Rosa Beltrán
Conoces a una mujer que te
propone un negocio a ti, Huni, el rey de los negocios turbios. Está pensando en
patentar un muñeco que cuando le jales la cuerda abra los brazos y diga: “Eres la
única mujer en mi vida”, “Estás flaquísima” y sobre todo “¡Discúlpame!”.
–¿Y sabes por qué? –te pregunta–. Porque los hombres
se la pasan ofendiéndote y nunca te piden perdón de nada. Están incapacitados para
sentirse culpables. Y en realidad, para hablar de sus sentimientos.
Da un trago a su coca light y te pide que lo pienses.
Está convencida de que ese negocio haría mucho por las mujeres.
Tú asientes, en principio divertido. Te le quedas
viendo de arriba abajo como si la escanearas. El busto perfecto, el cabello largo
y crespo, la cinturísima. Hasta ahí te permite ver la mesa del Sanborns. Tiene una
risita agradable y ojos chinos no porque sea china sino porque está sonriendo todo
el tiempo. Te imaginas a tu socio del negocio de importaciones cuando se la describas:
–Huni: es justo lo que te recetó el médico.
Observa sus labios moverse mientras te platica de
cuánto la han ofendido los hombres, de cómo se aprovechan siempre, ve sus manos,
como abanicos danzantes, como pañuelitos blancos. Sus uñas limpias. De pronto, vuelve
las tuyas una caja y guárdalas adentro. Ella se sorprende aprisionada, te sonríe.
Parece una actriz. Es raro que tenga ese trabajo de judicial, que sea parte, como
ella misma dice, de los “cuerpos policiacos”. Para nada se parece a los roperos
armados que llegan sin avisar a quitarte tu mercancía. “¡A ver, pinche chino, viene
todo!”, y luego no se aparecen por meses. Ella no. Ella es linda y cariñosa. Y sobre
todo: es leal. Te avisa con tiempo. Te propone un acuerdo. Un porcentaje.
Intercambia una mirada furtiva, deja sus manos libres
y obsérvalas volar al bolso azul claro. Cuando saque el cigarro y te pida fuego
sorpréndete de que una muchacha tan joven y tan bonita fume.
–¡Ay, Huni, pero si en tu país se la pasan fumando
todo el tiempo! –te dice.
Aclárale entonces:
Es tu país de origen, pero no de cultura. Desde que
llegaste a trabajar a la Samsung tú te hiciste a los modos de aquí. Tus costumbres
son las suyas.
Ella de inmediato niega:
–No, Huni, eso de traer saldos y colocarlos como si
fueran mercancía del año no lo hacemos aquí. Ni lo de andar imitando todo lo que
tenga marca. Nosotros no tenemos esas costumbres. Porque si las tuviéramos ¿para
qué íbamos a comprarte a ti tus cosas, a ver?
Obsérvala juntar los labios como si fuera a chiflar
o a darte un beso; mira cómo le da otro sorbito a su coca light.
Te dice que por eso tienes que traerte todo de allá:
los monitores de los videojuegos que colocas en las papelerías y en las farmacias,
los dizque relojes Rolex y las falsas bolsas Louis Vuitton, las llaves mezcladoras
de agua. Escúchala y recuerda el gesto de incredulidad que puso cuando le regalaste
las zapatillas de terciopelo falso. “Vesace”, dijiste, y la erre se te atoró. La
gracia con que se las puso, tomando cada una por el talón, su empeine acojinado.
–Pero lo que traes es ilegal, Huni –te dice y retira
el vaso de refresco–. Tú lo sabes. Se llama “contrabando”.
Di: oh oh oh cerrando los ojos, haciéndolos más chiquitos,
asintiendo. Y ahora, mírala: en su traje de comando, en uniforme, según le pidieron
ese día, acercándose a ti para que le enciendas el cigarrillo. Una sola pieza negra,
lustrosa. Una pantera. Acciona el zippo que sólo tú sabes que no es zippo, observa
cómo ella le da una calada honda al cigarro y te dice: “gracias”.
–Las que la adolnan –respóndele aprisa.
–Ay, Huni, seguro eso les dices a todas.
Niega con la cabeza, muéstrate divertido, pero entonces
ve cómo se acerca y te aclara: ella no es una cualquiera. Esto sí quiere que lo
entiendas bien. Tú lo entiendes. Ella se relaja entonces, vuelve a su posición original
y te explica: Su abuela era multimillonaria, nacida en Nueva York, sus padres se
la trajeron en un barco con una nana y una vaca suiza. Después perdieron todo, no
te dice bien por qué. Da una calada a su cigarro y añade: su papá no era rico, pero
sí muy guapo y muy bohemio. Jugaba fútbol, se asoleaba.
