Sherwood Anderson
I
Rosalind
Wescott, una mujer grande y fuerte de veintisiete años, caminaba por una vía férrea
cerca de la ciudad de Willow Springs, estado de Iowa. Eran alrededor de las cuatro
de la tarde de un día de agosto. A su ciudad natal había llegado hacía tres días
desde Chicago, donde trabajaba.
En
aquella época, Willow Springs era una ciudad de unos tres mil habitantes. Ha crecido
desde entonces. Era una ciudad como tantas otras, con su ayuntamiento en medio de
la Plaza Mayor. A los cuatro lados de la plaza, se levantaban los locales comerciales.
La Plaza Mayor era bastante simple, sin césped, y de ella salían las calles bordeadas
por casas de madera, largas calles rectas que desembocaban en carreteras de tierra
que iban a parar a las praderas.
Aunque
le había dicho a todo el mundo que únicamente venía de visita porque echaba de menos
estar con su familia, y aunque lo que quería realmente era hablar con su madre sobre
un determinado asunto; por el momento, Rosalind no había sido capaz de hablar con
nadie. Es más, no le estaba resultando nada fácil quedarse en casa con sus padres
y, en todo momento, día y noche, sentía un enorme deseo de salir de la ciudad. Aquella
calurosa tarde de verano, mientras caminaba por la vía férrea, Rosalind recriminaba
su propia actitud. –No estoy siendo muy simpática. Si quiero hacerlo, por qué no
lo hago en vez de darle mil vueltas–, pensó.
Dos
millas al este de Willow Springs, la vía férrea recorría unos campos de maíz situados
en plena llanura. En aquel lugar había una pequeña pendiente y un puente sobre un
arroyo llamado Willow Creek. Aunque el arroyo estaba completamente seco, varios
árboles crecían a la orilla del barro reseco y agrietado, allí donde en otoño, invierno
y primavera estaba el lecho del arroyo. Rosalind salió de la vía y se fue a sentar
bajo un árbol. Le ardían las mejillas y le sudaba la frente. Al quitarse el sombrero,
su melena cayó en desorden. Varios mechones quedaron pegados a su húmedo rostro.
Se sentó en lo que parecía una gran cuenca bordeada por hileras de maíz. Detrás
de ella y siguiendo el lecho del arroyo, había un sendero de tierra. Cada noche
pasaba por allí un rebaño de vacas llegado de algún prado lejano. A poca distancia
de allí, se había formado una gran esfera de estiércol de vaca cubierta de polvo
gris sobre la que se arrastraban unos escarabajos de un color negro brillante. Los
escarabajos se pasaban el día rodando pelotas de estiércol hasta un agujero cercano.
Se estaban preparando para la germinación de una nueva generación de escarabajos.
Rosalind
había ido de visita a su ciudad natal en una época del año en la que todo el mundo
deseaba escapar de aquel caluroso y polvoriento lugar. Nadie esperaba su visita
y tampoco había escrito anunciando su llegada. Una mañana, en Chicago, se levantó
de la cama y empezó a hacer las maletas. Esa misma noche estaba en Willow Springs,
con su familia, en la casa en la que había vivido hasta sus veintiún años. Sin previo
aviso, tomó el autobús en la estación y caminó hasta la casa de los Wescott. Su
padre estaba en la bomba, junto a la puerta de la cocina. Al verla llegar, su madre
entró al salón para saludarla, llevaba puesto un delantal de cocina un poco manchado.
Nada parecía haber cambiado en esa casa. –Me apetecía venir a pasar unos días con
vosotros–, dijo Rosalind tras dejar su maleta y besar a su madre.
Los
Wescott se alegraron mucho al ver a su hija. Estaban emocionados y prepararon una
cena de bienvenida. Después de cenar, el padre se fue a dar su habitual paseo por
la ciudad, pero volvió mucho antes que de costumbre. –Voy hasta la oficina de correos
para comprar el periódico y vuelvo–, dijo disculpándose. La madre de Rosalind se
puso un vestido limpio y fue a sentarse con su hija en la oscuridad del porche.
Allí hablaron, más o menos. –¿Hace calor en Chicago estos días? Voy a pasarme el
otoño enlatando fruta. Te voy a enviar una caja con botes de fruta. ¿Sigues viviendo
en el mismo apartamento del Barrio Norte? Debe de ser muy agradable caminar de noche
por el parque junto al lago–.
*
* *
Sentada
bajo un árbol cerca del puente a dos millas de Willow Springs, Rosalind miraba trabajar
a los escarabajos. Su cuerpo estaba bastante acalorado por la larga caminata bajo
el sol y el vestido ligero que llevaba puesto se le pegaba a las piernas. Estaba
cada vez más manchado por el polvo que se había depositado bajo el árbol.
Rosalind
había huido de su ciudad y de la casa de su madre. Llevaba haciéndolo desde su llegada.
No le apetecía ir de casa en casa visitando a sus amigas del colegio, las chicas
que habían preferido quedarse en Willow Springs, casarse y formar una familia. Cuando
se cruzaba por la calle con alguna de estas mujeres, con su carrito de bebé a cuestas,
y quizás seguida por algún niño pequeño, a Rosalind no le quedaba más remedio que
detenerse. Hablaban unos minutos. –Qué calor hace. ¿Sigues viviendo en el mismo
apartamento de Chicago? Mi marido y yo queremos ir allí a pasar una o dos semanas
con los niños. Debe de ser muy agradable vivir tan cerca del lago. –Rosalind no
tardaba en despedirse.
Desde
su llegada a su ciudad natal no había hecho otra cosa más que huir.
¿De
qué? Se preguntó Rosalind. Había venido de Chicago porque tenía la intención de
hablar con su madre. ¿Realmente quería hablar con ella sobre determinados asuntos?
¿Pensaba sacar fuerzas para afrontar la vida y sus dificultades volviendo a respirar
el aire de su ciudad natal?
¿De
qué le valía haber efectuado aquel incómodo viaje desde Chicago si era para acabar
pasando los días caminando por carreteras de tierra o entre las hileras de los campos
de maíz bajo el calor asfixiante de la vía férrea?
–Aunque
no todos los deseos pueden cumplirse, no tengo que perder la esperanza, –pensó para
sus adentros.
Willow
Springs era una ciudad insignificante, aburrida, una de las miles que hay en los
estados de Indiana, Illinois, Wisconsin, Kansas, Iowa, pero en su mente su ciudad
era aún más aburrida.
Sentada
bajo el árbol junto al lecho reseco del arroyo, Rosalind se puso a pensar en la
calle donde vivían sus padres, la calle donde había vivido hasta sus veintiún años.
El destino había hecho que ya no viviera allí. Su único hermano, diez años mayor
que ella, se había casado y trasladado a Chicago. Un día le pidió a su hermana que
fuera a visitarle y, una vez allí, Rosalind decidió quedarse. Su hermano trabajaba
de comercial y pasaba mucho tiempo fuera de casa. –¿Por qué no te quedas aquí con
Bess y estudias taquigrafía? –preguntó–. Si en el futuro no te interesa trabajar
en ello no pasa nada. Papá siempre va a estar ahí para ocuparse de ti. Aprender
algo siempre puede ser útil.
*
* *
–Eso
fue hace seis años –pensó Rosalind con cierto cansancio–. Ya llevo seis años viviendo
en la gran ciudad. –Su mente no dejaba de pensar. Los pensamientos iban y venían.
En Chicago, tras encontrar trabajo de taquígrafa, hubo algo que la mantuvo despierta
durante un tiempo. Quería ser actriz y por las noches iba a una escuela de arte
dramático. En su lugar de trabajo había un chico, un oficinista, con el que a veces
salía a pasear, al teatro o a caminar por el parque. Se besaban.
Sus
pensamientos eran cada vez más nítidos, volvió a pensar en su madre y en su padre,
en su casa de Willow Springs, en la calle donde había vivido hasta los veintiún
años.
La
calle no era gran cosa. Desde la ventana principal de la casa de su madre se podían
ver otras seis casas. Conocía su calle y a sus vecinos como la palma de su mano.
¿Realmente los conocía? Desde los dieciocho a los veintiún años se quedó en casa,
ayudando a su madre en las tareas domésticas, esperando algo. Las demás chicas de
su edad corrieron la misma suerte. Como ella, se habían graduado en el instituto
de la ciudad, pero sus padres no tenían ninguna intención de enviarlas a la universidad.
No había más remedio que esperar. Poco más se podía hacer. Algunas de esas chicas
–sus madres y las madres de sus amigas seguían llamándolas niñas– tenían amigos
que iban a visitarlas los domingos y algún miércoles o jueves por la tarde. Otras
tomaban la decisión de unirse a la Iglesia, iban a grupos de oración, y se convertían
en miembros activos de alguna congregación religiosa. Sacaban pecho.
Rosalind
no había hecho nada parecido. En esos tres años en Willow Springs no había hecho
más que esperar. Por la mañana había que dedicarse a las tareas domésticas y luego,
en cierto modo, el día ya no daba mucho más de sí. Por la noche, su padre salía
a pasear a la ciudad y ella se quedaba con su madre. No se decían gran cosa. Cuando
se iba a dormir, se quedaba despierta, extrañamente nerviosa, esperando a que ocurriera
algo que finalmente nunca ocurría. Los ruidos de la casa de los Wescott interrumpían
sus pensamientos. ¡La de cosas que se le pasaban por la cabeza!
Una
multitud se alejaba constantemente de ella. A veces, se sentaba boca abajo al borde
de un barranco. Bueno, no era exactamente un barranco. Eran dos grandes muros de
mármol en los que se habían tallado extrañas figuras. Era posible bajar por unos
enormes escalones –bajar hasta desaparecer–. Mucha gente bajaba por esos escalones,
entre las paredes de mármol, alejándose de ella.
¿Quiénes
eran todas aquellas personas? ¿De dónde venían? ¿Adónde iban? No lograba dormir.
Su habitación era oscura. El techo y las paredes iban retrocediendo. Parecía estar
flotando, suspendida en el espacio, por encima del barranco –ese barranco con muros
de blanco mármol sobre el que jugaban unas extrañas luces.
Hombres
y mujeres bajaban esos enormes peldaños y se perdían en el infinito. A veces, pasaba
por ahí una muchacha que podría tener su misma edad, pero que, en cierto modo, era
más dulce, más pura. La muchacha caminaba con suavidad, con estilo, parecía un felino.
Sus piernas y sus brazos se movían como se mueven las ramas de las copas de los
árboles bajo una suave brisa. Ella también bajaba hasta desaparecer.
Muchas
otras personas bajaban los peldaños de mármol. Chicos jóvenes bajaban solos; tras
ellos, un anciano muy distinguido seguido por una mujer con facciones muy dulces.
¡Qué hombre tan admirable! Su desgastado cuerpo irradiaba un poder infinito. Su
rostro estaba cubierto de arrugas y tenía la mirada triste. Se podía sentir su inmensa
sabiduría y se notaba que había guardado algo vivo y muy valioso en lo más profundo
de su ser. Eso hacía que los ojos de la mujer que caminaba por detrás ardieran con
un extraño fuego. Ellos también bajaban por las escaleras y desaparecían.
Otras
muchas personas bajaban hasta desaparecer –hombres y mujeres, chicos y chicas, ancianos,
ancianas que caminaban con bastones y cojeaban un poco.
En
la cama de la casa de su padre, la mente de Rosalind se tranquilizaba. Intentaba
aferrarse a algo, entender algo.
Era
inútil. Los ruidos de la casa interrumpían sus fantasías. Su padre estaba en la
bomba, junto a la puerta de la cocina. Estaba bombeando un cubo de agua. En un momento,
se lo llevará y lo colocará en un recipiente junto al fregadero de la cocina. Se
derramará un poco de agua en el suelo. Después se escuchará un sonido, parecido
al de los pies de un niño descalzo caminando por el suelo. Luego su padre irá a
darle cuerda al reloj. Otro día más. Ahora no tardará en escuchar sus fuertes pisadas
arrastrándose por el suelo de la habitación y finalmente se meterá en la cama, con
su madre.
Durante
los años de su adolescencia, los ruidos nocturnos de la casa de su padre habían
sido, en cierto sentido, algo horrible y espantoso. Ahora el destino había hecho
que viviera en la ciudad y no quería volver a pensar en ellos nunca más. Incluso
en Chicago, donde el silencio de la noche se veía interrumpido por miles de voces,
por automóviles circulando por las calles a toda velocidad, por los acelerados pasos
de los hombres que volvían a sus casas por las aceras de cemento pasada la medianoche,
por los gritos de los borrachos que se peleaban en las calurosas noches de verano,
incluso en ese gran tumulto de voces, todo parecía mucho más tranquilo. Los persistentes
ruidos de las noches de la ciudad no eran nada comparados con los persistentes ruidos
de la casa de su padre. Los ruidos de la ciudad no transmitían terribles verdades
existenciales, esos ruidos no se aferraban tanto a la vida y no la asustaban como
lo hacían los ruidos de la tranquila calle de la ciudad de Willow Springs. ¡Cuántas
veces, allí en la gran ciudad, en medio de esos grandes ruidos, había luchado por
librarse de esos pequeños ruidos! Los pies de su padre están entrando ahora en la
cocina. Está poniendo el cubo de agua en el recipiente junto al fregadero. En ese
mismo instante, en el piso de arriba, el cuerpo de su madre está cayendo pesadamente
sobre la cama. Las visiones del barranco con muros de mármol por el que bajaba tanta
gente hermosa se van desvaneciendo. Hay un pequeño charco en el suelo de la cocina.
Se va a escuchar un sonido, parecido al de los pies de un niño descalzo caminando
por el suelo. Rosalind tiene ganas de gritar. Su padre acaba de cerrar la puerta
de la cocina. Ahora le va a dar cuerda al reloj. En unos instantes sus pies empezarán
a subir las escaleras.
Desde
la ventana de la casa de los Wescott se veían otras seis casas. En invierno, el
humo de las seis chimeneas de ladrillo se elevaba en las alturas. En una de las
casas, la que estaba al lado de la casa de los Wescott, una pequeña casa de madera,
vivía un hombre que ya tenía treinta y cinco años cuando Rosalind se fue a vivir
a la ciudad. Era un hombre soltero y su madre, su ama de casa, había muerto el año
en que Rosalind se graduó en el instituto. Tras la muerte de su madre, el hombre
se quedó solo. Solía comer y cenar en el hotel, en la plaza de la ciudad, pero también
se preparaba el desayuno, hacía su cama y barría la casa. A veces, mientras Rosalind
estaba sentada en el porche, aquel hombre caminaba con paso lento por delante de
la casa de los Wescott. Se levantaba el sombrero y discutía un rato con ella. Sus
ojos se encontraban. Tenía una nariz prominente y aguileña y una larga y descuidada
melena.
Rosalind
pensaba en él de vez en cuando. Aunque no era para alarmarse, le molestaba un poco
que aquel hombre se colara en sus fantasías cotidianas.
Aquel
día, mientras Rosalind estaba sentada en el reseco lecho del río, se puso a pensar
en aquel hombre soltero que ya tenía más de cuarenta años y que seguía viviendo
en la calle donde había pasado su infancia. Una cerca separaba su casa de la casa
de los Wescott. Algunas mañanas, el hombre olvidaba bajar las persianas y Rosalind,
ocupada con las tareas domésticas en la casa de su padre, veía cuando pasaba en
ropa interior. Era… bueno, mejor no entrar en detalles.
Aquel
hombre se llamaba Melville Stoner. Tenía una pequeña pensión y no le hacía falta
trabajar. Había días en los que ni siquiera iba a comer al hotel, se quedaba todo
el día en casa, sentado en una silla con la nariz enterrada en un libro.
En
una de las casas de esa misma calle, vivía una viuda que se pasaba el día criando
pollos. Dos o tres de sus gallinas eran lo que la gente del vecindario llamaba –gallinas
de altos vuelos–. Por lo general, cuando sobrevolaban las vallas del gallinero aterrizaban
directamente en el jardín del soltero. A los vecinos todo aquello les hacía bastante
gracia. Era, a su modo de ver, algo bastante significativo. En cuanto las gallinas
se posaban en el jardín de Melville Stoner, la viuda salía tras ellas con un palo
en la mano. El soltero salía de su casa y presenciaba el espectáculo desde su pequeño
porche. La viuda llegaba corriendo hasta la puerta principal agitando los brazos,
y las gallinas, armando un gran revuelo, salían volando por encima de la valla y
corrían por la calle hasta llegar a la casa de la viuda. La mujer se quedaba un
rato de pie, frente a la puerta de la casa de Melville Stoner. En verano, cuando
las ventanas de la casa de los Wescott estaban abiertas, Rosalind escuchaba su conversación.
En Willow Springs no estaba bien visto que una mujer soltera se quedara hablando
con un hombre soltero en la puerta de su casa. La viuda no quería faltar a esas
costumbres. Aun así, se quedaba allí un rato, apoyada contra el poste de la puerta.
¡Menudos ojitos ponía! –Si le molestan mis gallinas, no se lo piense dos veces,
mátelas–, le decía con cierta agresividad. –No se preocupe. Me alegra verlas llegar–,
respondía Melville Stoner, inclinando la cabeza. A Rosalind le parecía que su vecino
le tomaba el pelo a la viuda. Aquel hombre le caía bien por eso. –Si no fuera por
sus gallinas, usted jamás vendría por aquí. Cuídelas bien–, decía, inclinándose
de nuevo.
