Juan José Arreola
El
pelo de la llama es de impalpable suavidad, pero sus tenues guedejas están
cinceladas por el duro viento de las montañas, donde ella se pasea con
arrogancia, levantando el cuello esbelto para que sus ojos se llenen de
lejanía, para que su fina nariz absorba todavía más alto la destilación suprema
del aire enrarecido.
Al nivel del mar, apegado a una superficie
ardorosa, el camello parece una pequeña góndola de asbesto que rema lentamente
y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el viento desértico golpea el
macizo velamen de sus jorobas.
Para el que tiene sed, el camello guarda
en sus entrañas rocosas la última veta de humedad; para el solitario, la llama
afelpada, redonda y femenina, finge los andares y la gracia de una mujer
ilusoria.
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