–Era muy seductor –suspira.
–Con lazón –respondes– y ella no pregunta con razón
qué, sino que da un último trago a su coca.
–¿Sabes qué, Huni? –te dice de pronto, apuntándote
con un dedo–. Ojalá esa boca dijera lo que verdaderamente piensas, algún día.
En los operativos es tierna, te acaricia la mano debajo
del mostrador donde guardas la escuadra calibre veintidós por si sus compañeros
o el abogado quieren pasarse de listos. En la oficina es formal y atenta, te contesta
el celular aunque esté ocupada. Habla con el agente aduanal, te busca la manera
de que puedas introducir el producto. Y sobre todo: te avisa. Te da los pitazos
siempre. Entre ella y tú hay un acuerdo: sólo se llevan lo peor de la mercancía
incautada en los operativos. El treinta por ciento. Tú sabes que ellos la venderán
después y que nadie les dirá “pinches chinos transas”, aun así los miras llevarse
las cosas y sonríes. Sonríes y aguardas.
En las prácticas de tiro es la mejor.
–¿Cómo le haces? –le preguntas.
No bebe. No fuma. Bueno, sólo a veces. Un poquito.
Le gustan los chocolates.
Después de cuatro operativos, un cateo mayor y dos
idas al cine te acuestas con ella. Te parece el número adecuado de salidas. La llevas
a tu casa.
–¡Pero si esto es un palacio! –exclama encantada al
ver la cochera verde de mosaico, la cama con dosel, el barecito frente a la cama
donde tienes todo tipo de licores.
Tú respondes:
–Y tú, la leina.
–Ay, Huni –te dice.
La abrazas. Es tan joven. Nueva como un embarque de
bolsos de plástico recién manufacturados. Llena de promesas.
Hacen el amor y entonces ella acomoda un par de almohadas
en la cabecera, se sienta cómodamente en la cama, te pide que le pases los chocolates
y tras llevarse un arlequín de limón a la boca te dice:
–¿Sabes qué, Huni? En el fondo eres un romántico.
Si el comandante me preguntara: “¿quién es ese chino que siempre anda haciendo negocios
chuecos?”, yo le diría: un romántico.
Entrechoca las copas de champaña. Di:
–¡Salud!
Abrázala apasionadamente. Bésala. Dile que sus pies
son un par de peces dorados.
Cuando ella se quede tendida boca abajo, desnuda y
exhausta, ve a la estancia, pon esa música que tanto te gusta, de cinco notas, y
recorre con el dedo su espalda. Ella se da vuelta. Te dice el nombre de su marido.
Se llama Rolando García. Antes era el director del departamento de licencias y permisos,
ahora es comandante de la PGR. Cuando te pregunte: “¿Qué piensas?”, no digas: “lárgate
de una vez” ni “pinche puta”. Tómala suavemente de una nalga y di:
–Depende. ¿Clees que nos dalía un pelmiso, tu malido?
Ella finge una sonrisa.
–Es que no quiero que te sientas mal por esto –dice.
Brinca de la cama, da una patada de Tae Bo. Sonríe.
Di:
–Huni es un chico duro.
Cruza los brazos.
En los siguientes encuentros, ella pone cara de preocupación.
–¿Por qué no me dices lo que sientes? –te pregunta.
Te mira profundo a los ojos.
–¿Huni, por qué no me muestras tus sentimientos?
Mira la camisa que se le desabotonó. Mira sus pechos.
Cuando vivías con tus padres creías que amante significaba
una prenda de vestir masculina, algo para lucir cuando uno sale a pasear, como unas
mancuernillas Giorgio Armani. Ahora sabes que una amante puede ser cualquier cosa
menos unas mancuernillas. No puedes mostrar las muñecas y decir:
–Qué tal. Soy Huni. Esta es mi amante.
Es como tener la copia sin saber que no es el original.
Es como pagar una copia a precio de original constantemente.
Desde que sabes que está casada, no enfrentas el negocio
igual. No miras a tu socio de la misma forma. Cuando se te ocurre algo y ella te
contesta el teléfono, no puedes decirle: “¡Hola! ¿cómo puedo legistlal la malca
Hunday?”, ni la oyes decir con el mismo ánimo: “¡Pero Huni!, ¿cómo vas a registrar
una marca que ya existe?” No te ríes igual, no puedes contestarle:
–Existe, pelo no aquí.
Cuando sales a comer y tu socio te pide que le cuentes
sobre la mujer ésa que estaba buenísima no le dices “Aaay”, como si fuera algo espantoso
y trágico, ni “no quiero hablar de eso”. Dices:
–No tiene nada de especial –y te encoges de hombros.
