Milia Gayoso Manzur
Afuera la lluvia caía sin parar. Ella trataba de
mirar a través del vidrio empañado de la ventanilla del ómnibus; miraba hacia
la izquierda, seria y pensativa. La niña tenía los cabellos lacios, cortos y
desparejos; cortados a la tijera a la buena de Dios por manos que de peluquería
seguramente sabían muy poco; su blusita lila con hilachas, su carita manchada
con imagen somnolienta. La niña soñaba.
De
pronto, sus dedos se deslizaron sobre el vidrio empañado y trazaron dos líneas
cruzadas, grandes, un rato después completó la palabra: el nombre de una
artista famosa. Sólo eso escribió y se quedó mirando su obra. Se dio vuelta y
notó que la observaba y se sonrojó; quiso borrar la huella que la delataba, tal
vez porque imaginó que la pillé infraganti en pleno sueño de no ser una nena
tan humilde y haraposa, que la pillé chiquita y levantándose de madrugada para
trabajar, con tan poco tiempo para jugar y soñar que no era ella sino otra con
una vida mucho menos complicada, mucho menos difícil, con tan poco tiempo para
ser una verdadera niña.
Miré
hacia otro lado para que ella pensara que no le daba importancia a lo que
hacía, entonces dibujó otros palitos cruzados cerca del nombre; unos palitos
cruzados y juntitos que a mí me parecieron estrellas. Volvió a mirarme, le
sonreí y me correspondió. Llevada por mi propia fantasía, soñé también para
ella un porvenir mejor del que tal vez le esperara. Soñé para ella sueños
dulces sobre almohadas limpias, sueños hasta las seis y media o siete de la
mañana para ir luego a la escuela y no hasta las tres o cuatro de la madrugada
solamente.
Continuó
mirando a través del vidrio y me pregunté qué representaba esa palabra, ese
nombre, para ella. ¿Quizás sólo pensaba en su artista favorita y la imaginaba
bailando y cantando rodeada de tantísimo lujo o tal vez quería creer por un
momento que ella no era esa nena llamada Juana?, ¿Ramonita…?, sino una hermosa
niña-adolescente que cantaba y reía todo el tiempo porque no le dolía ni
faltaba nada.
Su
abuelita le dio un sacudón y le dijo que se prepare para bajar. Quise pedirle
que no borre sus estrellitas, del vidrio, que las deje iluminando ese viejo
colectivo del interior hasta que el calor las vaya derritiendo y se deslicen
como gotitas hasta el piso. Y las dejó, titilando en la ventana. Se pararon las
dos, arreglaron sus cosas y bolsones de arpillera llenos de no sé qué.
Primero
bajó la abuelita y ella fue pasando los bolsones enormes uno a uno y, antes de
bajar, se quitó sus zapatitos para que el agua no los estropeara más de lo que
ya estaban. Se bajaron cerca del Mercado de Abasto con todo su cargamento de
cosas para vender… y la nena con su cargamento de sueños y sus poquitos años.
Allí las
recibió el asfalto resbaladizo y la lluvia. Luego, ese auto, las poco ágiles
piernas de su abuelita… Tiró sus bultos y corrió a atenderla, intentando entre
sollozos y desesperación, que volviera a hablarle.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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