lunes, 27 de junio de 2022

Percepciones

María Eugenia Olguín Mejía

 

No me cansa la tarde y su lluvia. Más bien es el transcurrir gradual de los minutos y la somnolencia que me pellizca con sus pinzas de fierro.

La calle se ha hecho grande, prolongada, y algunas personas dispersas se mojan recargadas sobre muros sucios, como si valiera la pena. Parecen esperar algo importante, en tanto yo miro a través de cristales vaporosos.

Los carros estacionados aquí y allá parecen insectos metálicos y rígidos en columnas muy apretadas. De pronto el cielo se junta con el piso agrietado y la calle se cubre de una cortina blanca. Es bruma espesa que desciende como el telón en un teatro. Todo se ha vuelto blanco, muy pesado, parece terciopelo perforado que se mueve y cubre. Las calles mojadas han dejado de observarse; la gente tampoco se ve dispersa en sus afanes. Algo raro comienza a suceder. Tal parece que se trata de mi aburrimiento. ¡Más valdría no tener tantas vacaciones! Quizá son estos días de sueño los que me hacen padecer este letargo.

No miro por ningún lado los árboles que enfilan las banquetas ni se oyen los motores ni los cláxones de los automóviles; es más: no hay automóviles; no hay banquetas, pavimento, alumbrado, edificios… Todo absolutamente se tornó blanquecino y vaporoso. El aroma quemado de la ciudad ha sido sustituido por un olor acre, de animal encerrado.

Miro a los lados y no estoy más en mi automóvil. Me encuentro parado en un tubo metálico horizontal que me balancea monótona, pausadamente. Me rodean cristales en forma de abanicos que unidos, constituyen un cilindro con la base plana y la parte superior terminada en bóveda.

Descubro que el cilindro que me contiene se mueve completo; no es sólo el columpio metálico donde me recargo, el que se bambolea. Quiero mirar hacia abajo y distingo que mi cuello es muy débil, curvado y poco ágil; pero ya observé que la base de esta jaula o casa está llena de trozos de carne; carne cruda, huesos, excrementos y un hedor nauseabundo que surge seguramente de algunos pedazos en descomposición. Por fin consigo definir las siluetas que se mueven detrás del cristal. Oigo voces y es gente la que se acerca: mujeres, niños que comen golosinas, parejas de ancianos, familias completas. Y todos hacen alboroto cuando miran a través del cilindro. Además, también noto que estoy cerca de una especie de alambrado, como jaula gigante; pareciera ser una jaula enorme del zoológico, donde guardan las aves de rapiña.

No entiendo qué pasa. Verdaderamente no comprendo por qué la gente rodea el sitio donde me encuentro y profiere exclamaciones de asombro; algunas mujeres gritan y se cubren los ojos. Los niños lanzan dulces sobre el cristal: “y ese monstruo ¿qué es?, ¿cómo se llama?”…

“No sé, pero en el letrero debe decir buitre… No se distingue bien; está borrado. Dice algo así como buitre… fenómeno… deformación congénita… Quién sabe, hijo. Pero, vámonos de aquí. Está muy feo para que lo veas tanto”. Un hombre sonríe, abraza a la mujer que ha dejado de hablar y dice al niño: “Si seguimos aquí, vas a soñar con ese monstruo. Vas a tener pesadillas”.

Verdaderamente no entiendo qué ha sucedido. No es posible que de tanto pensar, fantasear, imaginar cosas, ahora todo esto que percibo, sea cierto. Sin embargo, vuelvo mis ojos hacia abajo y descubro que tengo patas callosas, parecidas a las de un gallo, con uñas que más bien son garras y se enroscan fácilmente en el barrote del columpio donde me sostengo. Mi cuerpo es negro, lleno de plumas gruesas. Tengo alas en lugar de brazos, las cuales se extienden tan fácilmente y son enormes; casi abarcan el cilindro (ahora entiendo que me encuentro encerrado en una jaula, en un zoológico), de lado a lado. Mi cuello está rodeado en su nacimiento, de una corona de plumas finísimas y blancas: es lampiño y calloso; muy largo y curvado. Mi cabeza parece ser pequeña y lampiña, pero tengo un pico enorme y terminado en punta hacia abajo; es de un color negro azuloso. Mas, observo que de mi cabeza brota una protuberancia, como un hueso, o tal vez un cartílago, enorme, agrietado y rugoso como la piel de un reptil, pero del color rosa de mi cuello. Soy un monstruo; ya me explico por qué la gente me mira tan horrorizada. Soy una especie de buitre grotesco, deforme; una aberración aun para los de mi propia especie.

