Francisco Ayala
Esto no son cuentos. Ocurre que, por su carácter vehemente, o quizá por falta
de experiencia cívica, los españoles han propendido siempre a tomar la política
demasiado a pechos. La última guerra civil los dejó deshechos, orgullosísimos, y
con la incómoda sensación de haber sufrido una burla sangrienta. Apenas les consolaba
ahora, rencorosamente, el ver a sus burladores enzarzados a su vez en el mismo juego
siniestro –pues había comenzado en seguida la que se llamaría luego Segunda Guerra
Mundial…
Yo soy uno de aquellos españoles. Habiendo leído a Maquiavelo
por curiosidad profesional y aun por el puro gusto, no ignoraba que la política
tiene sus reglas; que es una especie de ajedrez, y nada se adelanta con volcar el
tablero. Pero si envidiaba –y cada día envidio más– la prudente astucia de los italianos,
que saben vivir, también me daba cuenta de que, por nuestra parte, nos complacemos
nosotros en no tener remedio, y estamos siempre abocados a abrir de nuevo el tajo
y caer al hoyo. Ningún escarmiento nos basta, ni jamás aprendemos a distinguir la
política de la moral. Recién derrotados, ¿no estábamos cifrando acaso todas nuestras
esperanzas en el triunfo de aquellas mismas potencias que, atados de pies y manos,
acababan de entregarnos a la voracidad fascista? Sí; como tantos otros exiliados,
esperaba yo desde la otra orilla del océano lo mismo que esperaban en la Península
millones de españoles: la caída de la sucursal que el eje Berlín-Roma tenía instalada
en Madrid; lo mismo que, con temerosa expectativa, aguardaban también los titulares,
partidarios y beneficiarios de ese régimen.
Unos y otros, los españoles de ambos bandos estábamos
engañados en nuestros cálculos. Podían ser éstos correctos, e irreprochables los
razonamientos en que se fundaban; pero ¿a qué confundir lógica e historia, que son
dos asignaturas tan distintas? Después de aniquilar a Mussolini y Hitler, las democracias
tendieron amorosa mano a su tierno retoño, que se tambaleaba; no fuera, ¡por Dios!,
a caerse. En vista de lo cual, amigos, lasciate ogni speranza.
Para entonces –año de 1945– vivía yo en la ciudad de
Río de Janeiro, por cuyo puerto pasaban, rumbo al sur, algunos escapados de aquel
infierno. Tuve ocasión de hablar con varios. Recuerdo, entre otros, a un joven de
acaso treinta años, o no muchos más, tan nervioso el infeliz que cuando alguien
lo interpelaba, saltaba con un repullo. Y se comprende: nueve años había vivido
con la barba sobre el hombro, de un lugar a otro, bajo nombre supuesto. Era un maestrito
de Ávila, quien, al producirse la sublevación militar en 1936, escapó de la ciudad,
y huido había estado desde entonces, prácticamente, hasta ahora. No iba a ser tan
cándido –me explicó– que estando inscripto en el Partido Socialista se quedara allí
para que lo liquidaran. Su familia había tenido amistad con el diputado don Andrés
Manso, y así le fue a su familia. (No conseguí que me contara –ni tampoco me pareció
discreto, piadoso, insistir demasiado– lo que a su familia le había pasado. En cuanto
al señor Manso, es bien sabido cómo su apellido sugirió a las nuevas autoridades
la idea de hacerlo lidiar públicamente en la plaza de toros, y que esa muerte le
dieron.) En fin, mientras nos tomábamos nuestros cafeciños en un bar de la avenida
Copacabana hasta la hora en que salía su barco, el hombre me contó lo que buenamente
quiso, con miradas de soslayo a las mesas vecinas y siempre en palabras medio envueltas,
acerca de la que él llamaba su odisea –una odisea de tierra adentro cuyos puertos
habían sido poblachones manchegos o andaluces donde trabajaba por nada, apenas por
poco más que la comida (y esto era lo prudente), y de donde se largaba tan pronto
como lo juzgaba también prudente, casi todas las veces a pie, hacia otro pueblo
cualquiera, pues en todos ellos hay estudiantes rezagados a quienes preparar para
los exámenes, u opositores al cuerpo de correos o de aduanas, encantados de aprovechar
los servicios de profesor tan menesteroso.
