Ignacio Aldecoa
Cuento del que se quedó en la estacada
y de los que se mofaron de ello
Eran las cuatro de la mañana. La churrería
tenía algo de vagón de tercera clase. Dormía una vieja con sueño altisonante de
suspiros y entrecortado de babeos. Un hombre mostraba infinidad de carnets, la faz
angulosa y el pelo blandón y rubiaco, a la pareja policial que tomaba el mojapán
madruguero. Tres estudiantes troneras bebían cazalla en compañía de unas pelanduscas
que recortaban el canje de interjecciones. El churrero, a lo macho, se abría la
camisa frente al fogón donde chirriaba la gran sartén del aceite. Olor de tren con
aceitazo y dejo axilar, pegaba un tufo inolvidable.
La calle del Ave María
se abría a la expedición sabatina de la gente de última hora. El nocherniego encontraba
su reposo en el chocolate con churros o en el aguardiente truhán en copita breve
y alta de caderas. La noche, maya de estrellas y canciones y verdeada de faroles
de gas. Se dejaba oír el tacón del chuzo con que el sereno se autorizaba. Bajaban
hacia la plaza dos farsantes, hombre y mujer, del brazo y entonados. La luz mortecina
los atrajo como a vagas mariposas.
La pareja de los mosquetes
se clareó a un rincón, como los gatos, preparada para intervenir cuando las circunstancias
lo exigiesen. La vieja dormilona despotricó por sus fueros de despertada, rascándose
la piojería y mostrando el Teruel de sus dientes. El churrero ni se inmutó desde
su púlpito de hombre corrido y corroído. Agua de borrajas la bronca, la zaragata
de un estudiante les invitó a lo que gustaran tomar. Se le antojó a la mujer un
vaso de leche y al marido un anisete para quedar bien, porque los hombres deben
mostrar siempre que lo son. Una de las damas se estropeó la voz de un trago y comenzó
a deleitar a la reunión. Cantaba en faraona y había que exornarla de olés y de vivas
familiares. Los tres estudiantes comenzaron a cantar en gabacho unas canciones menudas
y como de coro. Nadie les mandó callar, pero se callaron. Aquello no era de la noche.
La noche tiene su rito, más o menos torpe y exige que se cumpla. Habló el cómico
y mostró su francés escolar; después el norte de las miradas se ofreció en espera
del cuentacuentos.
–Aquí, mi señora y yo,
somos del teatro. Una vez un estudiante de su edad, como ustedes. ¿A que no han
entrado en quintas todavía? –preguntó difuminando su charla en el capricho de que
afirmaran y él pudiera sentar bien su experiencia de hombre maduro.
Los estudiantes precisaron
que ya las habían pasado con muy malos tragos. El cómico explicaba a continuación,
ramificando la historia:
–Medicina, estudiaba.
Era grandullón, un mozo guapote y quería ser actor. Ustedes no saben lo que es esto.
Correr de aquí para allá, como se dice. Ahora venimos de Valencia. El género nuestro
se va acabando. Mi mujer está de costurera en la compañía y yo soy del coro.
Los estudiantes comenzaron
a cantar de pronto. Una de las acompañantes les estaba haciendo el tercio con el
fotógrafo. Se levantó para sentarse en la otra mesa.
–¡Qué tiempos aquellos!
Ustedes no habían nacido. Yo llegué a cantar Lisístrata; también canté El
pollo Tejada.
Se despidieron las dos
que quedaban y salieron a orearse.
–Yo he trabajado mucho
en esa capital. Teníamos el hoyo lleno todos los días. Había que ver las taquillas
que se hacían. Precisamente allá conocí a mi señora.
La señora intervino
falseando la voz:
–Mi esposo y una servidora,
que entonces era una chiquilla, nos hicimos novios. Formalizamos nuestras relaciones
cuando volvimos a este Madrid de mi alma.
El sultán estudiante
se desperezó en el banquito. Las gafas le hacían a sus ojos una prisión de peces
abisales. Estaba mal afeitado: las crecidas patillas lo achulaban con canallería.
Se sonreían de todo aquello, y el capítulo de la Comiquería les agradaba de sabores
viejos. El jovencillo pidió al otro, pálido y ojeroso, una peseta para la alcancía
de la cerillera.
–Cuando iba a la escuela
ya me llamaban las tablas. Me acuerdo que una vez hicimos El puñal del godo.
El maestro me dijo que yo era capaz de ganarme el garbanzo trabajando de actor.
Y no estoy arrepentido porque, cuidándome, yo hubiera llegado a ser algo.
A la mujer del histrión
le entró maternal. El estudiantillo de la cara aniñada estaba ya harto de juerga
y se dormía.
–Pobrecico, tan joven.
¿Cómo lo sacan ustedes de casa…?
Se recuperó el estudiante
y ronzó unas palabras. Pidió más cazalla. El de las patillas se reía burlonamente.
–Miguelito, que te va
a hacer daño.
–Me cabe un litro.
–No presumas.
El hombre de la farsa
pagó una ronda y siguió charlando.
–Pues sí, señores, yo
nací para actor, pero la vida… ya saben ustedes. Uno quiere llegar y luego se encuentra
con los malos quereres. En la guerra tuve que poner un puesto de periódicos y no
me iba mal. Lo dejé por esta maldita afición. Todo me lo he jugado y ya ven cómo
me va.
Miguelito se quiso sacar
la espina aventurando una gracia que no le gustó al actor. Este se envolvió en la
bufanda: una bufanda grande amarilla y negra que le daba cierto aire funeral. Reclamó
a su mujer porque la mañana se enfriaba casi por la ventanera. Y se levantó. Cuando
estaba de pie se le acercó titubeante el dipsómano de los carnets:
–¿No tendrá un cigarro?
–Un cuerno.
Y el dipsómano ensayó
un pase natural. Nadie le hizo caso y se quedó navegando con cara de hastío en espera
de otra oportunidad. Del mostrador salió la voz de Lucifer:
–No molestes a los señores.
Lo más extraño era que
todo ese mundo cochambroso se trataba con una educación inesperada. El de los carnets
pidió perdón y se retiró a un rincón.
Por la calle del Ave
María, en la soledad de un amanecer blanco y sucio como la leche pasada, caminaban
los tres estudiantes. Quedaban solos el dueño y el hombre de los carnets. Se iba
a cerrar una hora para que descansase el churrero.
Canciones viejas y salmantinas
crecían en el avance de la estudiantina. El sereno apareció como un fantasma. Les
mandó callar. Los faroles de gas parecían fuegos fatuos. Miguelito temblaba y balbuceaba
incoherencias. La cuesta era un calvario que había que subir. El último gato de
la noche se escondió en un quicio.
Rieron los estudiantes
del hombre que nació para actor. El hombre que nació para actor dormía con alto
sueño de triunfos en los teatros hispanoamericanos.
Al pasar por una iglesia
sorprendió a los tres estudiantes la primera boda del domingo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario