María Luisa Puga
El
viento apenas si levantaba el polvo. Éste se quedaba más bien en los zapatos,
se pegaba a la ropa, al pelo apretado y negro; se adhería a las manos y caras
sudorosas, se desparramaba contra los cristales de los coches. Y el viento por
su parte se alejaba pero luego volvía a arremeter con convicción, sin rabia
pero desordenadamente. Como si de intento se inclinara para soplar por debajo y
levantar faldas y molestar y sorprender sin otro objeto que la rebelión.
El resto de la tarde crecía resignado. Un
sol de cierre de oficinas. Una multitud apresurada. Un sentimiento general de
encono a causa de ese viento obstinado.
Había sonrisas que no desfallecían, sin
embargo. Al fin y al cabo se salía del trabajo, comenzaba la vida un rato. Con
todo y viento, no había por qué suponer que el encuentro anhelado se
produciría. Y había gente que caminaba con paso ligero, mirando hacia adelante,
sonriendo de antemano. Recordando mil frases, gestos, manos, tonos de voz y un
ruido en torno que más bien parecía un arrullo. Venía todo de ese mismo mundo
que ahora atravesaba sin ver. Haciéndolo de lado con firmeza.
Nada detendría esas sonrisas y mucho menos
un golpe de viento seco. Caras y tiendas iban quedando atrás, como en un sueño.
El cielo sería siempre azul. Las esquinas, inolvidables.
Mama Ngina Street, Wabera Street, Kaunda
Street, Kenyatta Avenue. Los zapatos las recorrían sabios. A veces, en el borde
de una acera se balanceaban en el filo, lo golpeaban distraídos y luego
renovaban su marcha, diestros. Sorteando obstáculos, basura y piernas de
mendigos.
Otras sonrisas, más que contentas,
parecían satisfechas. Y a diferencia de las primeras, parecían tener que ver
con todo lo que se topaban. Ante los escaparates se abstraían; se ensanchaban
al cruzarse con gente. Eran curiosamente solitarias y como para adentro. Pero
eran amplias, con algo de risotada.
La cara del mendigo en cambio, era
inexpresiva. No extendía la mano, sino que la dejaba sobre su regazo, con la
palma hacia arriba. Una palma intensamente rosada salvo muy cerca de la muñeca.
Ahí se endurecía y amarilleaba callosamente. La pierna estirada terminaba en un
zapato enrollado en andrajos; junto al hueco de la otra, que llegaba hasta un
poco más arriba de la rodilla, había una muleta.
El pelo del mendigo tenía un color negro
opaco polvoso. Como su ropa también, en realidad –andrajos sobre andrajos,
capas de polvo y tierra y polvo y tierra. Y estaba ahí sentado en la acera,
junto a la joyería que queda al lado del New Stanley Hotel. Y no alzaba los
ojos. Cuando recibía una moneda, hacía una imperceptible inclinación de cabeza.
El mendigo no venía de ninguna parte.
Podría decirse que se había forjado ahí. O en las calles adyacentes, en los
callejones oscuros, en su gradual aproximarse hacia la luz de los hoteles,
conquistando territorio.
Sucedía que la policía lo echara. El
mendigo no se inmutaba. Se alejaba cojeando con su muleta, daba una vuelta a
toda la acera, echaba un vistazo a su callejón en caso de que hubiera más
cartones o plástico –a veces hule espuma, pero éste no valía mucho la pena.
Había que defenderlo tanto de los demás que convenía más dejarlo en la basura.
Pero los cartones, sí. Estos abundaban y eran más o menos accesibles a todos.
Los metía detrás de unos barrotes polvosos que protegían la ventana de un
sótano. Se mojaban apenas ahí. Por la noche él dormía en ese callejón, junto a
los barrotes. Aunque había que estar pendiente siempre. Sobre todo de los
borrachos.
Luego volvía a su sitio junto al New
Stanley y se sentaba tranquilo.
El niño nunca lo había visto ponerse de
pie, pero un día había sucedido que en el momento de pasar con su madre como
todas las tardes, el mendigo se estaba sentando. Dejó caer la muleta (la que no
soltaba ni un solo momento, ni para dormir), y con la espalda apoyada en el
muro, se fue deslizando lentamente hasta quedar idéntico a todos los días.
El niño había quedado profundamente
impresionado. Su madre lo llevaba de la mano.
Lo que no puede decirse es que el mendigo
tuviera amigos. Tenía compañeros, conocidos, otros mendigos, pero hablaban muy
poco entre ellos. A veces, si se producía algún incidente –un borracho que
entrara a mear en el callejón, gritos, un policía de mal humor– se colocaban
juntos, solidarios, oscuros y hoscos, pero si uno de ellos era arrastrado por
el policía, los demás se apartaban, se volvían a su rincón. Se encogían en la
sombra. No hablaban casi nunca. Aguantaban las patadas de los borrachos sin
quejarse. Eran cuatro.
Lo que había que evitar era que vinieran a
vomitar ahí. Y había que evitar también el escándalo para que no viniera la
policía. Eso lo sabían todos. Se aprenden rápido esas cosas.
Pero el tiempo no existía para el mendigo.
Para qué iba a existir, si ni siquiera era una espera por la muerte. No había
tiempo para esperar por la muerte. Había que existir en el momento preciso. El
minuto preciso lo era todo. Nadie lo diría, viendo al mendigo día tras día en
la misma posición, con la mano siempre en el regazo excepto cuando se rascaba
(con la otra asía la muleta). Día tras día, como si estuviera pintado ahí, se
dijo una vez el niño al pasar junto a él (su madre lo llevaba de la mano),
nadie lo diría, pero era así. Minuto a minuto. Para el mendigo no había más
temprano o más tarde. Eran minutos uno tras otro. Muy rápidos. Muy peligrosos.
Porque para empezar estaban los perros –y
los gatos aunque estos mucho menos. Menos gatos y menos peligrosos. Los perros
sí. Los perros de la gente. Porque en Nairobi no había perros callejeros. Había
mendigos. Es decir, en esas calles. En los barrios pobres había de todo. Pero
en fin, los perros de la gente. Los que la gente llevaba de una correa. Los
perros husmeaban a los mendigos y los dueños los jalaban alarmados y el perro
se asustaba y ahí estaba el peligro. Pelaba los dientes. A veces muy cerca del
mendigo. Una vez un perro se había puesto a mordisquear la muleta. Su dueño lo
tenía de la correa, pero hablaba con alguien, no se daba cuenta. El mendigo,
aterrado, movió un poco la muleta y el perro comenzó a gruñir, a olisquear y
gruñir mientras trataba de morder la muleta. El mendigo la alzó por encima de
la cabeza del perro, tratando, más que nada, de sacársela de enfrente. El dueño
del perro lo vio en ese instante y se puso furibundo y comenzó a decir cosas en
inglés. Era un blanco, naturalmente, y naturalmente, el mendigo no hablaba
inglés, pero se dio cuenta de que el dueño del perro creía que él le quería
pegar al perro. Y el perro ladraba furiosamente a la muleta. Finalmente su
dueño se lo había llevado, pero esas eran las cosas que traían a la policía.
Era peligroso. Si la policía se fijaba demasiado en él, lo echarían
definitivamente de ahí y eso sería trágico. No sólo porque ya se había
acostumbrado a ese sitio, sino porque además quedaba medio protegido por el
alero de la joyería. Además estaba muy cerca de su callejón. Además la gente de
los negocios contiguos ya se había acostumbrado a él. Y los demás mendigos,
aunque lo envidiaban ya no se lo quitarían. O sea, mientras la policía no lo
echara. El rincón era, pues, suyo. Podía considerarlo suyo.
Pero la muleta no podía dejar que se la
arruinaran. No, volver a arrastrarse con las manos otra vez no. Prefería
tenderse en la acera y dejarse morir, pisotear, patear. Cualquier cosa menos
tener que arrastrarse otra vez. Porque además ya había perdido la costumbre.
