Julio Torri
…even supposing that history
were, once in a way, no liar, could it be that…
Era un país pobre, como tantos
otros de que guarda siempre confuso recuerdo el viajero impenitente. La exportación
se reducía a pieles de camello, utensilios de barro, estampas devotas y diccionarios
de bolsillo. Ya adivinaréis que se vivía por completo de géneros y efectos traídos
de otras naciones.
A pesar de la
escasa producción de riquezas sobrevino un periodo de florecimiento artístico. Si
sois profesores de literatura, os explicaréis el hecho fácilmente.
Aparecieron
muchos poetas, de los cuales uno era idílico, lleno de ternura y sentido de la naturaleza
y también muy poseído de la solemne misión de los bardos; y otro, satánico –verdadera
bête noire de cierta crítica mojigata–, a quien todas las señoras deseaban
conocer, y que en lo personal era un pobre y desmedrado sujeto. Hubo también incontables
historiadores: uno de ellos, medioevalista omnisciente, aunaba del investigador
impecable y del sintetizador amenísimo; otros eran concienzudos y prolijos, o elegantes
y de doctrina cada vez más sospechosa.
La crítica literaria
prosperaba con lozanía. Además de los tres o cuatro inevitables retrasados, que
censuraban por sistema cuanto paraba en sus manos y que sin fruto predicaban el
retorno a una época remota de mediocridad académica, había escritores eruditos e
inteligentes que justificaban, ante una opinión cada vez más interesada, los caprichos
y rarezas de los hombres de gusto.
La novela, el
teatro, el ensayo adquirían inusitado vigor.
Después de los
dioses mayores venía la innumerable caterva de los que escriben alguna vez, de los
literatos sin letras, de los poetas que cuentan más como lectores, y cuyos nombres
se confunden (en la memoria de cualquiera de nosotros, harto recargada de cosas
inútiles), con los que vemos a diario en los rótulos de la calle.
Los extranjeros
comenzaron a interesarse por este renacimiento de las artes, del que tuvieron noticias
por incontables traducciones, algunas infelicísimas aunque a precios verdaderamente
reducidos. Entonces se notó por primera vez un curioso fenómeno, muy citado en adelante
por los tratadistas de Economía Política: el apogeo literario producía una alza
de valores en los mercados extranjeros.
¡Qué sorpresa
para los hombres de negocios! ¡Quién iba a sospechar que los libros de versos y
embustes poseyeran tan útiles virtudes! En fin, la ciencia económica abunda en ironías
y paradojas. Había que aprovechar desde luego esta nueva fuente de riquezas.
Se dictó una
ley que puso a la literatura y demás artes bajo la jurisdicción del ministro de
las finanzas. Los salones (bien provistos por cierto de impertinencia femenina),
las academias, los cenáculos, todo fue reglamentado, inspeccionado y administrado.
Los hombres
graves, los hombres serios protegían sin rubor las artes. En la Bolsa se hablaba
corrientemente de realismo e idealismo, de problemas de expresión, de las Memorias
de Goethe y de los Reisebilder de Heine.
El ministro
de las finanzas presentaba por Navidad al Parlamento un presupuesto de la probable
producción literaria del año siguiente: tantas novelas, tantos poemas… se restablece
el equilibrio en favor de los géneros en prosa con cien libros de historia. Las
mayorías gubernamentales estaban por los géneros en prosa, mientras que las izquierdas
de la oposición exigían siempre mayor copia de versos.
Las acciones
y géneros subían siempre en las cotizaciones de las bolsas. La moneda valía ya más
que la libra esterlina, a pesar de que años antes se codeaba con el reis de Portugal
en las listas de los mercados. A cada nuevo libro correspondía una alza, y aun a
cada buena frase y a cada verso noble. Si había una cita equivocada en este tratado
o en aquel prólogo, los valores bajaban algunos puntos.
El costo de
la vida humana había descendido al límite de lo posible. Todas las despensas estaban
bien abastecidas. Humeaban los pucheros de los aldeanos y el vino tierno henchía
alegremente las cubas. Las señoras ya no hablaban de carestía, sino de sus alacenas
bien repletas de holandas y brocados, de sus tarros de confituras y conservas, de
sus arquillas que guardaban lucientes cintillos y pedrerías deslumbradoras.
Pero un día
ocurrió una catástrofe. Bruscamente descendió la moneda muchos puntos en las cotizaciones.
Pasaron semanas y el descenso continuó: no se trataba, pues, de un golpe de Bolsa.
¿Qué había sucedido?
Todos se lo preguntaban en vano. Las señoras atribuían el desastre a la mala educación
de las clases inferiores y al escote excesivo que impuso la moda aquel invierno.
La causa sin
duda había de ser literaria. Sin embargo, los cenáculos, ateneos y todo el complicado
mecanismo literario-burocrático seguía funcionando a maravilla. Nadie había salido
de su línea.
Ordenose una
minuciosa investigación; los mejores críticos fueron encargados de llevarla a buen
fin. En realidad, nunca se llegó a saber la razón de aquella catástrofe financiera.
El dictamen
de los críticos señalaba a algunos escritores de pensamiento tan torturado, de invenciones
tan complicadas y de psicología tan aguda y monstruosa, que sus libros volvían más
desgraciados a los lectores, les ennegrecían en extremo sus opiniones y les hacían,
por último, renunciar a descubrir en la literatura la fuente milagrosa a donde purificar
el espíritu de sus cuidados.
Ciertamente
las artes no pueden ser el único sostén del bienestar de un pueblo.
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