Vicente Blasco Ibáñez
Nueve años habían transcurrido
desde que Luis Santurce se separó de su mujer. Después la había visto envuelta en
sedas y tules en el fondo de elegantes carruajes, pasando ante él como un relámpago
de belleza, o la había adivinado desde el paraíso del Real, allá abajo, en un palco,
rodeada de señores que se disputaban el murmurar algo a su oído para hacer gala
de una intimidad sonriente.
Estos encuentros removían
en él todo el sedimento de la pasada ira: había huido siempre de su mujer como enfermo
que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y sin embargo, ahora iba a su encuentro,
a verla y hablarla en aquel hotel de la Castellana, cuyo lujo insolente era el testimonio
de su deshonra.
Los rudos movimientos del
coche de alquiler parecían hacer saltar los recuerdos del pasado de todos los rincones
de su memoria. Aquella vida que no quería recordar, iba desarrollándose ante sus
ojos cerrados: su luna de miel de empleado modesto casado con una mujer bonita y
educada, hija de una familia venida a menos; la felicidad de aquel primer año de
pobreza endulzado por el cariño; después, las protestas de Enriqueta revolviéndose
contra la estrechez; el sordo disgusto al oírse llamar hermosa por todos y verse
humildemente vestida; los disgustos surgiendo por el más leve motivo; las reyertas
a media noche en la alcoba conyugal; las sospechas royendo poco a poco la confianza
del marido, y de repente el ascenso inesperado, el bienestar material colándose
por las puertas, primero tímidamente, como evitando el escándalo; después con insolente
ostentación, como creyendo entrar en un mundo de ciegos, hasta que ya por fin Luis
tuvo la prueba indudable de su desgracia. Se avergonzaba al recordar su debilidad.
No era un cobarde, estaba seguro de ello, pero le faltaba voluntad o la amaba demasiado,
y por esto, cuando tras un vergonzoso espionaje se convenció de su deshonra, solo
supo levantar la crispada mano sobre aquella hermosa cara de muñeca pálida, y acabó
por no descargar el golpe. Solo tuvo fuerzas para arrojarla de la casa y llorar
como un niño abandonado apenas cerró la puerta.
Después, la soledad completa,
la monotonía del aislamiento, interrumpida por noticias que le hacían daño. Su mujer
viajaba por el centro de Europa como una princesa; un millonario la había lanzado;
aquella era su verdadera existencia, para aquello había nacido. Todo un invierno
llamó la atención en París; los periódicos hablaban de la hermosa española; sus
triunfos en las playas de moda eran ruidosos, se buscaba como un honor arruinarse
por ella, y varios duelos y ciertos rumores de suicidio formaban en torno de su
nombre un ambiente de leyenda. Después de tres años de correría triunfal, volvió
a Madrid, acrecentada su hermosura por el extraño encanto del cosmopolitismo. Ahora
la protegía el más rico negociante de España, y en su espléndido hotel reinaba sobre
una corte solo de hombres: ministros, banqueros, políticos influyentes, personajes
de todas clases que buscaban su sonrisa como la mejor de sus condecoraciones.
Tan grande era su poder,
que hasta Luis creía sentirlo en torno de su persona, viendo que se sucedían las
situaciones políticas sin que le tocasen su empleo. El miedo a combatir por el sostenimiento
de la vida le hacía aceptar aquella situación, en la que adivinaba la mano oculta
de Enriqueta. Solo y condenado a trabajar para vivir, sentía, sin embargo, la vergüenza
del miserable que tiene como único mérito ser esposo de una mujer hermosa. Todo
su valor consistía en huir cuando la encontraba a su paso, insolente y triunfadora
en su deshonra; huir perseguido por aquellos ojos que se fijaban en él con sorpresa,
perdiendo su altivez de mujer codiciada.
Un día recibió la visita
de un cura viejo y de aspecto tímido; el mismo que ahora iba sentado junto a él
en el coche. Era el confesor de su mujer. ¡Bien había sabido escogerlo! Un señor
bondadoso, de cortos alcances. Cuando dijo quién le enviaba, Luis no pudo contenerse:
“¡Valiente tal!”, y soltó redondo el insulto. Pero imperturbable el buen viejo,
como quien trae aprendido el discurso y lo teme olvidar si tarda en soltarlo, le
habló de Magdalena pecadora; del Señor, que siendo quien era, la había perdonado;
y pasando al estilo llano y natural, contó la transformación sufrida por Enriqueta.
Estaba enferma; apenas si salía de su hotel; una enfermedad que roía sus entrañas,
un cáncer al que había que domar con continuas inyecciones de morfina para que no
la hiciera desfallecer y rugir de dolor con sus crueles arañazos. La desgracia la
había hecho volver sus ojos a Dios; se arrepentía del pasado, quería verle…
Y él, el hombre cobarde,
saltaba de gozo al oír esto, con la satisfacción del débil que se ve vengado. ¡Un
cáncer!… ¡El maldito lujo que se pudría dentro de ella, haciéndola morir en vida!
