Inés Arredondo
Y buscaron una moza hermosa por todo el
término de Israel, y hallaron a Abisag Sunamita y trajéronla al rey. Y la moza era
hermosa, la cual calentaba al rey y le servía: mas el rey nunca la conoció.
Reyes I, 3-4
Aquel fue un verano abrasador. El último
de mi juventud.
Tensa, concentrada en
el desafío que precede a la combustión, la ciudad ardía en una sola llama reseca
y deslumbrante. En el centro de la llama estaba yo, vestida de negro, orgullosa,
alimentando el fuego con mis cabellos rubios, sola. Las miradas de los hombres resbalaban
por mi cuerpo sin mancharlo y mi altivo recato obligaba al saludo deferente. Estaba
segura de tener el poder de domeñar las pasiones, de purificarlo todo en el aire
encendido que me cercaba y no me consumía.
Nada cambió cuando recibí
el telegrama; la tristeza que me trajo no afectaba en absoluto la manera de sentirme
en el mundo: mi tío Apolonio se moría a los setenta y tantos años de edad; quería
verme por última vez puesto que yo había vivido en su casa como una hija durante
mucho tiempo, y yo sentía un sincero dolor ante aquella muerte inevitable. Todo
eso era perfectamente normal, y ningún estremecimiento, ningún augurio me hizo sospechar
nada. Hice los rápidos preparativos para el viaje en aquel mismo centro intocable
en que me envolvía el verano estático. Llegué al pueblo a la hora de la siesta.
Caminando por las calles
solitarias con mi pequeño veliz en la mano, fui cayendo en el entresueño privado
de la realidad y de tiempo que da el calor excesivo. No, no recordaba, vivía a medias,
como entonces. “Mira, Licha, están floreciendo las amapas.” La voz clara, casi infantil.
“Para el dieciséis quiero que te hagas un vestido como el de Margarita Ibarra.”
La oía, la sentía caminar a mi lado, un poco encorvada, ligera a pesar de su gordura,
alegre y vieja; yo seguía adelante con los ojos entrecerrados, atesorando mi vaga,
tierna angustia, dulcemente sometida a la compañía de mi tía Panchita, la hermana
de mi madre. “Bueno, hija, si Pepe no te gusta… pero no es un mal muchacho.” Sí,
había dicho eso justamente aquí, frente a la ventana de la Tichi Valenzuela, con
aquel gozo suyo, inocente y maligno. Caminé un poco más, nublados ya los ladrillos
de la acera, y cuando las campanadas resonaron pesadas y reales, dando por terminada
la siesta y llamando al rosario, abrí los ojos y miré verdaderamente el pueblo:
era otro, las amapas no habían florecido y yo estaba llorando, con mi vestido de
luto, delante de la casa de mi tío.
El zaguán se encontraba
abierto, como siempre, y en el fondo del patio estaba la bugambilia. Como siempre.
Pero no igual. Me sequé las lágrimas y no sentí que llegaba, sino que me despedía.
Las cosas aparecían inmóviles, como en el recuerdo, y el calor y el silencio lo
marchitaban todo. Mis pasos resonaron desconocidos, y María salió a mi encuentro.
–¿Por qué no avisaste?
Hubiéramos mandado…
Fuimos directamente
a la habitación del enfermo. Al entrar casi sentí frío. El silencio y la penumbra
precedían a la muerte…
–Luisa, ¿eres tú?
Aquella voz cariñosa
se iba haciendo queda y pronto enmudecería del todo.
–Aquí estoy, tío.
–Bendito sea Dios, ya
no me moriré solo.
–No diga eso, pronto
se va aliviar.
Sonrío tristemente;
sabía que le estaba mintiendo, pero no quería hacerme llorar.
–Sí, hija, sí. Ahora
descansa, toma posesión de la casa y luego ven a acompañarme. Voy a tratar de dormir
un poco.
