Philip K. Dick
Robert Benton desplegó lentamente sus
alas, las agitó varias veces y se elevó con majestuosidad desde el tejado hacia
las tinieblas.
La noche lo engulló
al instante. Bajo él, centenares de diminutos puntos de luz indicaban otros tantos
tejados desde los que otras personas lo imitaban. Una forma violácea flotó a su
lado y luego desapareció en la negrura. Benton, sin embargo, no se sentía inclinado
a entablar carreras nocturnas. La forma violácea se acercó de nuevo con un balanceo
invitador. Benton la rechazó desdeñosamente y aleteó en busca de una zona más alta.
Al cabo de un rato descendió
y se dejó arrastrar por corrientes de aire que ascendían desde la ciudad que se
extendía a sus pies, la Ciudad de la Luz. Una sensación maravillosa y excitante
lo invadió. Hizo entrechocar sus enormes y blancas alas, atravesó con frenética
alegría las nubes que circulaban en dirección contraria, se sumergió en la puerta
invisible del inmenso cuenco negro en el que volaba y, por fin, bajó hacia las luces
de la ciudad, pues su tiempo libre terminaba.
Una luz más brillante
que las otras parpadeaba al fondo: la Oficina de Control. Se dirigió hacia ella
lanzando su cuerpo como una flecha, con las alas blancas recogidas. Su trayectoria
dibujó una perfecta línea recta. Extendió las alas a unos treinta metros de la luz,
se afianzó en el aire y se posó en una terraza elevada.
Benton empezó a caminar
hasta que una luz se encendió y encontró el camino de la puerta de entrada guiado
por su resplandor. La puerta se abrió hacia dentro al presionarla con los dedos
y Benton entró. Empezó a bajar al instante, cada vez a mayor velocidad. El diminuto
ascensor se paró de repente y Benton se introdujo en el despacho del controlador.
–Hola –dijo el controlador–,
quítese las alas y siéntese.
Benton obedeció. Las
plegó cuidadosamente y las colgó en uno de los ganchos clavados en la pared. Seleccionó
la mejor silla y avanzó con decisión hacia ella.
–Ah –sonrió el controlador–,
veo que aprecia la comodidad.
–Bueno –respondió Benton–,
no quiero desperdiciar la ocasión.
El controlador dejó
vagar su mirada más allá del visitante, a través de las paredes de plástico transparente.
Al otro lado se extendían, hasta perderse de vista, los apartamentos más grandes
de la Ciudad de la Luz. Todos eran…
–¿Para qué quería verme?
–le interrumpió Benton.
El controlador tosió
y sacudió unas hojas de papel metálico.
–Como ya sabe, Estabilidad
es el lema. La civilización ha ido avanzando durante siglos, especialmente desde
el veinticinco. Sin embargo, es ley natural que la civilización deba avanzar o retroceder;
no puede permanecer inerte.
–Lo sé –dijo Benton
asombrado–. También me sé las tablas de multiplicar. ¿Me las va a recitar?
El controlador no le
hizo caso.
–Sin embargo, hemos
quebrantado esta ley. Hace cien años…
¡Cien años! Parecía
ayer cuando Eric Freidenburg, de los Estados de la Alemania Libre, se puso de pie
en la Cámara del Consejo Internacional y anunció a los delegados reunidos que la
humanidad había alcanzado por fin su cota más alta. Progresar más era imposible.
Sólo se habían consignado dos grandes inventos en los últimos años. Después se habían
dedicado a contemplar las grandes gráficas y diagramas hasta ver desaparecer las
líneas por la parte inferior. El gran pozo del ingenio humano se había secado, y
por eso Eric se irguió y dijo lo que todos sabían, pero no se atrevían a decir.
Por supuesto, desde que se había hecho público de manera formal, el Consejo se vio
obligado a trabajar para solucionar el problema.
Se estudiaron tres soluciones.
Una parecía más humana que las otras dos. Fue la que se adoptó. Era…
¡La Estabilización!
Hubo muchos problemas
cuando llegó a oídos de la gente. Estallaron disturbios en las principales capitales.
