Edmundo Paz Soldán
Acabamos
de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado
de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano agobiador. El cura
ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos
refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más de que la
verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del lugar
dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el
rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridos discursos, destacando lo
bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y
abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que
había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó “La media vuelta”, el
bolero favorito de papá: Te vas porque yo quiero que te vayas, / a la hora que
yo quiera te detengo, / yo sé que mi cariño te hace falta, / porque quieras o
no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi
hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con
su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un moño,
era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy
diferente.
Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto,
empuñar el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un
jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra vez, hasta
que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego, María
dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella,
todavía con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta
angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la
única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella y la consolé diciéndole que
no se preocupara, que estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y fui
a tirarlo al río.
María mató a papá porque él jamás respetó la puerta
cerrada. Él ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la
mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar a unas amigas, o,
en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba profundamente dormida.
Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto
estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa
decisión. Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor,
hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única
opción.
Este
es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el
cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero
obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo
supieran. Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso
enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al hombre que fue mi
padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un metro bajo tierra, y el
cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil carne
en el ataúd de caoba.
Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que
yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no
hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a algún borracho
se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar, pero ése no seré
yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa
con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de
este verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá,
cerrarme la puerta de su cuarto.
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