Miro hacia el exterior y ciertamente hay una enorme jaula, un alambrado que encierra varias aves de rapiña, entre las que hay algunos buitres.

Soy un fenómeno monstruoso apartado de los de mi especie y estoy en un parque zoológico repleto de árboles. No sé cómo sucedió, cuando me encontraba en mi automóvil estacionado en una calle común de una ciudad como tantas.

Mientras pienso esas cosas vuelve la bruma blanca que transformó así las circunstancias. Envuelve la jaula y la gente en el exterior se pierde; no la distingo más. Algunos rayos de sol se filtraban a través de la sábana frágil y me permiten mirar nuevos rostros aglomerados alrededor de mi jaula. La tela blancuzca se disipa una vez más y miro humanoides, batracios del tamaño de hombres; todos iguales, con ojos saltones, fijos y hambrientos, con bocas sonrientes de labios abultados y amplios como el aire que me sofoca. Me contemplan extasiados. Sus manos membranosas se recargan en la jaula y la ensucian; la enturbian con sus alientos plomizos. Pero esos seres calvos, escamosos y desnudos no son mis únicas visitas. Otro público distinto me contempla. Son mucho más pequeños; son muy peludos y negros. Tienen alas transparentes y panzas abombadas. Platican entre sí, pero no logro entender su discurso. Me miro una vez más y ya no soy un buitre deforme. Ahora soy yo mismo; un hombre común, pero desnudo; estoy totalmente desnudo a la vista de tan extraños paseantes de un zoológico que… No entiendo otra vez. De pronto me siento indignado; muy indignado. Tengo coraje de que otros seres, irracionales y curiosos, me miren como si yo fuese algo novedoso; un animal gracioso. Te preguntaré a ti: ¿cómo te sentirías si de pronto, en un día como cualquiera, todo cambiara y te vieras convertido en un animal que se mira en un zoológico? ¿Qué harías si el destino mueve lo que parece sólido y cambia todas tus circunstancias?

Ciertamente no hay seguridad en nada. Y pienso esto mientras camino furioso, desnudo y avergonzado, por toda esta absurda situación. Ahora puedo afirmar con seguridad que en nada hay seguridad. La niebla de pus vuelve a invadir el lugar y a sofocarme. Quisiera luchar, dar golpes o… hacer algo para evitar otro de estos caprichos ambientales, mas reconozco mi impotencia y no puedo evitar lo que venga. Recibo la extraña sensación de hormigueo y somnolencia que me dará una nueva sorpresa. Ya estoy sentado en el asiento de mi automóvil, frente al volante, en la calle donde todo comenzó. Miro a mi alrededor: otra vez la calle lluviosa apilada de autos; otra vez gente con la cara aburrida en espera de quién sabe qué. Sin embargo, siento mucha rabia y miro despectivamente a todas esas personas. Me gustaría preguntarles cómo se pondrían si vivieran lo que yo acabo de vivir. No veo el reloj, pero sé que mi esposa no tarda en llegar. Llega muy apresurada; parece contrariada de haberme hecho esperar más de una hora, y me lo dice cuando abre la portezuela del carro y se sienta bruscamente a mi lado derecho.

–Te hice esperar mucho, ¿verdad? –exclama y al mismo tiempo revisa meticulosamente el interior del carro. Toma una franela y sacude las plumas negras y blancas, pegadas en los asientos.

 

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