La Bolsa se vino abajo y la economía de muchos países quedó fuera de control. Los
precios de los alimentos se encarecieron y la mayor parte de la población padeció
hambre. Se declaró la guerra… ¡por primera vez en trescientos años! Pero la Estabilización
había empezado. Los disidentes fueron eliminados y los radicales desterrados. Fue
duro y cruel, pero no había otra posibilidad. El mundo, por fin, se plegó a un estado
inflexible, un estado controlado que no admitía cambios: ni adelantos ni retrocesos.
Todos los habitantes
eran sometidos cada año a un difícil examen de una semana de duración para determinar
si se apartaban o no de la norma. Los jóvenes recibían una educación intensiva de
quince años. Los que no podían situarse al mismo nivel de los demás simplemente
desaparecían. Los inventos eran estudiados minuciosamente por oficinas de control
para asegurarse de que no podían perturbar la Estabilidad. Ante la menor posibilidad…
–Y por eso no podemos
permitir el uso de su invento –explicó el controlador a Benton–. Lo siento.
Observó a Benton, le
vio sobresaltarse, palidecer. Las manos le temblaban.
–Vamos –dijo con dulzura–,
no lo tome así; puede hacer otras cosas. Después de todo, no hay peligro de destierro.
Benton se limitaba a
mirarlo fijamente:
–Pero usted no lo comprende
–dijo al fin –; no he inventado nada. No sé de qué me habla.
–¡Que no ha inventado
nada! –exclamó el controlador–. ¡Si yo estaba presente el día que lo trajo! ¡Vi
cómo firmaba la declaración de propiedad! ¡Me entregó el modelo a mí!
Miró a Benton. Luego
apretó un botón de su escritorio y habló frente a un pequeño círculo luminoso.
–Envíeme el expediente
número tres, cuatro, cinco, cero, cero, D, por favor.
Un tubo apareció al
cabo de un momento en el círculo luminoso. El controlador levantó el objeto cilíndrico
y se lo pasó a Benton.
–Aquí tiene su declaración
firmada con sus huellas dactilares impresas en los lugares correspondientes. Sólo
usted pudo dejarlas.
Benton abrió el tubo
como atontado y extrajo unos papeles. Los examinó unos instantes, los volvió a colocar
lentamente dentro del tubo y lo tendió al controlador.
–Sí –dijo–, es mi letra,
y no cabe duda de que son mis huellas digitales, pero sigo sin comprenderlo, jamás
he inventado nada y nunca estuve aquí antes. ¿Cuál es el invento?
–¿Cuál es? –repitió
el controlador boquiabierto–. ¿No lo sabe?
–No, no lo sé.
–Bien, si quiere averiguarlo
tendrá que bajar a las oficinas. Lo único que puedo decirle es que los planos que
nos envió no merecieron la aprobación de la Junta de Control. Yo sólo soy un portavoz.
Tendrá que vérselas con ellos.
Benton se levantó y
fue hacia la puerta. Se abrió al simple contacto de sus dedos, como la anterior,
y entró en las oficinas de control. Antes de que la puerta se cerrara a su espalda,
el controlador le advirtió severamente:
–¡Ignoro lo que está
tramando, pero ya conoce el castigo por alterar la Estabilidad!
–Temo que la Estabilidad
ya esté alterada –respondió Benton, y prosiguió su camino.
Las oficinas eran gigantescas.
Desde la plataforma en la que estaba situado podía ver un millar de hombres y mujeres
que manipulaban eficientes y zumbantes máquinas. Dentro de las máquinas, un alimentador
distribuía montones de tarjetas. Muchos de los empleados trabajaban en escritorios,
mecanografiando informes, trazando gráficas, descartando tarjetas y descifrando
mensajes en clave. Los asombrosos diagramas que colgaban de las paredes eran reemplazados
sin cesar. Hasta el aire parecía haberse contagiado de la vitalidad del trabajo,
el zumbido de las máquinas, el teclear de los mecanógrafos y el murmullo de las
voces daban lugar a un único, apacible y satisfecho sonido. Y esta inmensa maquinaria,
que costaba una fortuna mantener en funcionamiento, tenía un nombre: ¡Estabilidad!