El
hombre y la mujer se quedaban un momento mirándose a los ojos. Rosalind observaba
a la mujer desde una de las ventanas de la casa de los Wescott. Hasta ahí llegaba
la conversación. Había algo en aquella mujer que no lograba entender –bueno, la
mujer iba llenando sus sentidos–. A la joven de la casa de al lado la viuda no le
caía demasiado bien.
*
* *
Rosalind
se levantó y subió hasta el terraplén de la vía férrea. Daba gracias a Dios por
haberle dado la oportunidad de salir de la rutina de Willow Springs para irse a
vivir a la gran ciudad. –Chicago no es una ciudad demasiado bonita. La gente dice
que no es más que un pueblo sucio y ruidoso y quizás tenga razón, pero allí hay
vida–, pensó. En Chicago, o al menos durante los dos o tres últimos años que había
pasado allí, Rosalind sentía que había aprendido algo de la vida. Para empezar,
se había dedicado a la lectura, había leído libros que nunca llegarían a Willow
Springs, libros que en Willow Springs nadie conocía, había ido a conciertos, como
los de la Orquesta Sinfónica, había empezado a entender los lenguajes del trazo
y del color, había escuchado hablar sobre estos temas a hombres inteligentes. En
Chicago, en medio de esa gran marea humana, se escuchaban voces. A veces uno se
encontraba con hombres, o había oído que existían hombres que, como aquel distinguido
anciano que se alejaba por las escaleras de mármol de sus fantasías infantiles,
habían guardado algo vivo y muy valioso en lo más profundo de su ser.
Pero
había algo más, lo más importante. Durante los dos últimos años de su vida en Chicago
había pasado horas enteras, días enteros en compañía de un hombre con quien podía
hablar. Esas charlas la habían despertado. Sentía que gracias a ellas se había convertido
en mujer, que había madurado.
–Conozco
Willow Springs como la palma de mi mano, sé cómo es su gente y sé en qué me habría
convertido si me hubiese quedado aquí, –pensó. Sentía alivio y cierta felicidad.
Estaba atravesando un momento de crisis y había vuelto a casa con la esperanza de
poder hablar un poco con su madre o, si finalmente hablar con ella resultaba imposible,
esperaba obtener cierto sentido de hermandad estando a su lado. Siempre había pensado
que en toda mujer había algo enterrado, algo que en un momento dado podría ayudar
a una mujer necesitada. En esos momentos, sentía que la esperanza, el sueño, el
deseo, que anhelaba era totalmente en vano. Sentada en aquella enorme cuenca donde
no corría el aire, en medio de los campos de maíz a dos millas de su ciudad, mirando
trabajar a los escarabajos perpetuar una nueva generación de escarabajos, pensando
en la ciudad y en su gente, Rosalind parecía entender todo un poco mejor. Después
de todo, puede que su visita a Willow Springs sirviera para algo.
La
figura de Rosalind aún conservaba buena parte de su juventud. Era una mujer de piernas
fuertes y de hombros anchos. Caminaba por la vía férrea hacia la ciudad en dirección
oeste. Estaba empezando a anochecer. Allá a lo lejos, en lo alto del maíz, en uno
de los inmensos campos, pudo ver la imagen de un hombre conduciendo un vehículo
por una carretera de tierra. Los rayos del sol se entretenían con el polvo que levantaban
las ruedas del vehículo. Esa flotante nube de polvo se convirtió en una lluvia dorada
que fue cayendo sobre los campos. –Cuando una mujer busca algo auténtico en otra
mujer, aunque sea su madre, no parece que pueda encontrarlo –pensó con cierta amargura–.
Hay ciertas cosas que toda mujer debe descubrir por sí misma, hay un camino que
solo ella puede tomar, nadie más. Puede que ese camino lleve a un camino oscuro
y terrible, pero si no quiere que la muerte se apodere de ella y viva en ella mientras
su cuerpo sigue en vida, toda mujer debe adentrarse algún día por esa senda.
Rosalind
caminó otra milla por la vía férrea y se detuvo. Mientras estaba sentada bajo el
árbol junto al lecho del arroyo vio pasar un tren de carga dirección este. Ahora,
allí junto a la vía, parecía que un hombre estaba tirado en la hierba. Estaba inmóvil,
con el rostro enterrado en la hierba quemada. Rosalind llegó entonces a la conclusión
de que aquel hombre había sido golpeado por el tren y que quizás estaba muerto.
El cuerpo había quedado ahí tirado. Sus pensamientos se fueron diluyendo, dio media
vuelta y empezó a alejarse de allí de puntillas, pisando con cuidado las traviesas
de las vías, sin hacer ningún ruido. Entonces se detuvo. Quizás ese hombre no estuviera
muerto, quizás solo estuviera herido, terriblemente herido. Tenía que hacer algo,
no podía dejarlo allí. Se lo imaginó mutilado pero luchando por su vida, y ella
intentando ayudarle. Dio media vuelta y volvió a caminar por las traviesas. Las
piernas del hombre no estaban dobladas y a su lado estaba su sombrero. Parecía como
si lo hubiera dejado allí antes de echarse a dormir, pero un hombre no duerme con
el rostro enterrado en la hierba bajo ese calor y en un lugar tan incómodo. Se acercó.
–Oiga, señor –gritó–. Señor, ¿está usted herido?
El
hombre que estaba tumbado en la hierba se incorporó y la miró. Se echó a reír. Era
Melville Stoner, el hombre en quien había estado pensando repetidas veces y que
le había permitido sacar ciertas conclusiones sobre la inutilidad de su visita a
Willow Springs. El hombre se levantó y recogió el sombrero. –Hola, señorita Rosalind
Wescott–, dijo con cordialidad. Se subió a un pequeño terraplén y se quedó a su
lado. –Sabía que había vuelto a casa de visita, pero ¿qué está usted haciendo aquí?–,
preguntó; y luego añadió: –¡Qué suerte la mía! Ahora voy a tener el privilegio de
acompañarla hasta su casa. Después de haberme gritado de esa manera, no creo que
pueda negarse–.
Caminaron
juntos por la vía férrea, él con su sombrero en la mano. A Rosalind le pareció que
su acompañante era una especie de pájaro gigante, anciano, que desprendía una gran
sabiduría; –Se parece un poco a un buitre–, pensó. El hombre permaneció un rato
en silencio, pero de pronto empezó a hablar, quería explicar por qué estaba tirado
con el rostro enterrado en la hierba. Le brillaban los ojos. Rosalind se preguntó
si le estaba tomando el pelo, igual que a la viuda de las gallinas.
No
fue directamente al grano, y a Rosalind le pareció extraño que estuvieran ahí hablando
y caminando juntos. Sus palabras le llamaron inmediatamente la atención. Era mucho
mayor que ella y mucho más sabio, no cabía duda. Qué inocente había sido pensando
que sabía más que cualquiera de los habitantes de Willow Springs. Ahí estaba escuchando
hablar a ese hombre y lo que escuchaba no sonaba a nada de lo que hubiese esperado
oír salir de los labios de un habitante de su ciudad natal. –Quiero explicarme,
pero prefiero esperar un poco. Llevo años intentando conectar con usted, hablar
con usted, y por fin ha llegado mi oportunidad. Hace ya unos cinco o seis años que
se marchó y ya es usted toda una mujer.
–No
se asuste, mi deseo de querer conectar con usted y entenderla un poco mejor no es
nada realmente personal –añadió rápidamente–. Así soy con todo el mundo. Quizás
sea por eso por lo que vivo solo, sigo soltero y no tengo amigos. Soy demasiado
impaciente. A los demás les incomoda mi compañía–.
Rosalind
estaba sorprendida descubriendo la faceta escondida de aquel hombre. Se quedó pensando.
A lo lejos, se empezaban a ver las casas de la ciudad. Melville Stoner intentó caminar
por uno de los raíles de hierro, pero tras dar unos pasos perdió el equilibrio y
cayó. Sus largos brazos dieron unas cuantas vueltas antes de caer. Rosalind entró
en un extraño estado de ánimo. En cuestión de segundos, Melville Stoner había pasado
de parecer un anciano a parecer un niño. Estando a su lado, su mente, que no había
dejado de pensar en toda la tarde, siguió pensando con mayor intensidad.
Cuando
Melville Stoner reanudó la conversación, pareció haber olvidado la explicación que
le había prometido a Rosalind. –Vivimos tantos años al lado y en todo ese tiempo
apenas nos hablamos –dijo–. Cuando yo era joven y usted era solo una niña, yo me
sentaba en mi casa pensando en usted. Hemos sido amigos. Lo que quiero decir es
que hemos compartido los mismos pensamientos–.
Empezó
a criticar con dureza la vida en la gran ciudad. –Aquí todo es triste y estúpido,
pero la gran ciudad tiene también su propia dosis de estupidez –declaró–. Me alegro
de no estar viviendo allí–.
Cuando
empezó a vivir en Chicago, a Rosalind le ocurría a veces algo sorprendente. En la
gran ciudad solo conocía a su hermano y a su cuñada y a veces se sentía muy sola.
Cuando ya no podía soportar la monotonía de la casa de su hermano, se iba a un concierto
o al teatro. Alguna que otra vez, cuando no tenía dinero para comprar la entrada,
se armaba de valor y caminaba sola por las calles, acelerando el paso sin pararse
a mirar a su alrededor. Cuando se sentaba en el teatro o caminaba en la calle a
veces le ocurría algo extraño. Alguien mencionaba su nombre, sentía que alguien
la llamaba. Algo parecido le ocurrió en un concierto. Miró rápidamente a su alrededor.
Las caras que pudo ver tenían esa misma expresión, mitad aburrimiento, mitad expectación,
que uno acostumbra a ver en las caras de las personas que escuchan música clásica.
En el teatro nadie parecía reparar en ella. En la calle o en el parque, sentía esa
llamada cuando estaba completamente sola. La voz parecía salir de la nada, de detrás
de alguno de los árboles del parque.
Y
ahora, mientras caminaba por la vía férrea, esa llamada parecía salir del propio
Melville Stoner. El hombre seguía caminando, aparentemente absorto en sus propios
pensamientos, intentando encontrar las palabras con las que poder expresarse. Tenía
unas piernas muy largas y un modo de andar un tanto extraño. Rosalind seguía pensando
que ese hombre tenía aspecto de ave, quizás un ave marina varada a gran distancia
de la costa, pero la llamada no salía del pájaro que vivía en él. Había algo más,
una personalidad escondida. Rosalind se imaginó que la llamada salía de un niño,
de uno de esos niños de ojos claros que había visto en las fantasías nocturnas en
la habitación de la casa de su padre, de uno de esos niños que caminaba por la escalera
de mármol, que bajaba hasta desaparecer. Se sorprendió con sus propios pensamientos.
–El niño se esconde en el cuerpo de este extraño hombre con pinta de pájaro–, pensó.
Esa idea despertó nuevas fantasías en ella. Explicaba mucho sobre la vida de los
hombres y las mujeres. Su mente recordó una expresión, una frase, de los tiempos
de su infancia, cuando iba a la Escuela Dominical de Willow Springs. –Y Dios me
habló por medio de una zarza ardiente. –Y a punto estuvo de repetir esas palabras
en voz alta.
Melville
Stoner seguía caminando por las traviesas sin parar de hablar. Parecía haber olvidado
el incidente de su nariz enterrada en la hierba y siguió hablando de su solitaria
vida en la casa de su pequeña ciudad. Rosalind intentó, sin éxito, concentrarse
y escuchar atentamente sus palabras. –He vuelto unos días a casa con el deseo de
acercarme un poco a la vida; quería, por unos días, alejarme de la presencia de
un hombre para poder pensar en él. Pensé que podía conseguirlo estando cerca de
mi madre, pero no ha sido así. Sería extraño poder lograr mi objetivo hablando con
este hombre–, pensó. Aunque escuchaba las palabras del hombre, su mente seguía pensando,
fabricando sus propias palabras. Sentía que algo se estaba liberando en su interior,
se sentía libre, relajada. Desde el momento en que se bajó del tren en la estación
de Willow Springs tres días antes, la tensión se mascaba en el ambiente. Ahora había
desaparecido. Miraba a Melville Stoner y él, de vez en cuando, le devolvía la mirada.
Había algo en sus ojos, una especie de risa –una especie de risa burlona–. Tenía
ojos grises, de un gris frío, semejantes a los de un pájaro.
–Se
me ocurre –he estado pensando–, bueno, usted lleva seis años viviendo en la gran
ciudad y aún sigue soltera. Sería extraño y hasta divertido que usted fuera como
yo, que no pudiera casarse o acercarse a otra persona, –le dijo.
Volvió
a hablar de la vida que llevaba en su casa. –A veces lo único que me apetece es
quedarme todo el día sentado, incluso cuando hace buen tiempo –dijo–. Seguro que
alguna vez me ha visto ahí sentado. A veces hasta se me olvida que tengo que comer.
Me paso el día leyendo, tratando de olvidarme y, cuando cae la noche no logro conciliar
el sueño.
–Si
supiera escribir o pintar o componer música, si me interesara expresar lo que me
pasa por la cabeza, todo sería diferente. Sin embargo, yo no escribiría como los
demás. Poco tendría que decir sobre lo que hacen los humanos. ¿Qué hacen? ¿Es realmente
importante? Sí, claro, construyen grandes ciudades como Chicago y ciudades más pequeñas
como Willow Springs, han construido esta vía férrea sobre la que estamos caminando,
se casan y tienen hijos, cometen crímenes, roban, son amables. ¿Qué importancia
tiene? Mire, aquí estamos caminando bajo este intenso sol. Dentro de cinco minutos
llegaremos a la ciudad, usted se irá a su casa y yo a la mía. Cenará con sus padres.
Después su padre se irá a dar una vuelta a la ciudad y usted y su madre se irán
a sentar en el porche. No tendrán mucho que decirse. Su madre le comentará su intención
de enlatar fruta. Cuando su padre vuelva a casa de su paseo nocturno, se irán todos
a dormir. Su padre irá a bombear un cubo de agua en el pozo de la entrada de la
cocina. Lo llevará dentro y lo colocará en un recipiente junto al fregadero. Se
derramará un poco de agua. Dejará un pequeño charco en el suelo de la cocina…
–¡Ah!
Melville
Stoner se dio la vuelta y miró detenidamente a Rosalind, que estaba algo pálida.
Su mente se aceleró, parecía un motor totalmente descontrolado. Le asustaba el poder
que irradiaba Melville Stoner. Con solo nombrar ciertos tópicos aquel hombre acababa
de invadir lugares más secretos. Era como si hubiese entrado a la habitación de
la casa de su padre donde se tumbaba a pensar. Parecía haber entrado en su cama.
Melville Stoner se echó a reír con melancolía. –¿Sabe?, en este país somos bastante
ignorantes, ya sea en los pueblos o en las ciudades –dijo con rapidez–. Todos tenemos
mucha prisa. Todo el mundo está acelerado. Yo prefiero quedarme sentado, pensando.
Si quisiera escribir, podría hacerlo. Me pondría a contar lo que piensa todo el
mundo. Escribiría sobre las cosas que les sorprenden, las cosas que les asustan
un poco. Contaría lo que ha estado pensando usted esta misma tarde mientras caminábamos
por la vía férrea. Contaría lo que ha estado pensando su madre al mismo tiempo y
lo que le gustaría decirle–.
A
Rosalind le temblaban las manos, y su rostro estaba blanco como la tiza. Salieron
de la vía y empezaron a caminar por las calles de Willow Springs. Algo había cambiado
en Melville Stoner. Ahora volvía a parecer un hombre de cuarenta años, un poco indeciso,
un poco avergonzado por la presencia de una mujer más joven. –Me voy al hotel, aquí
se separan nuestros caminos–, dijo arrastrando los pies por la acera. –Me hubiera
gustado contarle por qué me encontró ahí tirado con el rostro enterrado en la hierba–,
dijo. Algo había cambiado en su voz. Era la voz del niño que había llamado a Rosalind
desde el cuerpo del hombre mientras hablaban y caminaban por las vías. –Hay días
en los que esta vida me resulta insoportable–, dijo con dureza, agitando sus enormes
brazos. –Cuando uno pasa tanto tiempo solo acaba odiándose a sí mismo. Tengo que
salir de esta ciudad.
El
hombre agachaba la cabeza, mirando al suelo. Sus enormes pies seguían arrastrándose
nerviosamente. –Una vez, en invierno, pensé que me estaba volviendo loco –dijo–.
Me puse a pensar en un huerto que está a unas cinco millas de la ciudad, un huerto
por donde había caminado un día a finales de otoño, la época en que las peras están
maduras. Se me ocurrió volver por allí. Hacía mucho frío, pero aun así caminé las
cinco millas y entré en el huerto. La tierra estaba helada y cubierta de nieve,
pero eché la nieve a un lado. Me tumbé y puse mi rostro sobre la hierba. En otoño,
cuando caminé por ahí por primera vez, aquel lugar estaba cubierto de peras maduras
que desprendían un aroma muy agradable. Las peras estaban cubiertas de abejas, parecían
embriagadas, era como si las abejas estuvieran alcanzando una especie de éxtasis.
Aún recuerdo ese aroma. Por eso volví por allí y puse mi rostro sobre la hierba
helada. Las abejas estaban en un estado de éxtasis, en un éxtasis vital. A mí la
vida siempre se me ha escapado. Nunca he podido coger el tren de la vida. Siempre
se aleja de mí. Siempre me imagino que la gente se aleja de mí. Este año, en primavera,
caminé por la vía férrea hasta el puente de Willow Creek. El lugar estaba cubierto
de violetas. En aquel momento, apenas me fijé en ellas, pero hoy las recuerdo perfectamente.
