ropas. Lo echarían
dentro del calabozo. Todo lo sabían ya.
Bajó la cabeza y se acercó a los hombres como rendido,
como exhausto. Pero antes, con sobresalto, volvió la cabeza. La mula ya no estaba
en el patio. Los hombres tuvieron que sostenerlo como se sostiene a alguien que
va a caer.
(Tomado
de www.literatura.us)
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