Aquí residía lo que
había hecho del mundo un todo indivisible. Esta sala, estos esforzados trabajadores,
el hombre insensible que agrupaba tarjetas en la pila etiquetada “para exterminar”
funcionaban al unísono como una gran orquesta sinfónica. Un error, un retraso, y
toda la estructura se tambalearía. Pero nadie fallaba. Nadie se detenía ni vacilaba.
Benton bajó por una escalerilla hasta el mostrador de información.
–Deme toda la información
sobre un invento entregado por Robert Benton, tres, cuatro, cinco, cero, cero, D
–pidió al empleado, que asintió y abandonó el mostrador.
Al cabo de escasos minutos
regresó con una caja metálica.
–Contiene los planos
y un modelo a escala reducida del invento –explicó.
Puso la caja sobre el
mostrador y la abrió. Benton echó un vistazo al contenido. Una pequeña maqueta de
una maquinaria muy compleja descansaba en el centro, sobre un grueso montón de hojas
metálicas cubiertas de diagramas.
–¿Puedo llevármelo?
–preguntó Benton.
–Siempre que sea usted
el propietario –replicó el empleado.
Benton le enseñó su
tarjeta de identificación. El empleado la examinó y la cotejó con los datos del
invento. Por fin dio su aprobación, Benton cerró la caja, la cogió y salió a toda
prisa del edificio por una puerta lateral.
Desembocó en una de
las calles subterráneas más anchas, en la cual había un aluvión de luces y de vehículos.
Se orientó y empezó a buscar un coche de comunicaciones que lo llevara a su casa.
Detuvo uno y subió. Pasados unos minutos de trayecto, levantó con grandes precauciones
la tapa de la caja y miró el extraño modelo.
–¿Qué lleva ahí, señor?
–preguntó el conductor robot.
–Ojalá lo supiera –respondió
Benton con pesar.
Dos voladores alados
bajaron en picada y se agitaron frente a él, danzaron en el aire durante un segundo
y después desaparecieron.
–Oh, vientos –murmuró
Benton–, olvidé mis alas.
Bien, era demasiado
tarde para dar media vuelta y recuperarlas, el coche estaba frenando delante de
su casa. Pagó al conductor, entró y cerró la puerta, algo que ya no se solía hacer.
El mejor lugar para examinar el contenido de la caja sería su sala de “reflexión”,
donde pasaba la mayor parte del tiempo libre que no utilizaba en volar. Allí, entre
sus libros y revistas, examinaría la caja a sus anchas.
El conjunto de diagramas
constituyó un completo misterio para él, y aún más el modelo. Lo miró desde todos
los ángulos, por debajo, por encima. Trató de interpretar los símbolos técnicos
de los diagramas sin resultado alguno. Sólo había un camino viable. Localizó el
interruptor y lo golpeó ligeramente.
No sucedió nada durante
cerca de un minuto. Luego, la habitación comenzó a oscilar y a retroceder. Por un
momento tembló como una masa de gelatina. Se mantuvo firme un instante, y luego
desapareció.
Benton cayó a través
de un espacio similar a un túnel sin final, y se encontró contorsionándose frenéticamente,
buscando a tientas en la negrura algo a lo que asirse. Cayó por un lapso de tiempo
interminable, indefenso y aterrado. De pronto, tocó suelo, sano y salvo. La caída
no podía haber sido muy larga, aunque así lo pareciera. Ni siquiera se habían desordenado
sus vestiduras metálicas. Se incorporó y paseó la vista a su alrededor.
El lugar al que había
llegado le era desconocido. Se trataba de un campo… si bien pensaba que ya no existía.
Por todas partes se veían ondulantes terrenos de grano. Sin embargo, estaba convencido
de que no crecía grano natural en ninguna parte de la Tierra. Sí, así debía ser.
Hizo pantalla con las manos para protegerse los ojos y miró al sol, que parecía
el mismo de siempre. Empezó a caminar.
Los campos de trigo
se terminaron al cabo de una hora, y fueron sustituidos por un extenso bosque. Gracias
a sus estudios sabía que ya no quedaban bosques en la Tierra. Habían perecido años
antes. ¿Dónde se encontraba, pues?
