María Eugenia Olguín Mejía
No
me cansa la tarde y su lluvia. Más bien es el transcurrir gradual de los
minutos y la somnolencia que me pellizca con sus pinzas de fierro.
La calle se ha hecho grande, prolongada, y algunas personas dispersas se mojan recargadas sobre
muros sucios, como si valiera la pena. Parecen esperar algo importante, en tanto
yo miro a través de cristales vaporosos.
Los carros estacionados aquí y allá parecen
insectos metálicos y rígidos en columnas muy apretadas. De pronto el cielo se
junta con el piso agrietado y la calle se cubre de una cortina blanca. Es bruma
espesa que desciende como el telón en un teatro. Todo se ha vuelto blanco, muy
pesado, parece terciopelo perforado que se mueve y cubre. Las calles mojadas
han dejado de observarse; la gente tampoco se ve dispersa en sus afanes. Algo
raro comienza a suceder. Tal parece que se trata de mi aburrimiento. ¡Más valdría
no tener tantas vacaciones! Quizá son estos días de
sueño los que me hacen padecer este letargo.
No miro por ningún
lado los árboles que enfilan las banquetas ni se oyen los motores ni los cláxones
de los automóviles; es más: no hay automóviles; no hay banquetas, pavimento, alumbrado,
edificios… Todo absolutamente se tornó blanquecino y vaporoso. El aroma quemado
de la ciudad ha sido sustituido por un olor acre, de animal encerrado.
Miro a los lados y no estoy más en mi
automóvil. Me encuentro parado en un tubo metálico horizontal que me balancea
monótona, pausadamente. Me rodean cristales en forma de abanicos que unidos,
constituyen un cilindro con la base plana y la parte superior terminada en
bóveda.
Descubro que el cilindro que me contiene se mueve completo; no es
sólo el columpio metálico donde me recargo, el que se bambolea. Quiero mirar
hacia abajo y distingo que mi cuello es muy débil, curvado y poco ágil; pero ya
observé que la base de esta jaula o casa está llena de trozos de carne; carne
cruda, huesos, excrementos y un hedor nauseabundo que surge seguramente de
algunos pedazos en descomposición. Por fin consigo definir las siluetas que se
mueven detrás del cristal. Oigo voces y es gente la que se acerca: mujeres,
niños que comen golosinas, parejas de ancianos, familias completas. Y todos
hacen alboroto cuando miran a través del cilindro. Además, también noto que estoy
cerca de una especie de alambrado, como jaula gigante; pareciera ser una jaula
enorme del zoológico, donde guardan las aves de rapiña.
No entiendo qué pasa. Verdaderamente no comprendo
por qué la gente rodea el sitio donde me encuentro y profiere exclamaciones de
asombro; algunas mujeres gritan y se cubren los ojos. Los niños lanzan dulces
sobre el cristal: “y ese monstruo ¿qué es?, ¿cómo se llama?”…
“No sé, pero en el letrero debe decir
buitre… No se distingue bien; está borrado. Dice algo así como buitre… fenómeno…
deformación congénita… Quién sabe, hijo. Pero, vámonos de aquí. Está muy feo
para que lo veas tanto”. Un hombre sonríe, abraza a la mujer que ha dejado de
hablar y dice al niño: “Si seguimos aquí, vas a soñar con ese monstruo. Vas a tener
pesadillas”.
Verdaderamente no entiendo qué ha
sucedido. No es posible que de tanto pensar, fantasear, imaginar cosas, ahora
todo esto que percibo, sea cierto. Sin embargo, vuelvo mis ojos hacia abajo y
descubro que tengo patas callosas, parecidas a las de un gallo, con uñas que
más bien son garras y se enroscan fácilmente en el barrote del columpio donde
me sostengo. Mi cuerpo es negro, lleno de plumas gruesas. Tengo alas en lugar
de brazos, las cuales se extienden tan fácilmente y son enormes; casi abarcan
el cilindro (ahora entiendo que me encuentro encerrado en una jaula, en un
zoológico), de lado a lado. Mi cuello está rodeado en su nacimiento, de una
corona de plumas finísimas y blancas: es lampiño y calloso; muy largo y
curvado. Mi cabeza parece ser pequeña y lampiña, pero tengo un pico enorme y
terminado en punta hacia abajo; es de un color negro azuloso. Mas, observo que
de mi cabeza brota una protuberancia, como un hueso, o tal vez un cartílago,
enorme, agrietado y rugoso como la piel de un reptil, pero del color rosa de mi
cuello. Soy un monstruo; ya me explico por qué la gente me mira tan
horrorizada. Soy una especie de buitre grotesco, deforme; una aberración aun
para los de mi propia especie.
