Sherwood Anderson
I
Siempre
había tres o cuatro ancianos sentados en el porche principal de la casa o haraganeando
por el jardín de la granja Bentley. Tres de ellos eran mujeres y hermanas de Jesse.
Formaban un grupo discreto y anodino. El cuarto, un hombre muy callado de finos
cabellos blancos, era el tío de Jesse.
La
granja era de madera, una estructura de vigas cubierta de tablones. En realidad
no era una casa, sino un grupo de casas unidas de forma más bien irregular. Dentro
estaba llena de sorpresas. Para ir del salón al comedor había que subir unas escaleras
y, para pasar de una habitación a la otra, siempre había que subir o bajar escalones.
A las horas de las comidas, la casa parecía una colmena. En cualquier otro momento
del día estaba tranquila, luego se abrían las puertas y resonaban pisadas en las
escaleras, se oía un murmullo de voces y empezaba a aparecer gente de una docena
de rincones oscuros.
Aparte
de los ancianos, vivía mucha más gente en la granja Bentley. Había cuatro jornaleros,
una mujer llamada tía Callie Beebe, que cuidaba la casa, una niña retrasada llamada
Eliza Stoughton, que hacía las camas y ayudaba con el ordeño, un muchacho que trabajaba
en los establos y el propio Jesse Bentley, el propietario y señor de todo aquello.
Veinte
años después de concluir la Guerra Civil norteamericana, la región del norte de
Ohio donde se encontraba la granja Bentley había empezado a dejar atrás el estilo
de vida de los pioneros. Por entonces, Jesse poseía maquinaria para cosechar el
grano. Había construido graneros modernos y desecado la mayoría de sus tierras mediante
un cuidadoso sistema de drenaje, pero para comprender mejor a nuestro hombre tendremos
que remontarnos a una época anterior.
La
familia Bentley llevaba varias generaciones viviendo en el norte de Ohio cuando
nació Jesse. Eran oriundos del estado de Nueva York y compraron tierras cuando el
país era virgen y podían comprarse tierras a precios bajos. Durante largo tiempo,
y al igual que otros muchos habitantes del Medio Oeste, fueron muy pobres. La tierra
en que se habían establecido era muy boscosa y estaba cubierta de maleza y troncos
caídos. Tras la larga y fatigosa labor de desbrozar los campos y talar los árboles,
tuvieron que arrancar los tocones. Los arados se enganchaban en las raíces enterradas,
había piedras por todas partes, el agua se encharcaba en las partes bajas y el maíz
amarilleaba y acababa marchitándose.
Cuando
el padre y los hermanos de Jesse Bentley se convirtieron en propietarios del terreno,
la mayor parte del trabajo estaba terminada, pero siguieron con sus viejas tradiciones
y trabajaron como animales. Vivían como han vivido siempre casi todos los granjeros.
En primavera y durante casi todo el invierno los caminos que conducían al pueblo
de Winesburg eran ríos de fango. Los cuatro jóvenes de la familia trabajaban de
firme en los campos todo el día, tomaban una comida pesada y grasienta y por la
noche dormían como bestias exhaustas sobre jergones de paja. En sus vidas apenas
había nada que no fuese rudo y brutal y exteriormente ellos mismos también lo eran.
Los sábados por la tarde, enganchaban los caballos a una carreta de tres asientos
e iban al pueblo. Una vez allí se arrimaban a la estufa de algún almacén y conversaban
con otros granjeros o con los dueños de las tiendas. Iban vestidos con monos de
faena y en invierno usaban pesados chaquetones salpicados de barro. Cuando extendían
las manos para calentárselas en la estufa se veía que estaban rojas y agrietadas.
A todos ellos les costaba trabajo hablar, por lo que la mayor parte del tiempo se
limitaban a guardar silencio. Después de comprar carne, harina, azúcar y sal, entraban
en alguno de los bares de Winesburg y bebían cerveza. Bajo la influencia de la bebida,
se desataban los fuertes apetitos de su naturaleza, reprimidos por la heroica labor
de roturar las nuevas tierras. Los dominaba una especie de ardor grosero, poético
y animal. De vuelta a casa, se ponían de pie sobre los asientos de la carreta y
gritaban a las estrellas. A veces se peleaban larga y amargamente y en ocasiones
se ponían a cantar. En cierta ocasión, Enoch Bentley, el hijo mayor, golpeó a su
padre, el viejo Tom Bentley, con la contera de un látigo de carretero, y el viejo
estuvo al borde de la muerte. Enoch pasó varios días oculto en el pajar del establo,
preparado para huir si aquel arrebato momentáneo acababa siendo un asesinato. Se
mantuvo con vida gracias a la comida que le llevaba su madre, quien también le informaba
del estado del herido. Cuando todo acabó bien, salió de su escondrijo y volvió a
la labor de limpiar los campos, como si nada hubiera ocurrido.
La
Guerra Civil supuso un brusco cambio en el destino de los Bentley y fue responsable
del éxito del hijo menor, Jesse. Enoch, Edward, Harry y Will Bentley se alistaron
y, antes de que terminase aquella larga guerra, todos habían muerto. Por un tiempo,
después de que se marcharan al sur, el viejo Tom trató de sacar adelante la granja,
pero no lo consiguió. Cuando mataron al último de los cuatro, escribió a Jesse diciéndole
que tendría que volver.
Luego
la madre, que llevaba enferma un año, murió de repente, y el padre acabó de desanimarse.
Empezó a hablar de vender la granja y de irse a vivir al pueblo. Se pasaba el día
murmurando y moviendo la cabeza. Descuidó el trabajo en los campos y el maizal se
llenó de malas hierbas. El viejo Tom contrató a unos cuantos peones pero no supo
emplearlos con inteligencia. Cuando los jornaleros iban a los campos por la mañana,
él vagaba por los bosques y se sentaba en algún tronco. A veces olvidaba volver
a casa por la noche y una de sus hijas tenía que ir a buscarlo.
Cuando
Jesse Bentley regresó a la granja y empezó a hacerse cargo de las cosas era un hombre
menudo de veintidós años y aspecto sensible. A los dieciocho se había marchado de
casa para ir a la escuela y con el tiempo convertirse en pastor de la Iglesia Presbiteriana.
Toda su niñez había sido lo que se llama un bicho raro y nunca había congeniado
con sus hermanos. De toda la familia, la única que lo había entendido era su madre
y ahora estaba muerta. Cuando volvió para ponerse al frente de la granja –que para
entonces tenía más de seiscientos acres– los demás granjeros y los habitantes del
cercano pueblo de Winesburg sonrieron ante la idea de que pretendiera hacer él solo
el trabajo que hasta entonces habían hecho sus cuatro fornidos hermanos.
Tenían
buenos motivos para sonreír. Según los cánones de su época, Jesse ni siquiera parecía
un hombre. Era pequeño, muy delgado y de aspecto femenino y, fiel a la tradición
de los pastores jóvenes, vestía una larga levita de color oscuro y una corbata negra
y estrecha. Los vecinos se rieron al verlo después de tantos años, y todavía se
rieron más cuando vieron a la mujer con quien se había casado en la ciudad.
Lo
cierto es que la mujer de Jesse no duró mucho. Tal vez Jesse tuviera la culpa. Una
granja en el norte de Ohio, en los años difíciles después de la Guerra Civil, no
era sitio para una mujer delicada, y Katherine Bentley lo era. Jesse fue tan implacable
con ella como con todos los que lo rodeaban en aquellos tiempos. Katherine se esforzó
por trabajar igual que hacían sus vecinas y su marido se lo permitió sin entrometerse.
Ayudaba con el ordeño y se ocupaba de parte de las tareas de la casa: hacía las
camas y preparaba la comida. Durante un año, trabajó a diario desde la salida del
sol hasta bien entrada la noche y luego, después de dar a luz a un niño, murió.
En
cuanto a Jesse Bentley, aunque fuese de constitución delicada, había algo en su
interior que no podía matarse con facilidad. Tenía el cabello castaño y rizado y
unos ojos grises que a veces miraban fijos y con dureza y a veces parecían vacilantes
e inseguros. Además de delgado, era corto de estatura. Su boca era la de un niño
sensible y decidido. Jesse Bentley era un fanático. Era un hombre de su tiempo y
por esa razón sufría y hacía sufrir a los demás. Nunca logró lo que quería de la
vida y es probable que ni siquiera llegara a saber lo que quería. Muy poco después
de su vuelta a la granja Bentley todos le habían cogido miedo, e incluso le temía
su mujer, que debería haber estado tan cerca de él como lo había estado antes su
madre. Dos semanas después de su llegada, el viejo Tom Bentley lo puso al frente
de todo y se retiró a un segundo plano. Todo el mundo pasó a un segundo plano. A
pesar de su juventud e inexperiencia, Jesse sabía cómo dominar a los suyos. Ponía
tanto empeño en todo lo que hacía y decía que nadie lo comprendía. Obligó a los
de la granja a trabajar como nunca habían trabajado antes, pero todos lo hacían
sin alegría. Cuando las cosas iban bien, le iban bien a Jesse, pero nunca a sus
subordinados. Al igual que otros miles de hombres fuertes que vinieron al mundo
en Norteamérica en esos tiempos, Jesse no era exactamente fuerte. Sabía dominar
a los demás, pero era incapaz de dominarse a sí mismo. Le resultó fácil dirigir
la granja como nadie la había dirigido antes. Cuando volvió de Cleveland, donde
había asistido a la escuela, se aisló de los suyos y empezó a hacer planes. Pensaba
en la granja noche y día y eso le ayudó a triunfar. Otros granjeros trabajaban demasiado
y no tenían tiempo para pensar, pero para Jesse pensar en la granja y estar tramando
planes constantemente era un modo de descansar. Una forma de satisfacer en parte
su naturaleza apasionada.