–¿Cómo que no? –responde él y te mira sorprendido.
Dile con naturalidad:
–No es como un pal de mancuelnillas Almani.
–Uy, quién te entiende –dice, y de ahí en adelante
guarda silencio hasta que regresan al despacho.
Es como recibir la mercancía dañada.
Es como haber sido timado por un chino.
Esa noche en que sabes que tendrá que irse dentro
de dos horas, cuando te acaricia y te habla al oído, descubres que tu boca se mueve,
de pronto, como por voluntad propia. Ella ha estado haciendo la culebra alrededor
de tu cuerpo, te ha pasado los dedos entre el pelo asombrada de que sea tan negro
y tan grueso. Luego se ha recostado sobre ti, sobre tu espalda. A medio lengüeteo,
mientras intenta completar un círculo alrededor de tu oreja, cuando te susurra algo,
te sorprendes diciéndole:
–Oye, no eles mi leina ni yo soy Huni, tu ley. Sólo
soy tu amante.
Algunas veces van a cenar, después del trabajo. Ella
vive en la colonia Crédito Constructor y no tiene casa propia ni crédito para construirla,
según dice. Prefiere que no te acerques a su casa. Fuera de la PGR camina un par
de cuadras para llegar a donde la recoges en tu Nissan arreglado, tú también estás
arreglado. Traes tu traje rojo vino, el pelo negro recién cortado, lacio y de raya
en medio, como una pequeña fuente, rapado de la mitad de la cabeza hacia abajo.
Traes tus falsos zapatos Salvatore Ferragamo, tu Rolex Oyster Perpetual que es una
copia idéntica. Ella viene con una camisa de flores y un pantalón café bastante
brilloso. Tienes ganas de decirle:
–¿Y tu malido? ¿Qué, no te mantiene?
Te das cuenta de que quieres decirlo porque albergas
una intención bien clara, una esperanza. La esperanza de que él se haya esfumado
de pronto. Ella es tan blanca, tan abultada de pechos. Tan cariñosa. Se siente tan
feliz de estar contigo y dormir en tu casa ese día en que él tiene guardia hasta
el día siguiente. Cuando llega al auto te bajas y le abres la puerta. Ella siente
algo en el asiento, levanta el trasero y saca un perfume copia Paloma Picasso. Un
regalo. La llevas a un lugar especial, adornado con linternas de papel y peces nadando
en peceras. Traen varias fuentes de comida y el mesero levanta la tapa sin hacer
ningún gesto.
Bueno, ¿y cómo fue que te casaste con ése? quieres
empezar, y en lugar de eso ella es quien te pregunta:
–Bueno, y cómo fue que te hiciste fayuquero.
Levantas los hombros.
–Como se hace uno cualquiel cosa.
–Ay, Huni, eres tan… no sé, misterioso.
Ella se sirve bastante comida, te pide que le pases
la salsa de soya, que le alcances el platón de más allá. Entonces, te revela:
–En cambio a mí mi marido fue quien me metió en esto.
Fui a pedirle trabajo sin conocerlo, me dijo qué sabes hacer y le dije: nada.
Tú sonríes.
–¿Y sabes qué hizo? Me puso de su secretaria. Pero
la verdad, no daba una. Entonces me dijo: qué quieres hacer. Y me puso a expedir
permisos. Yo veía la documentación, le daba una revisada por encimita a los papeles
y ponía el sello. Todo muy derecho.
Ella bebe un sorbo de té verde, suspira.
–Aquí en la judicial no es como la gente cree –te
dice– ya no.
Tú fumas y la escuchas.
–Luego me aburrí de estar sentada poniendo sellos
y le dije a Rolando: ponme en otra cosa porque aquí ya me aburrí. Qué quieres hacer,
me dijo, y yo le contesté muy seria: mira, yo soy una persona muy entrona. La verdad.
Y muy activa. Así que mejor ponme en algo más acorde a mi naturaleza. Y ahí fue
donde entré al área judicial. Tomé todos los cursos que te puedas imaginar, de defensa
personal, de caló. Bueno, de qué no tomé yo cursos. Hasta la fecha, sigo haciendo
mis prácticas de tiro. Yo puedo desarmar a cualquier cabrón, hay partes vulnerables
del cuerpo.
Tú sonríes.
–Ay Huni, no ésas –te explica– …aunque la verdad no
sé si son ésas en las que estás pensando. Nunca sé lo que piensas, la verdad.
De pronto, toma tu brazo bruscamente, le da vuelta.
Aparece tu muñeca sin mancuernillas.