Las violetas eran como la gente que se aleja de mí. Estaba poseído por un irresistible
deseo de ir tras ellas. Me sentía como un pájaro volando por los aires. Estaba convencido
de que debía ir tras algo que se iba alejando de mí.
Melville
Stoner dejó de hablar. Estaba pálido, a él también le temblaban las manos. Rosalind
estuvo a punto de tocarle la mano. Le entraron ganas de gritar –yo estoy aquí. No
estoy muerta. Estoy viva––. Pero se quedó callada, mirándole fijamente, como la
viuda de las gallinas de altos vuelos. Melville Stoner luchó por recuperarse del
éxtasis que había alcanzado por sus propias palabras. Inclinó la cabeza y sonrió.
–Espero que vuelva a pasear por la vía férrea –dijo–. En el futuro ya sé qué hacer
con mi tiempo libre. Cuando venga a Willow Springs iré a acampar a la vía férrea.
Como las violetas, usted también ha dejado su aroma, no cabe duda. –Rosalind le
miró. Su risa era la misma que le dedicaba a la viuda en la puerta de su casa. No
tenía importancia. Cuando se separaron, ella siguió caminando lentamente por las
calles de su ciudad. Su mente volvió a recordar la frase que le había venido a la
cabeza mientras caminaban por las vías. –Y Dios me habló por medio de una zarza
ardiente. –Y siguió repitiéndola hasta llegar a la casa de los Wescott.
*
* *
Rosalind
estaba sentada en el porche de la casa donde había pasado su infancia. Su padre
aún no había vuelto a casa. Era comerciante de madera y carbón y tenía varios cobertizos
frente a una vía muerta al oeste de la ciudad. En una esquina de su pequeña oficina,
junto a una ventana, había una estufa y un escritorio. En el escritorio se amontonaban
las cartas sin abrir y las circulares de las compañías de madera y carbón. Estaban
cubiertas por una espesa capa de polvo de carbón. El hombre se pasaba el día ahí
sentado, esperando como un animal enjaulado, pero, a diferencia del animal, no parecía
triste ni inquieto. Era el único comerciante de madera y carbón de Willow Springs.
Cuando los ciudadanos querían algunas de estas materias primas no les quedaba más
remedio que acudir a él. No tenía competencia. Era un hombre satisfecho. Por la
mañana, nada más llegar a la oficina, se ponía a leer el periódico de Des Moines
y, si nadie venía a molestarle, se pasaba el día ahí sentado, junto a la estufa
en invierno y junto a la ventana en los largos y calurosos días de verano, indiferente
al cambio de las estaciones, sin ideas, sin esperanza, sin remordimientos por saber
que la vida se estaba convirtiendo en algo cada vez más viejo y desgastado.
En
la casa de los Wescott, la madre de Rosalind ya había empezado a enlatar la fruta.
Estaba haciendo mermelada de grosella. Rosalind podía escuchar los botes hirviendo
en la cocina. Su madre caminaba con pesadez. Había cogido unos cuantos kilos estos
últimos años.
Su
hija estaba cansada de tanto pensar. Había sido un día de fuertes emociones. Se
quitó el sombrero y lo dejó en el porche. Las ventanas de la casa de Melville Stoner
parecían ojos mirándola fijamente, acusándola. –Me parece que has ido demasiado
lejos –declaró la casa burlándose de ella–. Creías saber cosas de la gente. Pero
está claro que no sabes nada. –Rosalind se cogió la cabeza con las manos. Era cierto,
había malinterpretado ciertas cosas. El hombre que vivía en la casa de al lado no
era como las demás personas de Willow Springs. No era, como había supuesto, un ciudadano
insignificante de una aburrida ciudad, alguien que no sabía nada de la vida. ¿No
acababa de pronunciar las palabras que la habían sorprendido, conmocionado?
Rosalind
tuvo una experiencia que suele ser habitual en la gente nerviosa. Su mente, cansada
de tanto pensar, en vez de tomarse un respiro, aceleró el ritmo. Alcanzó un nuevo
nivel de pensamiento. Su mente era una especie de artefacto volador que despegaba
del suelo y salía volando por los aires.
Se
aferró a una idea que había expresado o insinuado Melville Stoner. –Todo ser humano
tiene dos voces, y las dos luchan por hacerse oír.
Acababa
de descubrir un nuevo mundo de pensamiento. Después de todo, quizás fuese posible
entender al ser humano. Quizás fuese posible entender a su madre, la vida de su
madre, la de su padre, la del hombre de quien estaba enamorada, la suya misma. La
voz emite sonidos que se convierten en palabras. Los labios pronuncian las palabras.
Se ajustan, se rigen bajo un mismo patrón. Por lo general, las palabras no tienen
vida propia. Se crearon en la antigüedad y sin duda muchas de ellas fueron, en su
día, palabras vivas, palabras que salían de la profundidad de las personas, del
vientre de las personas. Las palabras habían escapado de un lugar cerrado. En una
época remota expresaron una verdad existencial. Desde entonces vivían una existencia
de continua repetición, los labios de las personas las repetían una y otra vez,
infinita, cansinamente.
Se
puso a pensar en todos esos hombres y mujeres que había visto juntos, que había
escuchado hablar mientras se sentaban en el tranvía, o en sus casas, o mientras
caminaban por algún parque de Chicago. En aquellas largas noches pasadas en su apartamento,
su hermano, el comercial, y su cuñada habían hablado para no decir gran cosa. Con
ellos ocurría lo mismo que con el resto de la gente. Algo ocurría de repente. Mientras
que los labios de la gente pronunciaban ciertas palabras, los ojos expresaban otras.
A veces, las palabras daban muestras de cariño mientras que la rabia se intuía en
sus ojos. A veces, era todo lo contrario. ¡Qué confusión!
No
cabía duda, había algo escondido en la gente, algo que no llegaba a expresarse a
menos que fuera de forma accidental. Había que sorprenderse o alarmarse para que
las palabras cobraran vida.
La
visión de su infancia que a menudo venía a visitarla cuando estaba tumbada en la
cama volvió a aparecer. Volvió a ver gente en la escalera de mármol, bajando y desapareciendo,
hacia el infinito. Su mente empezó a formar palabras que sus labios a duras penas
lograban expresar. Deseaba desesperadamente encontrar a alguien con quien poder
expresarse y a punto estuvo de ir a hablar con su madre, de ir a la cocina donde
su madre estaba preparando mermelada de grosella. Se volvió a sentar. –Bajan a la
sala de las voces ocultas–, se dijo entre murmullos. Las palabras la embriagaban,
su efecto era parecido al de las palabras que había pronunciado Melville Stoner.
Sintió como si de repente hubiese crecido no solo espiritual, sino también físicamente.
Estaba aliviada, relajada, se sentía joven, maravillosamente joven. Se imaginó caminando,
como la muchacha de sus fantasías, moviendo los brazos y los hombros, bajando por
una escalera de mármol –hacia los lugares ocultos de la gente, hacia la sala de
pequeñas voces. –A partir de ahora voy a poder entender, ¿habrá algo que no pueda
entender?–, se preguntó.
Le
entraron dudas y empezó a temblar. Mientras caminaba con él por las vías, Melville
Stoner había penetrado en lo más profundo de su ser. Su cuerpo era una casa, y él
había cruzado el umbral. Conocía los ruidos nocturnos de la casa de su padre –su
padre arrastrándose hasta el pozo en la entrada de la cocina, el charco de agua
en el suelo–. Incluso cuando no era más que una niña y pensaba que estaba sola en
la cama en la oscuridad de la habitación de la casa donde ahora estaba sentada,
no estaba sola. Aquel extraño hombre con pinta de pájaro que vivía en la casa de
al lado, había estado con ella, en su habitación, en su cama. Años después, ese
hombre recordaba los pequeños y espantosos ruidos de la casa y sabía que esos ruidos
la aterrorizaban.
Había
algo terrible en esa revelación. Aquel hombre había hablado, había expresado su
conocimiento, y lo había hecho con la sonrisa en los ojos, casi burlándose.
En
la casa de los Wescott, seguían escuchándose los sonidos domésticos. Un hombre que
se había pasado el día trabajando en un campo, y que ya había empezado a arar para
el otoño, estaba desenganchando los caballos de su arado. Estaba muy lejos, al final
de la calle, en un campo que surgía de una llanura. Rosalind se quedó mirando. El
hombre estaba enganchando los caballos a su carreta. Pudo verlo perfectamente, como
si mirara por un telescopio. Iba a llevar los caballos hasta una granja lejana y
después los llevaría al establo. Luego entraría en una casa donde una mujer estaría
trabajando. Quizás esa mujer, como su madre, estaría preparando mermelada de grosella.
El hombre gruñiría igual que su padre cuando volvía a casa por la tarde de su pequeña
oficina. –Hola–, diría, categórica, indiferente, estúpidamente. Así era la vida.
Rosalind
estaba cansada de tanto pensar. El hombre que trabajaba en aquel campo se subió
al carro y se alejó del lugar. En unos instantes, el único recuerdo de su presencia
sería una pequeña nube de polvo flotando en el aire. En su casa, la mermelada de
grosella ya había terminado de hervir. Su madre se disponía a envasarla en frascos
de vidrio. Esa operación producía una nueva corriente de pequeños sonidos. Volvió
a pensar en Melville Stoner. Llevaba años sentado, escuchando sonidos. Había cierta
locura en todo ello.
Se
encontraba sumida en un estado casi frenético. –Esto no puede seguir así –se dijo–.
Parezco un instrumento de cuerda con las cuerdas muy tensas. –Se cubrió la cara
con las manos, con cierto cansancio.
Entonces
un escalofrío le recorrió el cuerpo. Melville Stoner era lo que era por alguna razón.
Había una puerta cerrada que permitía bajar por las escaleras de mármol, bajar hacia
el infinito, hacia la sala de las pequeñas voces. El amor era la llave que permitía
abrir esa puerta. Rosalind sintió que la calidez volvía a su cuerpo. –El entendimiento
no tiene por qué llevar al cansancio–, pensó. Después de todo, la vida puede ser
algo maravilloso. Aquella visita a Willow Springs tenía que resultar significativa
en su vida. Para empezar, tenía que acercarse a su madre, tenía que penetrar en
la vida de su madre. –Será mi primer descenso por la escalera de mármol–, pensó.
Se le humedecieron los ojos. Su padre no tardaría en llegar y volvería a marcharse
después de cenar. Iba a quedarse sola con su madre. Juntas podrían explorar un poco
el misterio de la vida, encontrar cierta hermandad. Quería hablar con una mujer
comprensiva y el momento parecía haber llegado. Puede que finalmente su visita a
Willow Springs y a su madre tuviera un final feliz.
II
La
historia de los seis años de Rosalind en Chicago es la historia de miles de mujeres
solteras que trabajan en las oficinas de la ciudad. No era la necesidad lo que la
motivaba a trabajar ni tampoco lo que la mantenía en el trabajo. Tampoco se consideraba
una empleada, una de esas mujeres que no haría otra cosa en la vida más que trabajar.
Durante un tiempo, después de salir de la escuela de mecanografía, fue de oficina
en oficina, adquiriendo cada vez más experiencia, pero sin interesarse realmente
en la tarea que desempeñaba. Era una manera de matar el tiempo. Su padre, que además
de su negocio de madera y carbón tenía tres granjas, le enviaba cada mes unos cien
dólares. El dinero que ganaba lo gastaba en ropa, y por eso vestía mejor que la
mayoría de sus compañeras.
Si
de algo estaba segura es de que no quería volver a Willow Springs para vivir con
sus padres, y también sabía que no podía seguir viviendo con su hermano y su cuñada.
Por primera vez empezaba a fijarse en la ciudad que se abría ante sus ojos. Cuando
caminaba a mediodía por Michigan Boulevard, cuando iba a comer a un restaurante,
o cuando cogía el tranvía para volver a casa por la noche, se fijaba en las parejas.
Lo mismo ocurría los domingos, en esas tardes de verano en que iba a caminar por
el parque o junto al lago. Un día, mientras estaba en el tranvía, vio a una mujer
pequeña de cara redonda poner su mano en la mano de su novio. Antes de hacerlo,
la mujer miró con cautela a su alrededor. Quería estar segura de algo. Para Rosalind
y para las demás mujeres del vagón, aquel acto tenía un claro significado. Era como
si la voz de esa mujer dijera en voz alta: –Este hombre es mío. No os acerquéis
demasiado.
No
cabía duda, Rosalind se estaba despertando del letargo de Willow Springs, de ese
estado en el que había estado sumida durante sus años de juventud. Ese despertar
se lo debía a la gran ciudad. Chicago era una ciudad enorme, tentacular. Solo hacía
falta dejarse llevar por las aceras para perderse por sus extrañas calles, para
descubrir nuevos rostros.
Los
sábados por la tarde y los domingos no se trabajaba. En verano había tiempo para
pasar el rato: ir al parque, caminar entre la multitud con unos cuantos compañeros
de la oficina por la calle Halsted, o pasar el día en las dunas al pie del lago
Michigan. La gente estaba entusiasmada y sedienta, siempre sedienta –de compañía–.
Ni más ni menos. Las mujeres querían poseer algo –un hombre–, sacarlo a pasear,
apoderarse de él.
A
Rosalind le gustaba leer –únicamente libros escritos por hombres o por mujeres que
escribían como hombres–. En los libros había siempre un error básico en cuanto al
planteamiento de la vida. Aquel error era recurrente. En la época de Rosalind, ese
error era aún más flagrante. Alguien se había apoderado de la llave con la que se
podía abrir la puerta de la cámara secreta de la vida. Otros cogían la llave y se
precipitaban. Una gran multitud, ruidosa y vulgar, abarrotaba la cámara secreta
de la vida. Todos los libros que trataban sobre la vida lo hacían a través de los
labios de la multitud que acababa de llegar al lugar sagrado. El escritor se había
apoderado de la llave. Era el momento de hacerse oír. –Sexo –gritaba–. Si entiendo
el sexo podré descifrar el misterio.
Todo
eso estaba muy bien y a veces el tema era interesante, pero al final acababa cansando.
Un
domingo por la noche, Rosalind estaba tumbada en la cama de su habitación en la
casa de su hermano. Esa tarde, mientras paseaba por una calle del noroeste de la
ciudad, se topó con una procesión religiosa. La Virgen desfilaba por las calles.
Las casas estaban decoradas y las mujeres se apoyaban en los balcones. Viejos sacerdotes
vestidos con túnicas blancas avanzaban lentamente acompañando a los penitentes.
Jóvenes corpulentos llevaban el trono donde descansaba la Virgen. La procesión se
detuvo. Alguien inició un canto litúrgico con voz clara y fuerte. Otras voces se
fueron juntando. Los niños pasaban entre la gente pidiendo una limosna. Un continuo
ruido de fondo acompañaba la procesión. Las mujeres se gritaban de una calle a otra.
Chicas jóvenes caminaban por las aceras y sonreían cariñosamente a los penitentes,
que, vestidos con túnicas blancas reunidos alrededor de la Virgen, se giraban para
mirarlas. En las esquinas, los comerciantes vendían velas, nueces, refrescos.
Tumbada
en la cama, Rosalind dejó el libro que estaba leyendo. –La adoración a la Virgen
es una forma de expresión sexual–, leyó.
–¿Bueno,
y qué? ¿Y si así fuera, a quién le importa?
Saltó
de la cama y se quitó el camisón. Ella también era virgen. ¿A quién le importaba?
Se fue girando lentamente, mirando su joven y fuerte cuerpo. Era un lugar donde
vivía el sexo. Era un lugar donde el sexo de otras personas podía llegar a expresarse.
¿A quién le importaba?
En
la habitación de al lado, su hermano dormía con su mujer. En ese preciso momento,
en Willow Springs, Iowa, su padre debía de estar bombeando un cubo de agua en el
pozo de la entrada de la cocina. No tardaría en llevarlo a la cocina y dejarlo en
un recipiente junto al fregadero.
A
Rosalind le ardían las mejillas. Desnuda frente al espejo de su habitación de Chicago,
su figura era hermosa y extraña a la vez. Estaba viva y no estaba viva. Sus ojos
brillaban de emoción. Siguió girándose lentamente, torciendo la cabeza para poder
ver su espalda desnuda. –Quizás esté aprendiendo a pensar–, se dijo. Hay un error
básico en la concepción de la vida de la gente. Ella sabía algo, tan importante
o más que todo eso que los sabios decían y escribían en sus libros. Ella también
había descubierto algo sobre la vida. Su cuerpo seguía siendo el cuerpo de una virgen.
¿Qué importancia tenía? –Si hubiera satisfecho el impulso sexual que corre por mis
venas, mi problema seguiría siendo el mismo. Hoy estoy sola. Aunque eso hubiese
ocurrido está claro que seguiría estando sola.
III
En
Chicago, la vida de Rosalind parecía ir a contra-corriente. Era como un río que
discurre, se detiene, gira, se retuerce. En la época en que su despertar empezaba
verdaderamente a tomar forma, Rosalind cambió de trabajo: una fábrica de pianos
ubicada en el noroeste de la ciudad, frente a un afluente del río Chicago. Allí
empezó a trabajar de secretaria para el tesorero de la empresa. Era un hombre delgado,
más bien pequeño, de treinta y ocho años, de inquietas y finas manos y de ojos grises,
algo preocupados y nublados. Era la primera vez que Rosalind se interesaba en el
trabajo que consumía sus días. Su jefe tenía la responsabilidad de aprobar los créditos
de los clientes de la empresa, pero no estaba capacitado para ejercer esa tarea.