Hacía dos años que, gracias a la muleta, no tenía que arrastrarse. Y ¿cómo era
que se ponía? Había que arrodillarse con la pierna buena y echar el cuerpo para
adelante, apoyándose con las manos; el muñón, entonces, alcanzaba el suelo y
podía avanzar el cuerpo y apoyarse otra vez en la rodilla buena. Sólo
recordarlo le hacía sentir los callos que se le habían formado en las manos. Y
al principio, sobre todo, cuando lo habían dejado en la puerta del hospital.
Porque aunque cuando lo echaron del hospital la pierna ya había cicatrizado, ni
soñar con apoyarse en ella. Lo habían dejado de pie (en el pie) en la puerta, a
la que había llegado saltando, apoyándose en el hombro de una mujer que limpiaba
los corredores. Las enfermeras no querían saber nada. Ahí apoyado en el muro,
había sentido el sol por primera vez después de tres meses. Sí, le habían dicho
que volviera la semana próxima para que le dieran una muleta. Y no sabía por
qué, pero le parecía lógico que afuera lo estarían esperando para llevarlo de
vuelta a la cárcel, pero no. No había nadie. Una calle anchísima y gente que
caminaba, caminaban todos, en una dirección y en otra. Seguramente la parada
del autobús quedaba lejos.
Y había sentido un pánico enorme. Un
pánico mucho más grande y angustioso que todo el miedo que sintió cuando andaba
en el bosque con los demás. Un pánico de soledad. Es distinto tener miedo con
otros. Pero de pie (en el pie) ante esa ciudad que no conocía –quiso volver a
meterse al hospital, pedir que lo llevaran a la cárcel otra vez, que alguien le
dijera qué hacer, pero no lo hizo. En el hospital le habían dicho claramente
que se fuera. Que se fuera ya. Que había muchos otros enfermos.
En
la cárcel, la pierna que ya no tenía le había hecho aullar de dolor; los
compañeros de celda se habían quejado del olor, de sus gritos. Había venido un
guardia enfurecido que primero le había dado de patadas, pero finalmente había
avisado a sus jefes para que lo trajeran al hospital. En el hospital lo habían dormido y al despertar ya no tenía
pierna.
Al
principio no le había importado. Lo tenían en una cama, había otras camas con enfermos.
La pierna no le dolía. Le daban comida. Lo insultaban también, pero qué podía
importar. Insultaban a todos. Lo importante era que hubiera gente, que hubiera
voces y pasos. No como en el bosque cuando se perdió. Algo pasó. Lo habían
mandado con dos compañeros a traer comida de una aldea vecina. Y en alguna
parte del bosque se separaron y él no supo más adónde ir. No conocía bien el
bosque. Hacía un mes solamente que se había unido a los Mau Mau.
No, el
tiempo no existía porque antes del callejón todo había sido infinitamente peor.
El minuto anterior era peor siempre. Por las mañanas, antes de que saliera el
sol, era peor que a mediodía porque los huesos le dolían y el cartón se volvía
helado, y el mediodía era peor que la tarde, porque el sol calentaba
insoportablemente la acera, y si llovía era peor y si hacía viento era peor.
Cada minuto dejaba atrás lo peor.
Lo peor
había sido cuando el oficial de distrito de su pueblo lo había apaleado y había
mandado incendiar su choza. Nunca supo por qué. Lo tuvo en la cárcel unos días,
luego lo echó, pero adónde iba a ir. La gente le tenía miedo, creían que ellos
serían los siguientes. Alguien le dijo vete del pueblo, es mejor. Adónde. Nadie
quería africanos vagos. Nadie le daría trabajo, tenían demasiado miedo de los
Mau Mau. Se fue al bosque. Contó lo que había sucedido a unos hombres que se encontró;
les dijo que no tenía adónde ir. Los hombres no le creyeron mucho, pero le permitieron
quedarse. No lo dejaban seguirlos. Lo ponían a limpiar senderos. Lo mandaban por
comida a las aldeas. Lo dejaban estar ahí. Nada más que eso. (Luego en la cárcel
lo habían apaleado para que dijera nombres, escondites, pero él no había conocido
sino a ese primer grupo. Cada vez que repetía esos nombres lo abofeteaban. Ya los
dijiste, le decían.)
Era peor de
niño, cuando su tío lo apaleaba a cada instante.
Sus padres habían
muerto en una plantación que se había incendiado. Le habían dicho eso. Él no se
acordaba sino de su tío. Tenía cuatro años cuando sus padres habían muerto.
Ahora tenía
26.
A veces dormitaba
en la acera, con la mano abierta sobre el regazo y la otra asiendo la muleta. Pasaba
suavemente de un estado de cavilación a una quietud oscurecida, distanciada del
ruido, de los pasos de la gente, de sus andrajos. Era como entrar realmente a casa.
Y soñaba con su pierna.
El niño (de
la mano de su madre) se había dicho maravillado: y duerme aquí también.
Sí, su pierna,
la que nunca antes llegó a conocer suficientemente. La veía en el momento en que
se la separaban del cuerpo. La veía en todo su volumen y longitud; los cinco dedos
del pie con sus respectivas uñas, la rodilla y luego ese tremendo vacío. El corte.
El final de la pierna. Y vuelta a empezar: los dedos uno a uno, el empeine, el talón
y así. Siempre así. Sola. En una especie de mundo desierto.
No era un sueño
ni inquietante ni placentero. Era un momento. Quizá un estado de ánimo. Lentamente
volvía a la superficie. Salpicado de sonidos de coches y voces y visiones fugaces,
constantes, premiosas de piernas y piernas y piernas que le pasaban enfrente. Abría
los ojos sin moverse y permanecía ahí, en su rincón, en su tiempo infinito.
Era rara la
ocasión en que se topaba con otra mirada, no sólo porque apenas si levantaba los
ojos, sino porque sabía, sentía que aunque lo hubiera hecho, la gente rehuiría sus
ojos. Lo había sabido desde el hospital. Ni siquiera los otros enfermos habían querido
mirarlo a la cara. Desde antes, de niño. Entonces habían sido las mujeres en casa
de su tío las que no querían mirarlo. En la cárcel, cuando gritaba de dolor, todos
le volvían la espalda. Igual que cuando había venido el oficial de distrito a buscarlo
a la parcela de su tío. Al cruzar la aldea, entre toda esa gente que lo había visto
crecer, nadie había querido mirar. Se alejaban. Daban la espalda. Y ahora, los otros
mendigos (y él también) jamás alzaban la cabeza, nunca, pasara lo que pasara. Para
qué además. Para qué. Él lo que quería era oír gente en torno suyo. Verlos
pasar por ahí. Saber que estaban cerca. Olvidar una y otra vez ese momento de
pánico que había sentido al salir del hospital.
¿Qué sabía el mendigo de las fuerzas socioeconómicas que pugnaban
por hacer de Kenya una nación independiente y moderna; esas fuerzas que se
sometían a una lógica de desarrollo mediante la acumulación de capital?
Sabía que,
por ejemplo, de la maraña de piernas que poblaban su horizonte, unas eran más
lujosas que otras. Unas eran blancas, otras negras. Unas más firmes, otras
tambaleantes. De la ciudad, sí, lo sabía todo. Por dónde cruzar sin ser atropellado;
en dónde detenerse para no ser percibido. Cuáles basureros eran los mejores.
Hasta dónde podía llegar.
