Richard Matheson
Abrió los ojos cinco segundos
antes de que sonara el reloj. Se despertó súbitamente, sin el menor esfuerzo. Ya
en plena conciencia, con toda frialdad, estiró la mano izquierda en la oscuridad
para apagar la alarma; la campanilla vibró un segundo aún, antes de ahogarse.
Su
esposa, tendida junto a él, le tocó el brazo. Él le preguntó:
–¿Has
dormido?
–No.
¿Y tú?
–Algo
–respondió él–. No mucho.
Ella
guardó silencio algunos segundos. Sin embargo, el marido podía oír las contracciones
de su garganta; la sentía temblar. Sabía de antemano lo que estaba por decir.
–¿Nos
vamos de veras?
Él
cambió de posición en la cama y aspiró profundamente.
–Sí
–respondió, y los dedos se apretaron con más fuerza en torno a su brazo.
–¿Qué
hora es?
–Alrededor
de las cinco.
–Será
mejor que nos preparemos.
–Sí,
será mejor.
Pero
ninguno de los dos se movió.
–¿Estás
seguro de que podremos entrar en la nave sin que nadie nos vea? –preguntó la mujer.
–Creerán
que es otro vuelo de prueba. No habrá nadie que controle.
Ella
no hizo más comentarios, pero se estrechó contra su marido. Tenía la piel muy fría.
–Tengo
miedo –declaró.
Él
le tomó una mano y se la oprimió con firmeza.
–No
debes sentirte así. No corremos peligro.
–Me
preocupan los niños.
–No
corremos peligro –insistió él.
La
mujer, con mucha suavidad, le besó la mano.
–Está
bien –aceptó.
Ambos
se incorporaron en la oscuridad. Él la oyó levantarse. El camisón se deslizó hasta
el suelo con un susurro, sin que ella lo levantara; permanecía inmóvil, estremecida
por el aire frío de la mañana.
–¿Estás
seguro de que no necesitaremos nada más? –preguntó.
–No,
nada. En la nave tenemos todas las provisiones necesarias. De todos modos…
–¿Qué?
–No
podemos llevar nada cuando pasemos ante el puesto de guardia. Debemos fingir que
tú y los niños van a verme partir.
Mientras
ella comenzaba a vestirse, el marido apartó las cobijas y se levantó. Cruzó el cuarto
por el helado suelo para buscar sus prendas en el ropero.
–Voy
a despertar a los niños –dijo la mujer.
Le
respondió con un gruñido mientras sacaba la cabeza de entre la ropa. Ella se detuvo
en la puerta.
–¿Qué?
–¿Y
si al guardia le parece extraño que los vecinos vayan también a despedirte?
–Tendremos
que correr ese riesgo –contestó él, hundido en la cama, mientras buscaba a tientas
los cordones de sus zapatos–. Es preciso que vengan con nosotros.
Hubo
un suspiro.
–Todo
parece tan frío, tan calculado…
La
silueta femenina se perfilaba en el umbral de la puerta. Él se irguió para verla.
–¿Qué
remedio nos queda? –preguntó, con vehemencia–. No podemos permitir que nuestros
hijos procreen entre sí.
–No
–exclamó ella–. Sólo que…
–¿Sólo
qué?
–Nada,
querido, perdóname.
Cerró
la puerta tras de sí y sus pasos se perdieron por el corredor. Se abrió la puerta
del otro dormitorio. Él oyó las voces de sus dos hijos, y una sonrisa inexpresiva
le estiró los labios. Como si fueran a una fiesta, pensó.
Se
puso los zapatos. Al menos, los niños ignoraban lo que ocurría. Para ellos se trataba
sólo de acompañarlo hasta la pista; creían que al regreso podrían contar todos los
detalles a sus compañeros de escuela. Ignoraban que no habría regreso.
Terminó
de ajustarse los zapatos y se levantó. Se dirigió hasta el tocador, arrastrando
los pies, para encender la luz. La situación era extraña: un hombre de aspecto completamente
común, planeando algo semejante.
Frío.