No era demasiado competente, y en muy poco tiempo había cometido dos errores de
consideración que le habían costado un buen dinero a la empresa. –Estoy demasiado
ocupado. Me paso demasiado tiempo ocupándome de pequeños detalles. Necesito que
alguien me eche una mano–, dijo, visiblemente irritado, intentando justificarse.
Rosalind fue contratada para aliviar su carga.
Su
nuevo jefe, llamado Walter Sayers, era el único hijo de un hombre que en otra época
había tenido cierto renombre en la vida social de Chicago. Todo el mundo pensaba
que tenía mucho dinero y había intentado estar a la altura de las expectativas que
levantaba su fortuna. Su hijo Walter quería ser cantante y esperaba heredar una
cantidad de dinero considerable. Se casó a los treinta años y tres años después,
a la muerte de su padre, ya era padre de dos hijos.
Al
fallecer su padre, Walter se dio cuenta de que estaba arruinado. Podía cantar, pero
su voz no era nada del otro mundo. No era un instrumento con el que pudiera ganarse
la vida dignamente. Por fortuna, su mujer tenía un dinero ahorrado. Ese dinero,
invertido en el negocio de la fabricación de pianos, le había asegurado a Walter
la posición de tesorero de la empresa. La pareja se retiró de la vida social y se
fue a vivir a una casa confortable en los suburbios.
Walter
Sayers renunció a su carrera como cantante, y aparentemente perdió todo interés
por la música. Los viernes por la tarde, algunos vecinos del suburbio se desplazaban
hasta la ciudad para ver algún concierto, pero él nunca les acompañaba. –¿Para qué
torturarme pensando en una vida que nunca podré llevar?–, se decía. A su mujer le
hacía creer que estaba cada vez más entusiasmado con su trabajo en la empresa. –Es
realmente fascinante. Parece un juego de mesa, es como desplazar empleados sobre
un tablero de ajedrez. Cada vez me gusta más–, le decía.
Había
intentado, sin éxito, interesarse por el puesto. Ciertos hechos no le cabían en
la cabeza. Aunque lo intentaba, no lograba entender que los beneficios y las pérdidas
de la empresa dependieran de sus decisiones. Su trabajo consistía en ganar o perder
dinero, y para Walter el dinero no significaba nada. –Todo esto es culpa de mi padre
–pensaba–. Mientras vivió, el dinero nunca fue un problema. Me educó mal. No estoy
preparado para esta batalla. –Se volvió tímido y perdió negocios que la empresa
debería haber ganado fácilmente. Entonces empezó a conceder demasiados créditos
y fueron llegando nuevas pérdidas.
Su
esposa, en cambio, estaba bastante contenta y satisfecha con su vida. La casa en
la que vivían tenía cuatro o cinco acres de tierra y la mujer no hacía otra cosa
más que plantar flores y verduras. Por el bien de los niños, la familia tenía una
vaca. Con la ayuda de un jardinero negro, se pasaba el día trabajando en el jardín,
cavando hoyos en la tierra, esparciendo estiércol en las raíces de los arbustos
y matorrales, plantando y trasplantando sin parar. Por las noches, cuando Walter
volvía a casa del trabajo en su coche, ella le cogía el brazo, ansiosa por enseñarle
sus progresos. Los dos niños seguían sus pasos. La mujer hablaba con entusiasmo.
Reunidos al pie del jardín, comentaba que era necesario poner azulejos. Aquello
parecía emocionarla. –Cuando haya drenado, va a ser el jardín más bonito del vecindario–,
decía. Se inclinaba y removía con una pala la blanda tierra. Surgía un olor. –¡Ves!
¡Mira qué tierra tan negra y fértil! –exclamaba con ansiedad–. Está un poco agria
porque hay agua estancada. –Parecía disculparse por ser tan caprichosa. –Cuando
haya drenado, tendré que utilizar cal para endulzarla–, añadía. Era como una madre
que se inclina para ver a su bebé dormido. Al hombre, tanto entusiasmo le irritaba.
Cuando
Rosalind empezó a trabajar en la oficina, los lentos incendios de odio que llevaban
un tiempo consumiendo la vida de Walter Sayers habían calcinado ya gran parte de
su vigor y su energía. Su flácido cuerpo se hundía en la silla de su oficina y en
las comisuras de sus labios se adivinaban grandes bolsas de piel flácida. Aparentemente,
seguía siendo una persona amable y alegre, pero, en el fondo, tras sus preocupados
y nublados ojos grises, se iban quemando constante y lentamente los fuegos del odio
y de la rabia. Aquel hombre parecía querer despertar de un mal sueño que le tenía
atenazado, de una interminable pesadilla. Tenía pequeñas manías. Sobre su escritorio
había un cortador de papel. Mientras leía las cartas de los clientes de la empresa,
lo cogía y daba pequeños pinchazos en la funda de cuero de su escritorio. Cuando
tenía que firmar varias cartas, cogía la pluma y la pinchaba despiadadamente en
el tintero. Antes de firmar, volvía a repetir esta operación. A menudo, hasta una
docena de veces.
En
ocasiones, al propio Walter Sayers le asustaban las cosas que ocurrían bajo su superficie.
Para poder, según sus propias palabras, –aprovechar los sábados por la tarde y los
domingos–, se había apuntado a un curso de fotografía. La cámara era una buena excusa
para salir de casa y del jardín donde su mujer y el jardinero se pasaban el día
cavando, y adentrarse en los campos y los bosques cercanos al suburbio. Gracias
a la cámara se ahorraba las charlas de su mujer, esa eterna planificación del futuro
del jardín. Aquí, delante de la casa, no hay que olvidar plantar en otoño bulbos
de tulipán. Luego, un seto de lilas para aislar la casa de la carretera. Los hombres
que vivían en su calle se pasaban los sábados por la tarde y los domingos por la
mañana mimando sus automóviles. Los domingos por la tarde salían a conducir con
la familia, sentados al volante, muy firmes y en silencio. Se pasaban la tarde frente
al salpicadero, cruzando carreteras comarcales. En el coche mataban el tiempo. El
lunes por la mañana y el trabajo en la ciudad estaban ahí, al final de la carretera.
Pisaban el acelerador.
Durante
un tiempo, el uso de la cámara hizo de Walter Sayers un hombre casi feliz. El estudio
de la luz, jugando en el tronco de un árbol o sobre el césped de un campo, despertó
algún instinto escondido. Era un asunto incierto y delicado. Se agenció un cuarto
oscuro en la parte superior de la casa y allí pasaba las tardes encerrado. Sumergía
los negativos en el líquido de revelado, los miraba al trasluz y luego los volvía
a sumergir. Estimulaba los pequeños nervios que controlan los ojos. Aunque solo
fuera un poco, se sentía enriquecido.
El
domingo por la tarde salió a pasear por el bosque y llegó a la ladera de una colina.
En algún sitio había leído que esa región de colinas bajas situada al suroeste de
Chicago, la zona del suburbio, había sido antaño la orilla del lago Michigan. Las
colinas que se asomaban por la llanura estaban cubiertas por bosques. Más allá de
las colinas, volvían a aparecer nuevas llanuras. Las praderas se perdían en el infinito.
Algo parecido pasaba con la vida de la gente. Qué larga era la vida. Uno se pasaba
el día trabajando sin parar en una tarea poco gratificante. Se sentó en la ladera
y oteó el horizonte.
Pensaba
en su mujer. Allí estaba, en aquel suburbio escondido entre colinas, en su jardín
plantando cosas. Bien pensado, aquella era una tarea bastante noble. No era lógico
sentirse tan irritado.
Se
había casado pensando que no iba a tener que preocuparse por el dinero. Si así hubiera
sido, habría trabajado en otra cosa. El dinero no se habría convertido en un dolor
de cabeza y el éxito no habría sido una necesidad. Esperaba haber vivido con cierta
motivación. Aunque se hubiera esforzado mucho, nunca hubiera llegado a ser un buen
cantante. ¿A quién le importaba? Había un modo de vivir la vida en el que ese tipo
de cosas no tenía ninguna importancia –un modo de vida donde se podían buscar las
delicadas sombras de las cosas–. Ante sus ojos, entre las verdes llanuras, jugaba
la luz de la tarde. Era como un soplo de aire fresco, una nube de color saliendo
de los labios y cayendo sobre la hierba quemada. Así eran las canciones. La belleza
podía salir de sí mismo, de su propio cuerpo.
Volvió
a pensar en su mujer y la dormida luz que desprendía su mirada se convirtió en una
llama. Sentía que se estaba comportando injustamente. No importaba. ¿Dónde residía
la verdad? ¿Acaso su mujer, cavando en el jardín, con su eterna sucesión de pequeños
triunfos, viviendo al compás de las estaciones, no era cada vez un poquito más vieja,
más flaca, un poquito más vulgar?
Eso
le parecía a él. Había algo pretencioso en la manera en que hacía crecer las plantas
en esa tierra fértil. Estaba claro que esa labor era posible y que haciéndola podía
obtenerse cierta satisfacción. Era algo así como llevar un negocio y obtener ganancias
con él. Había una profunda vulgaridad en todo este asunto. Su mujer posaba sus manos
en la tierra, acariciaba las raíces de las plantas, tocaba el tronco de algún árbol
frondoso y esbelto. En cierto modo, era como si todo eso le perteneciera.
No
podía negarse que aquello implicaba también la destrucción de cosas hermosas. En
el jardín crecían malezas, pequeñas cosas con formas delicadas. Su mujer las arrancaba
sin piedad. La había visto hacerlo cientos de veces.
A
él también le habían arrancado. ¿Acaso no había tenido que aceptar el hecho de tener
mujer e hijos? ¿No se pasaba el día trabajando en algo que aborrecía? Su rabia empezó
a arder con más fuerza. Un incendio arrasó su conciencia. ¿Por qué las malezas que
van a ser destruidas deben fingir una existencia vegetal? Y eso de entretenerse
con una cámara, ¿no era una forma de engaño? No le interesaba ser fotógrafo. Él
siempre había querido ser cantante.
Se
levantó y caminó por la ladera, sin perder de vista las sombras que jugaban en la
llanura. Por la noche, tumbado en la cama con su mujer, ¿acaso no hacía con él lo
mismo que con el jardín? Le arrancaba algo y otra cosa crecía en su lugar –algo
que ella quería hacer crecer–. Hacer el amor con su mujer era como utilizar la cámara,
algo en que entretenerse los fines de semana. Se le acercaba con demasiada determinación,
sin duda. Arrancaba malezas delicadas para poder plantar lo que a ella le parecía
conveniente –plantas, exclamó disgustado–, para poder plantar plantas. El amor era
una fragancia, la sombra de un tono sobre los labios, la luz del atardecer cayendo
sobre la hierba quemada. Trabajar en su jardín y plantar cosas no tenía nada que
ver con ello.
A
Walter Sayers le temblaban los dedos. Caminó hasta un árbol con la cámara al hombro.
Cogió la correa, levantó la caja por encima de su cabeza y la estampó contra el
tronco del árbol. Ese sonido –el ruido de las delicadas piezas de la máquina rompiéndose–
fue como música para sus oídos. Era como si de pronto una canción hubiera surgido
de sus labios. Volvió a levantar la caja y la volvió a estampar contra el tronco
del árbol.
IV
Desde
que había empezado a trabajar en la oficina de Walter Sayers, Rosalind se sentía
diferente, algo había cambiado, ya no era esa joven de Iowa que había estado pasando
de oficina en oficina, de pensión en pensión en el Barrio Norte de Chicago, intentando
a duras penas averiguar algo sobre la vida en los libros, yendo al teatro y paseando
sola por las calles. En su nuevo trabajo, su vida empezaba a cobrar cierto sentido,
pero, al mismo tiempo, empezaba a crecer en ella la perplejidad que poco después
la conduciría a Willow Springs ante la presencia de su madre.
El
despacho de Walter Sayers era una sala bastante grande situada en el tercer piso
de la fábrica. Sus paredes se elevaban a la orilla del río. Rosalind llegaba a su
trabajo a las ocho de la mañana, se iba directamente a la oficina y cerraba la puerta.
En otro gran despacho, al que se accedía por un estrecho pasillo y que estaba aislado
de su retiro por dos gruesos tabiques con cristales opacos, estaba la oficina del
director de la empresa. Allí trabajaban los comerciales, varios secretarios, un
contable y dos taquígrafos. Rosalind evitaba entablar conversaciones con esas personas.
Tenía ganas de estar sola, de pasar el mayor tiempo posible pensando en sus cosas
sin que nadie viniera a molestarla.
Rosalind
llegaba a la oficina a las ocho de la mañana y su jefe no aparecía por allí antes
de las nueve y media o diez. Cada mañana, durante una o dos horas, tenía tiempo
para ella. Lo primero que hacía al llegar a la oficina era cerrar la puerta. Se
quedaba sola y se sentía como en casa. Esa sensación jamás la había tenido en la
casa de su padre. En la oficina, Rosalind se ponía cómoda y se paseaba por el despacho,
tocándolo todo, ordenándolo todo. Por la noche, una señora de la limpieza había
barrido el suelo y limpiado el polvo del escritorio de su jefe, pero, aun así, ella
cogía un paño y lo volvía a limpiar. Luego abría las cartas y después de leerlas
las ordenaba en pequeños montones. Quería utilizar una parte de su salario para
comprar flores y se imaginaba que colgaba cestas con grandes ramos en todas las
paredes de la oficina. –Algún día de estos–, se decía.
Estaba
encerrada entre esas cuatro paredes. –¿Por qué soy tan feliz aquí?–, se preguntaba.
En cuanto a su jefe –le daba la impresión de que apenas lo conocía–, era un hombre
tímido, más bien pequeño.
Rosalind
se asomaba a la ventana y se quedaba mirando el paisaje. Cerca de la fábrica había
un puente y por él circulaba una corriente de vehículos pesados y camiones de carga.
El cielo estaba cubierto de humo. Por la tarde, tras marcharse su jefe, se asomaba
otra vez a la ventana. Miraba hacia el oeste y veía caer el sol. Era increíble estar
allí, a solas, disfrutando de las últimas horas de la tarde. ¡La ciudad donde se
había ido a vivir era realmente impresionante! Por alguna razón, desde que había
empezado a trabajar para Walter Sayers, parecía que la ciudad, igual que su oficina,
al fin la había aceptado, adoptado en su seno. Al caer la tarde, los grandes bancos
de nubes filtraban los últimos rayos de sol. La ciudad entera parecía levantarse
del suelo y elevarse en las alturas. Era un bonito efecto óptico. Las crudas chimeneas
de las fábricas, que durante el día parecían columnas de una rigidez total alzándose
en el aire y escupiendo humo negro, eran ahora esbeltos lápices de luz con colores
oscilantes. Las enormes chimeneas se desprendían de los edificios y salían volando
por los aires. La chimenea de la fábrica donde trabajaba Rosalind también se perdía
en las alturas. Sentía que flotaba, era una sensación extraña. ¡Con qué majestuosidad
iba cayendo la noche sobre la ciudad! La ciudad, al igual que las chimeneas de las
fábricas, soñaba con ese momento.
Por
la mañana, las gaviotas llegaban del lago Michigan para alimentarse en las aguas
residuales que flotaban en el río. El río tenía un color verde intenso. Las gaviotas
flotaban sobre él como a veces la ciudad entera parecía flotar ante sus ojos. Esas
gaviotas eran criaturas elegantes, vivas, libres, triunfantes. Todo lo que hacían,
conseguir comida, incluso alimentarse en las aguas residuales, lo hacían con gracia
y elegancia. Las gaviotas giraban y daban vueltas en el aire, flotaban, caían en
picado hacia el río en una imponente curva, rozando, acariciando la superficie del
agua antes de volver a las alturas.
Rosalind
se puso de puntillas. Detrás de ella, tras los dos tabiques acristalados, había
otras personas, pero ahí, en aquel despacho, estaba sola. Sentía que pertenecía
a aquel lugar. Era una sensación muy extraña. Ella también le pertenecía a su jefe,
Walter Sayers. Apenas conocía a aquel hombre, pero aun así ella le pertenecía. Levantó
los brazos por encima de la cabeza, intentando imitar torpemente el movimiento de
las aves.
Sintió
cierta vergüenza por su torpeza, se dio la vuelta y dio unas cuantas vueltas por
la habitación. –Tengo veinticinco años. Ya es algo tarde para intentar ser un pájaro,
tener esa elegancia–, pensó. Entonces recordó los lentos y estúpidos movimientos
de su padre y de su madre, los movimientos que había imitado cuando no era más que
una niña. –¿Por qué no me enseñaron a ser elegante en cuerpo y en alma, por qué
en mi ciudad nadie piensa que vale la pena intentar ser elegante?–, susurró para
sus adentros.
Rosalind
era plenamente consciente de la evolución de su cuerpo. Caminó por la habitación,
intentando desplazarse con estilo y elegancia. En la oficina de al lado, tras los
tabiques acristalados, de repente alguien elevó la voz. Rosalind se asustó, pero
luego se echó a reír. Durante un tiempo, después de empezar a trabajar en la oficina
de Walter Sayers, Rosalind sentía que ese deseo de ser físicamente más elegante,
más hermosa, de dejar atrás la estupidez mental y la apatía de sus primeros años
de juventud, se debía al hecho de que las ventanas de la fábrica daban al río y
al cielo, y que, por las mañanas, veía las gaviotas alimentándose en las aguas residuales
y, por las tardes, el sol poniéndose entre las nubes de humo bajo una impresionante
gama de colores.