En una
época, el mendigo había frecuentado el mercado. Muy al principio. Cuando aún no
había descubierto la ciudad. En realidad a los sitios llegaba siempre por
accidente. La policía lo sacaba de uno y lo echaba en otro. Donde fuera. Para
quitarlo de enfrente. Y en una de tantas, lo habían dejado en el mercado. Se
arrastraba muy dificultosamente en esa época, y en el muñón a veces se le
formaban llagas que sangraban. Le habían dicho en el hospital: manténgase
limpio. Si se llega a infectar, no será fácil curarlo. No lo apoyaba en el suelo
y eso hacía que avanzara muy lentamente y se cansara mucho. Todavía pensaba en el
hospital en esa época, pensaba en que tenía que volver cada semana a ver si
ahora sí le daban la muleta. Las veces que había ido (dos) le habían dicho que
no, que ya pronto. Que volviera la semana siguiente. Pero eso era cuando no
volvía de ninguna parte sino que se quedaba por allá, junto a un bodegón que
había cerca del hospital. Ahí trabajaban unos hombres, y el primer día, al
verlo llegar saltando como un grillo y después oírlo derrumbarse en un rincón,
se habían medio apropiado de él y le habían dado un poco de ugali (irónicamente
ése había sido precisamente el único día que el mendigo no sentía hambre puesto
que en el hospital esa mañana lo habían alimentado). Luego los hombres lo
habían ignorado. Como si no estuviera ahí.
Un tiempo
se quedó allá el mendigo, en un rincón. Cuando los trabajadores se iban, él se
arrastraba hasta donde habían comido y por lo general encontraba algo: un
pedazo de mazorca, pan, una naranja medio apachurrada. ¿Lo dejaban a propósito?
No sabía. Cuando volvían por la mañana ni lo miraban. Él se quedaba quieto,
oyéndolos hablar y trabajar, entrar y salir. Moverse. Cerraba los ojos para
retener sus voces todo el tiempo posible. Cuando se iban los abría y miraba el
cielo hasta que el sol desaparecía por completo. Pensaba en el hospital, en la
muleta que le iban a dar, en que podría ponerse de pie otra vez. Recordaba el
balazo que lo había herido en el bosque. No le había dolido. Era lo que no
podía entender. Primero el sonido del balazo extrañamente lejano, y casi
simultáneamente, una como patada un poco más arriba de la rodilla. Había
seguido corriendo, siguiendo el sendero como si supiera adónde se dirigía.
Dejando atrás árboles y matorrales, piedras, sonidos, él corría y corría con
más fuerza. Creía haber corrido durante horas, y sin embargo, cuando se detenía
para escuchar, los sonidos seguían ahí, detrás de él, muy cerca. Creía estar
cruzando el bosque y estar a punto de salir del otro lado. No sabía adónde. No
sabía qué le harían cuando lo encontraran. Quién lo encontraría. Sabía, sí, que
lo iban a encontrar. Y luego se había caído. Había rodado y al tratar de
levantarse para seguir, rápido –quería saltar sobre sus pies, correr, correr más
todavía– había visto la sangre. Toda su pierna cubierta de sangre. Sangre que
salía y salía. Su sangre. Y así lo había encontrado la policía.
En el
mercado no llamaba la atención; había muchos otros mendigos. Lo habían mirado
con odio cuando la policía lo dejó ahí. Vete a buscar trabajo, a ver si te
pones a tejer canastos o algo, le dijeron. Lo pusieron en la acera de pie,
sobre su pie, apoyado en una reja, frente a una parte del mercado adonde había
puestos de vasijas de barro, canastos, cucharas de madera, máscaras. Y vio al
primer mendigo. Las dos piernas dobladas hacia adentro, unas rodillas enormes. Se
arrastraba sentado, ayudándose con las manos. De cuando en cuando se detenía y
alzaba la mano para pedir limosna a la gente que pasaba. Había muchísima gente.
Blancos, negros, asiáticos, todo. Pasaban por todas partes, de todos lados.
Mucha mucha más gente que en su aldea. Nunca había visto tanta. Nunca había
visto tantos blancos juntos. No sabía que hubiera tantos. Uno o dos que
mandaban, sí, ¿pero tantos? ¿Mandaban todos?
Canastos él
no sabía tejer, ni sabía tallar madera ni hacer vasijas de barro. Lo único que
sabía era arar la tierra y ya no podía. El mendigo de las piernas dobladas lo
miraba y él no quería que lo siguiera mirando, pero quería aún menos que lo viera
caminar a saltos. Y se había quedado ahí, quieto, cuando, sin darse cuenta
casi, sin mirar a nadie, estiró de pronto la mano ante un hombre que pasaba. El
mendigo de las piernas dobladas (más que verlo, lo sintió), escupió
furiosamente. El hombre le dio una moneda y él, entonces, se dejó deslizar
hasta el suelo, con la espalda apoyada en la reja. El mendigo se alejó
arrastrándose. A él no le importó. Ahora tenía hambre y con la moneda podía
comprar pan. Pero no quería moverse todavía. Dejó la mano sobre el regazo, con
la palma abierta.
Era obvio,
el mercado era el mejor sitio, pero peligroso.
En el
momento en que una mujer le ponía unos plátanos al lado, se apareció el mendigo
de las piernas dobladas con dos mendigos más, un cojo con muleta y un ciego que
se apoyaba en el cojo. Se acercaron con lentitud, disimuladamente, hasta
rodearlo. El de las piernas dobladas acercó la mano y en cosa de segundos ya lo
había pellizcado violentamente. El cojo, entonces, apoyó la muleta en su pierna
buena; no presionó, simplemente la colocó ahí y en swahili dijo: te vas.
En ese
momento él hubiera querido pedir, rogar, convencer. Hubiera querido alzar la
cara y mirar al cojo y explicar que nunca fue Mau Mau, que nunca le hizo nada
al oficial de distrito, que tampoco había traicionado a sus compañeros en el
bosque. Pero no pudo hablar. Hacía mucho que no podía hablar. Que no quería hablar. Como un relámpago asió la muleta y la empujó con fuerza para
arriba. El cojo casi cae sobre él y detrás el ciego, pero él encogiendo la pierna buena, lo empujó para atrás y virando sobre
su cadera, alcanzó a darle un rodillazo al de las piernas
dobladas. Fue rapidísimo y nadie tuvo tiempo ni de gritar. Ninguno quería
llamar la atención, además.
Se fueron,
y él pasó varios meses en el mercado, circulando sólo por la parte abierta.
Por la
noche cerraban la reja, pero siempre dejaban cartones y plásticos por ahí. Y
fue aprendiendo a ser mendigo.
Pero de eso
hacía cuatro años, se dijo acariciando su muleta. Ahora ya conocía todo.
Conocía los pasos de la gente. Sabía cuándo irse. Se sentía dueño de la ciudad.
No temía nada sino una cosa: meterse en líos con la policía. Enfurecer a los
policías. Cualquier cosa menos eso, porque los policías conocían el peor
castigo: sacar a los mendigos de la ciudad y dejarlos en las afueras. Por donde
no pasaran autobuses ni hubiera poblados cerca. Tomaba semanas volver. Muchos
morían así. Era lo que buscaba la policía, claro. A él le había sucedido una
vez y se había jurado que jamás, jamás le volvería a ocurrir. Esa vez había sido
la segunda ocasión en que el mendigo había llorado. Rabia, impotencia,
tristeza, miedo, todo a un tiempo. Solo en un camino desierto. Nunca, nunca le
ocurriría otra vez.
Los pasos
de las mujeres eran cansados casi siempre. Aun tratándose de zapatos elegantes.
Como si de antemano supieran todo lo que tendrían que caminar. Pero no era el
mismo cansancio que el del paso de los que buscaban trabajo. Esos se arrastraban
hacia la muerte. Ya ni siquiera trataban de entretenerse. Pasaban lentos,
gastados, obedientes.
Durante
mucho tiempo, los pasos blancos lo habían fascinado (ya no. Ahora conocía todo
demasiado bien, pero antes sí). Habían ocupado toda su atención. Son tan
distintos de los otros, se decía. Mucho antes de verlos, sabía que venían.