¿Que por qué no había intentado salir antes de España?
Pues a la espera de que concluyese la guerra mundial y, con el triunfo de las democracias…
¿Que por qué, ahora que había terminado, se iba? Ésta era la cosa.
Sonrió con una sonrisa amarga, y se bebió de un trago
el café dulzón (echaba a sus jícaras una cantidad absurda de azúcar, las saturaba:
años y años hacía que el azúcar faltaba en España). Me contó luego que la noticia
del triunfo laborista en las elecciones inglesas le había sorprendido (aunque, claro
está, no fue sorpresa, lo esperaba; la buena racha había empezado); en fin, cuando
se supo la noticia estaba él en cierto pueblo de la provincia de Córdoba, creo que
me dijo Lucena, donde se ocupaba en llevarle los libros a un estraperlista de marca
mayor, aunque no del todo mala persona, a final de cuentas. Aquella noche, en la
oscuridad del cine, se formó un tole tole colosal, con gritos, vivas, mueras y palabras
gruesas, hasta que encendieron la luz, y no pasó nada. En lugar de las medidas naturales,
se produjo al otro día un fenómeno increíble: las gentes del régimen estaban despavoridas
en el pueblo. Es claro: en Madrid, ya los grandes capitostes estarían liando el
petate; pero los jerarcas provincianos, con menos recursos, tenían que acudir a
congraciarse por todos los medios, y buscaban a los parientes de las víctimas, les
daban explicaciones no pedidas, querían convidar, se sinceraban: “Ven acá, hombre,
Fulano; anda, vamos a tomarnos una copa de coñac, que tengo que hablar contigo.
Mira, yo quiero que sepas… A ti te han contado que a tu padre fui yo quien… Sí,
sí, no digas que no. Yo sé muy bien que te han metido esa idea en la cabeza; es
más, me consta que Mengano ha sido quien te vino con el cuento. Pero, ¿sabes tú
por qué? Pues, precisamente, para sacarse él el muerto de encima. Escúchame, hombre:
es bueno que estés enterado de cómo pasó todo. Resulta que ese canallita de Mengano…
Pero tómate otra copa de coñac”. Etcétera. Y a vuelta de vueltas se producían protestas
de amistad, ofrecimientos de un empleo “digno de ti” o de participación en algún
negocio, porque, “lo que yo digo, hoy por ti y mañana por mí”; mientras que los
ahora solicitados, que no se chupaban el dedo (¿quién, hoy día, no sabe latín en
España?), callaban, asentían, se contemplaban la punta de los zapatos, saltándoles
dentro del pecho el corazón de gozo a la vista de portentos tales.
Pero, ¿qué sucedió? Sucedió que, antes de que todo se
fuera por la posta, le faltó tiempo al compañero Bevin, ahora elevado a ministro
del Exterior, para levantarse en la Cámara de los Comunes y ofrecerle a Franco la
seguridad de que el nuevo gobierno británico no daría paso alguno en contra suya.
Esto ocurrió en agosto; en septiembre empezaron los juicios de Nuremberg, y también
los camaradas soviéticos olvidaron magnánimamente que cierta División Azul los había
combatido sin declaración de guerra en el suelo mismo de la Santa Rusia.
“Entonces yo –prosiguió el maestrito socialista de Ávila–
me eché a andar hacia la frontera portuguesa, pude cruzarla, y aquí estoy ahora
rumbo a Buenos Aires, donde tengo parientes”.
No he vuelto a saber nada de él; espero que le haya
ido bien, y que tenga a estas horas los nervios más tranquilos.