V
La
noche de agosto en que Rosalind estaba sentada en el porche de la casa de su padre
en Willow Springs, Walter Sayers volvía a casa desde la fábrica a orillas del río
hasta el jardín de su esposa. Cuando la familia terminó de cenar, Walter salió a
caminar por el jardín con sus dos hijos, pero estos se cansaron pronto de su silencio,
y volvieron a casa con su madre. El jardinero negro apareció por el camino y se
detuvo en la puerta de la cocina para unirse al grupo. Walter se fue a sentar a
un banco del jardín, oculto entre los arbustos. Encendió un cigarrillo, pero no
se lo fumó. Una espiral de humo se iba desvaneciendo entre sus dedos.
Walter
se quedó ahí sentado, inmóvil, con los ojos cerrados, intentando no pensar. Así
se quedó un buen rato, envuelto en la penumbra, totalmente inmóvil, como una figura
decorativa plantada en el jardín. Quería descansar. No estaba muerto, pero tampoco
estaba vivo. Su cuerpo, normalmente activo y despierto, se había convertido en algo
pasivo, apartado, sobre aquel banco, bajo los arbustos, sentado, esperando a ser
rehabilitado.
Entrar
en ese estado de letargo, mitad consciente, mitad inconsciente, era algo que no
le ocurría a menudo. Tenía que resolver ciertas cuestiones con una mujer, pero la
mujer se había marchado. Su proyecto de vida se había visto alterado. Ahora solo
quería descansar. Había olvidado los detalles de su vida. No pensaba en la mujer,
no quería pensar en ella. No podía necesitarla tanto, era ridículo. Se preguntó
si alguna vez había sentido algo parecido por Cora, su esposa. Quizás sí. En esos
momentos su mujer estaba a su lado, a unas pocas yardas. Ya casi era de noche, pero
ahí seguía, trabajando con el jardinero, cavando sin parar, en algún lugar cercano,
acariciando el suelo, viendo crecer las plantas.
Cuando
los pensamientos que le invadían le daban un respiro y su mente descansaba como
un lago de montaña en una tranquila tarde de verano, surgían nuevos pensamientos.
–Quiero que seas mi amante –pero quiero que estés lejos. Aléjate un poco–. Las palabras
corrían por su mente como el humo del cigarrillo corría entre sus dedos. ¿A quién
se referían esas palabras, a Rosalind Wescott quizás? Ella llevaba ya tres días
fuera. ¿Esperaba que no volviera nunca o se referían más bien a su esposa?
Su
mujer alzó la voz. Jugando, uno de sus hijos había pisado una planta. –Si no tienes
cuidado, tendré que prohibirte la entrada al jardín. –La mujer elevó el tono de
voz y gritó: –¡Marian!–. A continuación, una criada salió de la casa y se llevó
a los niños. Tomaron el camino de vuelta a casa con evidentes gestos de protesta.
Poco después, volvieron a darle un beso a su madre. Hubo un primer momento de rechazo
y luego aceptación. El beso significaba la aceptación de su destino –la obediencia–.
–Oye, Walter, –gritó la madre. El hombre, sentado en su banco, no se dignó a contestar.
En esos momentos, tres sapos empezaron a croar. –El beso significa aceptación. Cualquier
contacto físico con otra persona significa aceptación–, pensó.
Las
pequeñas voces que vivían en el interior de Walter Sayers empezaron a hablar aceleradamente.
Le entraron ganas de cantar. Le habían dicho que tenía poca voz, que no tenía ningún
futuro como cantante. Sin duda todo aquello era cierto, pero en esos momentos, en
ese jardín bajo esa tranquila noche de verano, era el momento oportuno y el lugar
adecuado para una voz de sus características. Sería como esa voz que vivía en su
interior y que a veces le susurraba, cuando estaba tranquilo, relajado. Una noche,
cuando salió con la mujer, Rosalind, cuando la llevó en su coche al campo, sintió
exactamente lo mismo. Aparcó el coche en un campo y se quedaron ahí sentados un
buen rato. Permanecieron mucho tiempo en silencio. Entonces, unas cuantas reses
aparecieron por el lugar y se quedaron a su lado, sus siluetas se dibujaban en la
noche. De repente, se sintió como un hombre nuevo en un mundo nuevo y le entraron
ganas de cantar. Cantó una sola canción, varias veces, luego permaneció un rato
sentado, en silencio, y después arrancó el coche y juntos salieron del campo por
una puerta hacia la carretera. Por último, llevó a la chica hasta su casa.
En
aquella noche de verano, bajo la tranquilidad del jardín, Walter abrió los labios
y se dispuso a cantar esa misma canción. Pensaba cantarla con los tres sapos que
estaban ahí escondidos bajo las ramas de un árbol. Quería que su voz se elevara,
que llegara hasta esas ramas, hasta los árboles, lejos del lugar donde su mujer
y el jardinero estaban cavando.
Fue
imposible. Su mujer se puso a hablar y a Walter, al escuchar el sonido de su voz,
se le quitaron las ganas de cantar. ¿Por qué no había, como la otra mujer, permanecido
en silencio?
Se
puso a jugar a un pequeño juego. A veces, cuando se quedaba solo, le ocurría lo
que le estaba ocurriendo en esos momentos. Su cuerpo se convertía en un árbol o
en una planta. Por sus venas fluía la vida, sin obstáculos. Había soñado con ser
cantante, pero, en momentos como esos, no le hubiera importado ser bailarín. Habría
sido algo realmente increíble: balancearse como las copas de los árboles cuando
sopla el viento, entregarse como se entrega la maleza a la influencia de las sombras
pasajeras en un campo bañado por el sol, cambiando a cada instante de color, convirtiéndose
en todo momento en algo nuevo, vivir en la vida y también en la muerte, sentirse
vivo, no tener miedo a la vida, dejarla correr por el cuerpo, dejar fluir la sangre
por el cuerpo, sin luchar, sin ofrecer resistencia, bailar.
Los
hijos de Walter Sayers habían entrado a casa con Marian, la niñera. Apenas se veía,
ya era tarde para que su mujer siguiera plantando en el jardín. Era el mes de agosto,
la época más fértil del año para las granjas y los jardines, pero su mujer había
olvidado lo que significaba la fertilidad. Ya estaba haciendo planes para el año
siguiente. Apareció por el camino, seguida de su fiel jardinero. –Ahí vamos, a plantar
fresas–, se escuchó decir. La suave voz del jardinero dio su aprobación. Era evidente
que aquel joven vivía en su concepción del jardín. Su mente vivía para satisfacer
sus deseos.
Los
hijos que Walter Sayers había traído a este mundo a través del cuerpo de su mujer
Cora se habían ido a la cama. Esos niños le conectaban al mundo, a la vida, a su
mujer, al jardín donde estaba sentado, a la oficina a orillas del río.
No
eran sus hijos. Lo supo de repente con bastante claridad. Sus hijos eran muy diferentes
a aquellos niños. –Los hombres tienen hijos igual que las mujeres. Los hijos salen
de sus cuerpos. Juegan–, pensó. Entonces le pareció que unos niños, nacidos de su
imaginación, estaban en ese mismo instante jugando junto al banco donde estaba sentado.
Seres vivos que vivían en su interior, pero que al mismo tiempo tenían la potestad
de salir de su cuerpo, corrían por el jardín, se columpiaban en las ramas de los
árboles, bailaban en la penumbra.
Su
mente se detuvo pensando en la imagen de Rosalind Wescott. La mujer se había marchado
a Iowa a visitar a su familia y había dejado una nota en la oficina diciendo que
tardaría varios días en volver. Hacía tiempo que no mantenían la relación convencional
entre jefe y empleada. Para mantener una relación así con un hombre o con una mujer
hacía falta algo que claramente él no tenía.
En
ese instante quería olvidarla. Walter notaba que algo luchaba en el interior de
aquella mujer. Habían querido ser amantes, pero él se había negado. Habían hablado
de ello. –Seamos sinceros –dijo–, no saldría bien. Lo único que conseguiríamos sería
sumir nuestras vidas en una tristeza innecesaria.–
Había
sido lo suficientemente honrado cediendo a la intensificación de su relación. –Si
ella estuviera aquí ahora, en este jardín, conmigo, no pasaría nada. Podríamos ser
amantes un día y olvidar que los hemos sido al día siguiente–, se dijo.
Su
esposa apareció por el camino y se detuvo a poca distancia. Seguía hablando en voz
baja, haciendo planes para otro año de jardinería. El jardinero no se separaba de
ella, su silueta parecía una gran masa oscilante apoyada contra el follaje de un
pequeño arbusto. Su mujer llevaba puesto un vestido blanco. Podía ver su silueta
con total claridad. Bajo esa incierta luz, parecía más joven, casi una niña. Entonces
levantó la mano y la posó suavemente sobre el tronco de un árbol. La mano parecía
estar separada del cuerpo. Por la presión de su cuerpo, el árbol se tambaleó. Sus
blancas manos se desplazaban suavemente en el espacio.
Rosalind
Wescott había ido a visitar a su familia para contarle a su madre lo que sentía.
Su nota no mencionaba ese dato, pero Walter Sayers sabía que esa era la razón de
su visita a la ciudad de Iowa. Lo que pretendía hacer era algo bastante extraño
–hablar del amor, intentar explicar sus sentimientos a los demás.
Para
Walter Sayers, el hombre que estaba sentado en silencio en el jardín, la noche era
algo aparte. Solo los niños que vivían en su imaginación lo sabían. La noche era
un ser vivo. Avanzaba hacia él, arropándole. –La noche es la hermana pequeña de
la Muerte–, pensó.
Su
mujer estaba muy cerca. Hablaba suavemente, en voz baja. Cuando el jardinero respondía
a sus comentarios sobre el futuro del jardín, él también hablaba suavemente, en
voz baja. Había música en la voz de aquel negro. Walter se puso a pensar en la vida
de aquel hombre.
Antes
de acabar en la casa de los Sayers, el joven negro se había metido en problemas.
Cegado por la ambición, había escuchado las voces de la gente, las voces que impregnaban
el aire de América, que irrumpían en las casas de América. Quería aprender, abrirse
camino, ser alguien en la vida. Quería ser abogado.
¡Qué
lejos estaba de su raza, de los negros de las selvas africanas! Quería ejercer la
abogacía en una ciudad norteamericana. ¡Menuda idea!
Se
metió en problemas. Tras obtener el título universitario, abrió un bufete de abogados.
Una noche, salió a dar un paseo y el destino hizo que acabara en una calle donde
una mujer, una mujer blanca, acababa de ser asesinada. Alguien lo vio caminando
por la calle cerca del cadáver. El hermano de la señora Sayers, también abogado,
se ocupó de su defensa y evitó que fuera condenado por asesinato. Después del juicio
y de su absolución, el abogado le pidió a su hermana que emplease a aquel joven
negro como jardinero. Pocas posibilidades tenía ya de ejercer su profesión en la
ciudad. –Ha sufrido una experiencia terrible. Se ha escapado por los pelos–, le
había dicho su hermano. Cora Sayers aceptó. Aquel negro estaba unido a ella, y a
su jardín.
Esas
dos personas estaban encadenadas, no cabía la menor duda. Quien se encadena a una
persona se encadena también a sí mismo. Su mujer se despidió del joven y este se
fue alejando por el camino que llevaba a la puerta de la cocina. Vivía en un cobertizo
al pie del jardín. Allí tenía unos cuantos libros y un piano. Algunas noches se
ponía a cantar. Estaba volviendo a su habitación. Por intentar abrirse camino en
la vida había cortado los lazos con su propia raza.
Cora
Sayers entró en la casa, Walter seguía sentado en su banco. Minutos después, por
el camino volvió a aparecer, silenciosamente, el jardinero. Se detuvo junto al árbol
donde minutos antes la mujer blanca había estado hablando con él. Puso su mano en
el tronco del árbol, en el preciso lugar donde minutos antes ella había puesto su
mano, y se alejó lentamente sin hacer ningún ruido.
Una
hora después, en su cobertizo al pie del jardín, el jardinero se puso a cantar,
suavemente. Era algo que solía hacer en mitad de la noche. Su vida había estado
plagada de dificultades. Se había alejado de su gente, de esas mujeres cálidas vestidas
con colores dorados a tono con la oscuridad de su piel, y había logrado ser aceptado
en una universidad americana, había seguido los consejos de toda esa gente impertinente
que quería elevar la raza negra, les había escuchado, se había unido a ellos, había
intentado vivir el estilo de vida que le habían sugerido.
Ahora
vivía en aquel cobertizo al pie del jardín de los Sayers. Walter empezó a recordar
pequeñas anécdotas que su mujer le había contado sobre aquel hombre. Su experiencia
en el tribunal le había traumatizado y no se atrevía a salir del hogar de los Sayers.
Tanto libro, tanta educación hicieron mella en su conciencia. Jamás podría volver
con la gente de su raza. En Chicago, los negros vivían, en su gran mayoría, hacinados
en unas cuantas calles del sur de la ciudad. –Quiero ser esclavo–, le había dicho
a Cora Sayers. –Puede pagarme si lo estima conveniente, pero ese dinero no me será
de ninguna utilidad. Quiero ser su esclavo. Sería feliz sabiendo que puedo quedarme
aquí toda la vida–.
El
joven negro cantó una canción en voz baja. Sonó como suena el suave viento acariciando
la superficie de una laguna. Era una canción sin palabras, transmitida de generación
en generación. En el Sur, en Alabama y Misisipi, los negros la cantaban cuando trabajaban
en los campos de algodón a las orillas de los ríos. Ellos, a su vez, la habían aprendido
de otros esclavos que habían trabajado en esos mismos campos y que habían muerto
hacía mucho tiempo. Mucho antes de que existieran los campos de algodón, esa canción
la cantaban en África los hombres negros que cruzaban los ríos en sus barcas. Jóvenes
negros cruzaban los ríos y llegaban hasta una ciudad que pretendían atacar al amanecer.
Cantaban la canción con cierta bravuconería. Se dirigía a las mujeres de la ciudad
que iba a ser atacada. Era un canto amenazante y cariñoso a la vez. –Por la mañana
mataremos a vuestros maridos, a vuestros hermanos y a vuestros amantes. Luego iremos
a por vosotras. Os abrazaremos. Os haremos olvidar. Iremos hacia vosotras con nuestro
amor y nuestra fuerza y os haremos olvidar–. Aquel era el significado de la canción.
A
Walter Sayers le venían a la cabeza muchas otras cosas. En algunas ocasiones, cuando
el negro cantaba y él estaba en su habitación en la parte superior de la casa, su
esposa se le acercaba. En su habitación había dos camas. –¿Escuchas, Walter?–, le
preguntaba. La mujer se levantaba de su cama para irse a sentar con su marido, a
veces se acurrucaba entre sus brazos. Hace mucho tiempo, en los pueblos africanos,
cuando la canción flotaba en el río, los hombres se preparaban para la batalla.
La canción era un desafío, una burla. Esa tradición se había extinguido. El cobertizo
del jardinero estaba al pie del jardín y Walter y su mujer dormían en su habitación.
Era una canción triste, llena de nostalgia. Algo que estaba enterrado en la tierra
a gran profundidad luchaba por salir. Cora Sayers lo sabía. Tocaba su fibra sensible.
Su mano se acercaba y acariciaba el rostro, el cuerpo de su marido. Cuando escuchaba
esa canción, a la mujer le entraban ganas de abrazarlo, de apoderarse de él.
La
noche seguía su curso y en el jardín empezaba a hacer frío. El joven negro dejó
de cantar. Walter Sayers se levantó y se dirigió hacia la casa, pero, en vez de
entrar, salió por la puerta, llegó hasta la carretera y empezó a andar por las calles
del suburbio hasta salir a campo abierto. Era una noche sin luna, pero las estrellas
brillaban con intensidad. Aceleró un rato el paso, mirando hacia atrás, como si
tuviera miedo de que alguien le estuviera siguiendo. Al llegar a un extenso prado
ralentizó el paso. Tras caminar una hora, se detuvo y se sentó sobre la hierba seca.
Por alguna razón, sabía que aquella noche no podía volver a su casa. A la mañana
siguiente se presentaría en la oficina y esperaría la llegada de Rosalind. ¿Y después?
No tenía ni la menor idea. –Tendré que inventarme alguna historia. Llamaré a Cora
desde la oficina y me inventaré alguna excusa–, pensó. Era absurdo que él, un hombre
adulto, no pudiera pasar la noche fuera, a la intemperie, sin necesidad de dar explicaciones.
Estaba irritado, se levantó y siguió caminando. Bajo las estrellas, en aquella noche
cálida en las extensas llanuras, su irritación no tardó en desaparecer. Entonces
se puso a cantar suavemente, pero no cantó la misma canción que había repetido una
y otra vez la noche en que estaba sentado en el coche con Rosalind cuando aparecieron
las reses. Era la canción del jardinero, la canción de los guerreros negros que
la esclavitud había suavizado y teñido de tristeza. En labios de Walter Sayers aquella
melodía perdió gran parte de su tristeza. Siguió caminando con cierta alegría. La
canción que salía de sus labios era una burla, un desafío.