Inconfundibles. ¿Y qué
era lo que tenían de distinto? Primero había
creído que era la calidad de los zapatos. Pero no. Jamás confundió un par de zapatos
elegantes de un negro con los de un blanco. No, no era eso. Luego creyó que la diferencia
residía en las rodillas. La manera de flexionar la rodilla para lanzar la pierna
hacia adelante. Pero no, en fin, había que admitir que durante una época él había
prestado particular atención al funcionamiento de las rodillas y tendía a explicarse
todo por ahí. Y no, en el caso de los zapatos de blancos no era eso. Era más bien
una especie de… era un ritmo. No demasiado rápido, y lento menos. Un ritmo exacto.
Como si desde niños ya hubieran sabido todo lo que podrían saber después. Era más
o menos eso, sí, para él era claro sobre todo si comparaba a los niños mismos. Negros
y blancos. (Había uno negro que pasaba a diario, a la misma hora, de la mano de
su madre.) Los niños negros caminaban como si tuvieran miedo de quemarse. Pisaban
el suelo con cuidado (un poco como los viejos como todos los viejos de cualquier
color), con desconfianza y curiosidad. Como sin saber dónde terminaba el suelo y
comenzaban ellos. Como si temieran que al próximo paso se les fuera a venir pegado
un trozo de pavimento, y sin embargo era como si a ratos se olvidaran de todas estas
preocupaciones, de sus pie, del suelo; como si se quedaran por allá arriba, en los
ojos (y entonces se tropezaban, o se les torcían los tobillos). Los zapatos adquirían
un aire de abandono. Parecía que fueran arrastrados por sus dueños, como si se quedaran
atrás.
Los niños blancos
eran mucho más firmes. Jugaban al caminar, pero sin dejar de ser muy enteros. El
pavimento, por ejemplo, bajo los zapatos de los blancos, se convertía en una cosa
que debía ser pisada. Que servía para eso y nada más.
Sintiendo estas
cosas, el mendigo había comprendido por qué no podía nunca confundir los zapatos
de un negro con los de un blanco. También había sabido explicarse por qué, durante
tanto tiempo, se había sentido incómodo al ver pasar zapatos de blanco junto a él.
Eran tan zapatos. Temía que lo pisaran. No lo pisaron nunca, pero si ya no le preocupaba
no era porque se hubiera acostumbrado sino por un sentimiento general de indiferencia.
Toda su infancia
oyó hablar de los blancos y no fue sino cuando lo atraparon en el bosque, que los
había visto de cerca. Antes nunca. Antes oía hablar de ellos como quien oye hablar
de una aldea que no conoce.
Algunas gentes
decían que eran sabios. Otras, que eran malos. Unos parecían admirarlos. Otros los
odiaban. Nadie dijo nunca que fueran hombres. Que pudieran quizás ser buenos. Pero
él poco a poco se fue acostumbrando a la idea de que había blancos y que mandaban.
Por eso, cuando oyó hablar de los Mau Mau la primera vez, le pareció normal que
la gente se mostrara asustada: los Mau Mau mataban a los blancos y a los negros
que obedecían al blanco. A él no le había parecido ni bien ni mal, sino normal.
Si los blancos mandaban sin ser africanos, si castigaban y pegaban y maltrataban
a los africanos, si les quitaban sus tierras y les quemaban sus casas, era normal
que los mataran. Y también a los negros que los ayudaban.
No había sentido
ni curiosidad ni miedo. Él no había
visto nunca a los blancos y no quería matarlos. Pero por lo mismo, tampoco lo asustaban.
Sólo cuando
vino el oficial de distrito a sacarlo de su choza y llevarlo a la cárcel en
donde le pegaron porque creían que él ayudaba a los Mau Mau (el blanco sólo
daba las órdenes) –pero sobre todo, cuando vio que el oficial de distrito, un
negro como todos, las obedecía como si fuera él quien las había pensado–
comenzó a entender lo que significaba el miedo.
Había sido
como un sueño. Todas esas historias que había oído en la aldea, en la tienda
del asiático. Historias de gente a la que habían echado de su tierra (porque
los blancos llegaron del mar y se quedaron a vivir aquí. No son de aquí, decía
la gente siempre); historias de gente a la que obligaban a trabajar para ellos,
de gente que los servía (y en la aldea se murmuraba que su tío era uno de ellos,
uno de los que se habían vendido, mientras que sus padres no. Sus padres,
decían sin atreverse a decírselo a él, eran de las víctimas). Todo eso que en
el pasado había escuchado medio incrédulo, como si no le hablaran a él, se
volvía real al sentir los huesos molidos.
Y quién le
hubiera dicho que mientras todo eso sucedía, el pavimento ya estaba acá; seguro
ya había mendigos, ya había zapatos que pasaban.
Y en estos años
en la ciudad, él había aprendido mucho. Sólo que no tenía a quién decirlo. Ni
hubiera sabido cómo decirlo. Además suponía que los demás mendigos sabían tanto
como él. Que seguramente los zapatos también sabían, porque si no, por qué
pasaban a diario pisando fuerte como si todo fuera normal. Había aprendido
mucho, pero a lo mejor era que él, él solo, era el único que antes no había
sabido. En todo caso, ya casi no se acordaba de cómo era no saber. A veces
creía que toda su vida había sido mendigo, que siempre había estado ahí, con la
mano vuelta hacia arriba. Con esa indiferencia al miedo.
Y eso era
lo que el niño se decía casi asustado: nació ahí. ¿Ahí? ¿Y qué comía? Y de la mano de su madre pasaba sin mirarlo.
Azorado un poco.
Ah, comer.
Curiosamente
ése era uno de los problemas menos graves del mendigo. Al final del día siempre
tenía suficientes monedas para un pedazo de pan. Una salchicha a veces. Una fruta.
Y en el callejón, los cocineros del hotel les dejaban una bolsa con restos de comida.
Era un
acuerdo tácito entre los cuatro mendigos del callejón, que esa bolsa sería
dividida en cuatro partes. El problema se presentaba si venía un quinto –de
esos que deambulan buscando lío–. Una vez uno de esos había encontrado la bolsa
y la había tomado justo en el momento en que él llegaba. Le dijo que esa bolsa
era de ellos –de él y de sus compañeros– que se la devolviera. El mendigo
intruso apenas si lo miró. Ya comía de la bolsa a grandes manotadas. Y llegaron
otros dos de los cuatro que dormían ahí. Se dieron cuenta de inmediato. El mendigo
intruso se atragantaba. Nadie gritó. Nadie levantó la voz. Con la muleta –apoyándose
en un tambo de basura– el mendigo le asestó un golpe bárbaro en el hombro. La
bolsa cayó al suelo y los otros dos se precipitaron sobre ella a comerse lo que
quedaba. El intruso se fue sobándose y todavía masticando.
Y es que el
hambre era como el tiempo. No existía. No tenía principio ni fin. Estaba ahí
siempre. El hambre y él eran lo mismo. Nunca no había sentido hambre, y había
acabado por acostumbrarse. A tal punto, que ya no pensaba en comer. Cuando por
la noche en su callejón mascaba lentamente sus pedazos de pan, o a veces las
papas cocidas y frías que les dejaban en la bolsa, se le apelotonaban en la
garganta (por más que masticaba largo rato). Muchas veces se dormía con la
comida en la boca. Con la fruta le iba mejor. El jugo se le escurría por todos
lados y le traía recuerdos viejos, inalcanzables. Pero todo lo comía muy lentamente,
con un callado pavor.
Problema
era el agua. La sed lo atormentaba mucho más que el hambre. Algunos mendigos
compraban cerveza cuando tenían lo suficiente, pero a él la cerveza lo hacía
vomitar. Él quería agua simplemente.
Tenía una
lata. Una vieja lata de aceite que llenaba todas las mañanas de la única toma
de agua que había por ahí cerca. Había que ir muy temprano para evitar
problemas –no sólo los otros mendigos, sino también los trabajadores, los
barrenderos, los mozos. Se enfurecían si tenían que esperar a que un mendigo
terminara. Llenaba su lata muy temprano, tomaba un poco y la llevaba a su
callejón. Ahí la ocultaba tras los cartones. Durante el día, se obligaba a no
tomar, a no comer, para no tener que moverse de su sitio. Y si se hubiera llevado
la lata con él, habría bebido y habría tenido ganas de mear. Esas cosas se iban
aprendiendo.
