Ignacio Aldecoa
A través de los cristales de la puerta
del departamento y de la ventana del pasillo, el cinemático paisaje era una superficie
en la que no penetraba la mirada; la velocidad hacía simple perspectiva de la hondura.
Los amarillos de las tierras paniegas, los grises del gredal y el almagre de los
campos lineados por el verdor acuoso de las viñas se sucedían monótonos como un
traqueteo.
En la siestona tarde
de verano, los viajeros apenas intercambiaban desganadamente suspensivos retazos
de frases.
Daba el sol en la ventanilla
del departamento y estaba bajada la cortina de hule.
El son de la marcha
desmenuzaba y aglutinaba el tiempo; era un reloj y una salmodia. Los viajeros se
contemplaban mutuamente sin curiosidad y el cansino aburrimiento del viaje les ausentaba
de su casual relación. Sus movimientos eran casi impúdicamente familiares, pero
en ellos había hermetismo y lejanía.
Cuando fue disminuyendo
la velocidad del tren, la joven sentada junto a la ventanilla, en el sentido de
la marcha, se levantó y alisó su falda y ajustó su faja con un rápido movimiento
de las manos, balanceándose, y después se atusó el pelo de recién despertada, alborotado,
mate y espartoso.
–¿Qué estación es esta,
tía? –preguntó.
Uno de los tres hombres
del departamento le respondió antes que la mujer sentada frente a ella tuviera tiempo
de contestar.
–¿Hay cantina?
–No, señorita. En la
próxima.
La joven hizo un mohín,
que podía ser de disgusto o simplemente un reflejo de coquetería, porque inmediatamente
sonrió al hombre que le había informado. La mujer mayor desaprobó la sonrisa llevándose
la mano derecha a su roja, casi cárdena, pechuga, y su papada se redondeó al mismo
tiempo que sus labios se afinaban y entornaba los párpados de largas y pegoteadas
pestañas.
–¿Tiene usted sed? ¿Quiere
beber un traguillo de vino? –preguntó el hombre.
–Te sofocará –dijo la
mujer mayor–y no te quitará la sed.
–¡Quiá!, señora. El
vino, a pocos, es bueno.
El hombre descolgó su
bota del portamaletas y se la ofreció a la joven.
–Tenga cuidado de no
mancharse –advirtió.
La mujer mayor revolvió
en su bolso y sacó un pañuelo grande como una servilleta.
–Ponte esto –ordenó–.
Puedes echar a perder el vestido.
Los tres hombres del
departamento contemplaron a la muchacha bebiendo. Los tres sonreían pícara y bobamente;
los tres tenían sus manos grandes de campesinos posadas, mineral e insolidariamente,
sobre las rodillas. Su expectación era teatral, como si de pronto fuera a ocurrir
algo previsto como muy gracioso. Pero nada sucedió y la joven se enjugó una gota
que le corría por la barbilla a punto de precipitarse ladera abajo en su garganta
hacia las lindes del verano, marcadas en su pecho por una pálida cenefa ribeteando
el escote y contrastando con el tono tabaco de la piel soleada.
Se disponían los hombres
a beber con respeto y ceremonia, cuando el traqueteo del tren se hizo más violento
y los calderones de las melodías de la marcha más amplios. El dueño de la bota la
sostuvo cuidadosamente, como si en ella hubiera vida animal, y la apretó con delicadeza,
cariñosamente.
–Ya estamos –dijo.
–¿Cuánto para aquí?
–preguntó la mujer mayor.
–Bajarán mercancía y
no se sabe. La parada es de tres minutos.
–¡Qué calor! –se quejó
la mujer mayor, dándose aire con una revista cinematográfica–. ¡Qué calor y qué
asientos! Del tren a la cama…
–Antes era peor –explicó
el hombre sentado junto a la puerta–. Antes, los asientos eran de madera y se revenía
el pintado. Antes echaba uno hasta la capital cuatro horas largas, si no traía retraso.
Antes, igual no encontraba usted asiento y tenía que ir en el pasillo con los cestos.
Ya han cambiado las cosas, gracias a Dios. Y en la guerra… En la guerra tenía que
haber visto usted este tren. A cada legua le daban el parón y todo el mundo abajo.
En la guerra…
Se quedó un instante
suspenso. Sonaron los frenos del tren y fue como un encontronazo.
–¡Vaya calor! –dijo
la mujer mayor.
–Ahora se puede beber
–afirmó el hombre de la bota.
–Traiga usted –dijo,
suave y rogativamente, el que había hablado de la guerra–. Hay que quitarse el hollín.
¿No quiere usted, señora? –ofreció a la mujer mayor.
–No, gracias. No estoy
acostumbrada.
–A esto se acostumbra
uno pronto.
La mujer mayor frunció
el entrecejo y se dirigió en un susurro a la joven; el susurro coloquial tenía un
punto de menosprecio para los hombres del departamento al establecer aquella marginal
intimidad. Los hombres se habían pasado la bota, habían bebido juntos y se habían
vinculado momentáneamente. Hablaban de cómo venía el campo y en sus palabras se
traslucía la esperanza. La mujer mayor volvió a darse aire con la revista cinematográfica.
–Ya te lo dije que deberíamos
haber traído un poco de fruta –dijo la joven–. Mira que insistió Encarna; pero tú,
con tus manías… En la próxima, hay cantina, tía.
–Ya lo he oído.