VI
Al
final de la calle donde vivían los Wescott en Willow Springs, había un campo de
maíz. Cuando Rosalind era una niña, allí había una pradera y, más allá, un huerto.
Las
tardes de verano, la niña iba allí de vez en cuando, a sentarse en la orilla de
un arroyuelo que discurría hacia el este de Willow Creek, drenando de paso las tierras
de los granjeros. El arroyo había formado una ligera depresión en la tierra, Rosalind
se sentaba allí con la espalda apoyada contra un manzano. Casi tocaba el agua con
sus pies descalzos. Su madre no le daba permiso para caminar descalza por las calles,
pero cuando Rosalind llegaba al huerto lo primero que hacía era quitarse los zapatos.
Tenía la deliciosa sensación de estar desnuda.
Cuando
la niña levantaba la cabeza, podía ver el enorme cielo a través de las ramas. Una
gran masa nubosa se descomponía en fragmentos y, poco después, esos fragmentos se
volvían a juntar. El sol se escondía detrás de esa masa nubosa y grandes sombras
grises se deslizaban en silencio sobre el rostro de los remotos campos. En esos
momentos, todo su mundo, su infancia, el hogar de los Wescott, Melville Stoner sentado
en su casa, los gritos de los niños que vivían en su calle, toda su existencia desaparecía
por completo. Estar en ese lugar tan silencioso era como estar tumbada en su cama
por la noche, pero, en cierto modo, allí todo era más dulce, más agradable. Allí
no había ruidos oscuros como los de su casa y el aire que respiraba era más dulce,
más limpio. La niña se había inventado un pequeño juego. En el huerto había manzanos
retorcidos y a cada uno le había dado un nombre. Había una fantasía que le asustaba
un poco, pero que, al mismo tiempo, era realmente agradable. Se imaginaba que por
la noche, cuando estaba dormida, cuando todos los habitantes de Willow Springs estaban
dormidos, los árboles salían de sus raíces y caminaban por el huerto. Las hierbas
que crecían bajo los árboles, los arbustos de las vallas, todos ellos salían y corrían
frenéticamente de un lado a otro. Bailaban alocadamente. Los árboles más viejos,
como distinguidos ancianos, se reunían para conversar. Hablaban tambaleando sus
cuerpos –hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás–. Los arbustos
y las malas hierbas corrían alrededor de los matorrales. Los matorrales daban grandes
saltos en el aire.
A
veces, apoyada contra el árbol en las cálidas tardes de verano, la niña jugaba al
juego del baile de la naturaleza hasta que se asustaba y tenía que dejarlo. En un
campo vecino, había hombres cultivando maíz. Los pechos de los caballos y sus enormes
hombros se abrían paso entre los campos. Alguna que otra vez, uno de los hombres
alzaba la voz. –¡Oye, tú, Joe! ¡Ven aquí, Frank! –La viuda de las gallinas era propietaria
de un perrillo lanudo que, de vez en cuando y sin razón aparente, se ponía a ladrar
desaforadamente. El perro emitía de repente una serie de ladridos espasmódicos,
desesperados, absurdos. Rosalind se aislaba. Cerraba los ojos y luchaba, intentando
acceder a un lugar alejado de los sonidos humanos. No tardaba en cumplir su deseo.
Un leve y suave sonido, parecido a un susurro, empezaba a escucharse en la lejanía.
Ahora volvía su fantasía. Entre crujidos, los árboles empezaban a salir de sus raíces,
moviéndose con gran majestuosidad. Ahora los arbustos y las malas hierbas llegaban
corriendo, bailando frenéticamente, ahora las hierbas se ponían a saltar por los
aires. Rosalind no tardaba en despertar de su mundo de fantasía. Era demasiado loco,
demasiado alegre. Abría los ojos y se levantaba dando un salto. No había por qué
asustarse. Los árboles seguían sólidamente enraizados, las malas hierbas y los arbustos
habían vuelto a su sitio junto a la valla, los matorrales dormían en la tierra.
Sentía que su padre, su madre, su hermano, todos sus conocidos no estarían de acuerdo
viéndola allí, junto a ellos. Aquel mundo de fantasía era encantador, pero también
un tanto perverso. Rosalind lo sabía. A veces perdía un poco la cabeza y recriminaba
su propia actitud. Aquel mundo que vivía en sus fantasías debía desaparecer. Estaba
un poco asustada. Un día, después de jugar a este juego, Rosalind se asustó tanto
que se fue a llorar a la valla. Un granjero que estaba cultivando maíz se le acercó
y detuvo sus caballos. –¿Qué te pasa?–, le preguntó bruscamente. La niña no podía
decirle la verdad, tuvo que inventarse algo. –Me ha picado una abeja–, le dijo.
El hombre se echó a reír. –Eso no es nada. Será mejor que no camines descalza–,
le aconsejó.
El
juego del baile de la naturaleza ocurrió en la infancia de Rosalind. Años después,
tras graduarse en el instituto de Willow Springs y pasarse tres años esperando en
la casa de los Wescott antes de marcharse a la ciudad, tuvo otras experiencias en
el huerto. Luego se empezó a interesar por las novelas y a hablar con otras chicas
de su edad. Aprendió cosas hasta ahora desconocidas. En el desván de la casa de
su madre, había una cuna en la que habían dormido ella y su hermano cuando eran
bebés. Un día, subió hasta allí y la encontró. La ropa de cama estaba guardada en
un baúl. La sacó de allí y arregló la cuna para la llegada de un bebé. De pronto,
sintió vergüenza. Su madre podía subir en cualquier momento y descubrir lo que estaba
tramando. Guardó inmediatamente la ropa de cama en el baúl y bajó corriendo las
escaleras, totalmente avergonzada.
¡Qué
confusión! En otra ocasión, fue a visitar junto con otras chicas a una compañera
que estaba a punto de casarse. En un momento dado, todas ellas subieron a una habitación
para ver el ajuar de la novia, que estaba tendido sobre una cama. ¡Qué cosas tan
bonitas! Las chicas se acercaron para observarlo de cerca, Rosalind también. Algunas
chicas eran tímidas, otras no tanto. Una en particular, una chica delgada con poco
pecho que tenía una voz muy fina y aguda y un rostro muy fino y anguloso, se puso
a gritar de un modo extraño. –Qué bonito, qué bonito, qué bonito–, dijo repetidamente
entre sollozos. Su voz no parecía humana. Más bien parecía el llanto de un animal
herido, un animal del bosque, abandonado a su suerte. La chica cayó de rodillas
junto a la cama y se puso a llorar con amargura. Al parecer, no podía soportar la
idea de que su compañera se fuera a casar. –¡No lo hagas Mary, por favor, no lo
hagas! ¡No te cases!–, le suplicó. Las otras chicas se rieron, pero Rosalind no
pudo soportarlo. Se fue corriendo a casa.
Este
es solo un ejemplo de las cosas que le pasaban a Rosalind, pero hay muchos más.
En otra ocasión, mientras caminaba por la calle, se cruzó con un joven que trabajaba
en una tienda. Rosalind no lo conocía. Sin embargo, se imaginó que estaban casados,
que era su marido. Ese tipo de pensamientos le hacía sentir vergüenza.
Sentía
vergüenza por todo. Cuando volvía al huerto las tardes de verano, se apoyaba contra
el manzano, se quitaba los zapatos y los calcetines, tal y como hacía cuando era
niña, pero las fantasías de su infancia habían desaparecido, se habían ido para
no volver.
Rosalind
tenía una piel suave, pero su carne era firme y fuerte. Se alejó del árbol y se
tumbó en el suelo. Apretó su cuerpo contra la hierba, contra esa tierra firme y
dura. Le pareció que su mente, su imaginación, la vida que corría por sus venas,
todo menos su vida física, había desaparecido. La tierra presionaba su cuerpo. Su
cuerpo presionaba la tierra. Todo era oscuro. Estaba encarcelada. Presionaba los
muros de su cárcel. La oscuridad y el silencio invadían la tierra. Sus dedos se
agarraban a un puñado de hierbas, jugaban con las hierbas.
Se
quedó inmóvil. Había algo que no tenía nada que ver ni con la tierra ni con los
árboles ni con las nubes del cielo, había algo que parecía ir hacia ella, entrar
en ella, algo parecido a la maravilla de la vida.
Ahí
acabó la cosa. Abrió los ojos y vio el cielo abierto y los árboles inmóviles y en
silencio. Volvió a sentarse, apoyando la espalda contra uno de los árboles. Empezaba
a anochecer. Le aterrorizaba pensar que tenía que salir del huerto para volver a
la casa de sus padres. Estaba cansada. Por culpa de ese cansancio, los demás pensaban
en ella como una joven estúpida y aburrida. ¿Dónde estaba aquella maravilla de la
vida? No estaba en su interior, tampoco en la tierra. Debía de estar ahí arriba,
en el cielo. Estaba anocheciendo y empezaban a salir las estrellas. Quizás esa maravilla
era algo que no existía en la tierra. Era algo que tenía que ver con Dios. Deseaba
elevarse hasta los cielos, irse directamente a la casa del Señor, bañarse en su
luz con los hombres y las mujeres que habían muerto y que habían dejado atrás la
estupidez y la dureza de la tierra. Cuando pensaba en ellos no se sentía tan cansada
y a veces salía del huerto caminando casi sin esfuerzo. Algo parecido a la gracia
parecía haber entrado en su cuerpo.
*
* *
Cuando
Rosalind se fue de la casa de los Wescott y de Willow Springs, Iowa, sentía que
la vida era algo esencialmente feo. En cierto modo, sentía odio por la vida y por
la gente. En Chicago a veces era increíble lo feo que era el mundo. Intentaba quitarse
de encima esa sensación, pero se aferraba a ella. Cuando caminaba por las abarrotadas
calles, los edificios eran feos. Un mar de rostros flotaba ante ella. Eran los rostros
de personas muertas. La aburrida muerte que vivía en ellos también vivía en ella.
Ellos tampoco podían romper los muros que les impedían acceder a la maravilla de
la vida. Después de todo, puede que esa maravilla ni siquiera existiera. Quizás
era algo que solo existía en la imaginación. La vida era algo esencialmente sucio.
Esa suciedad estaba en ella. Un día, mientras caminaba de noche por el puente de
la calle Rush hasta su habitación del Barrio Norte, levantó la cabeza y vio el río
de color verde intenso discurriendo hacia el interior desde el lago. A muy poca
distancia, había una fábrica de jabón. Los humanos habían alterado el curso del
río, haciéndolo fluir hacia el interior desde el lago. Alguien había decidido levantar
una enorme fábrica de jabón cerca de la entrada del río a la ciudad, a la tierra
de los hombres. Rosalind se detuvo y se quedó mirando el río. Hombres y mujeres,
carros, automóviles pasaban ante ella a toda velocidad. Estaban sucios. Ella también.
–Ni el agua de todo un océano ni millones de pastillas de jabón podrían limpiarme–,
pensó. La suciedad de la vida parecía formar parte de su propio ser. Entonces le
entró un casi irreprimible deseo de saltar del puente y caer al río. Su cuerpo tembló
con violencia, agachó la cabeza, se quedó mirando la pasarela del puente, y se alejó
de allí a gran velocidad.
*
* *
Y
ahora Rosalind, toda una mujer, había vuelto a la casa de los Wescott y allí estaba,
cenando con su padre y su madre. A ninguno le apetecía comer la comida que había
preparado la madre. Rosalind miró a su madre y se quedó pensando en las palabras
de Melville Stoner.
–Si
quisiera escribir, podría hacerlo. Me pondría a contar lo que piensa todo el mundo.
Contaría algo que les sorprendiera, algo que les asustara un poco. Contaría lo que
ha estado pensando usted esta misma tarde mientras caminábamos por la vía férrea.
Contaría lo que ha estado pensando su madre al mismo tiempo y lo que le gustaría
decirle–.
¿En
qué había estado pensando la madre de Rosalind desde la inesperada llegada de su
hija? ¿Qué piensan las madres sobre la vida que llevan sus hijas? ¿Tienen las madres
algo realmente importante que decirles a sus hijas y, si lo tienen, cuándo es el
mejor momento para decirlo?
Rosalind
observó a su madre con detenimiento. Tenía un rostro pesado y flácido. Tenía ojos
verdes, como Rosalind, pero los suyos no eran brillantes, transmitían cierta sensación
de aburrimiento, parecían los ojos de una merluza expuesta sobre un bloque de hielo
en el puesto de un mercado. A la chica le asustó un poco lo que vio en el rostro
de su madre y se le hizo un nudo en la garganta. Hubo un momento embarazoso. Había
cierta tensión en el ambiente y de repente todo el mundo se levantó de la mesa.
Rosalind
se fue a la cocina a ayudar a su madre a fregar los platos y su padre se sentó al
lado de la ventana a leer el periódico. La hija no quiso volver a mirar el rostro
de su madre. –Tengo que ser fuerte si voy a hacer lo que quiero hacer–, pensó. Era
extraño, en su imaginación, el rostro aguileño de Melville Stoner y el rostro cansado
de Walter Sayers flotaban por encima de la cabeza de su madre. Los dos rostros se
burlaban de ella. –Crees que puedes, pero no puedes. Te crees muy lista, pero no
eres más que una ignorante–, parecía leer en sus labios.
El
padre de Rosalind empezó a preguntarse hasta cuándo iba a durar la visita de su
hija. Después de cenar lo único que quería era salir de casa, irse a dar un paseo
a la ciudad, y se sentía un poco culpable porque no quería ser descortés con su
hija. Mientras las dos mujeres fregaban los platos en la cocina, se puso el sombrero
y salió al patio trasero a cortar leña. Poco después, Rosalind salió a sentarse
al porche. Aunque los platos estaban limpios y secos, su madre se quedaba una media
hora más haciendo cosas en la cocina. Era una antigua costumbre. En la cocina su
madre arreglaba, desarreglaba, volvía a arreglar, sacaba platos del armario y los
volvía a guardar. Parecía abducida por la cocina. Parecían darle pánico las horas
de espera antes de subir a su habitación, meterse en la cama y caer en el olvido
del sueño.
Henry
Wescott salió hasta la esquina de su casa y se encontró con su hija. Estaba un poco
sorprendido. Sin razón aparente, se sintió algo incómodo. Se detuvo un instante
a mirarla. Su cuerpo irradiaba vida. Había fuego en su mirada, en sus intensos ojos
grises. Su cabello era rubio como el maíz. En esos momentos, su hija era una auténtica
hija del maíz, un ser que debía ser amado apasionadamente por otro hijo del maíz
–si en esas tierras hubiese habido un hijo con tanta vida como esta hija, hasta
el maíz se echaría a un lado–. El padre esperaba salir de casa sin que nadie lo
viera. –Me voy a dar una vuelta–, dijo con cierta timidez. Aun así, se quedó un
rato más. La increíble belleza de su hija acababa de despertar algo que llevaba
años durmiendo en su interior. Un pequeño incendio estalló entre las desgastadas
vigas de la vieja casa que era su cuerpo. –Qué guapa estás, hija–, dijo un poco
avergonzado. Entonces se dio la vuelta, fue hasta la puerta y salió a la calle.
Rosalind
siguió a su padre hasta la puerta, lo vio caminar lentamente por la calle hasta
desaparecer por la esquina. Se encontraba sumida en un estado de ánimo parecido
al de su charla con Melville Stoner. ¿Sería posible que su padre se sintiera a veces
como Melville Stoner? ¿Le conducía la soledad a la puerta de la demencia? ¿Deambulaba
él también por la noche en busca de una belleza perdida, medio olvidada?
Cuando
su padre desapareció por la esquina, Rosalind abrió la puerta y salió a la calle.
–Me voy a sentar al árbol del huerto hasta que mi madre termine de arreglar la cocina–,
pensó.
Henry
Wescott caminó unas cuantas calles, llegó hasta la plaza, pasó frente a los tribunales,
y entró en la ferretería de Emanuel Wilson. Allí se juntaba con otros dos o tres
hombres. Se sentaba con ellos cada noche para no decir nada. Era un buen pretexto
para escapar de su casa y de su esposa. Sus compañeros estaban ahí por esa misma
razón. Se respiraba un compañerismo un tanto pervertido. Uno de los miembros del
grupo, un hombre pequeñito que se dedicaba a pintar casas, seguía soltero y vivía
con su madre. Aunque estaba a punto de cumplir los sesenta, su madre aún seguía
viva. Aquello merecía cierta reflexión. Cuando el amigo pintor llegaba un poco tarde
a su cotidiana cita, empezaban a correr rumores de todo tipo, especulaciones que
durante un breve instante flotaban en el aire y después se asentaban como el polvo
en una casa vacía. ¿Quién se ocupaba de las tareas domésticas, fregaba los platos,
cocinaba, barría y hacía las camas, era él o de esas tareas se encargaba su anciana
madre? Emanuel Wilson contó una historia que ya había contado otras veces. Había
escuchado una historia similar en el pueblo de Ohio donde había pasado su juventud.
En aquel pueblo vivía con su madre un hombre bastante mayor. Eran muy pobres y cuando
llegaba el invierno no tenían mantas suficientes para resguardarse del frío. Se
metían en la cama juntos. Era algo bastante inocente, como una madre que acuesta
a su hijo.