De todas formas
era tan grande la diferencia entre su vida de ahora y su vida de antes (cuando
se movía mucho más, no estaba tan asentado como ahora), que no podía menos que
amar su rutina actual. Cuando no tenía la muleta, todo le tomaba cuatro veces
más tiempo. Si encontraba un sitio en donde guarecerse, no podía defenderlo. Muchas
veces tuvo que pasarse gran parte de la noche despierto, vigilando. Cierto, sin
la muleta, la gente se mostraba más compasiva. Incluso los policías. Le decían:
quédate ahí pero no molestes. Y se dormía sintiendo que lo protegían. Pero nunca
sabía. A veces amanecían de mal humor. Lo sacudían: muévete, le decían,
circula.
Bueno, todo
eso se había acabado. De la zona del mercado había salido para no volver. No
volvería jamás a ninguna parte que hubiera dejado. No iba a recorrer de regreso
esas calles que había ido conquistando con tanta dificultad.
Y es que la
primera aparición en una calle nueva no era nunca bien recibida. Si no eran los
mendigos locales, eran los dueños de los negocios. Era la policía, siempre la policía.
Así que todo movimiento tenía que ser muy lento, muy calculado. Aparecerse en
una esquina nueva y quedarse ahí durante horas para poder captar cómo eran las
cosas. Sin pedir, además. Nada llama más la atención que los mendigos que reciben limosna. El sitio de
inmediato se vuelve valioso y una cara nueva no lo retiene jamás.
Había sido durante una de esas conquistas de esquina nueva, que había
sucedido lo de la muleta.
Desde que lo habían dejado en el mercado, sencillamente se había tenido
que olvidar del hospital. Cómo ir. Cómo volver en caso de que no le dieran
la muleta. Imposible. El mendigo había centrado su esperanza en un palo
cualquiera y durante meses, pese a la terrible competencia, se había quedado en
el mercado. Estaba convencido de que ahí encontraría un palo. Un palo de
escoba, un palo cualquiera. Un palo. Había muchos, pero cortos. Tablas, en realidad.
Tablas delgadas de las cajas de naranjas (astilladas, con clavos torcidos
muchas veces). Y no sólo eso, sino que eran codiciadísimas y los mendigos ni
soñaban con ponerles las manos encima. Desaparecían como relámpago. El peor enemigo
de los mendigos, a decir verdad, no es ni la policía ni los otros mendigos. Mucho
menos los borrachos o los dueños de negocios (que sentían asco, pero no odio). El
verdadero enemigo eran los pobres. Los pobres que se precipitaban vorazmente
sobre todo, sobre cualquier cosa y se lo llevaban. Porque ahí estaba lo malo.
Los pobres nunca vivían cerca, sino en barrios muy lejanos. Se iban en autobús
y no se les volvía a ver. No había manera de robarles o asustarlos. Y esas
tablas de las cajas de naranjas –por lo general las tapas– ellos se las llevaban
para usarlas de leña.
El mendigo soñaba con todo lo que haría
si se conseguía un pedazo de madera así. Con dos chiquitos, se hubiera podido
hacer unas bases para las manos. Con tres, se hubiera podido poner uno en el
muñón también. Amarrados con algo. Trapo, un pedazo de cuerda, con tiras de
plástico. Eso no era difícil de encontrar.
Y con un
palo se hubiera podido poner en pie.
Era la esperanza diaria. Su trabajo de
todos los días. Mirar por todos lados con atención. Calcular las posibilidades.
Vigilar la presencia de los palos cuando aparecían. Porque todos los mendigos
querían palos. Aunque no fueran cojos. Los palos eran excelentes para
defenderse.
Al final había comprendido que el mercado
era el sitio ideal para los mendigos, pero por eso había tantos. Y a uno se le
iba todo el día y la energía, y muchas veces la vida, tratando de defenderse.
Él había presenciado una vez una escena
terrible, quizá la que lo había convencido de que era mejor irse a otra parte.
Entre los mendigos locales, los dueños, podría decirse, del mercado, había uno
que él no entendía por qué era mendigo. Era muy joven y tenía dos piernas, las
dos manos y ni siquiera estaba ciego. Sin embargo, casi ni harapos tenía. Y era
flaquísimo. Decían que era loco. Caminaba siempre, de un lado a otro, sin
detenerse jamás, muy rápido. No se fijaba en los mendigos nuevos, no le tenía
miedo a nadie. Se acercaba a la gente y pedía monedas. Se metía a las
panaderías (y uno que se pasaba horas sin decidirse a entrar), y salía
comiendo. Compraba cigarrillos, pedía cerillos a la gente, y caminaba, caminaba
todo el tiempo hablando solo. Debía darle mil vueltas diarias al mercado. Una
vez lo había visto con un periódico. Como si lo fuera a leer. Como si pudiera
leer. A lo mejor sí era loco. En todo caso lo que pasó fue que una mañana en
que él vigilaba un palo de escoba muy vieja ya, muy rala, que el barrendero
había olvidado cerca de donde él estaba (ya se había empujado un poquito hacia
ella, pero espiaba por todos lados para ver si el barrendero venía o no), vio
salir al mendigo corriendo y gritando y un montón de gente detrás persiguiéndolo.
Nunca se le iba a olvidar el terror que le alcanzó a ver en la cara. La gente lo
atrapó un poco más adelante y entre todos lo apalearon, lo pateaban, lo
escupían, hasta que por fin llegó la policía y se lo llevó.
Se había
robado una naranja.
Entre los que le pegaban había muchos pobres y varios mendigos,
y lo malo había sido que por estar viendo, no se había dado cuenta quién ni cuándo
se había llevado la escoba.
Decidió
irse del mercado.
Pero cuando
un mendigo decide irse de su esquina, no es de un día para otro que lo hace. Es
sumamente difícil saber cuál es el momento más indicado y en qué dirección. ¿Y
si mañana apareciera un palo? ¿Y si alguien de su aldea llegaba por ahí? A lo
mejor el tío se había muerto ya y él podría volver. No sabía para qué en el
fondo –de las mujeres de su tío, ninguna lo había querido nunca– y menos ahora
que no le podría servir para nada. Pero en todo caso, ésa había sido una de sus
esperanza cuando había tenido esperanzas. (Desde que tuvo la muleta ya no las
necesitó.)
Y se le iban
pasando los días. Uno porque llovía y era mejor no moverse. Otro porque hacía
sol y habría demasiada gente en la calle. Les estorbaría. Acabarían por llamar a
la policía. Otro más porque no había conseguido una sola moneda en toda la
mañana y no quería arriesgarse a irse así. Quién sabía lo que pasaría en cuanto
dejara su sitio. Se daba cuenta de que las calles cercanas eran muy
transitadas. Mucho asiático por ahí. Eso le infundía miedo y esperanza a la
vez. Recordaba la tienda del asiático en su aldea. Le daban miedo porque
gritaban, porque no les entendía cuando hablaban swahili, porque
trataban mal a los negros. Pero recordaba que siempre había cosas a las puertas
de sus tiendas –costales, cartones, basura en fin. Era promisorio.
Así estuvo indeciso
hasta que un día se descubrió asustado arrastrándose lejos de la reja del
mercado. No quiso volver la cabeza. No quiso percibir la mirada codiciosa de
los otros mendigos. Simplemente se fue yendo, adentrando en una maraña de
piernas. A media mañana de un día gris, pesado. Había bastado alejarse una sola
calle para que el mendigo comenzara a sentir todo lo que podría ser y no era;
para que enumerara todo lo que estaba en contra suya y sintiera en el estómago
el pánico desagradable, la impotencia total y ya superflua, de saberse mendigo.
Planear, prever, no serviría jamás de nada. Y sin embargo, éste era
invariablemente el punto en el que lo anterior se volvía peor. Infinitamente
peor. Jamás encontraría un palo en el mercado, sintió convencido llegando a la
esquina y sabiendo que era su vida lo que estaba en peligro.
Tanto
imaginar este cruzar la calle para confirmarse que nada podría ser nunca
comparable al hecho de cruzarla. Y se dejó ir con el resto de los transeúntes, olvidando
el cielo encima de sus cabezas, el pasado detrás y la esperanza. Y, por
supuesto, sin mirar los coches. Avanzaba, sentía con los labios apretados,
estaba avanzando. Y una sensación cálida, un asombro agradecido lo invadió. La
gente lo aceptaba. Lo dejaban existir junto a ellos. Les parecía normal que se arrastrara
a su lado. Un sabor de lágrimas que se confundía con risa. Cómo va a ser normal,
se repetía. Y la emoción y el cansancio y un poco de miedo, lo
hicieron irse acercando al muro de un negocio en donde vendían semilla. No
demasiado cerca del costal colocado a la entrada y repleto de maíz –podían creer
que quería robar– pero
sí lo suficiente para sentirse a su mismo nivel. Se sentía acompañado.
Apoyó la espalda contra la pared y cerró los
ojos inclinando la cabeza. Posó la mano sobre su regazo, con la palma abierta,
y aquietó el temor del cuerpo. Lentamente los pasos de los demás –los pasos de
la gente– adquirieron un ritmo familiar. Los
sonidos de la calle parecieron abrirse como para recibirlo. El mendigo alzó los
ojos y miró. La tienda en cuyo muro se había apoyado, hacía esquina. Él se
había sentado del lado de la puerta que quedaba sobre una calle pequeña, como
de bodegas, creía. La gente transitaba más bien por la otra, la más ancha, en
donde estaban todas las tiendas. Calculó. Era el otro lado de la puerta lo que
necesitaba. Pero esa calle para dormir parecía adecuada. A todo lo largo un
techo sombreaba la acera. En la entrada de su tienda, varios costales con
granos yacían abiertos, a la vista, cuatro o cinco, como guardias seguros. El
olor le gustó. Un olor seco, que le picaba la nariz. Alguien salió de la tienda
y no lo miró, echó para el lado opuesto. La gente pasaba de largo. Era el otro
lado, claro, pero un momento. Un momento. Miraba. No era gente muy rica. En su
mayoría asiáticos. Cargadores africanos. Carretas de madera. Camiones de carga.
Gente pobre pero no como la del mercado. ¿Seguir adelante? Había algo distinto, bruscamente distinto en la calle que seguía, no la de enfrente,
que era igual a ésta, sino la siguiente. La acera se ensanchaba y como que se
emblanquecía. Tenía una reja justo en la esquina, y enfrente, cuatro calles
anchísimas, como la del hospital. El mendigo miraba con estupor. Cada esquina
con un edificio más alto que la otra. Edificios distintos de los que había
visto hasta ese momento. Edificios que tocaban el cielo. Edificios de blancos.
Un hombre
salió de la tienda, pero se detuvo entre los costales. Un asiático gordo, de
pelo muy negro. El mendigo inclinó la cabeza. Miró los zapatos negros,
puntiagudos y viejos del hombre. Si lo echaba, seguiría a lo largo de la calle
desierta. No iría hacia los edificios, no iría. El hombre volvió a meterse y
salió con tres costales vacíos y una bolsa de pan. Toma. El mendigo asió los
costales cono una mano y el pan con la otra, y se quedó inmóvil un rato
larguísimo. Larguísimo. Los costales sobre las piernas producían un calor
extraño. Nuevo. La gente pasaba y pasaba. La mano del mendigo no pedía.
Después –no
oyó pasos, no vio las piernas. Sintió, más bien, la presencia y alzó los ojos. Todo
a un tiempo. Era el asiático otra vez. Con una muleta.
–A ver si te
sirve –dijo. Y la puso a su lado.
El mendigo
lloró (aunque nadie que lo hubiera visto se habría dado cuenta). Esa fue la
primera vez.
Luego se comió
un pan. Y luego otro. El tercero lo envolvió bien en la bolsa de plástico y
luego en los costales, los que puso detrás de él, cubriéndolos con el cuerpo.
Colocó la muleta del lado de la pierna ausente y la estuvo acariciando todo el
día. No pensaba, no miraba, no calculaba. Era feliz.
Al día
siguiente, el asiático ya no lo encontró ahí.
Aprender a
caminar con la muleta no fue muy difícil, aunque al principio (practicaba por
la noche, cuando ya no había gente en la calle), se había caído varias veces. Tanto
tiempo de no usar la pierna buena.
Las
posibilidades de la muleta eran numerosas. Las fue conquistando una a una. Y
tras cada conquista, el mendigo le dedicaba a su muleta un buen rato de
caricias suaves, idénticas. Era de una madera oscura, con la punta cubierta con
una goma negra y gastada. Un ortopedista habría dicho que era un poco alta para
él, y él jamás habría comprendido por qué. Era su muleta. Su pierna.
Y el mundo,
de pie, era otra cosa. Era encontrar el rincón más apropiado; era rehuir
problemas; era defenderse.
Se aventuraba por las calles anchas sólo
de noche. Y no lo podía creer. Edificios tan grandes, tan increíblemente
grandes que todo el mundo podría caber en ellos. Para qué quería la gente
edificios tan grandes, tantos, si ni siquiera vivían ahí. La gente vivía en otras partes. Ahí venían a
trabajar solamente. De noche la ciudad quedaba desierta. Salvo por los hoteles.
Los hoteles. Nadie le explicó nunca lo que eran.
Podría decirse que los fue descubriendo a base de empujones, de amenazas, de
miedo. ¡No te quedes por aquí, fuera! ¡La gente no quiere pordioseros a la entrada
del hotel! Policía, saque a los mendigos de aquí, ¿no ve que molestan?
Los mendigos se pasaban la voz: en tal hotel dan
pan, en el de allá a veces dan fruta. Y él, como atraído por un imán, se les iba
acercando, agazapado tras su propio terror, deslumbrado por la luz y el
movimiento, intimidado por tanto blanco. Llegaban, se iban en un constante azotar
de puertas, autos, paquetes, bultos, risas y muchas voces.
Y la ciudad
con sus dimensiones imponentes pasó a segundo plano. Eran los hoteles los que
lo intrigaban. ¿Qué hacía la gente adentro? ¿Por qué venían tantos? ¿Para qué?
Era como soñarlos. Soñarlos era saberlos irreales, inalcanzables, ajenos,
aunque los tuviera ahí frente a él, tan cerca, en ese aire que era tan suyo y
ese espacio tan conocido.
Pero más
tarde, la curiosidad, la extrañeza, la incomprensión, también se fueron
gastando. Ahora los veía como si fueran árboles o maleza, como si fuera el
monte que se veía desde su aldea. Estaban ahí y eso era todo. Igual que las tiendas,
igual que todo. Que la gente. Que la vida. Y no era que ahora sintiera que los
conocía más, se dijo al cojear hacia su callejón. Era más bien como si se
hubiera aburrido de ese trayecto que su curiosidad recorriera tantas veces:
desde los recuerdos de la aldea –tan distinta, en donde la gente era gente y
las casas casas– hasta la ciudad, en donde todo estaba tan lejos de él.
¿Y por
qué no se busca un techito para que no se moje cuando llueve? se dijo el niño,
dejándose arrastrar por la madre.
Tan del
otro lado de la calle. Tanto, que ya la conocía demasiado, que ya no la veía,
que ya no se le ocurría siquiera querer cruzarla.
Antes se
había arriesgado. Al pasar junto a un escaparate, acariciaba el vidrio y con
eso creía tocar los objetos detrás. Era un riesgo. En cualquier momento el askari podía impacientarse, pero los
askaris, en el fondo, eran el problema menor de su existencia. Se dormían sentados en
sus bancos, envueltos en sus gruesos abrigos, y rara vez se despertaban. Y él los
temía porque de todas formas le recordaban a los guardias de la cárcel, pero
jamás lo habían molestado.