Justo
después de su llegada, hizo que añadieran un ala a la casa vieja y mandó abrir varios
ventanales en una gran habitación que daba al oeste y desde donde se veían el granero
y los campos. Cuando quería pensar, se sentaba junto a la ventana. Pasaba allí los
días y las horas y contemplaba las tierras y consideraba su nueva situación en la
vida. El ardor de su temperamento se reavivaba y sus ojos se volvían implacables.
Quería que la granja produjese como ninguna otra granja del estado había producido
antes y también quería algo más. El ansia indefinible que lo embargaba hacía que
sus ojos vacilaran y que se volviera cada vez más silencioso en presencia de los
demás. Habría dado cualquier cosa por conseguir estar en paz y temía no poder lograrlo
nunca.
Jesse
Bentley rebosaba vitalidad. En su cuerpo menudo se concentraba toda la fuerza de
un largo linaje de hombres fuertes. Siempre había sido extraordinariamente vivaracho
cuando era niño en la granja, igual que lo fue más tarde de muchacho en la escuela.
Allí había puesto todo su ahínco en estudiar y en pensar en Dios y en la Biblia.
Con el paso del tiempo, fue aprendiendo a conocer mejor a la gente y llegó a tenerse
por un hombre extraordinario al margen de los demás. Deseaba con todas sus fuerzas
que su vida tuviera gran importancia y, al observar a sus semejantes y constatar
que llevaban una existencia propia de patanes, se convencía de que no soportaría
convertirse en un patán como ellos. Aunque estaba tan obsesionado consigo mismo
y su propio destino que no reparó en que su joven esposa estaba haciendo el trabajo
de una mujer fuerte, incluso después de quedarse encinta, ni en que se estaba matando
para servirlo, nunca pretendió ser desagradable con ella. Cuando su padre, que era
anciano y estaba quebrantado por el trabajo, le dejó la granja y pareció alegrarse
de apartarse a un rincón a esperar la llegada de la muerte, él se encogió de hombros
y apartó al anciano de su imaginación.
Jesse
se sentaba junto a la ventana desde donde se dominaban las tierras que había heredado
y se ponía a pensar en sus asuntos. En los establos se oía el patear de sus caballos
y el inquieto movimiento de su ganado. A lo lejos, en los campos, veía otras reses
de su propiedad que vagaban por las verdes colinas. Las voces de los hombres, los
peones que trabajaban para él, le llegaban a través de los cristales. En la lechería
se oían los golpes secos de la mantequera que manipulaba Eliza Stoughton, la chica
retrasada. La imaginación de Jesse se remontaba a los hombres del Antiguo Testamento,
que también habían poseído tierras y rebaños. Recordaba que Dios había descendido
del cielo y había hablado a aquellos hombres y deseaba que Dios reparara también
en él y le hablase. Se apoderaba de él una especie de anhelo adolescente por dotar
a su vida del mismo significado que la de aquellos hombres. Como era hombre rezador,
hablaba con Dios en voz alta y el sonido de sus palabras reforzaba y alimentaba
su ansiedad.
–Soy
un hombre distinto de los que hasta ahora han poseído estos campos –exclamaba–.
¡Mírame, oh, Señor, y observa también a mis vecinos y a todos los que me han precedido!
¡Oh, Señor, haz de mí otro Jesse capaz de gobernar a los hombres y engendrar hijos
que también sean gobernantes!
Jesse
se exaltaba al hablar en voz alta y, poniéndose en pie, empezaba a andar arriba
y abajo por la habitación. Se imaginaba viviendo en la antigüedad entre los pueblos
antiguos. La tierra que se extendía ante sus ojos adquiría una gran importancia
y se convertía en un lugar poblado por su fantasía por una nueva raza de hombres
que descendía enteramente de él. Estaba convencido de que en estos tiempos, igual
que en los antiguos, podían fundarse reinos y dar nuevos bríos a las vidas de los
hombres mediante el poder divino que se expresaba a través de un siervo escogido.
Ansiaba ser ese siervo. “He venido a este mundo para realizar la obra de Dios”,
afirmaba en voz alta y su figura menuda se erguía y tenía la sensación de que una
especie de halo de aprobación divina se cernía sobre él.
A
los hombres y mujeres de tiempos posteriores tal vez les resulte difícil entender
a Jesse Bentley. En los últimos cincuenta años la vida de nuestro pueblo ha sufrido
un cambio enorme. De hecho, ha tenido lugar una auténtica revolución. La llegada
de la industrialización, acompañada del tumulto y la agitación de los negocios,
los agudos chillidos de los millones de voces nuevas que han venido hasta nosotros
procedentes de ultramar, el ir y venir del ferrocarril, el crecimiento de las ciudades,
el tendido de las líneas de trenes de cercanías que conectan las ciudades entre
sí y pasan por delante de las granjas, y, en los últimos tiempos, la llegada del
automóvil, han supuesto una tremenda transformación en la vida, las costumbres y
el modo de pensar de los habitantes del Medio Oeste. Ahora hay libros en todas las
casas, por muy mal escritos y peor concebidos que estén; las revistas tienen tiradas
de millones de ejemplares y hay periódicos en todas partes. En nuestros días, un
granjero junto a la estufa de una tienda de su pueblo tiene la cabeza llena a rebosar
de opiniones ajenas. Los periódicos y las revistas se la han llenado de pájaros.
La mayor parte de la vieja y brutal inocencia, que tenía también algo de hermosa
inocencia infantil, ha desaparecido para siempre. El granjero junto a la estufa
es hermano del hombre de la ciudad, y si uno le escucha, comprobará que emplea la
misma verborrea insensata que cualquier habitante de una gran metrópoli.
En
los tiempos de Jesse Bentley, y en los distritos rurales de todo el Medio Oeste
en los años posteriores a la Guerra Civil, las cosas no eran así. Los hombres trabajaban
de firme y estaban demasiado agotados para leer. No les quedaba humor para las palabras
impresas en papel. Mientras trabajaban en los campos, se adueñaban de ellos unas
ideas vagas y rudimentarias. Creían en Dios y en el poder con que regía sus vidas.
Se reunían los domingos en sus pequeñas iglesias protestantes para oír hablar de
Él y de sus obras. Dichas iglesias eran el centro de la vida social e intelectual
de la época. La figura de Dios ocupaba un lugar primordial en el corazón de la gente.
Por
eso Jesse Bentley, que había sido un niño muy imaginativo y tenía en el fondo una
gran ansiedad intelectual, se volvió con total sinceridad hacia Dios. Cuando la
guerra le arrebató a sus hermanos, vio en eso la mano de Dios. Cuando su padre enfermó
y no pudo seguir ocupándose de la granja, lo tomó también por una señal divina.
En la ciudad, cuando le llegó la noticia, estuvo paseando de noche por las calles
pensando en todo aquello, y después de regresar y ponerse al frente de la granja,
volvió a adoptar la costumbre de salir a pasear de noche por el bosque y las colinas
a pensar en Dios.
Mientras
paseaba, la importancia de su participación en una especie de plan divino iba creciendo
en su imaginación. Le dominaba la codicia y le impacientaba que la granja tuviera
solo seiscientos acres. Se arrodillaba junto a la cerca de un prado, clamaba al
cielo en mitad de la noche y, al elevar la mirada, veía las estrellas que brillaban
para él en el firmamento.
Una
tarde, varios meses después de la muerte de su padre, y cuando el parto de Katherine
era inminente, Jesse salió de casa y fue a dar un largo paseo. La granja Bentley
estaba situada en un vallecito regado por el arroyo Wine, y Jesse estuvo paseando
a la orilla del riachuelo hasta la linde de sus tierras y por los campos de sus
vecinos. A medida que andaba, el valle se fue ensanchando y luego volvió a estrecharse.
Grandes extensiones de bosques y campos de labor se abrían ante él. La luna salió
de detrás de las nubes y Jesse trepó a una pequeña colina y se sentó a meditar.
Pensó
que, por ser él el verdadero siervo de Dios, todas las tierras por las que había
pasado deberían ser suyas. Pensó en sus hermanos muertos y les reprochó que no hubiesen
trabajado y conseguido más. Delante de él, a la luz del claro de luna, el riachuelo
corría entre las piedras, y Jesse empezó a pensar en los hombres de los tiempos
antiguos que, como él, habían poseído rebaños y señoreado tierras.