Y siempre tan hermosa, ¿verdad? ¡Qué dulce venganza!… No; no iría a verla. Era inútil
que el cura buscase argumentos. Podía visitarle cuando quisiera y darle noticias
de su mujer: aquello le alegraba mucho; ahora comprendía por qué los hombres son
malos.
Desde entonces el cura le
visitaba casi todas las tardes, para fumar unos cuantos cigarros, hablando de Enriqueta,
y alguna vez salían juntos, paseando por las afueras de Madrid como antiguos amigos.
La enfermedad avanzaba rápidamente;
Enriqueta estaba convencida de que iba a morir. Quería verle para implorar su perdón;
así lo pedía, con tono de niña caprichosa y enferma que exige un juguete. Hasta
el otro, el protector poderoso, dócil a pesar de su omnipotencia, le suplicaba al
cura que llevase al hotel al marido de Enriqueta. El buen viejo hablaba con fervor
de la conmovedora conversión de la señora, aunque confesando que el maldito lujo,
perdición de tantas almas, todavía la dominaba. La enfermedad la tenía prisionera
en su casa; pero en los momentos de calma, cuando el pícaro dolor no la hacía ir
de un lado a otro como una loca, hojeaba catálogos y figurines de París, escribía
a sus proveedores de allá, y rara era la semana en que no llegaban cajones con las
últimas novedades: trajes, sombreros y joyas que, después de contemplados y manoseados
un día en el cerrado dormitorio, caían en los rincones o se ocultaban para siempre
en los armarios, como juguetes inútiles. Por todos estos caprichos pasaba el otro,
con tal de ver a Enriqueta sonriente.
Estas continuas confidencias
hacían penetrar lentamente a Luis en la vida de su mujer; seguía de lejos el curso
de su enfermedad y no pasaba día sin que mentalmente se rozase con aquel ser, del
que se había apartado para siempre.
Una tarde se presentó el
cura con desusada energía. Aquella señora estaba en las últimas, le llamaba a gritos;
era un crimen negar el último consuelo a una moribunda, y él no lo consentía. Sentíase
capaz de llevárselo a viva fuerza. Luis, vencido por la voluntad del viejo, se dejó
arrastrar y subió a un coche, insultándose mentalmente, pero sin fuerzas para retroceder…
¡Cobarde! ¡Cobarde para siempre!
En pos de la negra sotana
atravesó el jardín del hotel que tantas veces, al pasar por el inmediato paseo,
había espiado con miradas de odio… Y ahora, nada; ni odio ni dolor: un vivo sentimiento
de curiosidad, como el que entra en país desconocido, paladeando anticipadamente
las maravillas que espera ver.
Dentro del hotel la misma
impresión de curiosidad y asombro. ¡Ah, miserable! ¡Cuántas veces, en los ensueños
de su voluntad impotente, se había visto entrando en aquella casa como un marido
de drama, el arma en la mano para matar a la esposa infiel, y destrozando después,
como una fiera loca, los muebles costosos, los ricos cortinajes, las mullidas alfombras!
Y ahora la blandura que sentía bajo sus pies, los bellos colores por los que resbalaba
su mirada, las flores que le saludaban con su perfume desde los rincones, causábanle
una embriaguez de eunuco, y sentía impulsos de tenderse en aquellos muebles, de
tomar posesión, como si le pertenecieran, por ser de su mujer. Ahora comprendía
lo que era la riqueza y con qué fuerza pesaba sobre sus esclavos. Estaba ya en el
primer piso, y ni siquiera había percibido, en la calma solemne del hotel, ninguno
de esos detalles con que se revela la muerte al entrar en una casa.
Vio criados tras cuya máscara
impasible creyó percibir un gesto de curiosidad insolente: una doncella le saludó
con enigmática sonrisa, que no se sabía si era de simpatía o de burla para “el marido
de la señora”; creyó distinguir en una habitación inmediata un señor que se ocultaba
(tal vez era el otro); y aturdido por aquel mundo nuevo, atravesó una puerta, empujado
suavemente por su guía.
Estaba en el dormitorio
de la señora: una habitación sumida en suave penumbra, que rasgaba una faja de sol
filtrándose por un balcón entreabierto.
En medio de este rayo de
luz estaba una mujer erguida, esbelta, sonrosada, vestida con un hermoso traje de
soirée, las nacaradas espaldas surgiendo de entre nubes de blondas, y el
pecho y la cabeza deslumbrantes con el centelleo de las joyas. Luis retrocedió asombrado,
protestando de la farsa. ¿Aquella era la enferma? ¿Le habían llamado para insultarle?
–¡Luis… Luis!… –gimió tras
él una voz débil, con entonación infantil y suave, que le recordaba el pasado, los
mejores instantes de su vida.
Sus ojos, acostumbrados
ya a la oscuridad, vieron en el fondo de la habitación algo monumental e imponente
como un altar: una cama con gradas, y en la cual, bajo los ondulantes cortinajes,
se incorporaba trabajosamente una figura blanca.
Entonces se fijó en la mujer
inmóvil, que parecía esperarle con su esbelta rigidez y sus ojos de vaga mirada,
como empañados por lágrimas. Era un artístico maniquí que guardaba cierta semejanza
con Enriqueta. Le servía para poder contemplar mejor aquellas novedades que continuamente
recibía de París. Era el único actor de las representaciones de elegancia y riqueza
que se daba a solas para remedio de su enfermedad.
–¡Luis… Luis!… –volvió a
gemir la vocecita desde el fondo de la cama.
Tristemente fue Luis hacia
ella para verse agarrado por unos brazos que le apretaron convulsivamente y sentir
una boca ardorosa que buscaba la suya, implorando perdón, al mismo tiempo que en
una mejilla recibía la tibia caricia de las lágrimas.
–Di que me perdonas; dilo,
Luis, y tal vez no me muera.
Y el marido, que instintivamente
intentaba repelerla, acabó por abandonarse entre aquellos brazos, repitiendo sin
darse cuenta las mismas palabras cariñosas de los tiempos felices. Ante sus ojos,
habituados a la oscuridad, iba marcándose con todos sus detalles el rostro de su
mujer.
–¡Luis, Luis mío! –decía
ella sonriendo en medio de las lágrimas–. ¿Cómo me encuentras? Ya no soy tan hermosa
como en nuestros tiempos de felicidad… cuando yo aún no era loca. Dime, ¡por Dios!
dime qué te parezco.
Su marido la miraba con
asombro. Hermosa, siempre hermosa, aquella belleza infantil e ingenua que tan temible
la hacía. La muerte aún no estaba allí: únicamente por entre el suave perfume de
aquella carne soberana, de aquel lecho majestuoso, parecía deslizarse un vaho sutil
y lejano de materia muerta, algo que delataba la interior descomposición que se
mezclaba en sus besos.
Luis adivinó la presencia
de alguien detrás de él. Un hombre estaba a pocos pasos, contemplándolos con expresión
confusa, como atraído allí por un impulso superior a la voluntad que le avergonzaba.
El marido de Enriqueta conocía, como media nación, la austera cara de aquel señor
ya entrado en años, hombre de sanos principios, gran defensor de la moral pública.
–¡Dile que se vaya, Luis!
–gritó la enferma–. ¿Qué hace ahí ese hombre? Yo solo te quiero a ti… solo quiero
a mi marido. Perdóname… fue el lujo, el maldito lujo: necesitaba dinero, mucho dinero;
pero amar… solo a ti.
Enriqueta lloraba mostrando
su arrepentimiento, y aquel hombre lloraba también, débil y humilde ante el desprecio.
Luis, que tantas veces había
pensado en él con arrebatos de cólera, y que al verle había sentido impulsos de
arrojarse a su cuello, acabó por mirarle con simpatía y respeto. ¡También la amaba!
Y la comunidad en el afecto, en vez de repelerlos, ligaba al marido y al otro con
una simpatía extraña.
–Que se vaya, que se vaya
–repetía la enferma con una terquedad infantil.
Y su marido miraba al hombre
poderoso con expresión suplicante, como si pidiera perdón para su mujer, que no
sabía lo que decía.
–Vamos, doña Enriqueta –dijo
desde el fondo de la habitación la voz del cura–. Piense usted en sí misma y en
Dios: no incurra en el pecado de soberbia.
Los dos hombres, el marido
y el protector, acabaron por sentarse junto al lecho de la enferma. El dolor la
hacía rugir, había que darle frecuentes inyecciones, y los dos acudían solícitos
a su cuidado. Varias veces se tropezaron sus manos al incorporar a Enriqueta, y
no los separó una repulsión instintiva; antes bien, se ayudaban con efusión fraternal.
Luis encontraba cada vez
más simpático a aquel buen señor, de trato tan llano a pesar de sus millones, y
que lloraba a su mujer más aún que él. Durante la noche, cuando la enferma descansaba
bajo la acción de la morfina, los dos hombres, compenetrados por aquella velada
de sufrimientos, conversaban en voz baja, sin que en sus palabras se notara el menor
dejo de remoto odio. Eran como hermanos reconciliados por el amor.
Al amanecer murió Enriqueta
repitiendo: “¡Perdón! ¡perdón!”. Pero su última mirada no fue para el marido. Aquel
hermoso pájaro sin seso levantó el vuelo para siempre acariciando con los ojos el
maniquí de eterna sonrisa y mirada vidriosa; el ídolo del lujo, que erguía cerca
del balcón su cabeza hueca, sobre la cual, con infernal fulgor, centelleaban los
brillantes, heridos por la azulada luz del alba.
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