Más pequeño que antes,
enjuto, sin dientes, perdido en la cama enorme y sobrenadando sin sentido en lo
poco que le quedaba de vida, atormentaba como algo superfluo, fuera de lugar, igual
que tantos moribundos. Esto se hacía evidente al salir al corredor caldeado y respirar
hondamente, por instinto, la luz y el aire.
Comencé a cuidarlo y
a sentirme contenta de hacerlo. La casa era mi casa y muchas mañanas al arreglarla
tarareaba olvidadas canciones. La calma que me rodeaba venía tal vez de que mi tío
ya no esperaba la muerte como una cosa inminente y terrible, sino que se abandonaba
a los días, a un futuro más o menos corto o largo, con una dulzura inconsciente
de niño. Repasaba con gusto su vida y se complacía en la ilusión de dejar en mí
sus imágenes, como hacen los abuelos con sus nietos.
–Tráeme el cofrecito
ese que hay en el ropero grande. Sí, ese. La llave está debajo de la carpeta, junto
a San Antonio, tráela también.
Y revivían sus ojos
hundidos a la vista de sus tesoros.
–Mira, este collar se
lo regalé a tu tía cuando cumplimos diez años de casados, lo compré en Mazatlán
a un joyero polaco que me contó no sé qué cuentos de princesas austriacas y me lo
vendió bien caro. Lo traje escondido en la funda de mi pistola y no dormí un minuto
en la diligencia por miedo a que me lo robaran…
La luz del sol poniente
hizo centellar las piedras jóvenes y vivas en sus manos esclerosadas.
–…ese anillo de montura
tan antigua era de mi madre, fíjate bien en la miniatura que hay en la sala y verás
que lo tiene puesto. La prima Begoña murmuraba a sus espaldas que un novio…
Volvían a hablar, a
respirar aquellas señoras de los retratos a quienes él había visto, tocado. Yo las
imaginaba, y me parecía entender el sentido de las alhajas de familia.
–¿Te he contado de cuando
fuimos a Europa en 1908, antes de la Revolución? Había que ir en barco a Colima…
y en Venecia tu tía Panchita se encaprichó con estos aretes. Eran demasiado caros
y se lo dije: “Son para una reina”… Al día siguiente se los compré. Tú no te lo
puedes imaginar porque cuando naciste ya hacía mucho de esto, pero entonces, en
1908, cuando estuvimos en Venecia, tu tía era tan joven, tan…
–Tío, se fatiga demasiado,
descanse.
–Tienes razón, estoy
cansado. Déjame solo un rato y llévate el cofre a tu cuarto, es tuyo.
–Pero tío…
–Todo es tuyo ¡y se
acabó!… Regalo lo que me da la gana.
Su voz se quebró en
un sollozo terrible: la ilusión se desvanecía, y se encontraba de nuevo a punto
de morir, en el momento de despedirse de sus cosas más queridas. Se dio vuelta en
la cama y me dejó con la caja en las manos sin saber qué hacer.
Otras veces me hablaba
del “año del hambre”, del “año del maíz amarillo”, de la peste, y me contaba historias
muy antiguas de asesinos y aparecidos. Alguna vez hasta canturreó un corrido de
su juventud que se hizo pedazos en su voz cascada. Pero me iba heredando su vida,
estaba contento.
El médico decía que
sí, que veía una mejoría, pero que no había que hacerse ilusiones, no tenía remedio,
todo era cuestión de días más o menos.
Una tarde oscurecida
por nubarrones amenazantes, cuando estaba recogiendo la ropa tendida en el patio,
oí el grito de María. Me quedé quieta, escuchando aquel grito como un trueno, el
primero de la tormenta. Después el silencio, y yo sola en el patio, inmóvil. Una
abeja pasó zumbando y la lluvia no se desencadenó. Nadie sabe como yo lo terribles
que son los presagios que se quedan suspensos sobre una cabeza vuelta al cielo.
–Lichita, ¡se muere!,
¡está boqueando!
–Vete a buscar al médico….
¡No! Iré yo… llama a doña Clara para que te acompañe mientras vuelvo.