Calculador. Las palabras de su mujer le repercutían en la mente. Bien, no había
otra salida. En pocos años, tal vez antes de lo que se creía, el planeta entero
volaría en una explosión enceguecedora. Aquella era la única solución; escapar con
un pequeño grupo y comenzar de nuevo en otro planeta.
–No
hay otra salida –se repitió, contemplándose en el espejo.
Echó
una larga mirada en torno al dormitorio, despidiéndose de toda aquella etapa de
su vida. Apagar la lámpara fue como apagar una luz en su conciencia. Al salir, cerró
la puerta con suavidad, y acarició con los dedos el gastado picaporte.
Sus
dos hijos, varón y mujer, descendían por la rampa, hablando en misteriosos susurros.
No pudo menos que menear la cabeza, divertido.
Su
esposa lo estaba esperando. Bajaron juntos, tomados de la mano.
–Ya
no tengo miedo, querido –afirmó ella–. Todo saldrá bien.
–Seguro.
Sin duda.
Se
sentó a desayunar junto a los niños. La mujer les sirvió el jugo de frutas y fue
a buscar lo demás.
–Ayuda
a mamá, querida –dijo a la niña.
Mientras
ésta se levantaba, el hermanito comentó:
–Falta
poco, ¿no, papito? Muy poquito, ¿no?
–Tranquilo
–le advirtió–. Recuerda lo que te dije. Si hablas de esto con alguien no podré llevarte.
Un
plato se estrelló contra el suelo. Él levantó la vista: su mujer tenía los ojos
fijos en él y le temblaban los labios. Apartó la mirada, y se inclinó para recoger
los fragmentos del plato. Levantó sólo algunos trozos, con mano vacilante; luego
los dejó caer otra vez. Volvió a incorporarse y empujó todo con el pie hacia la
pared.
–Qué
importa –comentó, nerviosa–. Qué importa que la casa esté limpia o no.
Los
hijos la miraron, sorprendidos.
–¿Qué
sucede? –inquirió la niña.
–Nada,
querida, nada –repuso ella–. Estoy nerviosa, nada más. Vuelve a la mesa y toma tu
jugo. Tenemos que desayunar de prisa; pronto llegarán los vecinos.
–Papá
–preguntó el varón–, ¿por qué vienen los vecinos con nosotros?
–Porque
quieren –respondió él, vagamente–. No pienses más en ello. Y no hables tanto.
La
habitación quedó tranquila. La mujer entró con la comida y la dejó sobre la mesa.
Sólo sus pasos quebraron el silencio.
Los
niños se miraban entre sí, para echar luego una ojeada al padre. Éste mantenía la
vista fija en su plato. La comida le parecía insulsa y espesa; podía sentir las
palpitaciones del corazón contra sus costillas. El último día, se dijo.
Éste es el último día.
–Será
mejor que comas –dijo a la esposa.
Ella
se sentó y tomó los cubiertos, dispuesta a obedecer. En ese momento sonó el timbre
de la puerta. Sus dedos nerviosos vacilaron y el cubierto cayó al suelo con un tintineo.
El marido lo levantó rápidamente y cubrió con su mano la de su mujer.
–No
te preocupes, querida –dijo–. No te preocupes.
Y
se volvió hacia los niños, ordenando:
–Vayan
a abrir la puerta.
–¿Los
dos?
–Sí,
los dos.
–Pero…
–Hagan
lo que les digo.
Ambos
abandonaron morosamente las sillas y salieron del cuarto, sin quitar la vista de
sus padres. Cuando hubieron desaparecido por la puerta corrediza, él se volvió hacia
su mujer. Estaba pálida y tensa, con los labios fuertemente apretados.
–Por
favor, querida –trató de explicarle–. No los llevaría si no tuviese la seguridad
de que estaremos a salvo. Sabes que he volado muchas veces en esa nave. Y tengo
bien decidido el sitio donde vamos. No habrá problemas. Créeme, no habrá problemas.
Ella
le tomó la mano y apoyó allí su mejilla, cerrando los ojos. Unas lágrimas enormes
se filtraron entre los párpados y rodaron por el rostro.