Un
impulso descabellado, que era en parte temor y en parte codicia, se apoderó de Jesse
Bentley. Recordó que, en la vieja historia de la Biblia, el Señor se había aparecido
a aquel otro Jesse y le había pedido que enviase a su hijo David a donde Saúl y
los israelitas estaban combatiendo a los filisteos en el valle de Ela. Jesse se
convenció de que todos los granjeros de Ohio que poseían tierras en el valle del
arroyo Wine eran filisteos y enemigos de Dios.
–Supongamos
–musitó para sus adentros– que hubiera uno de ellos que, como Goliat, el filisteo
de Gat, pudiera derrotarme y arrebatarme todas mis posesiones.
En
su imaginación revivió el terrible temor que, según pensó, debió de embargar a Saúl
antes de la llegada de David. Se puso en pie de un salto y echó a correr en mitad
de la noche. Mientras corría clamaba a Dios. Su voz resonó más allá de las colinas.
–¡Jehová,
Señor de los Ejércitos –gritó–, envíame esta noche a un hijo del vientre de Katherine.
Descienda sobre mí tu gracia. Envíame un hijo al que llamaré David y que me ayudará
a arrancar por fin todas estas tierras de las manos de los filisteos para ponerlas
a tu servicio y consagrarlas a la construcción de tu reino en la tierra!
II
David
Hardy, de Winesburg, Ohio, era el nieto de Jesse Bentley, el propietario de la granja
Bentley. Cuando tenía doce años, lo llevaron a vivir a la vieja granja Bentley.
Su madre, Louise Bentley, la niña que llegó al mundo la noche que Jesse echó a correr
por los campos clamando a Dios para que le concediera un hijo, había crecido en
la granja y se había casado con el joven John Hardy de Winesburg, que se hizo banquero.
Louise y su marido no eran felices y todos coincidían en que la culpable era ella.
Era una mujer pequeña, de ojos grises y penetrantes y cabello negro. Desde la niñez
había tenido propensión a sufrir arrebatos de furia y, cuando no estaba enfadada,
era esquiva y silenciosa. En Winesburg se decía que bebía. Su marido, el banquero,
que era un hombre cauto y astuto, se esforzó por hacerla feliz. Cuando empezó a
ganar dinero, le compró una gran casa de ladrillo en Elm Street, en Winesburg, y
fue el primer hombre del pueblo que tuvo un cochero para conducir el carruaje de
su mujer.
Pero
hacer feliz a Louise era una tarea imposible. Sufría incontrolables ataques de ira
durante los cuales se volvía taciturna o se ponía agresiva y desafiante. Blasfemaba
y gritaba furiosa. Cogía un cuchillo de la cocina y amenazaba con matar a su marido.
Una vez le pegó fuego a la casa, y con frecuencia se recluía días enteros en su
habitación y se negaba a ver a nadie. Su vida transcurría casi como la de una prisionera
y dio pie a toda suerte de habladurías. Se decía que consumía drogas y que se escondía
de la gente porque pasaba tanto tiempo borracha que era imposible disimular su estado.
A veces, las tardes de verano, salía de la casa y subía a su carruaje. Despedía
al cochero, empuñaba ella misma las riendas y salía a toda velocidad por las calles.
Si algún peatón se cruzaba en su camino, ella no se apartaba y el asustado ciudadano
tenía que escapar como mejor pudiera. La gente del pueblo tenía la impresión de
que quería atropellarlos. Después de recorrer varias calles rozando las esquinas
y fustigando a los caballos con el látigo, se dirigía al campo. En los caminos,
lejos de las casas del pueblo, ponía los caballos al paso hasta que cedía aquel
humor impulsivo y alocado. Se quedaba pensativa y murmuraba para sí. A veces se
le llenaban los ojos de lágrimas y, cuando volvía al pueblo, recorría de nuevo a
toda velocidad las calles tranquilas. De no ser por la influencia de su marido y
por el respeto que éste inspiraba a todo el mundo, el policía del pueblo la habría
arrestado más de una vez.
El
joven David Hardy creció en la casa junto a aquella mujer y, como cualquiera puede
imaginar, la suya no fue una infancia muy alegre. Era demasiado joven para opinar
de los demás por cuenta propia, pero a veces le resultaba difícil no formarse opiniones
muy claras sobre su madre. David fue siempre un muchacho callado y cabal y durante
mucho tiempo la gente de Winesburg pensó que era un poco obtuso. Tenía los ojos
castaños y de niño adquirió la costumbre de mirar largo rato las cosas y a las personas
como si no viera nada en realidad. Cuando oía hablar mal de su madre o cuando ella
regañaba a su padre, se asustaba y corría a esconderse. A veces no encontraba dónde
hacerlo y eso lo dejaba muy confundido. Volvía la cara hacia un árbol, o hacia la
pared si estaba dentro de casa, cerraba los ojos y trataba de no pensar en nada.
Tenía la costumbre de hablar solo en voz alta y desde muy pronto lo dominó una callada
tristeza.
Siempre
que David iba a la granja Bentley a visitar a su abuelo, se sentía feliz y contento.
A menudo deseaba no tener que regresar al pueblo y una vez que volvió de la granja
tras una larga visita ocurrió algo que tuvo un efecto muy duradero en su imaginación.
David
volvió al pueblo en compañía de uno de los jornaleros. El hombre tenía prisa por
atender sus propios asuntos y dejó al chico al principio de la calle donde estaba
la casa de los Hardy. Era una tarde de otoño, empezaba a atardecer y el cielo estaba
cubierto de nubes. Algo le sucedió a David. No soportaba la idea de entrar en la
casa donde vivían su padre y su madre, y sintió el impulso de escaparse. Su intención
era volver a la granja con su abuelo, pero se perdió y pasó horas vagando lloroso
y asustado por los caminos. Empezó a llover y los relámpagos iluminaron el cielo.
La imaginación del muchacho se exaltó y creyó ver y oír cosas extrañas en la oscuridad.
Tuvo la impresión de estar andando y corriendo por algún terrible vacío donde nadie
había estado nunca antes. La oscuridad que lo rodeaba le pareció ilimitada. El sonido
del viento silbando entre los árboles era aterrador. Cuando un grupo de caballos
se acercó al camino donde él estaba, se asustó y saltó una cerca. Corrió por un
campo hasta llegar a otro camino donde se hincó de rodillas y tanteó el suelo con
los dedos. De no ser por su abuelo, a quien temió no poder encontrar jamás en aquella
oscuridad, pensó que el mundo debía de estar vacío. Cuando un granjero que volvía
del pueblo oyó sus gritos y lo llevó a casa de su padre, estaba tan cansado y alterado
que no supo lo que pasaba.
El
padre de David se enteró por casualidad de que se había perdido. Se topó con el
peón de la granja por la calle y supo que su hijo había llegado. Cuando vieron que
el chico no estaba en casa, dieron la alarma y John Hardy salió a buscarlo al campo,
acompañado de varios hombres del pueblo. El rumor de que David había sido secuestrado
corrió por las calles de Winesburg. Cuando llegó a casa, todas las luces estaban
apagadas, pero su madre salió y lo estrechó ansiosamente entre sus brazos. David
pensó que se había transformado de pronto en otra mujer. Apenas podía creer que
hubiese ocurrido algo tan maravilloso. Louise Hardy bañó su fatigado cuerpo y le
preparó la cena con sus propias manos. No lo dejó acostarse, sino que, después de
ponerle la camisa de dormir, apagó las luces y se sentó en una silla a abrazarlo.
La mujer pasó una hora en la oscuridad abrazando a su hijo. Todo ese rato estuvo
hablando en voz baja. David no comprendía qué era lo que la había cambiado. Su rostro,
habitualmente disgustado, se había convertido en la cosa más tranquila y encantadora
que había visto nunca. Cuando se echó a llorar, ella lo apretó más y más. Su voz
siguió hablando y hablando. Ya no era áspera y chillona, como cuando le hablaba
a su marido, sino suave como la lluvia que cae sobre los árboles. Luego empezaron
a llamar hombres a la puerta para decirle que no lo habían encontrado, pero ella
lo instó a ocultarse y guardar silencio hasta que se hubiesen ido. El niño pensó
que debía de tratarse de un juego que su madre y los hombres del pueblo estaban
jugando con él y rompió a reír de alegría. De pronto pensó que haberse perdido y
asustado en la oscuridad carecía de importancia. Decidió que no le importaría pasar
mil veces por aquella aterradora experiencia con tal de encontrar al final del camino
a un ser tan maravilloso como aquel en el que de pronto se había convertido su madre.
Durante
los últimos años de su infancia, el joven David vio muy poco a su madre, que llegó
a convertirse tan solo en una mujer con la que había vivido. Sin embargo, no lograba
quitarse su imagen de la cabeza y, a medida que se fue haciendo mayor, se volvió
más definida. Cuando tenía doce años, se fue a vivir a la granja Bentley. El viejo
Jesse se presentó en el pueblo y exigió que le dejasen hacerse cargo del chico.
El anciano estaba decidido a salirse con la suya. Habló con John Hardy en su despacho
del Winesburg Savings Bank y luego fueron los dos a la casa de Elm Street para hablar
con Louise. Ambos pensaban que organizaría un escándalo, pero se equivocaban. Los
recibió muy tranquila y, después de que Jesse le explicara lo que le había llevado
allí y se extendiera un rato sobre las ventajas de que el crío creciera al aire
libre en el ambiente tranquilo de la vieja granja, movió la cabeza con aprobación.
–Es
un ambiente que no está corrompido por mi presencia –dijo con sequedad. La estremeció
un escalofrío, como si estuviese a punto de sufrir uno de sus ataques de cólera–.
Es un lugar para un niño, aunque nunca fue sitio para mí –prosiguió–. Usted nunca
me quiso allí y por supuesto el aire de su casa no me sentó bien. Era como si me
envenenase la sangre, pero con él será diferente.
Louise
dio media vuelta, salió de la habitación y dejó a los dos hombres sumidos en un
silencio embarazoso. Luego, como hacía con frecuencia, pasó varios días sin salir
de su habitación. Ni siquiera asomó cuando empaquetaron las cosas del niño y se
lo llevaron. La pérdida de su hijo supuso un brusco cambio en su vida y a partir
de entonces pareció menos dispuesta a discutir con su marido. John Hardy decidió
que las cosas habían salido muy bien después de todo.
Y
así el joven David fue a vivir con Jesse a la granja Bentley. Dos hermanas del anciano
granjero seguían con vida y habitaban todavía en la casa. Ambas temían a Jesse y
rara vez hablaban cuando él estaba presente. Una de las mujeres, que de joven había
sido famosa por su mata de pelo rojo, tenía instintos maternales y tomó al niño
a su cuidado. Todas las noches, cuando se metía en la cama, ella iba a su habitación
y se sentaba en el suelo hasta que se quedaba dormido. Cuando se adormilaba, ella
cobraba ánimos y le susurraba cosas que luego el niño creía haber soñado.
Su
voz dulce y suave le murmuraba nombres cariñosos y él soñaba que su madre había
ido a verlo y había cambiado tanto que ahora era siempre igual que en aquella ocasión
en que se escapó de casa. David también se volvía más osado y le acariciaba la cara
a la mujer que estaba sentada en el suelo de un modo que la sumía en un éxtasis
de felicidad. Todo el mundo en la vieja casa se alegró mucho con la llegada del
muchacho. Aquella rudeza característica de Jesse Bentley, que tenía sojuzgados y
acobardados a todos los de la casa, y que la presencia de Louise no había logrado
aplacar, desapareció aparentemente con la llegada del chico. Era como si Dios se
hubiese apiadado de él y le hubiese enviado un hijo.
El
hombre que se había proclamado el único siervo verdadero de Dios en todo el valle
del arroyo Wine y que le había pedido al Señor que le enviase una señal de aprobación
concediéndole un hijo nacido del seno de Katherine, empezó a pensar que por fin
sus plegarias habían sido escuchadas. A pesar de que en esa época tenía solo cincuenta
y cinco años, aparentaba casi setenta y estaba exhausto de tanto pensar y maquinar.
Sus esfuerzos por extender sus dominios habían tenido éxito y quedaban muy pocas
granjas en el valle que no le pertenecieran, pero hasta la llegada de David fue
un hombre amargado y decepcionado.
Había
dos influencias en la vida de Jesse Bentley y su imaginación había sido siempre
el campo de batalla para ambas. En primer lugar estaba su vieja vocación. Quería
ser un hombre de Dios y ponerse al frente de los hombres de Dios. Sus paseos nocturnos
por los campos y los bosques lo habían acercado a la naturaleza y había fuerzas
en aquel hombre apasionadamente religioso que conectaban con las fuerzas naturales.
La decepción que había sufrido cuando Katherine dio a luz una hija en lugar de un
hijo se había abatido sobre él como un golpe propinado por una mano invisible y
aquel golpe había disminuido en parte su orgullo. Seguía creyendo que Dios podría
manifestarse en cualquier momento mediante las nubes o el viento, pero ya no exigía
que lo hiciera, ahora rezaba por ello. En ocasiones lo acometían las dudas y pensaba
que Dios había abandonado el mundo a su suerte. Lamentaba que su destino no hubiese
sido vivir en unos tiempos más sencillos y amables en los que, al ver la señal de
una nube extraña en el cielo, los hombres abandonaban sus casas y sus tierras para
internarse en el desierto y engendrar nuevas razas. Mientras trabajaba noche y día
para hacer que sus granjas fuesen más productivas y conseguir nuevas tierras, lamentaba
no poder dedicar aquella energía inagotable a la construcción de templos, a la aniquilación
de los infieles y a glorificar el nombre de Dios sobre la tierra.
Eso
es lo que ansiaba hacer Jesse, aunque también anhelaba otra cosa. Había llegado
a la madurez en Norteamérica, en los años posteriores a la Guerra Civil y, como
a todos los hombres de su tiempo, le habían afectado las poderosas influencias que
obraron sobre el país en los años en que nació el industrialismo moderno. Empezó
a comprar máquinas que le permitieran hacer el trabajo de las granjas sin tener
que contratar a tantos hombres y en ocasiones pensaba que, si hubiese sido más joven,
habría abandonado la granja y habría fundado una fábrica en Winesburg para construir
maquinaria. Jesse adquirió la costumbre de leer periódicos y revistas. Inventó una
máquina para construir cercas de alambre de espino. Poco a poco, se fue dando cuenta
de que la atmósfera de los viejos tiempos y lugares que siempre había cultivado
en su imaginación era ajena y distinta del modo en que pensaban otros. El inicio
de la era más materialista de la historia, en la que se librarían guerras sin patriotismo
y los hombres olvidarían a Dios y prestarían solo atención a los cánones morales,
en la que la voluntad de poder reemplazaría a la voluntad de servir y la belleza
sería olvidada en la terrible carrera de la humanidad por adquirir posesiones, ejerció
su influencia en Jesse, el hombre de Dios, igual que en sus semejantes. Su faceta
más codiciosa lo impulsaba a hacer dinero de un modo más rápido del que permitía
el cultivo de las tierras. Más de una vez fue a Winesburg a hablar del asunto con
su yerno.
–Tú
eres banquero, y dispondrás de oportunidades que yo nunca tuve –decía con los ojos
encendidos–. No paro de pensarlo. En este país se van a hacer grandes cosas y se
podrá ganar más dinero del que jamás soñé. No malgastes la ocasión. Ojalá fuese
más joven y tuviese tus oportunidades.
Jesse
Bentley iba y venía por el despacho del banquero y se exaltaba a medida que hablaba.
En cierta ocasión, había sufrido un ataque de parálisis que le había dejado debilitado
el lado izquierdo. Mientras hablaba, guiñaba el ojo izquierdo. Luego, de regreso
a casa, cuando se hacía de noche y aparecían las estrellas, se le hacía difícil
recuperar la vieja sensación de que había un Dios cercano y personal que vivía en
el cielo y que en cualquier momento podría extender la mano, tocarle en el hombro
y escogerlo para realizar alguna heroica tarea. Jesse estaba obsesionado con lo
que leía en los periódicos y las revistas, con las fortunas que hombres astutos
amasaban casi sin esfuerzo a base de comprar y vender. La llegada de David le ayudó
a recuperar su antigua fe con fuerzas renovadas y a tener la impresión de que Dios
había vuelto por fin su mirada hacia él.
En
cuanto al muchacho, la vida empezó a revelársele de mil maneras nuevas y deleitosas.
La amabilidad que le mostraban todos lo volvió más expansivo y perdió aquel modo
de ser entre tímido y apocado que había tenido cuando vivía con su familia. Por
la noche, cuando se iba a la cama tras un largo día de aventuras en los establos,
en los campos o yendo de granja en granja con su abuelo, quería besar a todos los
de la casa. Si Shirley Bentley, la mujer que iba cada noche a sentarse en el suelo
a su lado, no aparecía enseguida, se asomaba desde lo alto de la escalera y la llamaba
a gritos, su voz infantil resonaba por los estrechos pasillos donde tanto tiempo
había imperado una tradición de silencio. Por la mañana, cuando se despertaba y
se quedaba en la cama, los sonidos que le llegaban a través de los cristales lo
llenaban de alegría. Pensaba con un escalofrío en la vida en la casa de Winesburg
y en la voz irritada de su madre, que siempre le hacía temblar. Allí, en el campo,
todo eran sonidos agradables. Cuando despertaba al amanecer, despertaba también
el corral que había junto al granero de detrás de la casa. Se oía a los habitantes
de la granja que iban de acá para allá. Eliza Stoughton, la chica retrasada, se
reía ruidosamente porque uno de los hombres le hacía cosquillas, las reses del establo
respondían a una vaca que mugía en algún campo lejano y uno de los peones hablaba
con aspereza al caballo al que estaba almohazando junto a la puerta del establo.
