Ramón J. Sender
En
un viaje a Asturias hemos hecho acopio de anécdotas y de sucedidos. Se podrían
llenar con ellos varios tomos. Cerca de Villafría –en las afueras de Oviedo–
fueron fusilados en varios grupos muchos trabajadores, de quienes se sospechó
que hicieron fuego contra la tropa. Al sacar de sus casas a uno de esos grupos,
el oficial vio que había entre los jóvenes y hombres maduros un chico de quince
años. Hay quien tiene su nombre e incluso su fotografía. Un muchacho delgado,
de rostro infantil y perfil agudo. Podía ser un guaje (un auxiliar del picador
de carbón), de esos que comienzan a acostumbrarse a las entrañas del monte
llevando las piquetas y el farol del compañero minero, del maestro. El guaje
fue maniatado con los demás y arrastrado al lugar del suplicio, una de esas
calzadas que marginan los verdes prados. Ya allí, el oficial vio su aspecto
infantil, y esa voz que cuida de establecer en todos los casos, dentro del más
ruin, las gradaciones de la vileza, habló a sus sentimientos.
Cuando las manos de los regulares bajaron
por el cañón hacia el cerrojo y los fusiles buscaron la horizontal, el oficial
hizo un gesto conteniéndolos y preguntó al guaje:
–¿Qué hacías allá arriba –señaló la casa–
cuando te prendieron?
El chico dijo que estaba cuidando de su
hermano pequeño, de un niño de dos años.
–¿Y tu madre? –siguió indagando el
oficial.
–Murió.
El chico respondía con esa serenidad que
se tiene a los quince años para lo trágico. El oficial quería saber más:
–¿Y tu padre?
–También lo mataron.
Después de un pequeño silencio, el chico
añadió mirando a la casa:
–El neño está solo.
El oficial le dijo que tenía ocho minutos
para volver a su casa y dejar al niño al cuidado de alguna persona. Alguien,
cerca del oficial, vio que las colinas, los barrancos, hacían el terreno muy a
propósito para escapar. Esos ocho minutos eran más que suficientes para ponerse
a salvo, y se ofreció a acompañarlo y vigilarlo. El oficial –volvía a sentir
dentro la gama de lo vil, con todas sus gradaciones– se negó. Había previsto la
posibilidad de que huyera y no le disgustaba. Esto no lo dijo. Pero lo pensó
otra vez viendo al guaje perderse en la comba del primer altozano.
Poco después sonó una descarga. Cayó la
mitad. Delante de los supervivientes dieron a los heridos el tiro de gracia y
cortaron luego las ligarzas de cáñamo que les ataban las manos. Minutos después
cayeron los restantes.
Arrastraban los cuerpos a un mismo lugar,
amontonándolos. En esta faena se advertía de pronto que alguno vivía aún y
volvían a sonar los tiros de gracia, espaciados y como vacilantes.
Entonces apareció bajando por la colina,
con el paso seguro y tranquilo, el guaje. Había oído las descargas, estaba
viendo transportar los muertos y rematar los heridos. Y seguía avanzando,
impasible.
Ocupó el lugar que le indicaron con un
gesto.
No hicieron falta más que tres disparos. Y
no hubo que rematarlo.
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