Miro hacia el exterior y ciertamente hay una
enorme jaula, un alambrado que encierra varias aves de rapiña, entre las que
hay algunos buitres.
Soy un fenómeno monstruoso apartado de los
de mi especie y estoy en un parque zoológico repleto de árboles. No sé cómo
sucedió, cuando me encontraba en mi automóvil estacionado en una calle común de
una ciudad como tantas.
Mientras pienso esas cosas vuelve la bruma
blanca que transformó así las circunstancias. Envuelve la jaula y la gente en
el exterior se pierde; no la distingo más. Algunos rayos de sol se filtraban a
través de la sábana frágil y me permiten mirar nuevos rostros aglomerados
alrededor de mi jaula. La tela blancuzca se disipa una vez más y miro
humanoides, batracios del tamaño de hombres; todos iguales, con ojos saltones, fijos
y hambrientos, con bocas sonrientes de labios abultados y amplios como el aire
que me sofoca. Me contemplan extasiados. Sus manos membranosas se recargan en
la jaula y la ensucian; la enturbian con sus alientos plomizos. Pero esos seres
calvos, escamosos y desnudos no son mis únicas visitas. Otro público distinto
me contempla. Son mucho más pequeños; son muy peludos y negros. Tienen alas
transparentes y panzas abombadas. Platican entre sí, pero no logro entender su
discurso. Me miro una vez más y ya no soy un buitre deforme. Ahora soy yo
mismo; un hombre común, pero desnudo; estoy totalmente desnudo a la vista de
tan extraños paseantes de un zoológico que… No entiendo otra vez. De pronto me
siento indignado; muy indignado. Tengo coraje de que otros seres, irracionales
y curiosos, me miren como si yo fuese algo novedoso; un animal gracioso. Te
preguntaré a ti: ¿cómo te sentirías si de pronto, en un día como cualquiera,
todo cambiara y te vieras convertido en un animal que se mira en un zoológico? ¿Qué
harías si el destino mueve lo que parece sólido y cambia todas tus circunstancias?
Ciertamente no hay seguridad en nada. Y pienso esto mientras camino furioso, desnudo y avergonzado, por toda esta absurda
situación. Ahora puedo afirmar con
seguridad que en nada hay seguridad. La
niebla de pus vuelve a invadir el lugar y a sofocarme. Quisiera luchar, dar
golpes o… hacer algo para evitar otro de estos caprichos ambientales, mas
reconozco mi impotencia y no puedo evitar lo que venga. Recibo la extraña
sensación de hormigueo y somnolencia que me dará una nueva sorpresa. Ya estoy
sentado en el asiento de mi automóvil, frente al volante, en la calle donde
todo comenzó. Miro a mi alrededor: otra vez la calle lluviosa apilada de autos;
otra vez gente con la cara aburrida en espera de quién sabe qué. Sin embargo,
siento mucha rabia y miro despectivamente a todas esas personas. Me gustaría
preguntarles cómo se pondrían si vivieran lo que yo acabo de vivir. No veo el
reloj, pero sé que mi esposa no tarda en llegar. Llega muy apresurada; parece
contrariada de haberme hecho esperar más de una hora, y me lo dice cuando abre
la portezuela del carro y se sienta bruscamente a mi lado derecho.
–Te hice esperar mucho, ¿verdad? –exclama y al mismo tiempo revisa
meticulosamente el interior del carro. Toma una franela y sacude las plumas
negras y blancas, pegadas en los asientos.
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