Esto, como antes decía, no son cuentos. Es que los españoles
jamás terminamos de aprender las reglas del juego; somos incapaces de entender la
política: la tomamos demasiado a pechos, nos obcecamos, nos empecinamos, y…
Si cuestión fuera de escribir un cuento, bien podría
ello hacerse a base de lo que me relató otro fugitivo que, pocos meses después,
llegó a mi puerta con carta de presentación de uno de mis antiguos amigos. Se trataría
de un “caso de honra”, y el cuento podría llevar un título clásico: La vida por
la opinión. Pero ¿cómo escribirlo, digo, cómo adobar en una ficción hechos cuya
simple crudeza resulta mucho más significativa que cualquier aderezo literario?
Me limitaré a referir lo que él me dijo.
Mi nuevo visitante era un sevillano gordete, peludo
y de ojos azules, tostado todavía del sol y del aire marino. Llegó a casa, y se
instaló en una butaca de la que no había de rebullir ni moverse en cinco horas.
Más que nada, quería orientarse, que orientara yo sus pasos primeros por el Nuevo
Mundo. Le ofrecí un cigarrillo, y lo rechazó con una sonrisa. “Antes fumaba”, me
explicó; y yo comprendí que ese antes era antes de la guerra, “pero dejé de fumar,
porque hubiera sido un peligro constante. La colilla olvidada en un cenicero, el
mero olor del humo, hubiera bastado a delatar la presencia de un hombre en mi casa”.
Entonces me contó su historia.
Pero al reproducirla debo adelantarme a advertir que
es una historia bastante inverosímil. A la invención literaria se le exige verosimilitud;
a la vida real no puede pedírsele tanto.
El gordete era también profesor (¡dichosa actividad
docente!); pero éste, no de primeras letras como el maestro de Ávila, sino de enseñanza
secundaria; era de los que por entonces se llamaron cursillistas, profesores formados
a toda prisa para cubrir las plazas de los institutos que la República había creado,
y estaba destinado en uno de Cádiz, o cerca de Cádiz, cuando empezó la danza llamada
Glorioso Movimiento tuvo que esconderse, claro está: durante la pasada campaña electoral
había trabajado con entusiasmo por uno de los partidos republicanos…
Catedrático reciente de un reciente instituto, nuestro
hombre estaba también recién casado: se había casado hacia pocas semanas, al principio
de las vacaciones estivales, y el susodicho movimiento o danza de la muerte sorprendió
a los tórtolos anidados en casa de la madre del novio, viuda, que vivía en Sevilla.
Allí se encontraban en aquella fecha memorable.
Se recordará que en Sevilla la lucha fue larga y la
confusión grande. Ante la perspectiva del previsible desenlace, el joven profesor
imaginó y puso en práctica un ingenioso expediente que le permitiera salvar el pellejo;
y fue, conseguir de un albañil vecino suyo que, con el mayor secreto, le ayudara
a preparar un escondite, especie de pozo excavado en el rincón oscuro de la sala
interior donde el nuevo matrimonio tenía instalada su alcoba; un agujero del ancho
de cuatro losetas, y lo bastante hondo para que él se metiera de pie; tras de lo
cual, ajustando en su sitio aquellas cuatro losetas pegadas sobre una tabla a modo
de tapadera, no había medio de que se notara nada debajo de la cama.
Lo acordado era que nadie sino la madre y la esposa,
ellas y nadie más, conocerían su presencia en la casa y su escondite. El albañil
amigo, un buen hombre que nunca hubiera hablado, porque en ello le iba la vida,
tampoco podía hablar ya, pues de todas maneras los fascistas lo liquidaron no bien
se hubieron apoderado del barrio; de modo que era secreto garantizado: la madre
y la esposa; el resto de la familia, hermanos, tíos, primos y demás parientes, cuando
se interesaban por su paradero obtenían de ambas mujeres la mismísima respuesta
que los vecinos curiosos y que las patrullas falangistas: Felipe (Felipe se llamaba)
desapareció el día tal sin dejar dicho adónde iba, y desde entonces no habían vuelto
a tener noticias suyas; lo más probable era que en aquellos momentos estuviese el
infeliz bajo tierra. Esto, entre lágrimas y suspiros que el interesado escuchaba,
embutido allí como un apuntador de teatro.
