Jorge Luis Borges
El
palacio no es infinito.
Los muros, los terraplenes, los jardines, los
laberintos, las gradas, las terrazas, los antepechos, las puertas, las
galerías, los patios circulares o rectangulares, los claustros, las
encrucijadas, los aljibes, las antecámaras, las cámaras, las alcobas, las
bibliotecas, los desvanes, las cárceles, las celdas sin salida y los hipogeos,
no son menos cuantiosos que los granos de arena del Ganges, pero su cifra tiene
un fin. Desde las azoteas, hacia el poniente, no falta quien divise las
herrerías, las carpinterías, las caballerizas, los astilleros y las chozas de
los esclavos.
A nadie le está dado recorrer más que una parte
infinitesimal del palacio. Alguno no conoce sino los sótanos. Podemos percibir
unas caras, unas voces, unas palabras, pero lo que percibimos es ínfimo. Ínfimo
y precioso a la vez. La fecha que el acero graba en la lápida y que los libros
parroquiales registran es posterior a nuestra muerte; ya estamos muertos cuando
nada nos toca, ni una palabra, ni un anhelo, ni una memoria. Yo sé que no estoy
muerto.
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