–Aquí –te señala y te oprime la vena. Sientes un dolor
insoportable–. A ver, trata de zafarte –dice.
Ese día está encargada de sorprender a unos introductores
de pastillas Viagra y cigarros Marlboro hechos con tabaco y fibra de vidrio. Tú
acomodas en algunas farmacias los monitores de los videojuegos que te enviaron armados
en un contenedor. Más tarde la recoges cerca del aeropuerto.
–Tengo una pena muy grande, Huni –te dice, sombría–.
Mi hermano está en el hospital, y van dos meses que no he pagado la mensualidad
de la camioneta. Tengo semanas con la despensa vacía.
Luego, cuando están en tu casa, añade:
–En la policía no se gana tanto como crees. Es demasiado
riesgo.
Quieres preguntar:
–Pol qué no te sales.
Pero en lugar de eso la miras impertérrito.
–Ay Huni, ya sé lo que estás pensando. Que por qué
no me salgo, ¿verdad? Pero dime, a ver: y quién me va a dar trabajo. Quién me va
a aceptar a mí con mis antecedentes, y en dónde. Desde aquí puedo estar más o menos
protegida, pero no creas. Hay mucha gente que quiere matarme.
–¿Y tu malido? – preguntas.
Su marido es muy recto, muy organizado. Y la ha ayudado
mucho.
Tú das otra calada a tu cigarro, asientes.
Luego de llevarla hasta su casa con una caja de falsos
perfumes Dolce & Gabanna que le regalaste y dos bolsas de lona llenas de monedas
(en los videojuegos te pagan con morralla) te subes a tu Nissan. Oyes el golpe de
la puerta que se cierra, el ruido de la llave, después nada, los ruidos típicos
de la ciudad, los autos y los microbuses, un chofer de taxi que te grita: “¡pinche
chale, muévete!”
Enciende el motor y pregúntate quién eres. Quién es
el pinche chale.
–¡Huni Li! –dice tu padre cuando por fin tomas el
teléfono–. ¿Qué rayos te pasa?
Te pide pormenores del negocio de pago con mujeres
que tanto han planeado, te pregunta cómo van las cosas.
–Ya casi –le dices–. Tengo el teleno casi listo.
Él te recrimina. Le explicas que no es tan sencillo,
aquí no es tan natural pagar con mujeres, exportarlas menos. Lo oyes desquiciarse,
hacerte las cuentas de lo que le debes, lo que cada pariente tuyo pagó allá para
que te vinieras. Imaginas su rostro colorado, los aspavientos que hace con los brazos
y manos mientras habla y escupe. Te pone otra vez de ejemplo al ciudadano chino
Wu Yon Lin, que por dos mil cuatrocientos pesos mexicanos obtuvo el monopolio de
uso de la virgen de Guadalupe. ¡Si se pudo comerciar con la única mujer que era
intocable en ese país por qué no se va a poder con las otras! Tú le explicas que
su razonamiento es correcto pero en la realidad tiene sus dificultades, él grita
de nuevo y cuando le aseguras que harás lo que sea por enviar a la primera de las
chicas oyes cómo la voz se le dulcifica y crees ver sus ojos chispeantes y las comisuras
en la frente marcadas a causa de las cejas levantadas hacia arriba. Lo oyes repetir
lo ricos que serán… hacerte las cuentas… Ya debes estar a punto de enviar el dinero
para que el ciudadano Fo Weng Tai consiga el pasaje de la primera muchacha de ojos
redondos… aunque no sea virgen…
Ese día le has dicho a tu socio que haga el recorrido
de las farmacias por ver si hay alguna solicitud de monitores extra que puedan estar
necesitando los dueños a causa de las vacaciones. A ella le has hablado por teléfono
y la has pasado a recoger sin haber sido muy claro en tu explicación de por qué
tenía que ser a esa hora. La llevas a un lugar que desconoce. Cuando se abre por
fin la puerta del departamento, la haces pasar al saloncito en forma de ele repleto
de papeles y mercancía con severos defectos que te encargas de disimular haciendo
un trabajo fino, de vestidor de pulgas. Es “tu despacho”. La invitas a sentarse
cómodamente en el sillón de velour, le ofreces la copa de licor imitación charteuse
que les das a tus clientes. Ella prefiere agua.
Cuando vuelves de la pequeña cocina con el vaso en
la mano te la encuentras observando minuciosamente los objetos que tienes ahí, revisando
cada rincón, como un perro que olisquea un bulto con droga. Muéstrate solícito,
jadeando entre disculpas. No tenías agua embotellada y tuviste que esperar a que
saliera limpia la del grifo. Ella toma el vaso.