Aceleró el paso. Después
se puso a correr. Divisó una pequeña colina y la escaló hasta la cumbre. Al contemplar
la otra ladera no pudo evitar su asombro. No había más que un gran vacío. La tierra
era completamente lisa y estéril, y hasta donde alcanzaba la vista no se veían árboles
ni signos de vida, sólo el inmenso y calcinado país de la muerte.
Bajó hacia la llanura.
A pesar del calor y la sequedad que sentía bajo sus pies, no desfalleció. Siguió
andando. El suelo lastimaba sus pies, poco acostumbrados a las largas caminatas,
y el cansancio fue en aumento, pero estaba determinado a continuar. Un casi inaudible
susurro en el interior de su mente le impulsaba a no disminuir la velocidad.
–No lo cojas –dijo una
voz.
–Lo haré –graznó, y
se paró en seco.
¡Una voz! ¿De dónde
vendría? Se giró con rapidez, pero no vio nada. No obstante, había llegado hasta
sus oídos, como si fuera la cosa más natural que las voces vinieran del aire. Examinó
la cosa que estaba a punto de coger. Era un globo de cristal del tamaño aproximado
de su puño.
–Destruirás su valiosa
Estabilidad –dijo la voz.
–Nadie puede destruir
la Estabilidad –respondió automáticamente.
El globo de cristal
reposaba frío y hermoso en la palma de su mano. Había algo dentro, pero el calor
que desprendía la esfera resplandeciente lo hacía bailar ante sus ojos y le impedía
conocer su naturaleza exacta.
–Estás permitiendo que
cosas malignas controlen tu mente –dijo la voz–. Suelta el globo y vete.
–¿Cosas malignas? –preguntó
sorprendido.
Hacía calor y tenía
sed. Hizo el ademán de guardarse el globo en la túnica.
–No lo hagas –ordenó
la voz–, pues ése es su designio.
El globo era aún más
bello apoyado contra su pecho. Le protegía del fiero calor del sol. ¿Qué estaba
diciendo la voz?
–Te he llamado a través
del tiempo –explicó la voz–. Ahora lo obedeces sin rechistar. Soy su guardián, y
desde entonces, cuando el mundo fue creado, lo he custodiado. Vete, y déjalo tal
como lo encontraste.
Pero hacía demasiado
calor en la llanura. Quería marcharse; el globo lo instaba, le recordaba el fuego
que caía del cielo, la sequedad de su boca, el aturdimiento de su cabeza. Reemprendió
el camino, y mientras apretaba el globo contra sí oyó el rugido de furia y desesperación
de la voz fantasmal.
Era lo único que podía
recordar. Tuvo conciencia de volver sobre sus pasos hacia los campos de trigo, atravesarlos,
tropezando y tambaleándose, hasta llegar al lugar en el que había aparecido. El
globo de cristal apretado contra su costado lo incitaba a recoger la pequeña máquina
del tiempo que había dejado abandonada. Le susurraba qué dial cambiar, qué botón
apretar, cuál sintonizar. Luego volvió a caer, de vuelta por el corredor del tiempo,
de vuelta, de vuelta hacia la neblina grisácea de la que había surgido, de vuelta
a su propio mundo.
De pronto, el globo
le ordenó detenerse. El viaje a través del tiempo aún no había finalizado: quedaba
algo por hacer.
–¿Dice que su apellido
es Benton? ¿En qué puedo ayudarlo? –preguntó el controlador–. Nunca había estado
aquí, ¿verdad?
Miró con fijeza al controlador.
¿Qué quería decir? ¡Si acababa de abandonar su oficina! ¿O no? ¿Qué día era? ¿Dónde
había estado? Aturdido, se frotó la cabeza y tomó asiento en la butaca. El controlador
lo observaba con ansiedad.
–¿Se encuentra bien?
¿Puedo ayudarlo?
–Estoy bien –dijo Benton.
Tenía algo en las manos–. Quiero registrar este invento para que reciba la aprobación
del Consejo de la Estabilidad–. Tendió la máquina del tiempo al controlador.
–¿Trae los bocetos?
–preguntó el controlador.
Benton registró sus
bolsillos y sacó los diagramas. Los esparció sobre el escritorio del controlador
y depositó el modelo entre ellos.
–El Consejo no tendrá
problemas en determinar lo que es –indicó Benton.
Le dolía la cabeza y
quería marcharse. Se puso en pie.
–Me voy –dijo, y salió
por la puerta lateral.
El controlador lo siguió
con la mirada.
–Obviamente –dijo el primer miembro del
Consejo de Control–. ha estado usando este aparato. ¿Afirma que en la primera visita
actuó como si ya hubiera estado antes, pero que en la segunda no recordaba; haber
presentado un invento ni su visita anterior?
–Exacto –asintió el
controlador–. Sospeché algo en la primera visita, pero no adiviné el significado
hasta la segunda. Lo ha utilizado, no cabe duda.
–La gráfica central
predice que un elemento desestabilizador está a punto de sobrevenir –indicó el segundo
miembro–. Yo diría que se trata del señor Benton.
–¡Una máquina del tiempo!
–exclamó el primer miembro–. Podría representar un peligro. ¿Traía algo más cuando
vino… la primera vez?
–No observé nada especial,
salvo que andaba como si llevara algo bajo sus vestimentas –replicó el controlador.
–Entonces debemos actuar
cuanto antes. Tal vez haya desencadenado ya una serie de circunstancias que nuestros
estabilizadores no sean capaces de controlar. Creo que sería conveniente visitar
al señor Benton.
Benton estaba sentado
en su sala con la mirada perdida en la lejanía. Sus ojos mantenían una rigidez vidriosa
que apenas les permitía parpadear. El globo le había estado hablando, contándole
sus planes, sus esperanzas. Se detuvo de súbito.
–Ya vienen –dijo.
Estaba posado en el
sofá, a su lado, y su ligero susurro se introdujo en el cerebro de Benton como volutas
de humo. En realidad, no hablaba, pues su lenguaje era mental, aunque Benton lo
oía.
–¿Qué debo hacer?
–Nada –dijo el globo–.
Se irán.
Sonó el timbre de la
puerta y Benton continuó inmóvil. El timbre sonó otra vez y Benton se agitó inquieto.
Al cabo de un rato, los hombres volvieron sobre sus pasos y dio la impresión de
que se habían ido.
–¿Y ahora qué? –preguntó
Benton.
El globo tardó en contestar.
–Siento que la hora
está a punto de llegar –dijo por fin–. Hasta ahora no he cometido equivocaciones,
y la parte más difícil ya ha pasado. Lo más complicado fue atraerte a través del
tiempo. Tardé años en conseguirlo… el Vigía era inteligente. Tardaste mucho en responder,
y no lo hiciste hasta que encontré el método de poner la máquina en tus manos. Entonces
supe que el éxito estaba cerca. Pronto nos liberarás de este globo. Después de tanto
tiempo…
Se oyeron crujidos y
murmullos en la parte trasera de la casa. Benton se levantó de un salto.
–¡Están entrando por
la puerta de atrás! –gritó.
El globo crujió airadamente.
El controlador y los
miembros del Consejo hicieron acto de presencia lenta y cautelosamente. Cuando vinieron
a Benton se detuvieron.
–Creíamos que no estaba
en casa –dijo el primer miembro.
Benton se volvió hacia
él.
–Hola. Lamento no haber
respondido a la llamada; me quedé dormido. ¿Qué se les ofrece?
Estiró la mano poco
a poco hacia el globo, y pareció que éste se deslizara bajo el manto protector de
su palma.
–¿Qué tienes ahí? –preguntó
de pronto el controlador.
Benton lo miró, y el
globo susurró consejos en su mente.
–Un pisapapeles –sonrió–.
¿Quieren sentarse?
Los hombres se acomodaron
y el primer miembro empezó a hablar.
–Vino a vernos dos veces,
la primera para registrar un invento y la segunda porque lo conminamos a ello, puesto
que no podíamos autorizarlo a utilizar ese invento.
–¿Y bien? –preguntó
Benton–. ¿Qué sucede?
