Angelina Muñiz-Huberman
Soledad llegó de España, como muchos otros
niños y niñas. Sabía que lo había perdido todo: casa, tierra, hermanos. El principio
era cada día, en cada país, en cada cara. Atrás quedaba lo irreparable. Adelante
la incertidumbre. Había sido derrotada: a sus espaldas estaba el fin, ante sus ojos
la vida. De los padres aprendió a hablar en pasado y a creer en el futuro como esperanza
del regreso.
Apenas contaba el presente,
como no fuera por su carácter de tránsito, de puente ineludible, de gesto incierto.
El día que llegó a México
llovía. Serían las cinco o las seis de la tarde. Bajó del avión, y unos hombres
con paraguas la protegieron hasta la sala de inmigración. Fue extraña esta llegada.
El olor a mojado impregnaba todo elemento: tierra, carne, pelo. El gris cubría los
demás colores, el agua se encargaba de borrarlos. Las palabras que oía Soledad eran
de sonido cadencioso, pero secas, a veces melosas y a veces desleídas. Faltaba algo,
ésa era la sensación punzante de la niña. Algo faltaba: perdida, desconocida, diferente.
Sin darse cuenta buscaba protección, y al mismo tiempo le placía ser como era. Siempre
sola, siempre viva, siempre ella.
A la salida del aeropuerto,
camino del centro de la ciudad, todo lo que veía era novedoso. Nunca olvidaría las
calles inundadas y la lluvia persistente, la tierra oscurecida y la gente caminando
descalza, los zapatos en las manos, el agua a media pierna. Después, la llegada
al hotel. Cierta sensación de alegría por estar en un hotel: idas y venidas, sentimiento
de temporalidad, de dinamismo indefinido, caras de un solo día, palabras iguales
unas a las otras. Falta de seguridad, vagabundeo por las calles. Soledad siente
un temor grande: la falta de peligro la asusta. Aquí nadie persigue, no hay soldados,
no hay bombardeos. Se vuelve a sobresaltar si ve un policía o si oye la sirena de
la ambulancia. ¿Pudiera ser acaso la guerra? No, sólo en sueños la revive. (Gritos,
sangre, heridas, cuerpos incompletos, cadáveres putrefactos, casas desplomadas,
manos de niños entre los escombros, ojos eternos que miran al vacío sin comprender,
piernas sin cuerpos, bayonetas, fusiles, ametralladoras, cascos de acero, soldados,
soldados, uniformes, uniformes, uno, dos, la muerte marcha). De día brilla el sol
nada más.
Una nueva casa. La niña recorre con la
mano las paredes: tersas, altas, calientes. Todo se organiza. La vida sigue. Lo
que cuenta es el mañana. La casa es grande y tiene un patio. La niña se siente libre
y pasa muchas horas sola: juega, juega siempre con el recuerdo de su hermano. Su
hermano muerto, enterrado lejos, del otro lado del mar. Su polvo con el polvo que
pisan otros pies. Su silencio entre las voces de hombres y mujeres extraños. Su
olvido en los olvidos de los demás. Su muerte entre las vidas.
La ausencia del hermano
sirve de compañía a Soledad. Tiene con quien hablar, con quien reír, con quien ir
a los sitios. Su constancia sólo puede igualarse a su vacío. Los dos hermanos suelen
ser felices. Ella, para agradarle, juega a los soldados, a los guerrilleros. Desprecia
las muñecas y quiere ser fuerte como él. Se sube a los árboles porque a él le gusta
que sean iguales. Le habla en voz alta:
–Mañana voy a ir a la
escuela. ¿Qué te parece?
–Está bien, pero no
debes tener miedo.
–¿Miedo? ¿Por qué?
–Hay muchos niños y
algunos son malos. Debes ser valiente.
–Yo soy valiente como
tú.
–Pero tienes que saber
lo que está bien y lo que está mal.
–Tú me lo dirás.
–Sí, estaré a tu lado
y te defenderé.
La niña va a la escuela
al día siguiente. Empiezan días difíciles: una niña española. Todos vienen a verla.
La acosan. La vuelven diferente y luego se empeñan en curiosear esa diferencia.
Ella permanece aparte. No se siente igual: le parece ver niños de juguete, niños
que no han visto la guerra, niños más pequeños que ella aunque sean mayores. No
comprenden su soledad y no le queda más remedio que acudir a su hermano. Él le da
fuerza y él la comprende. Lo demás puede olvidarse.
–¿Sabes, hermano? Hoy
un niño me ha imitado porque pronuncio la ce.
–Y tú, ¿qué has hecho?
–He pronunciado la ce
más fuerte todavía.
–Está bien. Nunca te
dejes vencer.
–Oye, hermanito, ¿crees
que regresaremos pronto a España?
–Sí, tal vez dentro
de uno o dos años.
–Pero eso es mucho tiempo.
–No, qué va. Todavía
habrá heridos y las flores de los cementerios empezarán a brotar.
–Entonces te iré a ver
y pondré flores en tu tumba.
–Jazmines, que huelen
tan bien.
–Sí, serán jazmines.
La niña no encuentra
amigos en la escuela. De su soledad nació el orgullo: quiso ser la mejor de todos.
Cuando lo logró, la soledad fue aún mayor. Surgió entonces la envidia contra ella.
Parecía condenada al silencio. Pero el silencio no puede durar: siempre hay una
voz que lo rompe, y entonces surge la esperanza. ¿Sería eso la amistad? La posibilidad
de la esperanza propicia la búsqueda, y al final aparece la amiga. Está allí, al
alcance de la mano. Se sienta en la misma banca, es también una extraña, es una
niña judía. He aquí dos pequeños seres afines que han conjugado el momento preciso.
Se han hallado. Lo demás resulta fácil: las coincidencias son múltiples. Vienen
huyendo de la guerra, de la persecución; saben que la razón está de su lado; son
fuertes, son valientes y además son dos. Eso es lo mejor: han descubierto el número
perfecto para amar. No necesitan más. Piensan que el mundo ha empezado a girar en
ese momento. Antes, las tinieblas, después las tinieblas, en medio, la raya de luz
cuyos extremos lleva cada una en la mano. Creen que así será la eternidad: nada
las separará, los juramentos suceden a los juramentos. La una al lado de la otra,
siempre presentes, sin descuidos, sin olvidos. Empieza la suave angustia del pensar
y del imaginar; el temor a las separaciones: el teléfono, las cartas y los dibujos
para recordar.
Soledad empieza a confiar:
quiere y es querida. Su amiga le ha enseñado a dibujar la estrella de David y ella
le ha confiado su secreto más íntimo: se irá de guerrillera a España. Han hecho
entonces un pacto las dos:
–Si tú te vas a España
me iré contigo.
–Claro, yo no me iría
dejándote. Para no perdernos dibujaremos la estrella de David por donde pasemos.
–Sí, y bordaremos una
sobre nuestra ropa.
–Y acabaremos con los
franquistas.
–¿Cuándo nos vamos?
–Habrá que esperar a
que salga un barco de Veracruz. Calla, que se acercan esas niñas.
“Esas niñas” traen la
discordia consigo. No quieren a la españolita ni a la judía. No les gusta verlas
juntas: se imaginan que se ríen de ellas. Se acercan a molestarlas. Es entonces
cuando surge una duda en Soledad.
–A ver, dinos qué prefieres,
dormir en el pasto o en un lecho de espinas.
–En el pasto.
–Pues qué mala eres.
Jesucristo escogió las espinas.
¿Jesucristo? ¿Las espinas?
¿Tiene eso que ver con Dios? Y Dios, ¿qué es? Le tendrá que preguntar a su madre.
El concepto de Dios es oscuro, difícil de explicar y de entender. Dios castiga.
¿Será ella castigada por Dios? Porque es bonita, porque se sabe inteligente, ¿será
fea y tonta cuando haya muerto? Esta idea la atemoriza y atormenta en las noches.
La cama no es el descanso, sino el recuento de los temores de cada día. En la otra
vida –¿pero habrá otra vida?–, será fea y tonta como María, la enana. María, que
es más baja que ella y gorda y que tiene veinticinco años: es vieja, habla con dificultad
y no entiende lo que ella le dice. Lo que sí hace bien María es jugar con plastilina:
las canastitas que ha hecho, llenas de frutas de colores, adornan el cuarto de la
niña. Pero la noche es mala: las sombras asustan. Dios huye. Los recuerdos de la
guerra la persiguen. Sueña que unos soldados la van a matar. Siente el dolor frío
de la bayoneta clavada en su cuerpo. Ni siquiera un grito puede escapar de su garganta
seca. Después ya no es ella, flota invisible y ve que unos hombres se han escondido
en un pajar, que unos soldados vienen a buscarlos y obligan a los campesinos a escarbar
con picos y horcas por entre la paja: chorros de sangre sobre amarillo (es ésa la
bandera franquista), pero ni un solo grito. La muerte viene silenciosa.
Soledad despierta palpitante
y da vueltas en la cama. Quiere que sea de día. Teme el dormir. Teme el soñar. ¿Cuándo
amanecerá? Faltan muchas horas. Hablará con su hermano y su hermano la tranquilizará.
–¿Verdad que Anita será
siempre mi amiga?
–Sí, es muy buena y
nadie las separará.
–Óyeme, ¿es cierto que
tú estás con Dios?
–¿Dios? Nunca lo he
visto. Estoy solo.
–No estás solo. Vienes
conmigo siempre que te llamo.
–Sí, pero me olvidarás
cuando seas grande y te enamores.
–No, no te olvidaré.
Yo me enamoraré de ti.
–No, aún no sabes lo
que es amar.
–Sí, como a ti y a Anita.
–No, para eso falta
mucho. Apenas estás aprendiendo.
–Pero yo amo por ti.
Cuando sea grande buscaré quien se parezca a ti y sólo a él lo amaré.
–Será entonces cuando
desaparezca.
–Mentira, tú serás el
otro, habrás tomado forma humana. ¿No es eso lo que dicen las niñas que hizo Jesucristo?