David se levantaba de un salto de la cama y corría a la ventana. Todo aquel bullicio
excitaba su imaginación, y se preguntaba qué estaría haciendo su madre en el pueblo.
Desde
las ventanas de su habitación no se veía el corral donde se habían reunido todos
los peones para hacer las tareas matutinas, pero se oían las voces de los hombres
y el relinchar de los caballos. Cuando uno de los hombres se reía, él también lo
hacía. Asomado a la ventana, contemplaba un pequeño huerto por donde merodeaba una
enorme cerda con una camada de cerditos que corrían tras sus talones. Cada mañana
contaba los cerdos. “Cuatro, cinco, seis, siete”, decía muy despacio, mojándose
el dedo y haciendo marcas verticales en el alféizar de la ventana. David corría
a ponerse los pantalones y la camisa. Lo dominaba un deseo febril de estar al aire
libre. Cada mañana hacía tanto ruido al bajar por las escaleras, que la tía Callie,
el ama de llaves, afirmaba que iba a echar la casa abajo. Cruzaba la vieja casa,
cerrando las puertas de un portazo, salía al corral y miraba en torno suyo lleno
de sorpresa y expectación. Le daba la impresión de que en un lugar así debían de
haber ocurrido cosas tremendas durante la noche. Los peones lo miraban y se reían.
Henry Strader, un anciano que llevaba en la granja desde que Jesse la heredó, y
a quien antes de que llegara David nadie había oído hacer una broma, repetía todas
las mañanas el mismo chiste. A David le hacía tanta gracia que daba palmas y se
reía carcajadas. “Ven a ver –gritaba el anciano–, la yegua blanca del abuelo Jesse
se ha roto el calcetín negro de la pata”.
Todos
los días del verano, Jesse Bentley visitaba sus granjas del valle del arroyo Wine,
y su nieto le acompañaba. Viajaban en un faetón cómodo y anticuado tirado por un
caballo blanco. El anciano se rascaba la barba rala y cana y hablaba para sí de
sus planes para incrementar la productividad de los campos por donde pasaban y del
papel que desempeñaba Dios en los planes de los hombres. A veces miraba a David,
sonreía beatíficamente y luego parecía olvidarse de la existencia del muchacho.
Cada vez más sus pensamientos volvían a los sueños que habían poblado su imaginación
cuando abandonó la ciudad para instalarse en el campo. Una tarde sorprendió a David
al dejarse dominar totalmente por sus sueños. En presencia del niño, llevó a cabo
una ceremonia que causó un incidente y a punto estuvo de destruir la camaradería
que estaba formándose entre ellos.
Jesse
y su nieto estaban atravesando un rincón apartado del valle a varios kilómetros
de la granja. El bosque llegaba hasta el borde mismo del camino, y el arroyo Wine
serpenteaba entre los árboles para ir al encuentro de un río lejano. Jesse había
estado muy pensativo y de pronto empezó a hablar. Recordó la noche en que le había
asustado la idea de que un gigante pudiera robarle y saquear sus posesiones e, igual
que aquella noche corrió por los campos clamando por un hijo, esta vez se exaltó
hasta el borde mismo de la locura. Detuvo el caballo, se apeó del carricoche y pidió
a David que se bajara también. Los dos saltaron una cerca y anduvieron a lo largo
de la orilla del arroyo. El niño no prestó atención a los murmullos de su abuelo,
sino que corrió a su lado preguntándose qué ocurriría después. Cuando levantaron
a un conejo, que salió corriendo entre los árboles, el chico aplaudió y dio saltos
de alegría. Miró hacia la copa de los árboles y lamentó no ser un animalillo capaz
de trepar a lo alto sin asustarse. Agachándose, cogió una piedrecita y la arrojó
por encima de la cabeza de su abuelo contra unos arbustos.
–Despierta,
animalito. Trepa a lo alto de los árboles –gritó con voz chillona.
Jesse
Bentley siguió andando bajo los árboles con la cabeza gacha y el cerebro en ebullición.
Su seriedad impresionó al muchacho, que se quedó en silencio un poco alarmado. Al
anciano se le había ocurrido que ahora podría obtener una señal divina, que la presencia
del niño y el hombre arrodillados en algún lugar solitario del bosque haría que
el milagro que estaba esperando fuese casi inevitable.
–En
un lugar como éste, fue donde el otro David cuidaba del ganado cuando su padre llegó
y le ordenó que fuese a ayudar a Saúl –murmuró.
Cogió
al muchacho con cierta brusquedad por el hombro, pasó por encima de un tronco caído
y, al llegar a un claro del bosque, se hincó de rodillas y se puso a rezar en voz
alta.
Un
terror como el que no había sentido nunca se adueñó de David. Acurrucado detrás
de un árbol, observó al hombre en el suelo y empezaron a temblarle las rodillas.
Tuvo la impresión de estar en presencia no de su abuelo, sino de una persona distinta
que podría hacerle daño, alguien que no era bondadoso, sino peligroso y brutal.
Empezó a llorar y cogió un palo pequeño del suelo. Cuando Jesse Bentley, absorbido
por su idea, se levantó de pronto y avanzó hacia él, su terror creció de tal modo
que todo su cuerpo se estremeció. En los bosques reinaba un inmenso silencio y de
repente se oyó la voz áspera e insistente del anciano. Cogió al niño del hombro,
volvió la cara hacia el cielo y gritó. Todo su lado izquierdo estaba contraído y
la mano que tenía sobre el hombro del chico también se contrajo.
–Señor,
hazme una señal –gritó–. Heme aquí con el niño David. Desciende de los cielos y
dame a conocer tu presencia.
Con
un grito de terror, David se volvió y, liberándose de las manos que lo sujetaban,
echó a correr por el bosque. No creía que el hombre que había vuelto el rostro hacia
lo alto y gritado con voz áspera al cielo fuese su abuelo. Aquel hombre no se parecía
en nada a su abuelo. Lo dominó la convicción de que había ocurrido algo extraño
y terrible y de que, por alguna especie de milagro, una persona distinta y peligrosa
se había metido en el cuerpo del bondadoso anciano. Corrió y corrió por la pendiente
sin dejar de llorar. Cuando tropezó con las raíces de un árbol y se golpeó la cabeza
al caer, se levantó y trató de seguir huyendo. Le dolía tanto la cabeza que acabó
desmayándose y, hasta que despertó en el carricoche donde lo había llevado Jesse,
y vio al anciano acariciándole la cabeza con ternura, no se le quitó el miedo del
cuerpo.
–Vámonos
de aquí, en el bosque hay un hombre horrible –dijo muy serio mientras Jesse miraba
hacia los árboles y volvía a clamar a Dios.
–¿Qué
es lo que he hecho que repruebas de este modo? –susurró, y repitió sus palabras
una y otra vez, mientras iban a toda prisa por el camino y apoyaba tiernamente la
cabeza ensangrentada del niño contra su hombro.
III
RENDICIÓN
La
historia de Louise Bentley, que se convirtió en la señora de John Hardy y vivió
con su marido en una casa de ladrillo de Elm Street, en Winesburg, es una historia
de malentendidos.
Todavía
falta mucho por hacer antes de que las mujeres como Louise sean comprendidas y puedan
tener una vida llevadera. Habrá que escribir sesudos libros y las personas que convivan
con ellas tendrán que pensar muy bien lo que hacen.
Nacida
de una madre delicada y quebrantada por el trabajo y de un padre impulsivo, inflexible
y carente de imaginación, que no veía con buenos ojos su llegada a este mundo, Louise
fue, desde su más tierna infancia, una neurótica, una de esas mujeres hipersensibles
que, en épocas posteriores, la industrialización arrojaría en gran número al mundo.
Pasó
sus primeros años en la granja Bentley, fue una niña silenciosa y taciturna, más
necesitada de amor que de ninguna otra cosa del mundo, aunque no lo conseguía. Cuando
tenía quince años fue a vivir a Winesburg con la familia de Albert Hardy, que poseía
un almacén dedicado a la venta de carretas y carricoches y formaba parte del consejo
educativo del Ayuntamiento.
Louise
fue al pueblo para asistir a clases en la escuela secundaria de Winesburg y fue
a vivir a casa de los Hardy porque Albert Hardy y su padre eran amigos.
Hardy,
el vendedor de carruajes de Winesburg, igual que otros miles de hombres en aquella
época, era un entusiasta de la causa de la educación. Se había abierto camino en
la vida sin abrir nunca un libro, pero estaba convencido de que le habría ido mucho
mejor de haber tenido una educación. A todos los que pasaban por su tienda les hablaba
del asunto y en su propia casa tenía a todos locos a fuerza de insistir en lo mismo
una y otra vez.