La pintura de los labios
de la mujer mayor se había apagado y extendido fuera del perfil de la boca. Sus
brazos no cubrían la ancha mancha de sudor axilar, aureolada del destinte de la
blusa.
La joven levantó la
cortina de hule. El edificio de la estación era viejo y tenía un abandono triste
y cuartelero. En su sucia fachada nacía, como un borbotón de colores, una ventana
florida de macetas y de botes con plantas. De los aleros del pardo tejado colgaba
un encaje de madera, ceniciento, roto y flecoso. A un lado estaban los retretes,
y al otro, un tingladillo que servía para almacenar las mercancías. El jefe de estación
se paseaba por el andén; dominaba y tutelaba como un gallo, y su quepis rojo era
una cresta irritada entre las gorras, las boinas y los pañuelos negros.
El pueblo estaba retirado
de la estación, a cuatrocientos o quinientos metros. El pueblo era un sarro que
manchaba la tierra y se extendía destartalado hasta el leve henchimiento de una
colina. La torre de la iglesia –una ruina erguida, una desesperada permanencia–
amenazaba al cielo con su muñón. El camino calcinado, vacío y como inútil hasta
el confín de azogue, atropaba las soledades de los campos.
Los ocupantes del departamento
volvieron las cabezas. Forcejeaba, jadeante, un hombre en la puerta. El jadeo se
intensificó. Dos de los hombres del departamento le ayudaron a pasar la cesta y
la maleta de cartón atada con una cuerda. El hombre se apoyó en el marco y contempló
a los viajeros. Tenía una mirada lenta, reflexiva, rastreadora. Sus ojos, húmedos
y negros como limacos, llegaron hasta su cesta y su maleta, colocadas en la redecilla
del portamaletas, y descendieron a los rostros y a la espera, antes de que hablara.
Luego se quitó la gorrilla y sacudió con la mano desocupada su blusa.
–Salud les dé Dios –dijo,
e hizo una pausa–. Ya no está uno con la edad para andar en viajes.
Pidió permiso para acercarse
a la ventanilla y todos encogieron las piernas. La mujer mayor suspiró protestativamente
y al acomodarse se estiró buchona.
–Perdone la señora.
Bajo la ventanilla,
en el andén, estaba una anciana acurrucada, en desazonada atención. Su rostro era
apenas un confuso burilado de arrugas que borroneaba las facciones, unos ojos punzantes
y unas aleteadoras manos descarnadas.
–¡María! –gritó el hombre–.
Ya está todo en su lugar.
–Siéntate, Juan, siéntate
–la mujer voló una mano hasta la frente para arreglarse el pañuelo, para palpar
el sudor del sofoco, para domesticar un pensamiento–. Siéntate, hombre.
–No va a salir todavía.
–No te conviene estar
de pie.
–Aún puedo. Tú eres
la que debías…
–Cuando se vaya…
–En cuanto llegue iré
a ver a don Cándido. Si mañana me dan plaza, mejor.
–Que haga lo posible.
Dile todo, no dejes de decírselo.
–Bueno, mujer.
–Siéntate, Juan.
–Falta que descarguen.
Cuando veas al hijo de Manuel le dices que le diga a su padre que estoy en la ciudad.
No le cuentes por qué.
–Ya se enterará.
–Cuídate mucho, María.
Come.
–No te preocupes. Ahora,
siéntate. Escríbeme con lo que te digan. Ya me leerán la carta.
–Lo haré, lo haré. Ya
verás cómo todo saldrá bien.
El hombre y la mujer
se miraron en silencio. La mujer se cubrió el rostro con las manos. Pitó la locomotora.
Sonó la campana de la estación. El ruido de los frenos al aflojarse pareció extender
el tren, desperezarlo antes de emprender la marcha.
–¡No llores, María!
–gritó el hombre–. Todo saldrá bien.
–Siéntate, Juan –dijo
la mujer, confundida por sus lágrimas–. Siéntate, Juan –y en los quiebros de su
voz había ternura, amor, miedo y soledad.
El tren se puso en marcha.
Las manos de la mujer revolotearon en la despedida. Las arrugas y el llanto habían
terminado de borrar las facciones.
–Adiós, María.
Las manos de la mujer
respondían al adiós y todo lo demás era reconcentrado silencio. El hombre se volvió.
El tren rebasó el tingladillo del almacén y entró en los campos.
–Siéntese aquí, abuelo
–dijo el hombre de la bota, levantándose.
La mujer mayor estiró
las piernas. La joven bajó la cortina de hule. El hombre que había hablado de la
guerra sacó una petaca oscura, grande, hinchada y suave como una ubre.
–Tome usted, abuelo.
La mujer mayor se abanicó
de nuevo con la revista cinematográfica y preguntó con inseguridad:
–¿Las cosechas son buenas
este año?
El hombre que no había
hablado a las mujeres, que solamente había participado de la invitación al vino
y de las hablas del campo, miró fijamente al anciano, y su mirada era solidaria
y amiga. La joven decidió los prólogos de la intimidad compartida.
–¿Va usted a que le
operen?
Entonces el anciano
bebió de la bota, aceptó el tabaco y comenzó a contar. Sus palabras acompañaban
a los campos.
–La enfermedad… la labor…
la tierra… la falta de dinero…; la enfermedad… la labor… la tierra…; la enfermedad…
la labor… la enfermedad… La primera vez, la primera vez que María y yo nos separamos…
Sus años se sucedían
monótonos como un traqueteo.
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