Su vida se redujo, pues, con esto a la de un ratón que
a la menor alarma corre a refugiarse en su agujero; o mejor, a la de un topo. En
el agujero mismo, sólo se metía cuando alguien llegaba a la casa, ya fueran falangistas
husmeantes, y a veces otros imprecisos investigadores, que él oía trajinar, rebuscar
e interrogar, y amenazar y hasta maltratar a su madre y a su mujer, saltándosele
el corazón de temor y de ira; no sólo –digo– se enterraba vivo cada vez que venían
en su busca quienes quisieran matarlo (y no tardaron poco en convencerse y desistir),
sino también cuando acudían a preguntar por él quienes lo querían bien: sus hermanos
mayores, casados, su suegro, algún temeroso amigo. Y las dos mujeres, que habían
sabido mantenerse irreductibles en su negativa, incluso las veces que las llevaron
a declarar en el cuartelillo dejándolo a él más muerto que vivo, irreductibles fueron
también frente a los que se angustiaban por su suerte. Oculto a pocos metros de
ellos, escuchaba esas conversaciones morosas en que se hablaba de lo que estaba
ocurriendo y con indignada lástima se comentaba el destino de algún conocido que
había caído en sus manos, volviendo siempre al tema de nuestro pobre Felipe, y qué
habría sido de él, mientras el pobre Felipe, a dos pasos, se distraía con su charla
o, aburrido pronto de los largos silencios, se impacientaba, deseoso de que por
fin dieran término a la visita y se marcharan para poder salir de su escondrijo.
Pero si en éste se refugiaba tan sólo cuando llegaba
gente a la casa, vivía por lo demás encerrado en ella como un topo, sin salir nunca
de la habitación oscura. Habían decidido, por astuta precaución, tener abiertas
de par en par las puertas de la calle durante todo el santo día –era la mejor manera
de disipar sospechas–, y él se lo pasaba en la alcoba del fondo. Ahí hacía su vida,
si vida podía llamarse a semejante confinamiento en el que, para estar ocupado en
algo y no volverse loco, se entretenía en tejer toquillas de lana, que su madre
vendía luego, o se aplicaba a tareas increíbles, tales como la de redactar, con
una letrita minúscula de cegato, un galimatías exclusivamente compuesto por nombres
y adjetivos inusuales, expurgados con paciencia benedictina del diccionario cuyos
volúmenes adornaban el estantito junto al rincón. A base de vocablos como “dipneo”,
“gurdo” y “balita”, que rebuscaba durante horas y cuyas más raras acepciones retenía
en la memoria, iba escribiendo en un cuaderno –que, llegado el caso, sepultaba consigo
en el agujero– un absurdo relato ininteligible, a pesar de hallarse formado por
palabras todas ellas legítimas de la lengua castellana.
Me tendió el cuaderno, que traía dentro de una cartera;
me hizo leer dos o tres párrafos, y aguardó el efecto con sonrisa satisfecha. Yo
estaba de veras fascinado: aquello era un arcano; era poesía pura. “¿Cree usted
que se podrá hacer algo con este trabajo?”, me preguntó. No supe qué contestarle.
Agregó: “Me da pena la idea de destruirlo. Son casi nueve años de esfuerzo”.