Sentado
en la ferretería escuchando a Emanuel Wilson contar la misma historia por vigésima
vez, Henry Wescott se puso a pensar en su hija. Su belleza le hacía sentirse orgulloso,
ligeramente superior a esos hombres, a sus compañeros. En la vida se había parado
a pensar si su hija era una mujer guapa. ¿Por qué no había reparado antes en su
belleza? ¿Por qué razón había dejado su apartamento de Chicago, junto al lago, para
venir a pasar calor en Willow Springs? ¿Era verdad que había vuelto a casa porque
quería pasar unos días con su padre y su madre? ¿Había algo más? Por un instante
sintió vergüenza de su pobre cuerpo, de su desgastada ropa y de su mal afeitado
rostro. Entonces notó cómo se extinguía el pequeño incendio que había estallado
en su interior. En ese instante, entró por la puerta del local el amigo pintor,
restableciéndose ese leve aroma a compañerismo al que tanto se aferraba.
En
el huerto, Rosalind estaba sentada apoyada contra el árbol en el mismo lugar donde,
en su infancia, jugaba al juego del baile de la naturaleza y donde, tras graduarse
en el instituto de Willow Springs, intentaba derribar el muro que le impedía acceder
a la vida. El sol ya se había puesto, las grises sombras de la noche se arrastraban
por la hierba, alargando las sombras de los árboles. Hacía tiempo que nadie se ocupaba
de aquel huerto y muchos de sus árboles estaban muertos, sin follaje. Las sombras
de las ramas muertas parecían enormes brazos dejándose caer, intentando alcanzar
la hierba gris. No corría el viento. Iba a ser una noche oscura, sin luna, una calurosa
noche de las llanuras.
La
noche no tardaría en caer. Apenas podían verse ya las sombras en la hierba. Rosalind
sintió que la muerte acechaba a su alrededor, en el huerto, en la ciudad. Entonces,
volvieron nítidamente a su cabeza unas palabras pronunciadas por Walter Sayers.
–Si alguna noche sales a pasear sola por el campo, intenta encomendarte a la noche,
a la oscuridad, a las sombras de los árboles. Verás que esa experiencia, siempre
y cuando te encomiendes con todo tu ser, te cuenta una historia sorprendente. Te
darás cuenta de que al hombre blanco, aunque sea dueño de la tierra que pisamos
desde hace ya varias generaciones y aunque haya construido ciudades por todas partes,
extraído carbón del suelo, cubierto la tierra con vías férreas, con pueblos y ciudades,
en realidad no le pertenece ni una sola pulgada de la tierra de este continente.
Esta tierra sigue y seguirá perteneciendo a una raza prácticamente extinguida. Esta
tierra le pertenece al piel roja, a la raza que aunque hoy haya prácticamente desaparecido,
aún sigue siendo dueña del continente americano. Si su imaginación la ha poblado
de fantasmas, de dioses y diablos, es porque en aquellos tiempos ellos amaban la
tierra. Hay pruebas por todas partes, solo hay que fijarse un poco. Nosotros no
les hemos dado a nuestras ciudades nombres bonitos porque no hemos sabido construir
ciudades bonitas. Si por algún casual una ciudad americana tiene un nombre bonito
es porque se lo hemos robado a esa otra raza, a la raza que siempre será dueña de
la tierra en la que vivimos. Aquí no somos más que unos extraños. Si alguna noche
sales a pasear sola por el campo, en cualquier parte de América, intenta encomendarte
a la noche. Te darás cuenta de que la muerte únicamente acecha a la raza blanca,
la de los conquistadores, y que la vida perdura en esos hombres y mujeres de piel
roja que ya han desaparecido.
La
mente de Rosalind no dejaba de pensar en los espíritus de aquellos dos hombres,
Walter Sayers y Melville Stoner. Podía sentirlos. Era como si estuvieran a su lado,
sentados junto a ella en el huerto. Estaba segura de que Melville Stoner había vuelto
a su casa y que debía de estar ahí sentado esperando su llamada. ¿Qué querían de
ella? ¿Se estaba enamorando de dos hombres a la vez, ambos mayores que ella? Las
sombras de las ramas de los árboles formaban un manto en el huerto, un suave manto
hecho con algún material delicado donde las pisadas de los hombres no hacían ningún
ruido. Aquellos dos hombres estaban cada vez más cerca. Melville Stoner estaba justo
detrás de ella y Walter Sayers estaba un poco más lejos, en la distancia. Su espíritu
se iba arrastrando hacia ella. Esos dos hombres tenían una misión común. Venían
a traerle la visión masculina de la vida, querían entregarle algo.
Rosalind
se levantó y se quedó junto al árbol, temblando. ¡En qué estado se encontraba! ¿Hasta
cuándo iba a durar? ¿Hacia qué conocimiento sobre la vida y la muerte se estaba
dirigiendo? Había vuelto a casa por una sencilla razón. Amaba a Walter Sayers, quería
entregarse, pero antes de hacerlo una voz le había dicho que tenía que volver a
su ciudad para hablar con su madre. Pensó que iba a tener fuerzas para contarle
lo que sentía. Solo tenía que contárselo y aceptar sus consejos. Si su madre entendía
y era comprensiva, el desplazamiento no habría sido en vano. Si su madre no entendía,
de todos modos habría pagado una antigua deuda, habría sido fiel a una antigua tradición
tácita.
¿Qué
querían de ella aquellos dos hombres? ¿Qué tenía que ver Melville Stoner con todo
este asunto? Intentó alejar la imagen de aquel hombre de su mente. La imagen del
otro hombre, Walter Sayers, era algo menos agresiva. Se aferró a ella.
Puso
el brazo en el tronco del viejo manzano y posó su mejilla sobre su rugosa corteza.
Estaba tan emocionada que le entraron ganas de frotarse las mejillas contra la corteza
del árbol hasta sangrar, hasta que el dolor físico contrarrestara la tensión y el
dolor que empezaba a sentir en su interior.
Desde
que se había plantado maíz en la pradera entre el huerto y la calle, para volver
a la ciudad Rosalind tenía que tomar un pequeño camino, arrastrarse por debajo de
una alambrada y cruzar el patio de la viuda de las gallinas. En el huerto reinaba
un profundo silencio. Cuando se arrastró bajo la alambrada y llegó al patio trasero
de la viuda, Rosalind tuvo que abrirse paso por una estrecha abertura situada entre
un gallinero y un granero pasando los dedos por unas rústicas tablas de madera.
La
madre de Rosalind esperaba sentada en el porche de su casa. Melville Stoner estaba
en la casa de al lado. Rosalind lo vio allí sentado y sintió un escalofrío. –Es
como un ave carroñera. Se alimenta de muertos, de marchitos destellos de belleza,
de sonidos apagados que escucha en la oscuridad de la noche–, pensó. Cuando llegó
a la casa de los Wescott, Rosalind se tiró en el porche y cayó de espaldas, estirando
los brazos. Su madre estaba sentada en la mecedora. En la esquina de la calle había
una farola y la pequeña luz que penetraba por las ramas de los árboles iluminaba
el rostro de la madre. Qué pálido y moribundo parecía. Su hija cerró los ojos. –No
voy a poder. No tengo fuerzas–, pensó.
No
tenía ninguna prisa en transmitir el mensaje que había venido a entregar. Aún faltaban
un par de horas para que su padre volviera a casa. En otra casa, dos chicos que
jugaban y corrían de habitación en habitación, dando portazos, gritando sin parar,
rompieron el silencio que reinaba en la calle. Un bebé se puso a llorar y la voz
de una mujer empezó a protestar. –¡Parad! ¡Os he dicho que paréis!–, gritó aquella
voz. –¿No veis que el bebé se ha despertado por vuestra culpa? A ver cuánto tarda
en volverse a dormir.–
Rosalind
cerró los dedos y apretó los puños. –He venido hasta aquí para contarte algo. Me
he enamorado de un hombre, pero no puedo casarme con él. Está casado y es bastante
más mayor que yo. Tiene dos hijos. Le quiero y creo que él también me quiere –bueno,
estoy segura–. Quiero corresponderle. Antes de que ocurra cualquier cosa, quería
venir a contártelo, –dijo en voz baja, pero con total claridad. Se preguntó si Melville
Stoner había podido escuchar su declaración.
No
hubo respuesta. La mecedora en la que estaba sentada la madre de Rosalind había
estado balanceándose lentamente, crujiendo ligeramente. El sonido continuó. En la
otra casa, el bebé dejó de llorar. Rosalind acababa de decirle a su madre las palabras
que llevaba intentando decirle desde su llegada. Se sintió aliviada y casi feliz.
El silencio entre las dos mujeres se fue alargando. La mente de Rosalind se fue
alejando. Esperaba algún tipo de reacción por parte de su madre, alguna palabra
de condena. Quizás su madre no quería decir nada hasta que volviera su padre y le
contara la historia. Le reprocharían su actitud, la echarían de casa. No tenía ninguna
importancia.
Rosalind
siguió esperando. Al igual que Walter Sayers, sentado en el jardín, su mente parecía
estar flotando. Su mente salió de su cuerpo, se alejó de su madre y llegó hasta
el hombre al que amaba.
Una
noche, otra de esas tranquilas noches de verano, Rosalind salió a dar una vuelta
por el campo con Walter Sayers. No era la primera vez que hablaba con ella, que
se dirigía a ella, ya lo había hecho muchas otras noches y durante largas horas
en la oficina. En ella había encontrado a alguien con quien poder hablar, con quien
querer hablar. ¡Cuántas puertas de la vida le había ayudado a abrir aquel hombre!
Sus conversaciones eran interminables. En compañía de Rosalind, Walter se sentía
aliviado, relajaba la tensión a la que se había acostumbrado su cuerpo. Le había
contado su vida, su deseo de ser cantante y cómo había tenido que renunciar a ese
sueño. –No es culpa de mi mujer ni de mis hijos–, le había dicho. –Ellos podrían
haber vivido sin mí. El problema es que yo no habría podido vivir sin ellos. Estoy
derrotado, soy un hombre derrotado, nací predestinado a la derrota y tengo que aferrarme
a algo que justifique mi derrota. Ahora me doy cuenta. Les necesito. Nunca más intentaré
volver a cantar, porque soy una persona que al menos tiene un mérito: conozco la
derrota. Puedo aceptar la derrota.
Esas
fueron sus palabras. Entonces, en aquella noche de verano mientras estaban sentados
en el coche, Walter Sayers se puso a cantar. Había abierto la puerta de una granja
y aparcado el coche en silencio en un camino de hierba que daba a una pradera. Tras
apagar las luces del coche, unas cuantas reses aparecieron por el lugar y se quedaron
ahí un rato.
Y
entonces se puso a cantar, empezó suavemente, se fue animando y repitió la canción,
una y otra vez. Rosalind estaba tan feliz que le entraron ganas de llorar. –Gracias
a mí ahora puede cantar–, pensó con cierto orgullo. En ese instante sintió un profundo
amor por aquel hombre, aunque quizás lo que sentía no era realmente amor. Era orgullo.
Para ella, ese momento era un momento de gloria. Aquel hombre se había arrastrado
hasta ella desde un lugar oscuro, desde la oscura cueva de la derrota. Ella le había
tendido su mano y le había ayudado a superar sus miedos.
Rosalind
seguía tumbada, a los pies de su madre, en el porche de la casa de los Wescott,
intentando pensar, luchando por aclarar sus impulsos. Le acababa de contar a su
madre que quería entregarse a un hombre, a Walter Sayers. Tras esa declaración,
empezó a preguntarse si aquello era realmente cierto. Ella era una mujer, su madre
era una mujer. ¿Qué opinaba su madre de todo aquello? ¿Qué consejos les daban las
madres a sus hijas? ¿Qué quería realmente el elemento masculino de la vida? No lograba
definir claramente sus propios deseos e impulsos. Quizás lo que quería era encontrar
cierto compañerismo con otra mujer, con su madre. Qué bonito sería que las madres
pudieran de repente cantarles a sus hijas, si de la oscuridad y el silencio pudieran
surgir canciones.
Los
hombres confundían a Rosalind, siempre la habían confundido. Esa misma noche, por
ejemplo, su padre, por primera vez en muchos años, se había parado a observarla
con detenimiento. Se había detenido ante ella mientras estaba sentada en el porche
y había visto algo en sus ojos. Un incendio había estallado en sus cansados ojos
como había ya estallado alguna vez en los ojos de Walter. ¿Iba a ser consumida por
ese incendio? ¿El destino de las mujeres es ser consumidas por los hombres y el
de los hombres ser consumidos por las mujeres?
En
el huerto, una hora antes, había sentido que aquellos dos hombres, Melville Stoner
y Walter Sayers, se le acercaban, caminaban en silencio por un suave manto hecho
con las oscuras sombras de los árboles.
Ahora
volvían hacia ella. En su mente, aquellos dos hombres se iban aproximando, estaban
cada vez más cerca de ella, estaban llegando a su verdad interior. Un manto de silencio
había caído sobre las calles de Willow Springs. ¿Era el silencio de la muerte? ¿Había
muerto su madre? ¿Ese cuerpo sentado en la mecedora era el de su madre muerta?
La
mecedora seguía crujiendo. De los dos hombres cuyos espíritus seguían dando vueltas
a su alrededor, uno, Melville Stoner, era valiente y astuto. Estaba demasiado cerca,
sabía demasiado sobre ella. No tenía miedo. El espíritu de Walter Sayers era misericordioso.
Era amable, un hombre comprensivo. Rosalind empezó a sentir miedo de Melville Stoner.
Estaba demasiado cerca, sabía demasiado sobre la faceta más oscura, más estúpida
de su vida. Se dio la vuelta en la oscuridad y miró hacia la casa de Melville Stoner,
recordando su infancia. El hombre estaba físicamente demasiado cerca. La tenue luz
de la remota farola que había iluminado el rostro de su madre se deslizaba entre
las ramas de los árboles y sobre las copas de los arbustos y pudo ver la tenue figura
de Melville Stoner sentado en el porche de su casa. Deseó poder destruirlo con el
pensamiento, aniquilarlo, hacerlo desaparecer. El hombre esperaba a que su madre
se fuera a la cama y que ella subiera a su habitación para poder irrumpir en la
habitación e invadir su privacidad. Su padre volvería a casa, arrastrando sus pies
por la acera. Entraría a la casa de los Wescott por la puerta de atrás. No tardaría
en bombear el cubo de agua, llevarlo a la casa y ponerlo en el recipiente junto
al fregadero de la cocina. Luego iría a darle cuerda al reloj. Luego…
Rosalind
no se alteraba con facilidad. La vida había adoptado la figura de Melville Stoner
y se había apoderado de ella, la agarraba con fuerza. No podía escapar. El hombre
no tardaría en irrumpir en la habitación para invadir sus secretos más íntimos.
No tenía escapatoria. Imaginaba su risa burlona resonando en aquella silenciosa
casa, aplastando los horribles sonidos de la vida diaria. No quería que eso pasara.
La repentina muerte de Melville Stoner traería paz y tranquilidad. Deseó poder destruirlo
con el pensamiento, destruir a todos los hombres. Quería estar cerca de su madre.
Eso la salvaría de los hombres. Su madre tenía sin duda algo que decirle antes de
acabar la noche, algo vivo, auténtico.
Rosalind
expulsó la imagen de Melville Stoner de su mente. Era como si se hubiese levantado
de la cama de su habitación, cogido al hombre de la mano y lo hubiera acompañado
hasta la puerta. Lo había sacado de su habitación y había cerrado la puerta.
Su
mente le jugó una mala pasada. En cuanto logró expulsar la imagen de Melville Stoner,
Walter Sayers llamó a su puerta. Se imaginó en el coche con Walter aquella noche
de verano. Él se puso a cantar. Los suaves y anchos hocicos de las reses se acercaban
cada vez más.
A
Rosalind su mente le dio un respiro. Decidió descansar y esperar, esperar la respuesta
de su madre. Estando con ella, Walter Sayers había logrado romper su largo silencio
y ya faltaba poco para romper el eterno silencio que se había instalado entre la
madre y su hija.
El
cantante que ya no quería cantar lo había vuelto a hacer gracias a ella. La canción
era la verdadera nota de la vida, representaba el triunfo de la vida sobre la muerte.
¡Qué
consuelo había sentido escuchando cantar a Walter Sayers! ¡Cómo le corría la vida
por sus venas! ¡Qué viva se había sentido de pronto! En ese momento decidió definitivamente,
finalmente, que quería acercarse a aquel hombre, que quería compartir con él la
intimidad física –encontrar en esa expresión física con él lo que en su canción
él había encontrado con ella.
Expresando
físicamente su amor por aquel hombre, Rosalind podría encontrar la maravilla de
la vida, la misma con la que había soñado cuando solo era una niña torpe y tosca
y se tumbaba en la hierba del huerto. A través del cuerpo del cantante podría acercarse,
tocar la maravilla de la vida. –No me importaría sacrificar todo lo que tengo para
que eso ocurriera–, pensó.
¡Qué
tranquila era ahora la noche! ¡Ahora entendía la vida mucho mejor! Walter Sayers
había cantado en el campo en presencia de las reses una canción en una lengua desconocida,
pero ahora lo entendía todo, incluso el significado de palabras extrañas.
La
canción trataba sobre la vida y la muerte. ¿Sobre qué más se puede cantar? El repentino
conocimiento del contenido de la canción no había salido de su propia mente. El
espíritu de Walter estaba cada vez más cerca. Había logrado espantar el espíritu
burlón de Melville Stoner. Cuántas cosas había hecho la mente de Walter Sayers por
la mente de la mujer que empezaba a abrirse a la vida. Ahora el espíritu le estaba
explicando el significado de la canción. La letra de la canción, cada palabra, parecía
flotar por aquella silenciosa calle de la ciudad de Iowa. Las palabras describían
el sol poniéndose entre las nubes de humo de una ciudad y las gaviotas llegando
desde un lago para flotar sobre la ciudad.