Tenía
dos hijas y un hijo, John Hardy, y en más de una ocasión las hijas lo habían amenazado
con dejar la escuela. Por una cuestión de principios, hacían solo lo justo en clase
para evitar que las castigaran. “Odio los libros y a cualquiera a quien le gusten”,
declaraba apasionadamente Harriet, la más joven las dos.
En
Winesburg, Louise fue tan infeliz como lo había sido en la granja. Se había pasado
años soñando con la época en que podría salir al mundo y consideró su traslado a
casa de los Hardy un gran paso hacia la libertad. Siempre había pensado que en el
pueblo todo debía de ser alegría y vitalidad, que allí los hombres y las mujeres
debían de vivir felices y libres, dando y ofreciendo su afecto y su amistad, igual
que se siente la caricia del viento en las mejillas. Después del silencio y la tristeza
de la vida en la casa Bentley, soñaba con trasladarse a un ambiente que fuese más
acogedor y latiese de vida y realidad. Y, en casa de los Hardy, Louise podría haber
conseguido parte de aquello que tanto ansiaba, de no ser por un error que cometió
nada más llegar al pueblo.
Louise
se atrajo la antipatía de Mary y de Harriet, las dos hijas de los Hardy, por su
aplicación en los estudios. No llegó a la casa hasta el día en que empezaban las
clases y desconocía por completo lo que ellas opinaban al respecto. Era tímida y
durante el primer mes no hizo amistades. Cada viernes por la tarde, uno de los peones
de la granja iba a Winesburg y la llevaba a casa a pasar el fin de semana, por lo
que los sábados no se relacionaba con la gente del pueblo. Se sentía tan sola y
avergonzada que se pasaba el día estudiando. A Mary y a Harriet les dio la impresión
de que estaba tratando de dejarlas en evidencia. En su ansiedad por quedar bien
con ellas, Louise respondía a todas las preguntas que hacía el profesor en clase.
Saltaba arriba y abajo y los ojos le brillaban. Luego, cuando había contestado a
alguna pregunta que los demás no habían sabido responder, sonreía contenta. “¿Lo
veis? –Parecían decir sus ojos–, he respondido por vosotras. No tenéis de qué preocuparos.
Responderé a todas las preguntas que haga falta. Mientras yo esté aquí, podéis estar
tranquilas”.
Por
la noche, después de la cena en casa de los Hardy, Albert Hardy empezaba a alabar
a Louise. Uno de los maestros le había dicho maravillas de ella y estaba encantado.
–Bueno,
otra vez han vuelto a decírmelo –empezaba, mirando con dureza a sus hijas y dedicándole
luego una sonrisa a Louise–. Otro de vuestros profesores me ha contado lo bien que
va Louise. Todo el mundo en Winesburg me habla de lo inteligente que es. Me avergüenza
que no digan lo mismo de mis propias hijas.
El
comerciante se ponía en pie y daba vueltas por la habitación mientras encendía su
cigarro vespertino. Las dos chicas se miraban y movían la cabeza fatigadas. Al reparar
en su indiferencia, el padre se indignaba.
–Os
digo que debería daros mucho que pensar –gritaba dedicándoles una mirada encendida–.
Se está produciendo un gran cambio en Norteamérica y la única esperanza de las generaciones
venideras radica en la instrucción. Louise es hija de un hombre rico, pero no se
le caen los anillos por estudiar. Debería daros vergüenza verla.
El
comerciante cogía su sombrero del perchero que había junto a la puerta y se disponía
a salir para pasar la tarde fuera. Antes de salir, se daba la vuelta y volvía a
dedicarles una mirada furiosa. Tan fiero era su aspecto, que Louise se asustaba
y corría escaleras arriba a su habitación. Las hijas empezaban a hablar de sus cosas.
–¡Escuchadme!
–Rugía el comerciante–. Sois unas perezosas. Vuestra indiferencia por la educación
está afectando a vuestro carácter. Nunca seréis nada en la vida. Fijaos en lo que
os digo: Louise estará siempre tan por encima de vosotras que no lograréis alcanzarla
jamás.
El
hombre salía de la casa furioso y temblando de ira. Iba por ahí jurando y murmurando,
hasta que llegaba a la calle Mayor y se le pasaba el enfado. Se paraba a hablar
del tiempo o de las cosechas con otros comerciantes o con algún granjero que hubiese
ido al pueblo y se olvidaba por completo de sus hijas o, si se acordaba de ellas,
se limitaba a encogerse de hombros. “¡Qué se le va a hacer!, así son las mujeres”,
murmuraba filosóficamente.
En
la casa, cuando Louise bajaba a la habitación donde estaban las dos chicas, éstas
no querían saber nada de ella. Una tarde, cuando llevaba allí más de seis semanas
y estaba descorazonada por el aire de frialdad con que la saludaban, estalló en
lágrimas.
–¡Deja
ya de lloriquear y vuelve a tu cuarto con tus libros! –le espetó secamente Mary
Hardy.
La
habitación que ocupaba Louise estaba en el segundo piso de la casa de los Hardy,
y su ventana daba a un jardín. Había una estufa en la habitación y todas las tardes
el joven John Hardy le subía una brazada de leña y la dejaba en una caja que había
junto a la pared. Al segundo mes de su llegada a la casa, Louise abandonó toda esperanza
de llevarse bien con las hermanas Hardy y adoptó la costumbre de marcharse a su
habitación en cuanto acababa de comer.
Empezó
a acariciar la idea de hacerse amiga de John Hardy. Siempre que el joven entraba
en la habitación cargado con la leña, ella fingía estar muy ocupada en sus estudios,
pero lo observaba con ansiedad. Cuando dejaba la leña en la caja y se volvía para
marcharse, Louise bajaba la cabeza y se ruborizaba. Trataba de entablar conversación,
pero no se le ocurría nada que decir y, cuando el chico se iba, se enfadaba consigo
mismo por ser tan estúpida.
La
joven campesina se obsesionó con la idea de acercarse a aquel muchacho. Pensó que
en él encontraría esa cualidad que toda su vida había buscado en la gente. Tenía
la impresión de que entre ella y los demás había un muro y creía estar viviendo
al margen de un círculo privado que debía de resultar claro y comprensible para
los demás. Le obsesionaba pensar que bastaría con un acto de valentía por su parte
para que sus relaciones con los demás fuesen muy distintas y que, mediante dicho
acto, podría acceder a una nueva vida como cuando se abre una puerta y se entra
en una habitación. Pensaba en ello día y noche, pero pese a que lo que anhelaba
tan desesperadamente era muy cálido e íntimo, todavía no tenía una conexión consciente
con el sexo. No se había vuelto tan definido, y si fijó su atención sobre John Hardy
fue solo porque era quien estaba más a mano y, al contrario que sus hermanas, no
había sido antipático con ella.
Mary
y Harriet, las dos hermanas Hardy, eran mayores que Louise. Sobre todo en determinados
aspectos. Vivían como todas las jóvenes de los pueblos del Medio Oeste. En aquellos
tiempos las jóvenes no asistían a las universidades del este y las ideas relativas
a las clases sociales apenas habían empezado a existir. La hija de un obrero pertenecía
en cierto modo a la misma clase social que la hija de un granjero o un comerciante,
y no había clases ociosas. Una chica era “correcta” o “no correcta”. Si era lo primero,
nunca faltaba un joven que fuese a visitarla a su casa los miércoles y los domingos
por la tarde. A veces, ella asistía con su joven amigo a algún baile o algún evento
social en la iglesia. Otras veces lo recibía en la casa y disponía del salón para
ello. Nadie se entrometía. Ambos pasaban horas encerrados tras aquellas puertas.
En ocasiones, las luces se ponían a medio gas y los dos jóvenes se besaban. Las
mejillas se ruborizaban y los peinados se desordenaban. Tras un año o dos, si aquel
impulso se volvía lo bastante fuerte e insistente, se casaban.
Una
noche, durante su primer invierno en Winesburg, Louise vivió una aventura que proporcionó
nuevos ímpetus a su deseo de echar abajo el muro que, según ella, había entre ella
y John Hardy. Era miércoles y, justo después de cenar, Albert Hardy se puso el sombrero
y se marchó. El joven John subió con la leña y la colocó en la caja del cuarto de
Louise.
–Siempre
trabajando, ¿eh? –dijo con torpeza, y se fue antes de que ella pudiera decir nada.
Louise
le oyó salir de la casa y sintió el loco deseo de correr tras él. Abrió la ventana,
se asomó y le gritó:
–John,
querido, vuelve, no te vayas.
Era
una noche nublada y no pudo ver mucho en la oscuridad, pero mientras esperaba le
pareció oír un suave ruidito, como si alguien anduviera de puntillas entre los árboles
del jardín. Se asustó y cerró corriendo la ventana. Estuvo casi una hora paseando
nerviosa y agitada por su cuarto, y, cuando la espera se le hizo insoportable, se
asomó al pasillo y bajó las escaleras hasta llegar a una habitación que comunicaba
con el salón.