–Ya estamos aquí –le dices, con una sonrisa forzada.
Quieres decirle que estás dispuesto a lo que sea por
ella, que has decidido dar el paso final. Quieres que te acompañe de viaje. Pero
ella ha tenido la mente puesta todo el tiempo en otra cosa.
–¿Sabes? Estoy pensando en decirle a Rolando de lo
nuestro –te dice.
Esto te hiela la sangre por un momento. Ella serpentea,
es un dragón alrededor de tu cuerpo.
–¿Te digo lo que le pienso decir? Le diré: amor mío
hay alguien que nos divide. Huni. Por él pude pagar los abonos de mi camioneta,
ayudar a mi hermano. Y ahora, fíjate, ¡quiere regalarme un departamento! –y señala
con los brazos abiertos tu despacho.
Muéstrate escéptico. Dile que tu despacho es muy poco.
Que tú le regalarás mucho más. En tu país tienes grandes propiedades.
–Pero tu país está lejísimos, Huni –se queja.
Se te acerca y hace un puchero, insiste en lo que
va a decirle a su marido, se pone melosa, te acaricia la oreja y acercándote los
pechos te dice: “Oye, Huni. Has de tener tus guardaditos, ¿verdad? A ver, dime cuánto
tienes”. Tú le explicas que no tienes guardaditos, sólo tu trabajo. Quieres ponerte
de acuerdo en algo más espectacular, más grande: un viaje. Pero ella no quiere hablar
de viajes ese día. El lugar la ha puesto ardiente, no sabe por qué, te dice, y empieza
a desvestirse. Luego insiste en lo que va a decirle a su marido: “Cariño, creo que
tengo que contarte algo. Estoy enamorada de Huni”. Eso le dirá, te dice.
–Y qué halás después –le preguntas.
Ella te mira con atención por un momento. Luego, suelta
una carcajada.
–Nada –dice–. Rolando nunca me creería que estoy enamorada
de un chino.
Durante mucho tiempo has pensado qué es lo que podrías
hacer. Y ahora sabes que todo puede solucionarse con una llamada telefónica. La
haces, informas y esperas. En este país el tipo de cosas que requieren una gran
planeación en el tuyo se arreglan un buen día, sin que nadie tenga que contratar
a nadie ni apretar un gatillo. Lo sabes cuando te encuentras a tu socio fuera de
sí, juntando las pocas cosas que tenía en el despacho.
–Ahora sí. ¡Nos jodimos! –te dice en cuanto te ve
entrar.
Te muestra el periódico donde salió la noticia: El
comandante Rolando García Cueto, hallado en tratos con las mafias coreanas, acusado
formalmente de cohecho.
–¡Y todo por una denuncia anónima!…
Di:
–Oh oh oh
–Sí, por un bocón. Mira, Huni, no hay nada qué hacer
–insiste–. Sin madrina no se puede seguir en este negocio.
Muéstrate apesadumbrado, asiente. Déjalo que se lleve
los lentes Oakley falsos, sus cosas de una vez. Acepta su renuncia. Dale una pequeña
gratificación sólo si es necesario.
Míralo irse. Despídete.
–Me cae que no te entiendo, Huni –óyelo decir– ¿Sabes?
A ratos hasta pienso que te dio gusto que agarraran al comandante ése. Ustedes los
chinos son como marcianos.
Vuelve a sonreír.
Extiéndele la mano.
Y entonces, ocúpate de lo que tanto has querido. Una
vez que no existe el obstáculo del marido sabes qué debes hacer. Primero llámala.
Dile que tú cuidarás de ella ahora que está sola. Háblale del viaje.
–Huni, hay algo que no entiendes –te dice.
–¿Que no podlemos hacel negocio? –preguntas.
–No, Huni, no es eso.
Se toma todo el tiempo del mundo para explicártelo:
de su marido se separó hace tiempo; no es su marido con quien vive. Es alguien más.
–Quién –preguntas.
Te dice el nombre: Comandante Dalia Margarita Taboada.
–Era la segunda de a bordo. Sólo la muerte o la cárcel
podían hacer que la promovieran al puesto de Rolando.
Óyela suspirar.
–A mí los hombres me han herido mucho, Huni.
Ella jamás viviría con un hombre.
Quédate atónito.
Un día, luego de mucho tiempo, cuando te hable para
informarse del próximo operativo y te pregunte cómo estás, responde:
–Bien.
Cuando insista en preguntar:
–¿Estás seguro, Huni?
Acuérdate del viejo koán: “El que siempre habla de
lo que siente muchas veces dice lo que no siente”. No dudes en repetir tu respuesta.
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