En todo caso, antes se acercaba a los
escaparates y los miraba largamente. Era como ver nubes. Tantas cosas. En las zapaterías se divertía. Se
imaginaba con todos los zapatos puestos. Colocaba su pie en mil posiciones
distintas. Se miraba en los espejos y le daba risa. Era un sueño. Él era él.
Todo lo demás era tan extraño que le daba risa. Ante los supermercados veía
objetos –cajas, latas, frascos que para él no querían decir otra cosa que
mirarlos alineados caprichosa, misteriosamente. Al pasar junto a restoranes, le
llegaba el olor y ahí no se detenía, seguía su recorrido mirando todo, pero
sabiendo ya que su paseo había terminado. Cuando olía comida el sueño se
acababa. Se estrellaba. Las nubes dejaban de ser nubes y se convertían en
soledad. Y poco a poco sentía que dentro de él caía la noche y eso, no sabía
por qué, lo ponía rabioso.
Pero eso había
sido antes en todo caso. Ahora ya no paseaba por la ciudad. Había sido antes,
antes, cuando las cosas eran peores. Mucho peores que ahora. Ahora llegaba a su
callejón y primero que nada sacaba la lata y se bebía la mitad. Luego sacaba
los cartones y cuidadosamente los colocaba junto a los barrotes –todo esto sin
dejar de apoyarse en la muleta, naturalmente–, luego desdoblaba un enorme
pedazo de plástico, y finalmente se dejaba deslizar hasta el suelo con
suavidad, casi elegancia. Con la muleta ya no había necesidad de apoyarse en un muro. Con la
muleta se sentaba y ponía de pie con gran soltura.
Pero no se
tendía todavía. Había que esperar a los compañeros para repartirse la bolsa del
hotel. Y era en ese rato, precisamente, cuando se ponía a pensar en la aldea.
La aldea antes de que
todo sucediera. Cuando trabajaba la tierra.
Más que
enseñarle a trabajar la tierra, su tío lo obligó a trabajar para él, y no tuvo
más remedio que enseñarle. Su tío no buscaba que él lo disfrutara, pero él,
pese a todo, amó la tierra desde el primer instante.
En la casa
de su tío –que era el hombre más rico de la aldea– había cuatro mujeres,
muchísimas cabras y bueyes y mucha tierra. Su tío tenía más tierra que nadie.
La casa era un conjunto de varias chozas y él, al principio, había vivido en la
de la primera mujer. Esa mujer tenía dos hijas bastante más grandes que él y a
quienes no veía nunca porque iban a la escuela de la misión. En esa choza vivió
hasta los nueve años. Pero era como vivir solo. Nadie se ocupaba de él. La mujer
no le pegaba, pero no lo quería. No quería saber nada de él. Si él no se acercaba
a la hora en que ella cocía el ugali, se quedaba sin comer. Si se acercaba, le
tendía un plato que él comía en un rincón.
El tío le
pegaba cuando lo encontraba, pero si no lo encontraba, lo dejaba en paz. Las
otras mujeres lo ignoraban, y sus hijas (todas tenían solamente hijas), corrían
cuando lo veían. Hasta los nueve años fue así. Una vez, oyó una conversación
entre los viejos de la aldea sobre su tío. Supo que estaba desesperado porque
no tenía hijos hombres. Supo que a él no lo quería porque no era hijo suyo.
Supo que la gente del pueblo sentía lástima por él, pero que nadie se atrevía a
decir nada porque tenían miedo del tío. Supo que el tío ayudaba a los blancos y
por eso tenía tanta tierra. Supo que a la gente del pueblo no le gustaba que
mandara a sus hijas a la escuela del blanco.
Oyó la palabra tribu. Que era indigno hacer vivir así a un miembro de
la tribu (él. Él era miembro de la tribu, supo). Que tarde o temprano alguien
debería hablar con el tío pero que como el jefe de la aldea era un hombre tan
viejo que ya pronto moriría y todos sabían que el tío sería el nuevo jefe
aunque no fuera la aldea la que lo nombrara, nadie se atrevía. Que desde la
llegada del hombre blanco la lluvia había comenzado a lastimar. Que los jóvenes
querían irse a la ciudad. Que qué iban a hacer.
Hasta ese
momento él le había tenido miedo a su tío. A partir de entonces, le tuvo
terror. Y fue precisamente por esa época cuando el tío decidió que era hora de
que él se ganara su pan.
Primero le
ordenó cambiarse de choza –y le dieron la más vieja del conjunto. Una que en la
época de lluvias era utilizada para guardar las cabras. Pero las cabras ya eran
demasiadas y no cabían ahí. El tío había construido una nueva y la vieja, le dijo,
sería la suya.
Él siempre
había dormido cerca de las niñas de la primera mujer. No le hablaban mucho y se
burlaban de él porque estaba tan sucio, le decían, porque parecía un salvaje.
Pero a él no le importaba. Le gustaba quedarse dormido oyéndolas hablar y reír.
La primera noche que estuvo en su nueva choza, sintió un miedo espantoso. La
primera noche, cuando ya todos dormían, no pudo soportar el
silencio y se acercó a su antigua
choza y trató de meterse a su viejo rincón. Pero las niñas despertaron y
gritaron asustadas. El tío vino echo una furia. Le dio una paliza tremenda y lo
echó de vuelta a su propia choza.
Durante dos
días no pudo moverse. Estaba molido. Desde la oscuridad de la choza oía a la
gente afuera viviendo, yendo y viniendo. Hablando como todos los días. Caía en
un sueño pesado y luego despertaba. Sabía que el sol estaba ya alto. Temía que
viniera su tío. Pero parecían haberlo olvidado. Él no lloraba. No sabía llorar
aunque se sintiera triste. Había visto llorar a las niñas, pero creía que para
llorar necesitaba tener una madre. Él sabía que no había aprendido a llorar
porque no tenía una. No sabía necesitar consuelo tampoco.
Lo que necesitaba era ayuda. Alguien que le trajera algo de comer porque tenía
hambre, tenía hambre. Si hubiera podido moverse habría ido a su antigua choza,
pero en cuanto trataba de erguirse, se le nublaba la vista. No pensaba. No se desesperaba.
Estaba esperando.
Después oyó
pasos, pero no se sintió ni sorprendido ni ilusionado. No tenía por qué. Pero
el terror le nació nuevo y desconocido cuando vio que era su tío. Metió la
cabeza bajo el brazo. El tío se rio. Le dejó un plato de ugali junto y le dijo:
–En cuanto te puedas levantar vas a venir conmigo a trabajar al campo. No te
has de acercar más a las chozas de las mujeres. Acá te van a traer la comida
ellas. Y se fue.
En el campo no se
hablaba. Se hacían cosas. Y desde el primer día él se sintió feliz. Por primera
vez se sintió existir. Era diestro y rápido. El tío vio que aprendía rápido y se sintió satisfecho. Le dejó de pegar.
Mientras esperaba
a que llegaran sus compañeros, el mendigo recordaba esa época: cuando trabajaba
la tierra. Cuando nadie le pegaba. Cuando nadie se metía con él. Él era el
único de la aldea que no asistía a la plaza durante las festividades. El único
que no iba al mercado los domingos, el único que caminaba por el pueblo sin
detenerse a cada paso para hablar con la gente. Lo saludaban. Lo dejaban pasar.
Sabía que sabían que trabajaba bien. Sabía que sabían que su tío no le había
vuelto a pegar.
Un día el
tío le dijo: ahora te haces tú tu comida. Y eso terminó con su último contacto
con las mujeres de la casa.
Creció y se
dijo que se buscaría una mujer. Las jóvenes de la aldea lo miraban pasar
intrigadas. Él no se metía con nadie. A los dieciocho años
era alto y fuerte. Buen mozo. Conocía las costumbres de la aldea. Lo tenía todo
y no tenía nada. El campo que trabajaba le daba de comer. Él decidía. El tío había dejado todo
en sus manos.