Casi nueve años, pronto se dice. ¡Qué no será capaz
de soportar el ser humano! Nueve años, casi. Primero, con la esperanza de que el
gobierno republicano ganara la guerra; después, con la esperanza de que las democracias
triunfaran del eje Berlín-Roma. Como un topo, nueve años. Y no es que careciera
el hombre de compensaciones durante ese tiempo. Aunque los recursos económicos de
la casa escaseaban, de un modo u otro procuraban las mujeres prepararle platos sabrosos
(y él protestaba, divertido: “Van ustedes a hacer que me ponga gordísimo, y un día
no cabré en el agujero. Ha de pasarme como al ratón de la fábula, sino que al revés:
él se quedó preso dentro, y yo no voy a poder meterme cuando haga falta”. Ellas
se reían, y contestaban a su broma con otras por el estilo). Sin trabajar, tenía
Felipe las dos cosas por las cuales, según el libro del Arcipreste, trabaja el hombre:
mantenencia, y fembra placentera, pues a la noche disfrutaba el amor conyugal, sazonado
por cierto con las especias picantes del furtivo, ya que más de una vez, empujado
por alarmas que no siempre resultaron falsas, tuvo que saltar de la cama y esconderse
a toda prisa bajo ella, para meterse entero, de cabeza, en el seno de la tierra.
Nueve años, uno tras otro, siempre a la espera de poder
asomar sin peligro a la luz del día. Hasta que, por fin, empezó a parecer que se
divisaba la salida del largo túnel: desembarco aliado en África, ídem en las playas
de Normandía… El momento se acercaba; la hora iba a sonar; ya era cosa hecha: la
democracia había destruido al totalitarismo; y, para colmo, los laboristas ingleses,
en cuya propaganda electoral se había usado con mucho efecto el tema de España,
ganaban el gobierno.
Por Sevilla corrió esta noticia como reguero de pólvora.
Llorando de gozo la pobre vieja, la madre de Felipe le preparó aquel día a su hijo
un frito riquísimo de criadillas y sesos con pimientos morrones, y trajo una botella
de sidra; brindaron los tres alegremente. Y a la noche el matrimonio se abandonó
a las naturales efusiones sin precaución, ni postcaución, de clase alguna, puesto
que la libertad, y la felicidad, estaban a la vista.
Eso pensaban ellos. Pero ya es sabido lo que ocurrió.
Expectativas que tan seguras parecían, se desinflaron en seguida. Y Felipe volvió,
rabiosamente, a su diccionario, en busca de palabras raras con que seguir hinchando
el volumen de su absurdo manuscrito; encarnizado y oscuro, procuraba no pensar en
nada, ahora.
¡No pensar en nada! ¡Como si se pudiera acaso no pensar
en nada! El cuaderno crecía y crecía, y seguía creciendo. Pero he aquí que también
el vientre de la descuidada esposa empezó muy pronto a dar señales ostensibles de
que el fugaz momento de la esperanza no había sido infecundo.
Y esto, que –de no haberse malogrado aquella esperanza–
hubiera completado el cuadro de su ventura, en las circunstancias actuales debía
traerle a nuestro pobre topo serias tribulaciones. Felipe era hombre de honor. Si
todo el mundo, si Sevilla entera lo daba por ausente, ¿con qué cara?…, ¿a dónde
iría a parar ese honor cuando se hiciera notorio y no pudiera ocultarse más el embarazo
de su esposa? Con toda claridad –pues ya hemos podido darnos cuenta de que era persona
tan lúcida como, a pesar de todo, razonablemente previsora– se le planteó este problema
no bien el calendario, vigilado con ansiedad por todos tres en la casa, autorizó
los primeros barruntos, confirmando los temores de marido, mujer y suegra. De ahí
en adelante sería una carrera desesperada con el mismo calendario. No era posible,
a pesar de todos los desengaños, que los aliados triunfantes sostuvieran en España
al engendro de Mussolini y Hitler. Los juicios de Nuremberg habían comenzado, y
el comandante de la División Azul era, en Madrid, capitán general de la región.
¿Cómo no iban los rusos, caramba…?
