Martha Bátiz Zuk
Durante varias semanas se
habló por toda la región del parto múltiple de doña Toña. Siete niñas, sanas y fuertes,
salieron del vientre hinchado, gritando a todo pulmón. Apenas terminaba doña Toña
de amamantarlas a todas, a las primeras glotonas se les abría nuevamente el apetito;
treinta días y treinta noches se mantuvo despierta turnándolas concienzudamente
para alimentarlas, y al cabo de una semana de afanosa labor, sus tetas parecían
ya las ubres de una vaca obesa.
Mientras las niñas crecían, doña Toña iba haciéndose
más y más pequeña, como si cada gota de leche perdida le hubiera robado un trozo
de su ser, hasta que –por temor a desaparecer entera– decidió destetar a sus hijas.
Elegirles nombre resultaba casi tan difícil como distinguirlas unas de otras, de
manera que finalmente doña Toña optó por llamarlas “María” a todas, para no equivocarse
nunca.
Doña Toña y sus siete Marías vivían en una casona
de las afueras del pueblo. El escándalo que formaban las pequeñas era ensordecedor
porque lo que le sucedía a una, lo sentían las otras con igual intensidad. Así,
cada resbalón jugando en el patio o el jardín valía por siete, y los llantos trastornaban
a su empequeñecida y regordeta madre, quien corría de una niña a otra intentando
consolarlas a todas a un tiempo y descubrir, además, cuál de ellas se había lastimado
en realidad.
Las siete Marías fueron creciendo con sus problemas
multiplicados por siete. Sufrieron en total cuarenta y nueve apendicitis, sarampiones
y paperas, catorce fracturas, incontables raspones, resfriados, indigestiones y
torceduras, además de terribles dolores de muelas picadas por culpa de una de ellas,
especialmente golosa. Cada jalón de trenza de uno de sus compañeros de pupitre,
les dolía a todas, pero luego se desquitaban rodeando al agresor hasta marearlo.
De esta forma fueron librándose poco a poco de esos ataques infantiles que en opinión
de doña Toña eran normales, pero para las niñas resultaban imperdonables.
Al entrar en la pubertad, los conflictos empezaron
a ser más graves: cada vez que alguna María intentaba quitar un barrito de su rostro,
las otras seis sentían el pellizco y se enfadaban. Doña Toña tenía que ir cada semana
a conseguir, además del mandado, decenas de rosas y duraznos para hacerles lociones
que esperaba disminuyeran la frecuencia de las discusiones que ocasionaba eliminar
aquellos brotes. En realidad, todo el pueblo estaba azorado ante la paciencia y
constante buen ánimo de doña Toña, quien llevaba a sus siete hijas en fila al doctor,
a escuchar misa, a la escuela, siempre juntas; la madre debía aliviar insomnios,
sanar malestares, calmar enojos, saciar curiosidades y antojos a veces correspondientes
a media centena de jovencitas: las siete Marías sufrían seis cólicos de menstruación
al mes además del propio, igual número de quemaduras con las ollas de la cocina
y de pinchazos con la aguja del bordado vespertino, pero doña Toña nunca estaba
demasiado fatigada para atenderlas. Parecía contar, en cambio, con la fuerza y salud
de siete mujeres.
La situación empeoró cuando una de las Marías se enamoró
por primera vez. Las siete perdieron el apetito súbitamente, tenían los pulsos acelerados,
les era imposible concentrarse para estudiar o coser, se les estropeaban más a menudo
los guisos, pero como sólo una tenía razones para ello, las otras seis estaban muy
molestas por la confusión que sentían. Doña Toña se vio envuelta entre suspiros
y pleitos feroces, aunque la mayor parte del tiempo sus Marías soñaban despiertas,
ensimismadas; canturreaban melodías improvisadas mientras yacían sobre el césped
del jardín, o estaban recostadas en las hamacas de seda, o bebiendo limonada en
el viejo patio de mosaicos rojos. La madre empezó a inquietarse y rezó con devoción
un rosario por cada una durante diez días, para sentirse más tranquila.
Al cabo de unas semanas, María no pudo más y buscó
a Juan para confesarle su amor; sin embargo, se avergonzó tanto al enfrentársele
que las otras seis no quisieron levantarse siquiera esa mañana. Todas estaban sonrojadas,
profundamente angustiadas, así que doña Toña tuvo que cocer seis jarras de té de
tila con botones de flor de manzanilla antes de marcharse en pos de la María ausente.
Furiosa y desesperada recorrió cada calle del pueblo sin éxito, pues nadie supo
darle razón de su paradero.
A su regreso, entró en pánico al hallar a sus seis
hijas sonriendo emocionadas, danzando desnudas por la casa. Decían sentir un cosquilleo
muy extraño por todo el cuerpo, particularmente agradable entre las piernas. Doña
Toña montó en cólera y de inmediato les ordenó bañarse en agua helada y hacerse
fomentos con hojas de menta y eucalipto. María, entre los brazos de Juan, tumbada
sobre la hierba, sintió mucho frío, pero eso sólo la empujó a abrazarse a él con
mayor fuerza. Aún bajo el agua fresca, el coro de gemidos en casa de doña Toña estremecía
las paredes. Los insultos y golpes de castigo que les propinaba la desesperada madre
sólo parecían agravar la situación. María la prófuga se había propuesto oponer tanta
resistencia como le fuera posible a los sentimientos y sensaciones contagiadas por
sus hermanas y, a pesar de dolerle el cuerpo, los besos y las caricias de Juan le
aliviaban el creciente malestar.
Después de un rato los moretones de todas les dolían
a cada una, y las siete Marías se soltaron a llorar. Ante el inusitado y abundante
llanto de su María, Juan se asustó tanto que prefirió huir del pueblo en ese mismo
momento. María estaba tan lastimada y extasiada a la vez que no pudo correr tras
él. Verlo desaparecer medio desnudo entre los matorrales la hundió en una profunda
depresión. Lo llamó a gritos hasta quebrarse la voz, y rompió a llorar sin consuelo.
Ya había anochecido cuando doña Toña la encontró. La enorme tristeza de su hija
le redujo la furia tanto como el apetito infantil había reducido su estatura, de
manera que sólo intentó reconfortarla y la ayudó a caminar de vuelta a la casona,
sin hacerle reproches ni preguntas. Se arrepintió de haber golpeado a sus Marías
por primera vez, y se juró a sí misma que sería la última.
Una vez juntas, doña Toña no sabía a cuál de las siete
Marías consolar primero. María no paraba de llorar de amor, y las demás sufrían
con ella. El llanto era tan copioso que el piso de la casa comenzó a inundarse.
Doña Toña desistió de utilizar franelas y tuvo que sacar primero todos sus pocillos
y frascos, y luego un par de cubetas oxidadas para recoger en ellas las lágrimas
de sus siete hijas. Entre más recordaba María a Juan, más se afligía, y más aún
lloraban todas. Doña Toña acabó vaciando todas sus botellas de licor, salsas y vinagre,
para llenarlas con lágrimas. A los pocos días, el pueblo estaba al tanto de lo que
acontecía en la casa y, empujadas más por curiosidad morbosa que por compasión,
las demás mujeres fueron, entre chismes, a ofrecerle más recipientes para las lágrimas,
que no cesaban ni un segundo.
Fue casualmente que doña Toña decidió vender las lágrimas
de sus hijas. Una de las vecinas se había llevado un frasco y, al beber de él por
equivocación, se puso a llorar descontroladamente toda la tarde. Tras repetir el
experimento, las mujeres descubrieron que resultaba útil para cuando hubiera que
asistir a algún entierro o, como pudo comprobar la esposa del tendero, para chantajear
hasta conseguir del marido aquello que se deseara. Pronto todas en el pueblo quisieron
hacerse de una o dos botellas de lágrimas de las Marías, para guardarlas en casa
y tenerlas a mano, por lo que pudiera ofrecerse; así, comenzaron a pagarle a doña
Toña a cambio de unas pocas.