–Y el padre… Tráete
al padre.
Salí corriendo, huyendo
de aquel momento insoportable, de aquella inminencia sorda y asfixiante. Fui, vine,
regresé a la casa, serví café, recibí a los parientes que empezaron a llegar ya
medio vestidos de luto, encargué velas, pedí reliquias, continué huyendo enloquecida
para no cumplir con el único deber que en ese momento tenía: estar junto a mi tío.
Interrogué al médico: le había puesto una inyección por no dejar, todo era inútil
ya. Vi llegar al señor cura con el Viático, pero ni entonces tuve fuerzas para entrar.
Sabía que después tendría remordimientos –bendito sea Dios, ya no me moriré solo-
pero no podía. Me tapé la cara con las manos y empecé a rezar.
–Te llama. Entra.
No sé cómo llegué hasta
el umbral. Era ya de noche y la habitación iluminada por una lámpara veladora parecía
enorme. Los muebles, agigantados, sombríos, y un aire extraño estancado en torno
a la cama. La piel se me erizó, por los poros respiraba el horror a todo aquello,
a la muerte.
–Acércate –dijo el sacerdote.
Obedecí yendo hasta
los pies de la cama, sin atreverme a mirar ni las sábanas.
–Es la voluntad de tu
tío, si no tienes algo que oponer, casarse contigo in articulo mortis, con
la intención de que heredes sus bienes. ¿Aceptas?
Ahogué un grito de terror.
Abrí los ojos como para abarcar todo el espanto que aquel cuarto encerraba. “¿Por
qué me quiere arrastrar a la tumba?”… Sentí que la muerte rozaba mi propia carne.
–Luisa…
Era don Apolonio. Tuve
que mirarlo: casi no podía articular las sílabas, tenía la quijada caída y hablaba
moviéndola como un muñeco de ventrílocuo.
–…por favor.
Y calló. Extenuado.
No podía más. Salí de
la habitación. Aquel no era mi tío, no se le parecía… heredarme, sí, pero no los
bienes solamente, las historias, la vida… Yo no quería nada, su vida, su muerte.
No quería. Cuando abrí los ojos estaba en el patio y el cielo seguía encapotado.
Respiré profundamente, dolorosamente.
–¿Ya?… –se acercaron
a preguntarme los parientes, al verme tan descompuesta.
Yo moví la cabeza, negando.
A mi espalda habló el sacerdote.
–Don Apolonio quiere
casarse con ella en el último momento para heredarla.
–¿Y tú no quieres? –preguntó
ansiosamente la vieja criada-. No seas tonta, solo tú te lo mereces. Fuiste una
hija para ellos y te has matado cuidándolo. Si no te casas, los sobrinos de México
no te van a dar nada. ¡No seas tonta!
–Es una delicadeza de
su parte.
–Y luego te quedas viuda
y rica y tan virgen como ahora –rió nerviosamente una prima jovencilla y pizpireta.
–La fortuna es considerable,
y yo, como tío lejano tuyo, te aconsejaría que…
–Pensándolo bien, el
no aceptar es una falta de caridad y de humildad.
“Eso es verdad, eso
sí que es verdad.” No quería darle un último gusto al viejo, un gusto que después
de todo debía agradecer, porque mi cuerpo joven, del que en el fondo estaba tan
satisfecha, no tuviera ninguna clase de vínculos con la muerte. Me vinieron náuseas
y fue el último pensamiento claro que tuve esa noche. Desperté como de un sopor
hipnótico cuando me obligaron a tomar la mano cubierta de sudor frío. Me vino otra
arcada, pero dije “Sí”.
Recordaba vagamente
que me habían cercado todo el tiempo, que todos hablaban a la vez, que me llevaban,
me traían, me hacían firmar, y responder. La sensación que de esa noche me quedó
para siempre fue la de una maléfica ronda que giraba vertiginosamente en torno mío
y reía, grotesca, cantando
yo soy la viudita que manda la ley
y yo en medio era una esclava. Sufría
y no podía levantar la cara al cielo.