Las
gaviotas están ahora sobrevolando el río. El río tenía un color verde intenso. Ella,
Rosalind Wescott, estaba en el puente en el corazón de la ciudad y acababa de convencerse
de lo asquerosa y fea que era la vida. Estaba a punto de tirarse al río, de desaparecer
en su intento por purificarse.
No
tenía importancia. Los pájaros emitían unos gritos agudos. Aquellos gritos se parecían
a la voz de Melville Stoner. Giraban, daban vueltas en el aire. Ya faltaba poco,
iba a tirarse al río y después las aves caerían en picado en una imponente curva.
Su cuerpo iba a desaparecer, arrastrado por la corriente, hasta su descomposición,
pero lo que estaba realmente vivo en su interior se elevaría con los pájaros, en
esa larga, imponente línea dibujada por el vuelo de los pájaros.
Rosalind
seguía tumbada, inmóvil, en el porche de la casa de su madre. En el aire que flotaba
sobre la ciudad dormida, enterrada a gran profundidad bajo todos los pueblos y ciudades,
la vida seguía cantando. La melodía de la vida podía encontrarse en el zumbido de
las abejas, en la llamada de los tres sapos, en las gargantas de los negros que
trabajaban en los campos de algodón, en una barca, en el río.
La
canción era una orden. Repetía una y otra vez la historia de la vida y de la muerte,
la vida eternamente derrotada por la muerte, la muerte eternamente derrotada por
la vida.
*
* *
La
madre de Rosalind rompió su eterno silencio y su hija intentó alejarse del espíritu
de la canción que había empezado a sonar en su interior.
El sol poniéndose sobre la ciudad,
la vida derrotada por la muerte,
la muerte derrotada por la vida.
Las chimeneas de las fábricas se convierten en
lápices de luz.
La vida derrotada por la muerte,
la muerte derrotada por la vida.
La
mecedora de la madre de Rosalind seguía crujiendo. De sus blancos labios las palabras
salieron con dificultad. Algún día la vida tenía que ponerle a prueba. Hoy era el
día. Ella siempre había sido una mujer derrotada. Ahora debía triunfar en la persona
de Rosalind, la hija que había nacido de sus entrañas. La madre tenía que dejarle
claro a su hija cuál era el destino de todas las mujeres. Las chicas crecen soñando,
esperando, creyendo. Los hombres habían tramado una conspiración. Inventaban palabras,
escribían libros y cantaban canciones sobre eso que llaman amor. Las muchachas picaban
el anzuelo. Se casaban o tenían relaciones con los hombres antes del matrimonio.
En la noche de bodas se producía un asalto brutal, y la mujer intentaba salvarse
como buenamente podía. Se encerraba en sí misma, cada vez más. La madre de Rosalind
se había pasado la vida escondiéndose en su propia casa, en la cocina de su casa.
Con los años y tras la llegada de los hijos, su marido le había exigido cada vez
menos. Ahora todo volvía a empezar. Su hija iba a sufrir esa misma experiencia,
la experiencia que le había arruinado la vida.
Estaba
orgullosa de Rosalind, la hija que se había abierto al mundo, labrándose su propio
camino. Su hija se vestía con cierto estilo, caminaba con cierto estilo. Su hija
era una mujer orgullosa, íntegra, triunfante. No necesitaba a ningún hombre.
–Por
Dios, Rosalind, no lo hagas, no lo hagas, –susurraba una y otra vez.
¡Cuánto
hubiera dado por que Rosalind no se mezclara con hombres! Ella también había sido
una joven orgullosa, íntegra. ¿Quién le iba a decir que algún día se convertiría
en esa mujer gorda, vieja y fea? Llevaba toda su vida de casada encerrada en su
casa, en la cocina de su casa, pero, a su manera, había observado, sabía la suerte
que corrían las mujeres. A ella nunca le había faltado nada, su marido era bueno
para los negocios y siempre había traído dinero a casa. Era un hombre tranquilo,
lento, parco en palabras, pero, a su manera, era igual que todos los hombres de
Willow Springs. Los hombres trabajaban para ganar dinero, tragaban grandes cantidades
de comida y al final del día volvían a casa con sus mujeres.
Antes
de casarse, la madre de Rosalind vivía en una granja con sus padres. Allí había
observado los animales, había visto cómo el macho perseguía a la hembra, había visto
su insistencia, su crueldad. Así era como se perpetuaba la vida. El día de su boda
fue un verdadero suplicio. ¿Por qué se había casado? Intentó explicárselo a Rosalind.
–Le vi por primera vez un sábado por la noche aquí mismo, en Main Street. Ese día
había acompañado a mi padre a la ciudad; dos semanas después, me lo volví a encontrar
en un baile, en el campo–, le dijo a su hija. Hablaba como alguien que ha recorrido
un largo camino para poder entregar un mensaje de vital importancia. –Quería que
me casara con él y acepté. Quería que me casara con él y acepté–.
Parecía
no haberse recuperado de todo aquello. ¿Realmente no tenía nada más que decir sobre
las relaciones entre hombres y mujeres? Llevaba toda su vida de casada encerrada
en la casa de su marido, trabajando como trabajan los animales, lavando ropa sucia,
fregando los platos, preparando la comida.
Había
estado pensando, durante todos esos años no había dejado de pensar. La vida era
una mentira, una terrible mentira.
Le
había dado muchas vueltas a este asunto. En algún lugar había un mundo completamente
diferente al suyo, un mundo paradisiaco donde no existía el matrimonio, un mundo
apacible, asexual donde la humanidad vivía en un estado de absoluta felicidad. Por
alguna razón desconocida, la humanidad había sido expulsada de aquel lugar y había
sido condenada a vivir en la tierra. Ese era el castigo por haber cometido un pecado
imperdonable, el pecado de la carne.
Ese
pecado estaba en ella y en el hombre con quien se había casado. Había aceptado casarse.
¿Por qué? Los hombres y las mujeres estaban condenados a cometer el pecado que acababa
destruyéndolos. A excepción de algunos seres sagrados, ningún hombre, ninguna mujer
se libraban de aquel destino.
¡La
mujer se había devanado los sesos! En su noche de bodas, su marido se llevó lo que
quería, y después se quedó dormido. Ella no pudo conciliar el sueño. Se levantó
de la cama y se acercó a la ventana para mirar las estrellas. El cielo estaba tranquilo.
Con qué elegancia se desplazaba la luna por el cielo. Las estrellas no pecaban.
No se tocaban. Cada estrella era diferente a las demás, era algo sagrado, inviolable.
En la Tierra, bajo las estrellas, todo estaba corrupto, mancillado: los árboles,
las flores, las plantas, los animales de los campos, los hombres y las mujeres.
Todos corruptos. Vivían por un instante y después empezaba la decadencia. Ella misma
estaba cada vez más deteriorada. La vida no era más que una vulgar mentira. La vida
seguía perpetuándose por culpa de eso que la gente llama amor. Lo cierto era que
la vida nacía de un pecado, y solo podía perpetuarse mediante el pecado.
–El
amor no existe. Esa palabra no es más que una vulgar mentira. El hombre del que
hablas solo te quiere para pecar, –dijo. Entonces, se levantó bruscamente y volvió
a la casa.
Rosalind
escuchó a su madre desplazarse en la oscuridad. Cuando llegó a la puerta se quedó
mirando a su hija tendida, tensa, esperando en el porche. La pasión del rechazo
latía tan fuerte en ella que sintió que se asfixiaba. A la hija le pareció que en
esos momentos su madre, esa mujer que estaba detrás de ella en la oscuridad, se
había convertido en una araña gigante que luchaba por envolverla en una telaraña
de oscuridad. –Los hombres les hacen daño a las mujeres –decía–, no lo pueden evitar.
Esa es su naturaleza. El amor no existe. No es más que una vulgar mentira.
–La
vida es algo sucio. Dejar que un hombre la toque ensucia a una mujer. –La madre
de Rosalind dijo esas palabras en voz alta. Parecían salir desde lo más profundo
de su ser. Tras esas palabras, la mujer desapareció en la oscuridad. Rosalind escuchó
cómo subía lentamente las escaleras que llevaban a su habitación. Lloraba de forma
extraña, como lloran las mujeres con sobrepeso, de manera entrecortada. Las fuertes
pisadas que habían empezado a subir las escaleras se detuvieron y se hizo el silencio.
La madre de Rosalind no había dicho nada de lo que tenía en mente. Todo lo que le
quería decir a su hija lo tenía estudiado de antemano. ¿Por qué no pudo expresar
lo que sentía? Seguía sin satisfacer la pasión del rechazo que corría por sus venas.
–El amor no existe. La vida no es más que una vulgar mentira. Conduce al pecado,
a la muerte, a la decadencia, –dijo en la oscuridad.
Algo
extraño, casi misterioso, le ocurrió a Rosalind. La imagen de su madre se desvaneció
en su mente y volvió a pensar en aquella compañera que estaba a punto de casarse
y que había ido a visitar junto con otras amigas. Todas ellas subieron a una habitación
para ver el vestido de la novia que estaba tendido sobre una cama. Una de sus compañeras,
una chica delgada con poco pecho, cayó de rodillas. Se escuchó un grito. ¿Salía
de la garganta de aquella chica o de aquella mujer cansada y derrotada que vivía
en la casa de los Wescott? –No lo hagas. Rosalind, no lo hagas, –suplicaba entre
sollozos la voz.
En
la casa de los Wescott, al igual que en la calle y en el cielo estrellado que Rosalind
veía ante sus ojos, se hizo el silencio. Se relajó e intentó volver a pensar. Había
algo en equilibrio, algo que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. ¿Era simplemente
el latido de su corazón? Su mente se quedó en blanco.
La
canción que había salido de los labios de Walter Sayers seguía sonando en su interior.
La
vida derrotada por la muerte,
la muerte derrotada por la vida.
Se
sentó y se tapó la cabeza con las manos. –He venido a Willow Springs para ponerme
a prueba. ¿Será la prueba de la vida y de la muerte?–, se preguntó. Su madre había
subido las escaleras para irse a refugiar en la oscuridad de su habitación.
La
canción siguió sonando en su interior.
La vida derrotada por la muerte,
la muerte derrotada por la vida.
¿Era
la canción algo puramente masculino, la llamada del macho a la hembra, una mentira,
como había dicho su madre? No sonaba a mentira. La canción había salido de los labios
de un hombre, Walter, el hombre que había dejado para ir a visitar a su madre. Luego,
Melville Stoner, otro hombre, se le había acercado. La canción de la vida y de la
muerte también sonaba en su interior. ¿Cuándo la canción dejaba de sonar sobrevenía
la muerte? ¿Era la muerte solo rechazo? La canción sonaba en el interior de Rosalind.
¡Qué confusión!
Tras
levantar la voz, la madre se había ido llorando a acostarse a su habitación. Poco
después, Rosalind siguió sus pasos. Se tiró en la cama, con la ropa puesta. Las
dos mujeres esperaban. Fuera, en la oscuridad, estaba sentado Melville Stoner, el
hombre que parecía saber todo lo que había pasado entre la madre y su hija. Rosalind
pensó en la ciudad, en el puente que estaba cerca de la fábrica y en las gaviotas
que flotaban en el aire por encima del río. Deseó poder estar allí en ese mismo
instante, subirse al puente. –No me importaría que mi cuerpo se lo llevara el río–,
pensó. Se imaginó su rápida caída y la aún más rápida caída de las aves bajando
desde el cielo. Las aves caían en picado para recoger la vida que estaba a punto
de dejar caer, recogiéndola rápida y elegantemente. De eso trataba la canción que
había cantado Walter.
*
* *
Henry
Wescott volvió a casa de la ferretería de Emanuel Wilson. Entró arrastrando los
pies por la puerta de atrás y se dirigió hacia la bomba. El sonido chirriante de
la bomba se escuchó en toda la casa. El padre entró a la cocina y puso el cubo de
agua en el recipiente junto al fregadero. Se derramó un poco de agua. Se escuchó
un sonido, parecido al de los pies de un niño descalzo caminando por el suelo.
Rosalind
se levantó. El gélido cansancio que se había apoderado de ella había desaparecido.
Había apartado las manos gélidas que la habían estado agarrando. Su maleta estaba
en un armario, pero olvidó cogerla. Se quitó los zapatos a toda prisa y con ellos
en la mano salió hacia el pasillo con los pies descalzos. En esos momentos, su padre
estaba subiendo las escaleras. Pasó muy cerca de ella, tanto que Rosalind tuvo que
retener la respiración presionando su cuerpo contra la pared del pasillo.
¡Con
qué rapidez y claridad pensaba ahora su mente! El tren dirección este hacia Chicago
pasaba por Willow Springs a las dos de la mañana. No quería esperar, prefería caminar
ocho millas hasta la siguiente ciudad. Quería salir de la ciudad. Tener en qué ocuparse.
–Tengo que marcharme–, pensó bajando las escaleras y saliendo, sin hacer ruido,
de la casa.
Rosalind
caminó hasta la acera y pasó por delante de la puerta de la casa de Melville Stoner.
El hombre salió hasta la puerta para hablar con ella riendo burlonamente. –Sabía
que iba a tener una nueva oportunidad de hablar con usted antes de que acabara la
noche–, dijo inclinando la cabeza. Rosalind no estaba segura de si había escuchado
la conversación que había tenido con su madre. No importaba. Ese hombre sabía exactamente
lo que había dicho su madre, todo lo que la madre podía decir y todo lo que Rosalind
podía decir o entender. Para Rosalind, esa sensación era tremendamente reconfortante.
Ese hombre, Melville Stoner, había arrancado a la ciudad de Willow Springs de las
garras de la muerte. No era necesario hablar. Con él había logrado alcanzar la comunión
de la vida, algo que iba más allá de las palabras, más allá de la pasión.
Caminaron
en silencio hasta las afueras de la ciudad. Entonces Melville Stoner levantó la
mano. –¿Me acompaña?–, preguntó Rosalind, pero el hombre, riendo, negó con la cabeza.
–No –le respondió–. Yo me quedo aquí. Ya no tengo edad para marcharme. Aquí me quedaré
hasta mi muerte. Aquí me quedaré, con mis pensamientos.–
Melville
Stoner se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad, más allá del halo circular
de luz que caía de la última farola de la calle, la calle que ahora se había convertido
en una carretera de tierra que llevaba a la siguiente ciudad. Rosalind lo vio desaparecer
y algo en su extraño modo de andar volvió a recordarle la imagen de un pájaro gigante.
–Se parece a las gaviotas que flotan por encima del río en Chicago –pensó–. Su espíritu
flota por encima de la ciudad de Willow Springs. Cuando la muerte en vida viene
a visitar a los ciudadanos de esta ciudad, él cae en picado y, con su mente, les
despoja de su belleza–.
Empezó
a caminar lentamente por la carretera entre los campos de maíz. En la tranquila
inmensidad de la noche se podía caminar en paz. Una suave brisa frotaba las hojas
de maíz, pero no se escuchaban aquellos horribles sonidos humanos, los sonidos de
quienes seguían físicamente en vida pero que en espíritu habían muerto, habían aceptado
la muerte, creído solo en la muerte. Mientras el viento seguía frotando las hojas
de maíz, se escuchó un ligero y suave sonido, como si algo estuviera naciendo, la
vida física muerta se iba apartando, haciendo a un lado. Quizás en la tierra estaba
naciendo una vida nueva.
Rosalind
echó a correr. Se había desprendido de la ciudad de su padre y de su madre como
un corredor se desprende de una prenda pesada e innecesaria. Le entraron ganas de
quitarse la ropa que se interponía entre su cuerpo y la desnudez. Quería estar desnuda,
volver a nacer. A dos millas de la ciudad, había un puente sobre Willow Creek. En
esa época del año el arroyo estaba reseco, pero en la oscuridad lo imaginó caudaloso,
con rápidas corrientes de agua, agua de un color verde intenso. Dejó de correr y
se detuvo en el puente, respiraba con dificultad.
Instantes
después, reanudó su carrera, caminando hasta volver a recobrar el aliento y después
corriendo otra vez. Era un soplo de vida. No se preguntaba lo que iba a hacer, cómo
iba a afrontar el problema que esperaba poder resolver con su visita a Willow Springs
hablando con su madre. Corría. Ante sus ojos, la carretera de tierra venía hacia
ella, saliendo de la oscuridad. Seguía corriendo, siempre hacia delante, dejando
a su paso un suave rastro de luz. La oscuridad se iba abriendo a su paso. Se sentía
feliz corriendo y con cada zancada se sentía cada vez más liberada. Una idea deliciosa
le vino a la cabeza. Imaginaba que a cada paso que daba la luz bajo sus pies se
iba haciendo cada vez más nítida. Era como si a la oscuridad le intimidara su presencia,
como si se fuese haciendo a un lado, abriéndole paso. Se sentía fuerte, valiente.
Se había convertido en un ser que irradiaba luz. Era una creadora de luz. A su paso,
la oscuridad se asustaba y se alejaba en la distancia. Pensando en eso era capaz
de correr sin tener que detenerse para descansar y deseó poder correr así toda la
vida, por campos, por pueblos y ciudades, expulsando la oscuridad con su presencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario