Ángel Balzarino
Faltaban apenas cinco
minutos para la salida del tren cuando el taxi lo dejó en la estación. Después
de pagar al chofer, deslizó la mirada sobre las personas que se movilizaban con
premura. La detuvo por fin, entre curioso y azorado, en un hombre vestido
totalmente de negro. Apoyado en una columna, lo observaba con fijeza, como si
fuera algún conocido que pretendía saludarlo. Un breve análisis le reveló que
nunca lo había visto y, además, la rigidez de su figura le otorgaba un aspecto
hostil. Prefirió relegarlo. Urgido por el tiempo, fue hacia la boletería. Al
recibir el pasaje para la Capital, lo descubrió de nuevo con los ojos clavados
en él. La certeza de ser desnudado por un escalpelo le hizo crecer el
desagrado. Será por el dinero, conjeturó mientras, en un instintivo gesto de
defensa, aferraba fuertemente el portafolio que contenía el importe de las
facturas cobradas en el pueblo durante toda la semana.
Con el deseo de huir y despistarlo, debió
forcejear impaciente entre el tumultuoso gentío hasta llegar al cálido refugio
del tren.
Los rostros, de líneas duras y algo agresivas, se
contrajeron en una leve mueca de preocupación.
–¿Te fijaste? –la voz del hombre calvo fue apenas
un susurro–. Acaba de subir al tren.
–Tal vez sea lo mejor –replicó el otro–. Podremos
hacer el trabajo más tranquilos. Aquí hay mucha gente.
–No hay que perderlo de vista.
–Vamos.
Mientras se pasaba un pañuelo por el rostro
humedecido, no resistió la tentación de observar el andén. Había desaparecido
la figura acechante. Enseguida creyó saber el motivo: sin duda se hallaba en el
tren. Semejante posibilidad lo derrumbó en el asiento, sin fuerzas, el
portafolio apretado contra el pecho. Maniatado por una red sutil e inviolable,
se limitó a echar una ojeada por el lugar, sobre los otros pasajeros: un viejo
dormido, un muchacho con gruesos anteojos que leía un libro, una joven rubia limándose
las uñas, dos hombres abstraídos en reservada conversación. Abruptamente
interrumpió el reconocimiento. Se levantó con el efecto de un súbito pinchazo:
el espectral hombre de negro se encontraba detenido en el pasillo.
Sí. No hay duda. Está en el tren por mí.
Presuroso se dirigió a la puerta más cercana. Con desconcierto comprobó que
estaba herméticamente cerrada. Luchando por abrirla tuvo la seguridad de estar
apresado en una rara y pertinaz confabulación.
–¿Qué le ocurre, señor?
Bruscamente se dio vuelta. El joven de anteojos
le sonreía con gesto amable.
–Está trabada. No puedo abrirla.
–Creo que se rompió la cerradura –confirmó el
muchacho luego de probar suerte–. Si desea cambiar de vagón, tendrá que usar la
otra puerta.
Y ya sin interés por él, regresó a su asiento.
Contempló la puerta indicada; aunque podría cruzarla sin dificultad, pues el
movimiento del tren la obligaba a un constante bamboleo, esa alternativa lo iba
a precipitar de modo irrefutable al encuentro del hombre apostado en el fondo
del corredor, en firme y tranquila espera. Una extrema flojedad le abarrotó las
piernas. El recinto se achicaba más y más.
–¡Ayúdenme, por favor! ¡Necesito salir de aquí!
Tardó en llegar la respuesta al premioso clamor.
A través de una cortina que desdibujaba las cosas, vio acercarse a la mujer
rubia. Hundido en la dulce embriaguez de su perfume, percibió la voz algo
sensual:
–¿Está descompuesto, señor? ¿Puedo hacer algo por
usted?
La presión de la delicada mano sobre el brazo le
confirió el alivio de sentirse protegido.
–Debo abrir esa puerta. ¡Es urgente!
–Bueno. No se preocupe –el fallido intento por
abrirla la confundió–. ¡Qué extraño! Es como si estuviera clavada.
–¡Apúrese! ¡Allí viene!
–Cálmese –ella volvió la mirada hacia el sitio
que señalaba el brazo tendido de él–. Yo no veo a nadie.
–Sí. ¡Aquel hombre vestido de negro! –no pudo
contener un grito, exasperado por la estupidez de la mujer–. Me persigue.
¡Ayúdeme a escapar, por favor!
Impaciente, sin otra opción, buscó el escondite
que le brindaba el asiento. Permaneció acurrucado, estrujando el portafolio en
ademán febril, al tiempo que la burla estallaba en la risa y las desdeñosas
palabras de ella:
–Si esto no es una broma, usted se ha vuelto
loco. Tal vez necesita un médico. Adiós.
–No. ¡Espere!
Instintivamente movió una mano para detenerla.
Pese a la actitud frívola y la ignorancia de lo que estaba pasando, su compañía
le brindaba cierta seguridad. Desamparado, consideró que el trayecto hacia la
Capital se presentaba plagado de riesgos sorpresivos. Recordó el temor de
Zulema cada vez que se trasladaba a una localidad del interior; ahora las
tediosas recomendaciones asumían un carácter de veraz premonición. Debí hacerle
caso. Es peligroso viajar con tanto dinero. Habría sido mejor depositarlo en el
Banco del pueblo.
Seguía abroquelado en el asiento, en rígida y
dolorosa postura, cuando el tren se detuvo en una estación. Un repentino
bullicio de voces y pasos le reveló que algunos pasajeros iniciaban el
descenso. A veces él solía marchar un rato por el andén para desentumecerse o
disipar el aburrimiento del viaje; pero la ominosa presencia de su perseguidor
le hizo abandonar la idea. Prefirió quedarse allí, casi sin respirar, dejándose
embargar por la esperanza de que el hombre de negro bajara del tren y
desapareciera de su vida tan súbitamente como había surgido. Tal vez no subió
por mí, sino por otro. La perspectiva de haberse equivocado fue desvaneciendo
la bochornosa pesadumbre. Por fin, la curiosidad lo impulsó a levantar la
cabeza.
Tuvo que reprimir un grito al ver la figura ya
familiar inmóvil en el pasillo.
El tren se había alejado bastante de la estación
cuando el hombre alto y moreno, después de arrojar el cigarrillo por la
ventanilla, se volvió hacia su compañero.
–Creo que llegó el momento.
–Sí. El vagón está casi vacío. No tendremos
problemas.
Se levantaron. Algo tambaleantes por la
oscilación del tren, marcharon por el estrecho corredor hasta detenerse junto a
uno de los asientos. Observaron al hombre enclaustrado en un rincón, la cabeza
baja, los brazos cerrados sobre un voluminoso portafolio.
–Parece que lo cuida muy bien.
–Claro. Es muy importante lo que guarda allí.
–No le gustará perderlo.
Las palabras reflejaban un tono levemente
ofensivo y el hombre que aferraba el portafolio levantó la cabeza, turbado, con
furtiva alarma.
–¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí?
Una sonrisa irónica suavizó el rostro del hombre
calvo.
–Lo que tiene en las manos, amigo. Nada más.
–Aquí sólo tengo papeles.
–No pretenda engañarnos –la voz del hombre de
piel morena resonó seca, inflexible–. Lo seguimos durante toda la semana. Cobró
muchas facturas en el pueblo. Sabemos que lleva allí unos cuantos billetes.
El pánico descompuso al hombre del portafolio.
Miró en torno, a la búsqueda de algo; luego saltó como expulsado por un
resorte. Transformado el portafolio en arma o simple coraza defensiva, trató de
abrirse paso.
–¡Basta! ¡Déjenme, por favor!
Quedó bloqueado por la barrera de los cuerpos
fuertes y corpulentos. Con facilidad lo derribaron. Sin orden, torpemente, se
debatió contra el despiadado vendaval de golpes.
Después una navaja brilló lúgubremente en la mano
del hombre alto y moreno.
Más que un pedido de auxilio, el grito fue una
desgarradora manifestación de terror. El cansancio le hizo abandonar la lucha.
Aflojó la presión de los brazos y con rapidez ellos pudieron arrebatarle el
portafolio. Los vio desaparecer en una niebla oscura e indefinida. Sólo quiso
dormir para relegar la fatiga, el dolor, la soledad.
Entonces lo vio. La silueta asombrosamente clara
mientras se acercaba. Comprendió que no podía huir; tampoco le interesó
hacerlo, pues nada iba a perder. Admitió la derrota final. Al llegar a su lado,
no descubrió ninguna señal de furia o amenaza. Tal vez se había asustado en
vano; nada indicaba el ansia de atacarlo como imaginó al verlo por primera vez.
Porque el hombre de negro, con gesto cordial y amistoso, tendió una mano hacia
él.
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