–Sí, también era amor.
–Entonces, ¿tú eres
como Dios? Dime, ¿qué es Dios?
–Como yo.
–Pero nadie más que
yo te tiene a ti.
–Es suficiente, soy
tu hermano nada más.
–Y, ¿el hermano de los
demás?
–Ése no existe, ¿dónde
lo encontrarías?
–No existe. Y tú, ¿existes?
–Tampoco.
–¿Y yo?
–Creo que sí. Si te
clavas las uñas en las palmas de las manos y te duele, existes.
–Existo.
–Duerme y olvida.
–¿Dormir?
La noche pasa. Soledad
despierta contenta: ha vuelto a hablar con su hermano y olvidó los malos sueños.
Se viste y desayuna rápido. Sale a esperar el camión de la escuela. Pero ese día
es un día especial. Su madre no la ha podido acompañar y está sola a la puerta de
su casa nueva. No siente miedo. Falta un buen rato para que aparezca el camión.
Entonces pasa lo inesperado, lo que rompe la excesiva tranquilidad de los confiados,
el hilo de seda que el gusano no hilvanó bien. La niña es confiada: ve que un hombre
se le acerca y nada teme. El hombre camina vacilante, va sucio y roto, gesticula
y se tambalea, despide un olor agrio. La niña ha atraído su atención: ese pequeño
ser que salta a la puerta de una casa. Odia su equilibrio y su piel suave, su falta
de temor y su diferencia. ¡Esa niña es distinta!
–¡Güereja judía! –le
grita.
Soledad no comprende
al principio. Se ha quedado paralizada –como en sueños– y su corazón, pájaro enjaulado,
golpea con fuerza. El grito se vuelve a oír:
–¡Güereja judía!
Eso es todo. El borracho
no se detiene más. Sigue en busca del suelo que huye, de las paredes que se doblan
y de los postes que se esquinan.
Soledad se ha sentido
más pequeña. Quisiera correr con la madre. Ha conocido el odio del hombre, el insulto.
Sabe que ha querido humillarla. Aunque para ella hay cierto orgullo en lo que le
ha dicho. Judía. Como Anita. Lo es, porque se lo ha dicho alguien. La han confundido.
(Los nazis la hubieran matado.) En cuanto vea a Anita se lo contará. Pero sobre
todo en ese momento se ha vuelto consciente de su diferencia. Es otra entre las
niñas. Siempre la confundirán o con judía o con española. Y siempre acertarán. ¡Es
distinta! No necesita la estrella de David para que le digan judía, ni necesita
hablar para que le digan española. Ha comprendido que es una extraña para los demás.
Nadie penetrará en su mundo. Lo mejor será callar. Sólo Anita conocerá sus secretos.
(Los conocerá hasta el día en que se separen. Todo amor viene a dar en separación.
Todo lo que nace, en muerte.)
Pero Anita es también
otro mundo impenetrable y lleno de sorpresas. Por ejemplo, su familia. Un rabino
en ella. Soledad se ha vuelto a preguntar por Dios al verle, tan imponente, todo
de negro y con una barba espesa. ¿Será Dios como él? ¿Por qué Dios le da miedo?
También Anita siente temor ante el rabino y retarda lo más que puede el beso que
le da cuando llega de visita. Soledad ni siquiera se atreve a acercarse.
Lo ve de lejos –como
se ve a Dios–. Pero olvida su temor al recordar la vez en que María, la enana, la
metió en la iglesia de Santa Rosa, a un costado de la casa. Se sintió encogida,
tanta vela, tanta imagen, la gente de rodillas, el silencio, el respeto, el incienso,
el cura, el crucificado. María le dijo:
–Pídele, pídele lo que
quieras.
Luego se trataba de
pedir. ¿A Él se le pedía nada más? Pero, ¿qué exigiría luego? ¿Iría al infierno
y sería como María? Si se trataba de pedir ya lo sabía, pediría regresar a España.
Pero no estaba bien, ella no creía en peticiones. No era posible que algo fuera
tan simple y que con una palabra se obtuviera. No, no era posible lo bello y lo
fácil. Soledad empezaba a comprender –con su mano en la mano regordeta y sudorosa
de María– que sólo es posible lo diferente, que ella había escogido el camino difícil
y el camino difícil carecía de Dios que lo guiara. Al salir de la iglesia su idea
fue más clara: el cielo puro y azul –las cinco o las seis de la tarde, como cuando
llegó a México, pero sin lluvia–, sin una nube que pudiera ocultar algo: ¿Dios?
Tras del azul sólo el espejismo, el horizonte, el aire. La niña estaba sola frente
a su camino. Sí, su camino sería el de las espinas –mas no las de Jesucristo, como
decían las niñas– y el de los solitarios, aquel que levanta polvo porque pocos lo
transitan y que ofrece apenas el breve amor de otras huellas, que hay que correr
a alcanzar antes de que se desdibujen en la fina arena. La niña sonrió ante el largo
camino y deseó amar las breves huellas. Apretó la mano de María y se dirigió a su
casa: fueron los primeros pasos de una larga jornada.
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