–No
es eso lo que me preocupa –explicó ella–. Es… este asunto de irnos, y no volver
más. Hemos pasado toda la vida aquí. No es lo mismo que mudarse. No podremos volver.
Jamás.
–Escucha,
querida –insistió él, en un tono apremiante que revelaba su tensión–. Sabes tan
bien como yo que dentro de pocos años habrá otra guerra, y que será terrible. No
quedará nada en pie. Tenemos que irnos. Por nuestros hijos, por nosotros mismos…
Hizo
una pausa, para medir el efecto de sus propias palabras.
–Por
el futuro de la misma vida –concluyó, sin convicción.
Enseguida
se arrepintió. A esa hora temprana, y después del prosaico desayuno, ese tipo de
disquisiciones no sonaba convincente… aunque fueran verdaderas.
–No
tengas miedo –repitió–. Todo saldrá bien.
Ella
le apretó la mano.
–Lo
sé –afirmó con suavidad–. Lo sé.
Unos
pasos se aproximaron. Él le alcanzó un pañuelo de papel. Apresuradamente, la mujer
se enjugó las mejillas.
Se
abrió la puerta y entró el matrimonio vecino con sus hijos. Los niños no podían
contener la agitación.
–Buenos
días –saludó el vecino.
Las
mujeres se dirigieron hacia la ventana, y empezaron a hablar en voz baja. Los niños,
sin alejarse, se movían constantemente, mirándose entre ellos con ansiedad.
–¿Ya
desayunaron? –preguntó él.
–Sí
–respondió el vecino–. ¿No te parece mejor que salgamos?
–Creo
que sí.
Dejaron
los platos sobre la mesa. La mujer subió a buscar abrigos para toda la familia.
Mientras
los demás se dirigían al coche, él y su esposa permanecieron unos momentos en el
porche.
–¿Cerramos
la puerta? –preguntó él.
La
mujer se pasó una mano por el pelo y esbozó una sonrisa desolada, encogiéndose de
hombros.
–¿Importa,
acaso? –respondió, dándole la espalda.
Él
cerró la puerta y la siguió por el sendero.
–Era
bonita, la casa –murmuró ella.
–No
pienses más en eso.
Ambos
volvieron la espalda al hogar y subieron al coche.
–¿Cerraron
con llave? –preguntó el vecino.
–Sí.
–Nosotros
también. Íbamos a dejar abierto, pero tuvimos que volver a cerrar.
Avanzaron
por las calles tranquilas. Los bordes del cielo empezaron a enrojecer. La vecina
iba en el asiento trasero con los cuatro niños. Junto a él viajaban su esposa y
el vecino.
–Va
a ser un hermoso día –afirmó éste.
–Tal
vez.
–¿Se
lo dijeron a los niños? –preguntó el hombre, en voz baja.
–Por
supuesto que no.
–Yo
tampoco, yo tampoco –aseguró el vecino–. Preguntaba, nada más.
–¡Oh!
Durante
un rato avanzaron en silencio. El vecino preguntó:
–¿No
tienen a veces la sensación de estar… huyendo?
–No
–respondió él, apretando los labios–. No.
–Creo
que es mejor no hablar del asunto –comentó apresuradamente el otro.
–Es
lo mejor.
Mientras
se acercaban al puesto de guardia, en la entrada, él se volvió hacia los de atrás.
–Ya
saben –les dijo–. Ustedes, ni una palabra.
El
guardia, soñoliento, no prestó mucha atención. Lo reconoció en seguida, pues él
era el principal piloto de prueba de la nave último modelo. Y eso bastaba. El piloto
dijo que su familia quería verlo despegar. Estaba muy bien. El guardia les permitió
acercarse a la plataforma de la nave.
El
coche se detuvo junto a las enormes columnas. Todos descendieron y alzaron la vista.
Muy por encima de ellos, la gran nave metálica apuntaba hacia el cielo, empezando
a reflejar en su vértice el resplandor de la mañana.
–Vamos
–ordenó él–. ¡Aprisa!