–Me quiero casar –le dijo un día.
–Bueno,
pero sigues trabajando mi tierra.
–Primero –dijo–,
quiero construirme una choza.
Y en el
mismo sitio donde había vivido más de ocho años, comenzó a hacerse su choza.
En la aldea era costumbre ayudar a los jóvenes cuando se preparaban para
hacer una familia. Cuando la gente lo vio destruir la choza vieja y comenzar
una nueva, no sabían qué hacer. ¿Ofrecían su ayuda o hacían lo de siempre
cuando se trataba de él? Ignorarlo. El hombre más viejo fue encargado de
preguntar al tío. ¿Es de los nuestros o no?
–Trabaja
para mí. Déjenlo solo.
Es de la
tribu, le habían recordado.
–Es de mi familia –había dicho el tío–,
y yo decido lo que se hace con la gente de mi familia.
Él había oído todo esto pero no le importó. No esperaba ayuda. No
esperaba nada. Se sabía solo. Si necesitaba algo lo pedía. Y cuando pedía, lo hacía anunciando: necesito
esteras. Y el tío ordenaba a una de
sus mujeres que se las tejiera.
A los
viejos de la aldea no les gustaba esta situación. Nunca se
había visto, decían. En
toda la historia de nuestra gente, nunca se
había visto. No está bien, decían. Y concluían que era culpa del hombre blanco.
Que era el hombre blanco quien había hecho del tío (ahora jefe de la aldea,
naturalmente), lo que era.
Los
jóvenes, por su parte, simplemente lo odiaban. Le sospechaban ambiciones. Va a
querer ocupar el puesto de su tío, ya verán. A mí nunca me convencieron las
palizas que le daba antes.
No todos
pensaban exactamente así, pero como él no buscaba a ninguno, ellos tampoco, y
habían acabado por apartarse cuando pasaba.
¿Y con
quién cree que se va a casar? se preguntaban airados los jóvenes. Con ninguna
de nuestras hermanas. Y tampoco vamos a permitir más gente extraña en la aldea.
Decían
“más”, como si él fuera un extraño. Y no lo era y lo era en realidad, puesto
que nadie lo conocía. Lo decían rabiosos, porque sabían que al final tendrían que aceptar
lo que el tío decidiera, pero todos y cada uno estaban decididos a impedir que
fuera una de sus hermanas.
Y éstas,
entretanto, cuchicheaban con risas nerviosas. ¿Y si fueras tú? ¿Qué
harías? No seré yo. Cómo voy a ser yo si nunca me ha mirado siquiera.
Lo mismo
podían decir todas las demás, pero era evidente que todas tenían la misma
secreta esperanza. Esperanza que ni a sí mismas confesaban porque simultáneamente temían ser ellas las escogidas. Y
día tras día comentaban lo mismo: día tras día se desviaban ligeramente de su
camino al río para ir a ver desde lejos cómo iba la choza.
No faltó
quien sugiriera pelear contra él. Si quiere una de nuestras mujeres va a tener
que luchar por ella, decían los más enconados. Pero los espíritus pacíficos no
encontraban motivos para buscarle pelea. Si siempre lo habían ignorado, por qué no seguir así.
No se metía para nada con los asuntos de la aldea. Pero el tío sí, se exaltaban
los otros. Entonces con el tío. A ver quién se atrevía. Se decía que tenía un
arma de fuego en su choza. Y además, recordaban los realistas, ni siquiera ha
escogido mujer todavía.
Y cuando el
joven bajaba a la aldea, todos guardaban silencio. Las jóvenes bajaban la mirada.
Los jóvenes las vigilaban duramente. En todo caso, él no miraba a nadie.
Entraba a la tienda y se volvía a su choza.
Al tío le
divertía ver a su sobrino afanado con la construcción de su choza. En el fondo
de sí seguía despreciándolo –fundamentalmente por no ser hijo suyo. El que
fuera hijo de su hermano no hacía sino aumentar el desprecio. Su hermana y su
marido habían querido resistir el poder del hombre blanco y habían terminado en
las plantaciones de café, peor que esclavos. No te arrastres, le había dicho su
hermana. No te van a reconocer jamás. Perderás tu dignidad para siempre.
¿Y quién
había tenido razón? Él jamás había tenido que trabajar en una
plantación; el hombre blanco no sólo lo respetaba sino que lo escogía como
autoridad. Y si el hijo de su hermana no había acabado de esclavo todavía, como
sus padres, era gracias a él.
Pero no
quería a ese muchacho hosco y solitario aunque trabajara tan bien la tierra. No
lo quería en lo más mínimo, y si ya no le pegaba era porque comenzaba a verlo
como un hombre y no como un miserable huérfano. Y eso no significaba que ahora
le tuviera miedo. Él no le tenía miedo a nadie; tenía al hombre blanco de su
lado. No, no le pegaba porque ya no era necesario. El muchacho ya había
comprendido que él era su jefe y nada más. Lo recordaba de niño, con esos ojos
de animal asustado y como buscando a quién querer y todavía sentía repugnancia.
–¿Y con
quién te piensas casar? ¿Ya escogiste mujer? –le preguntó burlón.
–No –dijo
el muchacho–. Cuando termine.
Era muy
simple. Cuando su choza estuviera lista, miraría a las mujeres a la cara para
ver cuál le gustaba. Así. Sabía que la gente estaba ahí (aunque no le hablaran.
Él tampoco les hablaba), y que cuando los mirara a la cara,
lo mirarían. Y cuando encontrara la mujer que le gustaba, le pediría que se
viniera con él a su choza que estaría lista. Y si no quería buscaría otra. Era
muy simple. Alguna habría. Y si decía que sí, serían felices… ¿y si decía que no?
¿Si todas decían que no? Se le había ocurrido una vez. Entonces esperaría.
Alguien aceptaría. Y de todas formas, eso ya sería una segunda parte. Primero
la primera.
Pero no
tuvo tiempo. Antes llegó el oficial de distrito y se lo llevó a la
cárcel y le quemó la choza y lo apalearon y se tuvo que ir de la aldea.
¿Y el tío?
No dijo
nada. Cuando supo que el hombre blanco sospechaba de su sobrino, les dio la
razón. Tenían razón. El hombre blanco siempre tenía razón.
Y quizá éste
fuera el momento que más odiaba. Que odiaba. Que odiaba, pensó de pronto.
Cuando ya cada uno se acomodaba en su rincón. Esas sombras torpes y malolientes,
quejosas. Esas respiraciones roncas. Esa comida fría en el estómago. Sentía
náuseas. Que se durmieran rápido. Que se callaran. Que ignoraran como él ese
viento fuerte que soplaba anunciando lluvia (se arropó con su plástico). Que
durmieran, que se acallaran los murmullos de la ciudad, que no se oyeran más
pasos de gente. Instintivamente los clasificaba: hombre, mujer, hombre,
blancos, mujer, mujer. Los pasos de mujer iban de prisa a esta hora, con miedo.
No había una noche en que un grito no lo despertara, carreras, llantos. Debe
ser peor ser mujer, se dijo el mendigo acariciando su muleta. En las mujeres
sólo pensaba cuando sentía lástima por ellas. Su cuerpo no pedía sexo. Hacía
mucho que su cuerpo no pedía nada. Se había acostumbrado a morir en silencio y
ni siquiera el sueño parecía tentarlo. Risas. Un lejano y como equivocado
sonido de platos. Dormir, dormir mientras cada golpe de viento parecía derribar
al anterior. Las ventanas vibraban. Los ecos se desorientaban, la basura rasguñaba
el pavimento en su corretear despavorido. Y el mendigo se volvía a arropar con
su plástico buscando cerrar toda rendija al mundo. Un bulto informe y gris en
la basura.
Ahí está,
se dijo el niño al día siguiente, cuando pasó de la mano de su madre.
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