Cuando me di cuenta,
todo había pasado, y en mi mano brillaba el anillo torzal que vi tantas veces en
el anular de mi tía Panchita: no había habido tiempo para otra cosa.
Todos empezaron a irse.
–Si me necesita, llámeme.
Dele mientras tanto las gotas cada seis horas.
–Que Dios te bendiga
y te dé fuerzas.
–Feliz noche de bodas
–susurró a mi oído con una risita mezquina la prima jovencita.
Volví junto al enfermo.
“Nada ha cambiado, nada ha cambiado.” Por lo menos mi miedo no había cambiado. Convencí
a María de que se quedara conmigo a velar a don Apolonio, y solo recobré el control
de mis nervios cuando ví que amanecía. Había empezado a llover, pero sin rayos,
sin tormenta, quedamente.
Continuó lloviznando
todo el día, y el otro, y el otro aún. Cuatro días de agonía. No teníamos apenas
más visitas que las del médico y el señor cura; en días así nadie sale de su casa,
todos se recogen y esperan a que la vida vuelva a comenzar. Son días espirituales,
casi sagrados. Si cuando menos el enfermo hubiera necesitado muchos cuidados mis
horas hubieran sido menos largas, pero lo que se podía hacer por aquel cuerpo aletargado
era bien poco.
La cuarta noche María
se acostó en una pieza próxima y me quedé a solas con el moribundo. Oía la lluvia
monótona y rezaba sin consciencia de lo que decía, adormilada y sin miedo, esperando.
Los dedos se me fueron aquietando, poniendo morosos sobre las cuentas del rosario,
y al acariciarlas sentía que por las yemas me entraba ese calor ajeno y propio que
vamos dejando en las cosas y que nos es devuelto transformado: compañero, hermano
que nos anticipa la dulce tibieza del otro, desconocida y sabida, nunca sentida
y que habita en la médula de nuestros huesos. Suavemente, con delicia, distendidos
los nervios, liviana la carne, fui cayendo en el sueño.
Debo haber dormido muchas
horas: era la madrugada cuando desperté; me di cuenta porque las luces estaban apagadas
y la planta eléctrica deja de funcionar a las dos de la mañana. La habitación, apenas
iluminada por la lámpara de aceite que ardía sobre la cómoda a los pies de la Virgen,
me recordó la noche de la boda, de mi boda… Hacía mucho tiempo de eso, una eternidad
vacía.
Desde el fondo de la
penumbra llegó hasta mi la respiración fatigosa y quebrada de don Apolonio. Ahí
estaba todavía, pero no él, el despojo persistente e incomprensible que se obstinaba
en seguir aquí sin finalidad, sin motivo aparente alguno. La muerte da miedo, pero
la vida mezclada, imbuida en la muerte, da un horror que tiene muy poco que ver
con la muerte y con la vida. El silencio, la corrupción, el hedor, la deformación
monstruosa, la desaparición final, eso es doloroso, pero llega a un clímax y luego
va cediendo, se va diluyendo en la tierra, en el recuerdo, en la historia. Y esto
no, el pacto terrible entre la vida y la muerte que se manifestaba en ese estertor
inútil, podía continuar eternamente. Lo oía raspar la garganta insensible y se me
ocurrió que no era aire lo que entraba en aquel cuerpo, o más bien que no era un
cuerpo humano el que lo aspiraba y lo expelía; se trataba de una máquina que resoplaba
y hacía pausas caprichosas por juego, para matar el tiempo sin fin. No había allí
un ser humano, alguien jugaba con aquel ronquido. Y el horror contra el que nada
pude me conquistó: empecé a respirar al ritmo entrecortado de los estertores, respirar,
cortar de pronto, ahogarme, respirar, ahogarme… sin poderme ya detener, hasta que
me di cuenta de que me había engañado en cuanto al sentido que tenía el juego, porque
lo que en realidad sentía era el sufrimiento y la asfixia de un moribundo. De todos
modos, seguí, seguí, hasta que no quedó más que un solo respirar, un solo aliento
inhumano, una sola agonía. Me sentí más tranquila, aterrada pero tranquila: había
quitado la barrera, podía abandonarme simplemente y esperar el final común. Me pareció
que con mi abandono, con mi alianza incondicional, aquello se resolvería con rapidez,
no podría continuar, habría cumplido su finalidad y su búsqueda persistente en el
vacío.