Louise
había decidido llevar a cabo aquel acto de valentía que le rondaba desde hacía semanas
por la cabeza. Estaba convencida de que John Hardy se había escondido en el jardín
que había al pie de su ventana y se propuso ir a buscarlo y decirle que quería tenerlo
más cerca, que la estrechara entre sus brazos, que le contara sus sueños y le escuchara
mientras ella le contaba los suyos. “En la oscuridad será más fácil decirle esas
cosas”, se dijo a sí misma mientras avanzaba a tientas por la habitación en dirección
a la puerta.
Y,
en ese momento, Louise reparó en que no estaba sola en la casa. En el salón, al
otro lado de la puerta, se oyó la voz de un hombre que hablaba en voz baja y la
puerta se abrió. Louise tuvo el tiempo justo de ocultarse en el hueco que había
debajo de las escaleras antes de que Mary Hardy, acompañada de su joven pretendiente,
entrara en la habitación oscura.
Louise
pasó una hora escuchando sentada en el suelo. Sin decir una palabra, Mary Hardy,
con la ayuda del joven que había ido a pasar la tarde con ella, le dio toda una
lección sobre lo que eran los hombres y las mujeres. Louise agachó la cabeza hasta
acurrucarse como una bola y se quedó muy quieta. Le pareció que, por algún extraño
capricho, los dioses le habían concedido un inmenso favor a Mary Hardy y no pudo
comprender sus decididas protestas.
El
joven tomó a Mary Hardy entre sus brazos y la besó. Cuanto más reía y se debatía
ella, más fuerte la sujetaba él. Aquel forcejeo duró casi una hora y luego volvieron
al salón y Louise escapó escaleras arriba. “Espero que hayas sido discreta ahí abajo.
No debemos molestar a esa rata de biblioteca”, oyó que le decía Harriet a su hermana
junto a la puerta de su habitación, en el pasillo de arriba.
Louise
le escribió una nota a John Hardy y en plena noche, cuando todos dormían, se escabulló
abajo y la deslizó por debajo de su puerta. Tenía miedo de que le faltara el valor
si no lo hacía cuanto antes. En la nota trató de ser lo más clara posible respecto
a lo que quería. “Quiero amar a alguien y también alguien que me quiera –escribió–.
Si eres la persona indicada, quiero que vayas de noche al jardín y hagas ruido debajo
de mi ventana. Me será fácil descolgarme hasta el cobertizo y reunirme contigo.
No puedo pensar en otra cosa, de modo que, si vas a venir, debes hacerlo pronto”.
Transcurrió
mucho tiempo antes de que Louise supiera cuál sería el resultado de su osado intento
de conseguir un amante. En cierto sentido seguía sin estar segura de si quería o
no que fuese a verla. A veces tenía la sensación de que todo el secreto de la existencia
radicaba en que te abrazasen y te besasen, pero luego cambiaba de opinión y se sentía
terriblemente asustada. El ancestral deseo femenino de que la poseyeran se había
adueñado de ella, pero su conocimiento de la vida era tan vago que le parecía que
solo con que John Hardy rozara su mano con la suya sería suficiente. Se preguntaba
si él sabría comprenderlo. En la mesa, al día siguiente, mientras Albert Hardy peroraba
y las dos chicas susurraban y reían, ella no levantó la vista de la mesa ni miró
a John y escapó en cuanto pudo. Por la tarde, salió de la casa hasta que estuvo
segura de que él habría llevado la leña a su cuarto y de que se habría ido. Cuando,
después de varias noches escuchando, no oyó ningún ruido en la oscuridad del jardín,
creyó enloquecer de dolor y llegó a la conclusión de que nunca podría saltar el
muro que la separaba del disfrute de la vida.
Y
luego, un lunes por la noche, dos o tres semanas después de que escribiera la nota,
John Hardy fue a buscarla. Louise había desesperado hasta tal punto de que fuese
a verla que no oyó que la llamaban desde el jardín. La noche del viernes anterior,
mientras regresaba a la granja en compañía de uno de los peones para pasar allí
el fin de semana, había hecho por impulso algo que la había sorprendido mucho, y
mientras John esperaba en la oscuridad y la llamaba con insistencia, ella daba vueltas
por la habitación preguntándose qué nuevo impulso la había empujado a cometer un
acto tan ridículo.
El
peón de la granja, un joven de cabello negro y rizado, había pasado a recogerla
un poco tarde ese viernes y ya había oscurecido. Louise, que no podía dejar de pensar
en John Hardy, trató de entablar conversación, pero el campesino estaba avergonzado
y no decía nada. A su memoria acudió la soledad en que había transcurrido su infancia
y recordó con una punzada de dolor la soledad que se había abatido ahora sobre ella.
–Odio
a todo el mundo –exclamó de pronto, y luego soltó una diatriba que asustó a su acompañante–.
Odio a mi padre y también al viejo Hardy –afirmó con vehemencia–. Y también la escuela
donde estudio.
Louise
asustó al peón todavía más al volverse y apoyar la mejilla en su hombro. Tenía la
vaga esperanza de que hiciera como el joven que había estado con Mary en la oscuridad
y la tomara entre sus brazos y la besara, pero el campesino estaba muy asustado.
Acicateó al caballo con el látigo y se puso a silbar.
–Que
mal está el camino, ¿eh? –dijo en voz alta. Louise se enfadó tanto que le quitó
el sombrero de la cabeza y lo tiró a la cuneta. Cuando el hombre se apeó para recogerlo,
ella se marchó y dejó que recorriera a pie todo el camino hasta la granja.
Louise
Bentley tomó a John Hardy como amante. No era lo que ella pretendía, pero fue lo
que interpretó el joven al leer su carta, y ella estaba tan ansiosa por conseguir
algo más, que no opuso resistencia. Cuando, pasados unos meses, los dos temieron
que pudiera estar encinta, fueron una tarde a la capital y se casaron. Vivieron
unos meses en casa de los Hardy y luego se instalaron en una casa propia. El primer
año, Louise se esforzó en hacer comprender a su marido el ansia vaga e intangible
que le había impulsado a escribir la nota y que todavía seguía sin satisfacer. Una
y otra vez, se deslizó entre sus brazos y trató de hablarle de ello, pero siempre
sin éxito. Dominado por sus propias ideas acerca del amor entre los hombres y las
mujeres, él no le prestaba atención y empezaba a besarla en los labios. Eso la dejaba
tan confundida que al final dejó de apetecerle que la besara. Ella misma no sabía
a ciencia cierta lo que quería.
Cuando
descubrieron que el susto que les había impulsado a casarse no tenía ningún fundamento,
ella se enfadó mucho y dijo cosas amargas e hirientes. Luego, cuando nació su hijo
David, no pudo criarlo y no sabía si lo quería o no. A veces se pasaba el día entero
paseando por la habitación y, de vez en cuando, se acercaba a acariciarlo con mucha
ternura, y en cambio otros días no quería saber nada ni acercarse a aquel diminuto
ser humano que había llegado a su casa. Cuando John Hardy le reprochaba su crueldad,
ella se reía.
–Es
un niño y de todos modos conseguirá lo que se proponga –respondía con aspereza–.
Si hubiese sido una niña, habría hecho cualquier cosa por ella.
IV
TERROR
David
Hardy era un muchacho alto y fuerte de quince años de edad cuando vivió, como su
madre, una aventura que cambió el curso de su vida, lo sacó de su discreto rincón
y lo obligó a enfrentarse al mundo. El caparazón de las circunstancias de su vida
se rompió y no le quedó otro remedio que marcharse. Se fue de Winesburg y nadie
volvió a verlo más. Tras su desaparición, murieron su madre y su abuelo y su padre
se hizo muy rico. Gastó mucho dinero tratando de dar con su hijo, pero eso es otra
historia.
Ocurrió
a finales del otoño de un año peculiar en las granjas Bentley. En todas partes las
cosechas habían sido abundantes. Esa primavera, Jesse había comprado parte de una
larga franja de tierra pantanosa que se hallaba en el valle del arroyo Wine. Compró
las tierras a un precio muy bajo, pero tuvo que gastar mucho dinero para acondicionarlas.
Hubo que excavar grandes zanjas y tapar el fondo con miles de tejas. Los granjeros
de los alrededores movían la cabeza al verlo hacer aquel gasto. Algunos se rieron
y desearon que la empresa acabara saliéndole muy cara a Jesse, pero el anciano siguió
trabajando en silencio y no dijo nada.
Cuando
la tierra estuvo desecada, plantó coles y cebollas, y los vecinos volvieron a burlarse.
No obstante, la cosecha fue enorme y se pagó a precio muy alto. En un año Jesse
ganó lo bastante para compensar lo que se había gastado en acondicionar aquellos
campos y todavía le sobró suficiente para comprar otras dos granjas. Estaba exultante
y no podía ocultar su alegría. Por primera vez desde que se convirtió en dueño de
las granjas, se paseaba entre sus hombres con una sonrisa de satisfacción pintada
en el semblante.
Jesse
compró muchas máquinas para recortar los costes del trabajo y todos los acres que
quedaban de aquella franja de tierra pantanosa negra y fértil. Un día fue a Winesburg
y compró una bicicleta y un traje nuevo para David y les dio a sus hermanas dinero
para que pudieran asistir a una convención religiosa en Cleveland, Ohio.
Ese
otoño, cuando llegaron las heladas y los árboles de los bosques que rodean el arroyo
Wine se pusieron de color dorado oscuro, David pasó al aire libre todo el tiempo
que no tenía que estar en la escuela. Solo, o con otros chicos, iba todas las tardes
al bosque a recoger nueces. Los otros muchachos de la región, en su mayoría hijos
de trabajadores de las granjas Bentley, tenían escopetas con las que salían a cazar
conejos y ardillas, pero David no los acompañaba. Se fabricó un tirachinas con dos
tiras de goma y un palo en forma de horquilla y se iba a recoger nueces por su cuenta.
Cuando estaba por ahí pensaba en muchas cosas. Se daba cuenta de que ya era casi
un hombre y se preguntaba qué haría en la vida, pero antes de llegar a una conclusión,
se distraía con alguna cosa y volvía a ser un niño. Un día mató una ardilla que
parloteaba en las ramas bajas de un árbol. Corrió a casa con la ardilla en la mano.
Una de las hermanas Bentley cocinó al animalillo y al muchacho le pareció delicioso.
Clavó la piel a una tabla y la colgó de una cuerda de la ventana de su dormitorio.
Eso
dio un nuevo giro a su imaginación. A partir de entonces no volvió a ir al bosque
sin antes meterse el tirachinas en el bolsillo y pasó horas disparando a animales
imaginarios que se ocultaban entre las hojas marrones de los árboles. Olvidó que
estaba a punto de convertirse en un hombre y se alegró de ser un niño con impulsos
de niño.
Un
sábado por la mañana, cuando se disponía a ir al bosque con el tirachinas en el
bolsillo y un zurrón para las nueces al hombro, su abuelo lo detuvo. En los ojos
del anciano había aquella mirada seria y tensa que siempre le había inspirado un
poco de miedo a David. En esas ocasiones los ojos de Jesse Bentley no miraban fijamente
sino que se movían de un lado a otro y daban la impresión de no fijarse en nada.
Una especie de cortina invisible parecía extenderse entre el hombre y el resto del
mundo.
–Quiero
que vengas conmigo –dijo lacónicamente, mientras sus ojos miraban al cielo por encima
de la cabeza del chico–. Hoy tenemos algo importante que hacer. Tráete si quieres
el zurrón de las nueces. No importa, al fin y al cabo vamos a ir al bosque.
Jesse
y David salieron de la granja Bentley en el viejo faetón tirado por el caballo blanco.
Después de recorrer un largo camino en silencio, se detuvieron junto a un campo
donde pastaba un rebaño de ovejas. Entre ellas había un cordero que había nacido
fuera de temporada y David y su abuelo lo cogieron y ataron con tanta fuerza que
parecía una bolita blanca. Cuando volvieron a ponerse en camino, Jesse dejó que
David lo sostuviera entre sus brazos.
–Lo
vi ayer y me recordó algo que quería hacer desde hacía tiempo –dijo y volvió a mirar
por encima de la cabeza del muchacho con aquella mirada incierta y vacilante.
Tras
la sensación de exaltación que había embargado al granjero después de aquel año
tan bueno, se había adueñado de él un estado de ánimo diferente. Durante largo tiempo,
se sintió muy humilde y devoto. Volvió a pasear de noche pensando en Dios y, una
vez más, relacionó su propia persona con los hombres de los tiempos antiguos. Se
arrodillaba en la hierba húmeda bajo las estrellas y rezaba en voz alta. Ahora había
decidido que, igual que los hombres cuyas historias llenaban las páginas de la Biblia,
haría un sacrificio a Dios. “Me ha sido concedida una cosecha abundante y Dios me
ha enviado también un niño llamado David –susurró para sí–. Tal vez debería haber
hecho esto hace mucho tiempo”. Lamentó que no se le hubiese ocurrido en los días
previos al nacimiento de su hija Louise y pensó que ahora, cuando hubiera erigido
una pira de troncos ardientes en algún lugar apartado del bosque y hubiera ofrecido
el cuerpo de un cordero como ofrenda, Dios se le aparecería y le haría una señal.
Cuantas
más vueltas le daba, más pensaba en David y más olvidaba en parte su exacerbado
egoísmo.
–Ya
va siendo hora de que el chico empiece a pensar en su futuro y la señal me dirá
qué debo hacer con él –decidió–. Dios me mostrará el camino. Me dirá qué debe hacer
David en la vida y cuándo debe emprender su viaje. Me alegro de que el chico esté
aquí. Si tengo suerte y se me aparece un ángel del Señor, David verá cómo se manifiestan
la belleza y la gloria de Dios. Eso lo convertirá también a él en un verdadero hombre
de Dios.
En
silencio, Jesse y David recorrieron el camino hasta llegar a aquel lugar donde Jesse
había clamado a Dios y asustado tanto a su nieto. La mañana había sido alegre y
luminosa, pero de repente se levantó un viento frío y las nubes taparon el sol.
Cuando David vio dónde se encontraban empezó a temblar de miedo, y cuando se detuvieron
junto al puente donde el arroyo descendía entre los árboles, quiso apearse del faetón
y salir corriendo.
Una
docena de planes para huir de allí pasaron por su cabeza, pero cuando Jesse detuvo
el caballo y saltó la cerca para internarse en el bosque, le siguió. “Es absurdo
asustarse. No pasará nada”, se dijo mientras andaba con el cordero en brazos. El
desamparo de aquel animal al que sostenía con fuerza entre sus brazos le infundió
valor. Sintió el rápido latido del corazón del animal y eso hizo que el suyo latiera
más despacio. Mientras andaba presuroso detrás de su abuelo, soltó la cuerda que
sujetaba las cuatro patas del animal. “Si algo sucede, huiremos juntos”, pensó.
En
el bosque, después de alejarse del camino un buen trecho, Jesse se detuvo en un
calvero que estaba cubierto de maleza y descendía en pendiente hasta el arroyo.
Siguió sin decir nada, pero empezó a erigir un montón de ramas secas a las que acto
seguido prendió fuego. El chico se sentó en el suelo con el cordero en brazos. Su
imaginación empezó a dotar de significado a cada movimiento del anciano y se fue
asustando cada vez más. “Debo asperjar la cabeza del chico con la sangre del cordero”,
murmuró Jesse cuando los troncos empezaron arder con fuerza, sacó un largo cuchillo,
se volvió y atravesó el claro del bosque en dirección a donde estaba David.
El
terror se adueñó del alma del muchacho. Sintió náuseas. Por un momento se quedó
inmóvil y luego su cuerpo se tensó y se puso en pie de un salto. Su rostro estaba
tan lívido como la lana del cordero que, al verse libre de pronto, echó a correr
pendiente abajo. David también corrió. El miedo prestó alas a sus pies. Presa del
pánico, saltó por encima de los troncos y los arbustos. Mientras corría, echó mano
al bolsillo donde guardaba el tirachinas para cazar ardillas. Cuando llegó al arroyo,
que era poco profundo y salpicaba entre las piedras, se metió en el agua y se volvió,
y cuando vio a su abuelo, que seguía corriendo tras él y todavía empuñaba el largo
cuchillo, no lo dudó un instante: se agachó, escogió una piedra y la puso en el
tirachinas. Con todas sus fuerzas, tensó las pesadas tiras de goma y la piedra silbó
en el aire. Golpeó a Jesse, que se había olvidado del muchacho y estaba persiguiendo
al cordero, en plena frente. Con un gemido, se desplomó de bruces casi a los pies
del muchacho. Cuando David vio que no se movía y que en apariencia estaba muerto,
su miedo aumentó de forma desmedida. Se convirtió en un pánico enloquecido.
Soltó
un grito y corrió por el bosque llorando convulso.
–No
me importa… Lo he matado, pero no me importa –sollozó.
Mientras
corría, decidió que nunca volvería a las granjas Bentley o al pueblo de Winesburg.
–He
matado al elegido del Señor, y ahora seré un hombre y me enfrentaré al mundo –dijo
valientemente. Dejó de correr y anduvo por un camino que serpenteaba junto al arroyo
Wine en dirección al oeste.
En
el suelo, junto al arroyo, Jesse Bentley se movió con dificultad. Gimió y abrió
los ojos. Estuvo un rato allí tumbado contemplando inmóvil el cielo. Cuando por
fin se puso en pie, estaba confuso y no le sorprendió la desaparición del muchacho.
Se sentó en un tronco al borde del camino y empezó a hablar de Dios. Eso fue todo
lo que le sacaron. Cada vez que alguien nombraba a David, él miraba vagamente al
cielo y decía que un mensajero del Señor se había llevado al chico.
–Sucedió
porque yo codiciaba demasiado la gloria –afirmaba, y nunca dijo nada más al respecto.
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