El llanto de las Marías era cada vez más abundante.
María se lamentaba a cada instante por Juan, pero también por ver el estado en que
se encontraban sus hermanas. Ellas lloraban por la aflicción y desesperanza de María,
y por sí mismas. El desconsuelo aumentaba al verse unas a otras tan abatidas, y
los plañidos con él. Doña Toña habría enloquecido de no haber sido porque los alaridos
y lloriqueos la dejaron sorda a los pocos días del principio del desastre.
Paulatinamente, la “lagrimería” de doña Toña fue cobrando
fama por los alrededores. Hombres y mujeres de todas partes llegaban deseando conseguir
lágrimas para llorar en cualquier ocasión. Desde las ciudades acudieron varios abogados
por unos cuantos litros, para que sus clientes conmovieran a los jurados con mayor
facilidad; mujeres adúlteras las requerían con urgencia para convencer a los maridos
del más grande amor; hombres que querían aparecer arrepentidos frente a amantes
ofendidas también deseaban tener su propio frasco... Las procesiones a la lagrimería
eran interminables.
Doña Toña no se habría alterado tanto de no haber
sido porque, de tanto llorar, las Marías comenzaron a arrugarse. La buena mujer
se asustó más aún al descubrir que, entre más se arrugaban, más miedo sentían y
mayor todavía era su llanto. Acudieron varias decenas de doctores a revisarlas,
pero ningún jarabe surtió efecto. Doña Toña incluso contrató a los mejores cómicos
circenses de la región para que hicieran reír a las Marías, pero al verlas tan desesperadas
se sentían tan tristes que se deprimían también, y les era imposible hacer malabares
divertidos. Ni las constantes limpias de los más afamados brujos, ni las bendiciones
de los párrocos de las poblaciones aledañas las calmaban. Como último recurso, doña
Toña accedió a buscar a Juan, pero no pudo encontrarlo en ninguno de los pueblos
vecinos. Ofreció todo el dinero ganado en la lagrimería como recompensa a quien
lo condujera hasta su casa e hiciera posible que se reuniera con María, pero fue
inútil. Sólo aparecían ante el portón largas hileras de falsos juanes que decepcionaban
a la joven, agravándose los llantos.
A pesar de los esfuerzos hechos por doña Toña, las
siete Marías se arrugaban cada vez más. Comenzaron entonces los rezos desesperados,
la impaciencia, y por último, las maldiciones silenciosas en medio del aguacero
de lágrimas. Doña Toña les preparaba jugos de frutas exóticas y les untaba loción
de sándalo porque temía que, de tanto llorar, sus Marías acabaran por secarse. Noventa
días con sus noches cuidó de sus hijas sin descanso, alimentándolas, ungiéndolas,
envolviendo los cuerpos con sábanas, toallas y vendas, pero sus desvelos fueron
vanos. El incesante llanto provocó que de pronto, tras arrugarse, las Marías empezaran
también a encogerse. Exasperada, doña Toña clausuró la lagrimería y corrió a gritos
a todos los clientes y curiosos que deambulaban cerca de su casa.
Nadie supo de ellas hasta que, a los pocos días, doña
Toña fue al pueblo con el único propósito de solicitar al artesano la confección
de siete cajitas, del tamaño de un dedal, de madera de caoba, cada una barnizada
de un color del arco iris. Ignoró los comentarios y preguntas que le hicieron al
verla, y se negó tajante a aceptar compañía alguna en el trayecto de regreso a su
casa.
Cavó con las manos un agujero en la esquina más soleada
del jardín, y con suma delicadeza acomodó en él los siete diminutos estuches, procurando
quedaran lo más cerca posible unos de otros. Después, fue a sentarse en el viejo
sillón de la terraza, con la mirada perdida en dirección del pasto, para esperar
que el tiempo la borrara al fin del mundo, y con ella, todo rastro de lo que había
sucedido en aquel lugar.
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