Ni una despedida, ni
un destello de piedad hacia mí. Continué el juego mortal largamente, desde un lugar
donde el tiempo no importaba ya.
La respiración común
se fue haciendo más regular, más calmada, aunque también más débil. Me pareció regresar,
pero estaba tan cansada que no podía moverme, sentía el letargo definitivamente
anidado dentro de mi cuerpo. Abrí los ojos: todo estaba igual.
No. Lejos, en la sombra,
hay una rosa; sola, única y viva. Está ahí, recortada, nítida, con sus pétalos carnosos
y leves, resplandeciente. Es una presencia hermosa y simple. La miro y mi mano se
mueve y recuerda su contacto y la acción sencilla de ponerla en el vaso. La miré
entonces, ahora la conozco. Me muevo un poco, parpadeo, y ella sigue ahí, plena,
igual a sí misma.
Respiro libremente,
con mi propia respiración. Rezo, recuerdo, dormito, y la rosa intacta monta la guardia
de la luz y del secreto. La muerte y la esperanza se transforman.
Pero ahora comienza
a amanecer y en el cielo limpio veo, ¡al fin!, que los días de lluvia han terminado.
Me quedo largo rato contemplando por la ventana cómo cambia todo al nacer el sol.
Un rayo poderoso entra y la agonía me parece una mentira; un gozo injustificado
me llena los pulmones y sin querer sonrío. Me vuelvo a la rosa como a una cómplice,
pero no la encuentro: el sol la ha marchitado. Volvieron los días luminosos, el
calor enervante; las gentes trabajaban, cantaban, pero don Apolonio no se moría,
antes bien parecía mejorar. Yo lo seguí cuidando, pero ya sin alegría, con los ojos
bajos y descargando en el esmero por servirlo toda mi abnegación remordida y exacerbada:
lo que deseaba, ya con toda claridad, era que aquello terminara pronto, que se muriera
de una vez. El miedo, el horror que me producían su vista, su contacto, su voz,
eran injustificados, porque el lazo que nos unía no era real, no podía serlo, y
sin embargo yo lo sentía sobre mí como un peso, y a fuerza de bondad y de remordimientos
quería desembarazarme de él.
Sí, don Apolonio mejoraba
a ojos vistas. Hasta el médico estaba sorprendido, no podía explicarlo.
Precisamente la mañana
en que lo senté por primera vez recargado sobre los almohadones sorprendí aquella
mirada en los ojos de mi tío. Hacía un calor sofocante y lo había tenido que levantar
casi en vilo. Cuando lo dejé acomodado me di cuenta: el viejo estaba mirando con
una fijeza estrábica mi pecho jadeante, el rostro descompuesto y las manos temblonas
inconscientemente tendidas hacia mí. Me retiré instintivamente, desviando la cabeza.
–Por favor, entrecierra
los postigos, hace demasiado calor.
Su cuerpo casi muerto
se calentaba.
–Ven aquí, Luisa. Siéntate
a mi lado. Ven.
–Sí, tío –me senté encogida
a los pies de la cama, sin mirarlo.
–No me llames tío, dime
Polo, después de todo ahora somos más cercanos parientes-. Había un dejo burlón
en el tono con que lo dijo.
–Sí tío.
–Polo, Polo –su voz
era otra vez dulce y tersa-. Tendrás que perdonarme muchas cosas; soy viejo y estoy
enfermo, y un hombre así es como un niño.
–Sí.
–A ver, di “Sí, Polo”.
–Sí, Polo.
Aquel nombre pronunciado
por mis labios me parecía una aberración, me producía una repugnancia invencible.
Y Polo mejoró, pero
se tornó irritable y quisquilloso. Yo me daba cuenta de que luchaba por volver a
ser el que había sido; pero no, el que resucitaba no era él mismo, era otro.
–Luisa, tráeme… Luisa,
dame… Luisa, arréglame las almohadas… dame agua… acomódame esta pierna…
Me quería todo el día
rodeándolo, alejándome, acercándome, tocándolo. Y aquella mirada fija y aquella
cara descompuesta del primer día reaparecían cada vez con mayor frecuencia, se iban
superponiendo a sus facciones como una máscara.
–Recoge el libro. Se
me cayó debajo de la cama, de este lado.
Me arrodillé y metí
la cabeza y casi todo el torso debajo de la cama, pero tenía que alargar lo más
posible el brazo para alcanzarlo. Primero me pareció que había sido mi propio movimiento,
o quizá el roce de la ropa, pero ya con el libro cogido y cuando me reacomodaba
para salir, me quedé inmóvil, anonadada por aquello que había presentido, esperando:
el desencadenamiento, el grito, el trueno. Una rabia nunca sentida me estremeció
cuando pude creer que era verdad aquello que estaba sucediendo, y que aprovechándose
de mi asombro su mano temblona se hacía más segura y más pesada y se recreaba, se
aventuraba ya sin freno palpando y recorriendo mis caderas; una mano descarnada
que se pegaba a mi carne y la estrujaba con deleite, una mano muerta que buscaba
impaciente el hueco entre mis piernas, una mano sola, sin cuerpo.
Me levanté lo más rápidamente
que pude, con la cara ardiéndome de coraje y vergüenza, pero al enfrentarme a él
me olvidé de mí y entré como un autómata en la pesadilla: se reía quedito, con su
boca sin dientes. Y luego, poniéndose serio de golpe, con una frialdad que me dejó
aterrada:
–¡Qué! ¿No eres mi mujer
ante Dios y ante los hombres? Ven, tengo frío, caliéntame la cama. Pero quítate
el vestido, lo vas a arrugar.
Lo que siguió ya sé
que es mi historia, mi vida, pero apenas lo puedo recordar como un sueño repugnante,
no sé siquiera si muy corto o muy largo. Hubo una sola idea que me sostuvo durante
los primeros tiempos: “Esto no puede continuar, no puede continuar.” Creí que Dios
no podría permitir aquello, que lo impediría de alguna manera. Él personalmente.
Antes tan temida, ahora la muerte me parecía la única salvación. No la de Apolonio,
no, él era un demonio de la muerte, sino la mía, la justa y necesaria muerte para
mi carne corrompida. Pero nada sucedió. Todo continuó suspendido en el tiempo, sin
futuro posible. Entonces una mañana, sin equipaje, me marché.
Resultó inútil. Tres
días después me avisaron que mi marido se estaba muriendo y me llamaba. Fui a ver
al confesor y le conté mi historia.
–Lo que lo hace vivir
es la lujuria, el más horrible pecado. Eso no es la vida, padre, es la muerte, ¡déjelo
morir!
–Moriría en la desesperación.
No puede ser.
–¿Y yo?
–Comprendo, pero si
no vas será un asesinato. Procura no dar ocasión, encomiéndate a la Virgen, y piensa
que tus deberes…
Regresé. Y el pecado
lo volvió a sacar de la tumba.
Luchando, luchando sin
tregua, pude vencer al cabo de los años, vencer mi odio, y al final, muy al final,
también vencí a la bestia. Apolonio murió tranquilo, dulce, él mismo.
Pero yo no pude volver
a ser la que fui. Ahora la vileza y la malicia brillan en los ojos de los hombres
que me miran y yo me siento ocasión de pecado para todos, pero que la más abyecta
de las prostitutas. Sola, pecadora, consumida totalmente por la llama implacable
que nos envuelve a todos los que, como hormigas, habitamos este verano cruel que
no termina nunca.
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