–Nada –respondió el
primer miembro–, salvo que la que fue para nosotros la primera visita fue para usted
la segunda. Podemos probarlo, pero no lo haremos por el momento. Lo único importante
es que todavía conserva la máquina. He aquí un problema difícil. ¿Dónde está la
máquina? Suponemos que la tiene en su poder. Si bien no podemos obligarlo a dárnosla,
la obtendremos de una manera o de otra.
–Es cierto –admitió
Benton.
Pero ¿dónde estaba la
máquina? Acababa de dejarla en la oficina del controlador. Aunque la había cogido
durante su viaje por el tiempo, después había regresado al presente y la había devuelto
a la oficina del controlador.
–Ha dejado de existir,
una no entidad en una espiral temporal –le susurró el globo, adivinando sus reflexiones–.
La espiral temporal concluyó cuando depositaste la máquina en la Oficina de Control.
Ahora haz que se vayan estos hombres para que podamos hacer lo que debe hacerse.
Benton se puso en pie
y protegió el globo con su cuerpo.
–Me temo que la máquina
del tiempo no se halla en mi poder. Ni siquiera sé dónde está, pero búsquenla si
quieren.
–Por haber violado las
leyes se ha hecho merecedor del destierro –observó el controlador–, pero consideramos
que hizo lo que hizo sin querer. No queremos castigar a nadie sin motivos, sólo
deseamos mantener la Estabilidad. Una vez alterada, ya nada importa.
–Busquen, pero no la
encontrarán –dijo Benton.
Los miembros y el controlador
procedieron. Destriparon sillones; miraron bajo las alfombras y los cuadros, en
las paredes, pero no encontraron nada.
–Ya ven que les decía
la verdad.
Benton sonrió cuando
regresaron a la sala.
–Puede que la haya ocultado
en otro lugar. –El primer miembro se encogió de hombros–. Sin embargo, no importa.
El controlador avanzó
un paso.
–La Estabilidad es como
un giroscopio. Es difícil apartarlo de su trayectoria, pues una vez puesto en marcha
cuesta mucho detenerlo. No creemos que tenga la energía suficiente para desviar
ese giroscopio, pero quizá otros la tengan. Está por ver. Ahora nos iremos, y se
le permitirá acabar con su vida o aguardar al destierro. La elección está en tus
manos. Se le vigilará, por supuesto, y confío en que no tratará de huir. En tal
caso, será destruido inmediatamente. La Estabilidad debe ser mantenida a toda costa.
Benton los miró y luego
depositó el globo sobre la mesa. Los miembros lo observaron con interés.
–Un pisapapeles –repitió
Benton–. Interesante, ¿verdad?
El interés de los miembros
disminuyó. Se dispusieron a partir. Pero el controlador examinó el globo alzándolo
hacia la luz.
–La maqueta de una ciudad,
¿eh? Qué sutileza de detalles.
Benton le miró en silencio.
–Caramba, parece increíble
que una persona pueda esculpir tan bien –continuó el controlador–. ¿Qué ciudad es?
Parece tan vieja como Tiro o Babilonia, o muy adelantada en el futuro. Sabe, me
recuerda una vieja leyenda. La leyenda cuenta que una vez existió una ciudad muy
perversa, tan perversa que Dios la disminuyó de tamaño y la metió en un recipiente,
y dejó un vigía para evitar que nadie se escapara y liberara la ciudad rompiendo
el recipiente. Se supone que ha seguido cautiva durante una eternidad, aguardando
el momento de liberarse. Es posible que ésa sea la maqueta.
–¡Vamos! –gritó el primer
miembro–. Debemos irnos; tenemos muchas cosas que hacer esta noche.
El controlador se giró
rápidamente hacia los miembros.
–¡Esperen! No se vayan.
Cruzó la habitación
con el globo todavía en sus manos.
–No es el momento más
adecuado para irse –dijo, y Benton observó que, pese a la palidez de su rostro,
apretaba con firmeza los labios.
El controlador se volvió
bruscamente hacia Benton.
–Un viaje a través del
tiempo; la ciudad en un globo de cristal. ¿Qué significa esto?
Los dos miembros del
Consejo parecían asombrados y confusos.
–Un ignorante viaja
por el tiempo y vuelve con un extraño objeto de vidrio –dijo el controlador–. Un
trofeo muy extraño, ¿no creen?
La cara del primer miembro
perdió el color.
–¡Por Dios! –murmuró–.
¡La ciudad maldita! ¿En ese globo?
Miró la esfera con expresión
de incredulidad. El controlador observó a Benton como divertido.
–A veces podemos ser
muy estúpidos, ¿no es así? Pero un día nos despertamos. ¡No la toque!
Benton retrocedió con
parsimonia, con las manos temblorosas.
–¿Y bien? –preguntó.
Al globo le molestaba
estar en manos del controlador. Emitió un zumbido y las vibraciones se deslizaron
por el brazo del controlador. Al sentirlas, asió con más firmeza el globo.
–Desea que lo rompa,
que lo destroce contra el suelo para liberarse.
Contempló las diminutas
espirales y el remate de los edificios en la sombría nebulosidad del globo, tan
diminutas que podía cubrirlas con sus dedos.
Benton se lanzó adelante,
firme y seguro como cuando volaba. Cada minuto pasado en la cálida negrura de la
atmósfera de la Ciudad de la Luz vino en su ayuda. El controlador, que siempre había
estado muy ocupado con su trabajo, demasiado ajeno a los placeres aéreos que tanto
enorgullecían a la ciudad, se derrumbó al instante. El globo salió disparado de
sus manos y rodó por el suelo. Benton saltó tras él. Mientras corría en pos de la
brillante esfera vio de reojo los rostros asustados y perplejos de los miembros
y del controlador, que trataba de ponerse en pie, horrorizado y aturdido por el
golpe.
El globo lo llamaba
entre susurros. Benton avanzó sin vacilaciones y percibió primero un murmullo victorioso
y después un rugido de alegría cuando aplastó con el pie el cristal que la mantenía
prisionera.
El globo se quebró con
un chasquido estruendoso. Nada sucedió durante un rato, hasta que empezó a desprender
niebla. Benton volvió al sofá y se sentó. La niebla empezó a llenar la habitación.
Creció y creció hasta el punto de asemejarse a algo vivo por la forma en que se
retorcía y mudaba.
El sueño se apoderó
de Benton. La niebla se agolpó a su alrededor, se enroscó en sus piernas, llegó
al pecho y finalmente se arremolinó en torno a su rostro. Arrellanado en el sofá,
con los ojos cerrados, se dejaba envolver por la extraña y antigua fragancia.
Entonces oyó las voces.
Lejanas y débiles al principio, el susurro del globo amplificado incontables veces.
Un concierto de murmullos se elevó del globo resquebrajado hasta alcanzar un crescendo
exultarte. ¡La alegría de la victoria! Vio a la ciudad en miniatura dentro del globo
fluctuar y desvanecerse, y luego cambiar de forma y tamaño. Podía oírla tan bien
como la veía. El firme latido de la maquinaria como un gigantesco tambor. La trepidación
y agitación de seres metálicos en cuclillas.
Los seres se movían.
Vio a los esclavos, hombres sudorosos, encorvados y pálidos, retorciéndose en sus
esfuerzos por alimentar los rugientes hornos de acero. La escena pareció dilatarse
ante sus ojos hasta llenar la habitación; los sudorosos trabajadores le rozaban
y apartaban de su camino. Estaba ensordecido por el estruendo de las rechinantes
ruedas, engranajes y válvulas. Algo le empujaba a moverse hacia la ciudad y la niebla
resonaba con los nuevos y victoriosos sonidos de los liberados.
Cuando salió el sol
ya estaba despierto. Sonó el despertador, pero ya hacía rato que Benton había salido
del cubidormitorio. Cuando se unió a las filas de sus compañeros reconoció algunas
caras familiares, hombres a los que había conocido anteriormente en algún otro lugar.
Pero en seguida se le borraron los recuerdos. Mientras marchaban en perfecta formación
hacia las máquinas que los esperaban, entonando los sonidos disonantes que sus antecesores
habían cantado durante siglos, con el peso de las herramientas lastimándole la espalda,
contó el tiempo que faltaba para su próximo día de descanso. Apenas quedaban tres
semanas y, pese a todo, debería hacerse merecedor del premio ante las máquinas…
¿Acaso no había cuidado
a su máquina fielmente?
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