Pero, supongamos que no –se decía Felipe–. Pongámonos
en lo peor, ya que esa gente no da señales de tener prisa ninguna. Digamos que,
entre unas cosas y otras, siguen pasando semanas y meses, llega el momento en que
ya no pueda disimularse más la preñez de mi mujer. ¿Quién va a adivinar entonces
que el gallo tapado es nada menos ni nada más que su legítimo esposo? Felipe está
huido, Felipe falta de Sevilla hace dos años; y ahora su señora nos sale con una
barriga… No, eso no, eso nunca. ¡Nunca! ¡Mejor la muerte! Aunque me dejen como al
gallo de Morón, yo tengo que cantar en lo alto del palo y hacer que me vean antes
de que nadie pueda figurarse cosas. ¡Bueno fuera!… Por otro lado –pensaba Felipe–,
si el tiempo corre y la situación no cambia, ¿hasta cuándo voy a seguir yo agazapado
aquí como un conejo, asustado como un ratón, metido en este agujero como un topo?
¿Es que no voy a asomar ya nunca a la luz del día? ¡De ningún modo! Correría su
suerte; y si querían matarlo, que lo mataran.
Decidido, pues, a salir del escondite, nuestro hombre,
que no carecía de recursos, urdió para ello una trama de negociaciones, con cierto
tufillo a contubernio, que había de darle resultado positivo. Descubriéndose a un
cierto pariente suyo que tenía vinculaciones oficiales, le encargó de sondear a
las autoridades. El momento era muy favorable: aún no se habían repuesto éstas del
susto pasado; todavía no las tenían todas consigo, y el régimen hacía títeres e
insinuaba divertidas morisquetas para congraciarse a los vencedores de la guerra
mundial. Cómo se arregló, no lo sé a punto fijo. Mi visitante no se mostraba explícito
acerca de los detalles, eludía mis preguntas. Pero el caso es que nuestro gordote,
a quien un puntilloso sentimiento del honor había desalojado de su agujero, venía
provisto de pasaporte en regla y traía consigo, para venderlos en América, unos
cuantos objetos preciosos, imágenes de talla, cofrecillos antiguos y no sé qué más
me dijo. De objetos tales está lleno el mundo. El tesoro artístico de España ha
debido de sufrir, en siglo y medio, considerables mermas. Si en el muro de una iglesia
un lienzo moderno, o primoroso cromo, sustituye a algún viejo retablo, o si falta
un crucifijo de marfil, que era bastante feo después de todo, el saqueo se atribuirá
a las tropas de Napoleón o, ahora, al vandalismo de los rojos. No quise ver lo que
se había confiado a la gestión de mi visitante, ni tampoco supe orientarlo en lo
que le interesaba. Tenía urgencia por deshacerse de aquellas cosas; sólo cuando
las hubiera vendido podría sacar de Sevilla a su familia: madre, esposa y, ya, una
hermosa niña de pocos meses.
“¡Ah! ¿Fue una niña?”, dije yo. “Una niña hermosísima,
Conchita. Nombre bien español, ¿eh?: Concepción. Y bien sevillano: Murillo no se
cansaba de pintar Inmaculadas. Sólo que yo –agregó– bajo esa inicial coloco siempre
mentalmente alguna otra palabra: si no Imprudente, o Inoportuna, por lo menos la
Incauta Concepción…”
Desde luego, él se había exhibido ampliamente por las
calles de Sevilla durante más de un mes antes de emprender su viaje; todo el mundo
pudo verlo, y nadie abrigaría duda alguna sobre el embarazo de su mujer; las habladurías
estaban eliminadas. “Los primeros días no podía yo ponerme al sol, me dolían los
ojos, estaba deslumbrado, no veía, tuve que usar gafas verdes; y también mi cara
estaba verde como las acelgas, de tantísimos años en la oscuridad”.
Ahora, tras de cruzar el océano, lucía un saludable
color tostado. Con su mano peluda acariciaba todavía, al despedirse de mí, su absurdo
manuscrito. Estaba encariñado con él. “Nueve años de mi vida, fíjese; lo mejor de
la juventud. ¿Valía para esto la pena…?”
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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