Mientras
todos trepaban rápidamente al ascensor de la nave, él se detuvo un momento y miró
hacia atrás. El puesto de guardia parecía abandonado. Echó una mirada alrededor,
tratando de grabarlo todo en su memoria. Se inclinó para recoger un puñado de tierra
y se lo guardó en el bolsillo.
–Adiós
–susurró.
Y
corrió hacia el ascensor.
Las
puertas se cerraron ante ellos. El cubículo ascendió en silencio; sólo se oían el
zumbido del motor y algunas tosecitas nerviosas de los niños. Él los contempló un
instante. Llevarlos así, tan pequeños, pensó, sin que puedan ayudar…
Cerró
los ojos. Su mujer lo tomó del brazo. Ambos se miraron, y ella sonrió.
–Todo
está bien –susurró.
El
ascensor se detuvo con un estremecimiento. Las puertas se abrieron, deslizándose,
y todos salieron. Él vaciló un instante. Empezaba a aclarar.
–Rápido
–urgió el piloto a los demás.
Todos
treparon por la plataforma cubierta, y entraron por la angosta portezuela que se
abría al costado de la nave. Cuando le llegó el turno, volvió a vacilar. Sentía
la necesidad de decir alguna frase adecuada a las circunstancias.
Pero
no pudo. Tomó impulso para entrar y cerró bien la puerta tras de sí, murmurando
algo al hacer girar el volante con que se ajustaba.
–Listo
–anunció–. Vamos, todos.
El
eco multiplicó todos aquellos pasos a través de las escaleras y las plataformas
metálicas. Finalmente llegaron al cuarto de control.
Los
niños corrieron hacia los ojos de buey, para mirar al exterior. La inmensa altura
los dejó boquiabiertos. Las dos madres, detrás de ellos, miraban hacia abajo con
ojos asustados.
Él
se acercó al grupo.
–¡Qué
alto! –dijo su hijita.
–¡Qué
alto! –repitió él, acariciándole suavemente la cabeza.
Se
volvió bruscamente para dirigirse hacia el panel de instrumentos. Allí permaneció,
vacilante. Alguien se le acercó por detrás. Era su mujer.
–¿No
te parece que debemos decírselo a los niños? Así sabrán que es la última mirada.
–Hazlo
–replicó–; puedes decírselo.
Pero
los pasos de su mujer no se alejaron. Se volvió, y ella lo besó en la mejilla. Entonces
fue a hablar con los niños.
Él
accionó el interruptor. En las ocultas entrañas de la nave, una chispa encendió
el combustible. Un chorro de gas concentrado surgió de los eyectores. Los mamparos
empezaron a temblar.
Oyó
el llanto de su hija y trató de no escuchar. Extendió una mano temblorosa hacia
la palanca. Súbitamente, se volvió a mirarlos. Todos tenían los ojos fijos en él.
Entonces asió con firmeza la palanca y la movió.
La
nave se estremeció por un momento y se deslizó enseguida por la suave plataforma
inclinada para remontarse a velocidad creciente. El viento silbaba a su paso. Los
niños volvieron a dirigirse hacia los ojos de buey.
–Adiós
–dijeron–. ¡Adiós!
Agotado,
se dejó caer sobre el panel de controles. Por el rabillo del ojo vio que el vecino
se sentaba a su lado.
–¿Sabes
con exactitud a dónde vamos?
–Está
allí, en ese mapa –respondió él.
El
vecino echó un vistazo al diagrama y alzó las cejas.
–Es
otro sistema solar –observó.
–Correcto.
Allí la atmósfera es parecida a la nuestra. No tendremos problemas.
–No
podemos fallar –dijo el vecino.
Asintió
con un gesto, y se volvió para mirar a la otra familia. Todos seguían mirando por
las portillas.
–¿Cómo
dice? –preguntó al vecino.
–Preguntaba
cuál de todos esos planetas es el que has escogido.
Él
se inclinó sobre el mapa y señaló un punto.
–Ese
pequeño que está allí –dijo–. Cerca de aquella luna.
–¿Éste?
¿El tercero a partir del sol?
–Precisamente
–respondió–. Ése. El tercero a partir del sol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario