Miguel Méndez-M.
A mis abuelos indios, clavados
en el signo omega de su trágico sino.
Epitafio
Caminante: hoy tus pasos y el desierto
de Sonora se topan, descúbrete. Sábete que estás ante la tumba, inmensa tumba del
Emperador Casehua. No reces, que no hay voz que no se beba su silencio. Si quieres
saber de su historia, húndete, busca sus huellas al fondo de las dunas y de los
arenales. Acuérdate caminante, acuérdate siempre, que sobre esta muerte del Rey
Casehua, otra viene llegando más horrible y más cruel: el olvido. Y no importa cuán
grande haya sido su fama o cuánta su gloria; un siglo, cien siglos, ¡mil siglos!
Consumirán hasta el último vestigio de sus recuerdos y nadie en el más negro de
los absolutos, nunca más sabrá que en este suelo yace Juan Manuel Casehua. No llores,
sería inútil. Aquí al llanto lo seca el aliento del fuego y a las lágrimas las sorbe
la gula del polvo y de los arenales. Sigue tu camino, caminante, no te aflijas tampoco
del indio Casehua; duélete de ti ¡ay! que cualesquiera que sean tus rumbos llegarás
a su mismo destino.
Al desprecio le contestaba
con la soberbia. Él no bajó el rostro como los demás.
Nació sabiéndose príncipe, se tragó la ira de ver sus huestes humilladas, apuntando
la frente al suelo, su sangre volcándose en otro río. Vio a los ladinos escudriñar
a los recién nacidos, gozosos, cuando la palidez o los ojos borrados denunciaban
la huella del odioso yori, ocultando el desdén con una sonrisa fingida cuando
un sol remoto reaparecía en la semilla terca a desalojar la historia, ceñido a las
caras prietas.
Al conjuro de sus atavismos
irguió sus pasos; caminó ciego, urgido de sus instintos y el llamado de sus antepasados,
alimentado con raudales de odio y caudas de frustración. Caminó sobre las losas
derruidas del espacio muerto, ahí donde no fluye el tiempo; al eco de sus pasos
lo fue ahogando lejanísimo, la profunda sima del cosmos. A su paso las mujeres y
los niños se encogían abrazándose presos de un extraño miedo, dolidos de un entrañable
respeto. Los perros enmudecidos marginaron su paso sin agredirlo intuyendo su realeza.
Los hombres vieron su misterio sin entenderlo. Nadie supo leer nunca en las líneas
de su rostro. ¡Ya estaban borradas!
Caminaba por los arenales.
Buscaba rodeando las dunas. Se hundía contemplativo buscando en la mente lo que
no hallaba en la tierra. Se llenaba las manos escurriéndola entre los dedos. Alguna
vez los fósiles que fueron vida del mar colados entre la arena animaban sus cuencas
oscurecidas. Proseguía recorriendo sus dominios. Una avanzada en círculos se ceñía
en el rastro de su huella cansada. De pronto hacía alto, y así parado, absorto,
fijo, fuera de su condición, se alojaba en una eternidad. Aparecía en su cara una
expresión virgen de palabras, esperando una sola, una palabra clave, el nombre perdido
de un continente, que nadie sabía, que no se había pronunciado nunca, o que quizá
se había olvidado hacía ya mucho tiempo…
El páramo aparece recubierto de espejos
como atmósfera impregnada de cuchillos; no tardan en herirse las retinas, la fiebre
se hinca en el cerebro. Entonces la mente empieza a poblar de sombras y de fantasmas
que salen a huir de lo más recóndito, esta tierra sin ternura ni pan, pródiga en
retacar la panza de la muerte que lo mismo saborea la miel que se place de la mierda.
Las chicharras lloran,
lloran, lloran la misma oración terca insolente, chillan la desesperanza hasta secarse.
La vieja lo miró con
dureza embravecida. Hubiera querido volverlo al vientre otra vez, matarle en los
ojos los rumbos y las distancias, porque al que quiera alcanzar la ilusión lo burlará
el espacio, a cada paso le pondrá distancia…
Horas y horas ennichado
en la ventana, el muchacho estático parecía de barro muerto. La mujer lo había parido
ya, ciertamente, pero al espacio rodeante la ambientó en otra placenta. La autoridad
de la vieja se ciñó como ombligo tutelar a la voluntad del chamaco que luchaba con
denuedo por renacer a la libertad de marchar hacia la muerte con su fluidez de vida
exenta de trabas. Los ojos de la mujer, húmedos y tristes como de perro flaco que
atempera fobias de amo cruel, se abrían y parpadeaban luchando contra su bruma.
Los apretaba queriendo exprimir la nebulosidad. Inútil, la tierra sádica, avarienta
se cobraba el pasaje de sus rotaciones pudriendo su carne con dolor. Opaca, a trastazos
con los borrones, resbaló la suya sobre la mirada del chamaco. Medrosa, rugió iracunda,
revelando en el timbre una voz lastimada.
–¿Es eso lo que miras?
Está maldito, no lo contemples, su locura es la ruina, te he dicho hasta enronquecerme
que no lo veas ni hables con él, que le huyas, que te escondas de su presencia,
que no lo tropiecen tus ojos, ni el germen de su desvarío loco te brote a ti también.
¿No ves que está loco, enfermo, que nos volverá a todos igual, que nos está volviendo
poco a poco?
El chamaco no se alteró,
como si el tono subido fuera el diálogo corriente de la vieja, siguió soportando
su mirar en el mismo objeto.
–Madre, Juan Manuel
Casehua hoy parece de piedra, es una piedra.
–Es la peste, contagia
su delirio.
–No madre, habla con
las cosas, se comunica con las cosas, yo lo he oído y lo comprendo, conoce el alma
de las cosas… dice que las cabelleras de los indios sacrificados brotarán de esta
tierra moribunda como pastizales y todo volverá a ser verde ¡verde! y otra vez habrá
indios, muchos indios, que partirán de aquí a cobrar sangre: ¡venganza!
La autoridad de la vieja
se desgranó a los pies del chamaco. Enclenque y llorona, le suplicó oprimiéndole
los brazos con sus manos huesudas. Lo dejó en silencio. La vieja caminaba ligeramente
enroscada, hurtando el cuerpo, tímida de robarle al espacio lo que ya estaba reclamando
tierra. Sentada sobre el camastro quiso revelarse cabeceando, pero el calor que
rechazaba la tierra y la llamarada que envolvía la casucha haciéndola hornilla vencieron,
un ronco ronroneo y el sueño lastimándola a rastras por el monte espinoso del subconsciente.
Tomó el niño la puerta,
su figurilla oscura caminó hendiendo la hiriente luminosidad. Subía, subiría escasamente,
de lejos aparecía suspendido.
Se sentó a su lado.
Cuatro ojos fueron una sola contemplación. Atrás el pedrerío en abandono, absurdos
objetos, sin más fin aparente que dar razón de los seres de rojo y de verde, savia
y sangre. Enclavados los cactos, existencia verde, triunfante monotonía, blandos
de corazón, vulnerables, mas emplumados de puñales desenvainados, amigos de la punzonada
y del escarmiento.
Fijos estaban sobre
la prominencia, impávidos, reducidos los ojos, con sólo la sombra de las pestañas
contra el fogonazo de la inmensa lumbrera. Tenían al frente la desolación y las
huellas sepultas. ¡El desierto!, ¡maldito desierto, irreconciliable enemigo de todas
las raíces, insaciable consumidor de toda savia! Muchos kilómetros atrás se filtró
furtivo bajo la tierra achaparrando los árboles. Éstos le resistieron en avanzadas
que el asesino reducía aislándolos, pero la naturaleza, cruel espectadora de todo
afán de sobrevivencia, dio a los vegetales defensas que les darían subsistencia
en heroica batalla, los armó de espinas hirientes. Los cactos se adentraron a contenerlo
ciñéndose hasta contra los bordes del insaciable, muchos de ellos velando noche
y día sin exigir ni pedir relevo. ¡El sahuaral!, comunidad de gigantes vigías, soberanos
del verde, ya dominando desde las alturas o agrupados a discreción en las planicies,
airosos, elevados, rectos, comunicaban en clave con poses, caprichosas actitudes
las de algunos, otros en ruego con los brazos implorantes, quienes decaídos por
una espera luenga, sin dolor y sin angustia con sólo el tiempo que corroe y vence.
Parejas amándose en abrazo perenne, sencillos en su desnuda naturaleza, indiferentes
a la moral de charca nauseabunda, ignorando el repudio acusativo, encono amargo
de los frustrados. Cuántos, haciendo aberración del valor y de la audacia, alargaban
pícaros en ademán obsceno sus brazos horizontales cual sexos erectos, ofrendando
irónicos toda su carga de desprecio al valle inmisericorde que sólo consiente los
esqueletos en su regazo.
–Juan Manuel Casehua,
¿has hablado hoy con el desierto? ¿Qué es el desierto, Juan Manuel Casehua?
Juan Manuel Casehua
enmudece, su rostro de barro viejo semeja la piedra mal labrada, tosco, deforme,
modelo indestructo tantas veces vaciado, obra primera de un aprendiz bisoño, hecha
sobre yunque a marrazos.
–¿Qué es el desierto,
Juan Manuel Casehua?
Lo mira Juan Manuel
Casehua con sus ojos de ciénaga seca, tumba de reptiles anfibios. Con una tristeza
ignota y lágrimas de ceniza habla sin que se muevan sus labios.
–Entierra tu mirada
en esa arena, vela hundiendo hasta donde te pare la lejanía. ¡Mira!, mira esas dunas,
míralas bien. El viento las ha formado hoy, mañana serán otras; éstas las habrá
arrastrado destruyéndolas… ¿Ves esos montículos que se levantan simulando un contenido?
Tienen el vientre repleto de arena, ahogan y recuecen, matan el polen y las semillas
que les lleva el viento traicionero.
Miraban sin mirar, ni
entre sí, paralizados los músculos; el hombre hablaba despacio, a intervalos, como
si las palabras en llamas se enfriaran a pausas, el niño oía sin manifestarlo con
un solo movimiento mínimo.
–¿Cómo es el desierto,
Juan Manuel Casehua? ¿Está muerto?
Juan Manuel Casehua.
¡Hombre de América! De allá se libró del exterminio ¡ay! qué matanza tan horrible.
Acá le ofrecieron los confines hasta donde lo condujeran sus pasos; pero pusieron,
sobre sus espaldas exhaustas, una losa pesada, más que el plomo: hambre y sed. ¡Ay!
Qué muerte más cruel. Juan Manuel Casehua, rebelde, quiso tener potestad, se proclamó
a sí mismo Emperador, tomó el desierto y fincó ahí su majestad: ancho páramo para
llenarse los ojos de vastedades.
–¿Cómo es el desierto,
Juan Manuel Casehua?
–¡Como una naturaleza
preñada, condenada a no parir nunca!
La piel engrosada de
los pies del buqui burlaba la saña de las piedras y la tierra, que acometían con
lumbre cada uno de sus pasos.
Se quedaba Juan Manuel
Casehua, que medio día había sido de piedra, que marchaba la tarde volviéndose de
arena, trocando la saliva por tierra, inhalando y exhalando polvo; secándose. Luego
desaparecía confundido entre furiosa tolvanera, cielo y tierra sólo elementos azotando
la muerte contra la muerte, caos, desconcierto, de la nada la promesa vaga de un
advenimiento… Volvía la calma. El cosmos frustrado cerraba su boca. Un violeta subido
se tornaba morado en los estertores. Silencio. La noche devorando otra vez los últimos
despojos sanguinolentos de otro día. Contorno de dunas, cementerio sin cruces, médanos,
lejanía de cerros pelones. Entre esa naturaleza fallida una estatua de arena de
incierto aspecto humanoide anima su fuelle pesadamente, nublando con dos nubecillas
su derredor con rítmica regularidad.
¡Ay Desierto de Altar!
Morada de quietud, prisión de todas las soledades, la ilusión cristaliza, en tus
lejanías, ese lago de magia y de poesía, viva quimera: el mar hermoso, agua y cielo,
suave azul, plegado siempre a tus horizontes.
¡A cuántos engañó tu
falsía! Marcharon decididos a confundirse en tu imagen con aves de caprichosa maravilla,
sonrieron su porfía de hermanarse con la fauna fantasiosa. Ellos los de la sonrisa
perenne, creyendo que a la vera de las límpidas aguas, la belleza, la paz y la abundancia
se conjuntaban dando fruto sublime al amor sin mácula; allá fueron enardecidos,
seguros de su triunfo. Un día atardecido ya se supieron terriblemente solos en medio
de las arenas, se sentaron a contemplar un mundo que se acababa, vacíos de un postrer
abrazo, sin madre, sin una amante… Amargamente descubrieron en tu espejismo su misma
esperanza, sin un reproche trocaron su sonrisa por una plena de melancolía y nostalgia;
un mundo destruido, un sol de amanecer vedado, un mañana incrustado en un futuro
inviolable… Y los que perdieron el rumbo con sólo el paisaje de tu yermo grávido
de muerte; émulos de tu gula querían beberse tu lago inexistente uncidos a sus ubres
noche y día; ciegos de su empeño estúpido corrían hasta caer, para seguir a gatas,
tercos. A gritos y sollozos se rendían víctimas de tu juego infame, fuera la lengua
de esponja reseca, los ojos enverdecidos, verdes de primavera vana…
¡Ay desierto de Sonora!
Si has de mostrar un lago en tus horizontes, bórrale el azul purísimo que nadie
alcanza, tíñelo de púrpura con el rojo que exprimiste a los soñadores que lo buscaron
y sólo encontraron el cruel señuelo de tus arenas disfrazadas.
–El sol a medio morir
los descubre.
–¿A quiénes?
–A ellos, a los abuelos.
–Son siluetas del crepúsculo.
–¡No! Son ellos.
–Son cerros pelones
solamente.
–Ven. ¡Mira, mira!
Corría el chamaco de
uno a otro lado, arrancando una imagen a cada perspectiva.
–¡Mira, madre! Mira
los rostros de los abuelos.
–No, hijito de mi alma,
es tu imaginación.
–Son los perfiles de
los abuelos.
–Hace mucho que están
muertos.
–Esos rostros eran antes
que los abuelos, cuando ellos fueron, de allí tomaron su rostro, ellos murieron,
pero sus rostros perfilados siguen allí, más vivos que los que vivieron, míralos
madre, son ellos. ¡Qué soberbia dignidad!
–Ya te contagió su locura,
maldito sea Juan Manuel Casehua, no lo vuelvas a oír, no quiero que te ahogues en
el río, no quiero que te ahogues en el río, como el hijo de Juan… que quiso… cruzar.
Lloraba la vieja, su
pequeño, ridículo dolor humano frente al inmenso páramo que no se conmueve porque
parece estar muerto.
–¡Oye, tú, no cruces
ese río!
–¿No ves que mis manos
son de tierra? Y mis pies que son de tierra vienen pisando sobre la tierra.
–Mejor no vayas. ¿Qué
buscas allá?
–Busco proteínas, porque
la tierra que soy sin proteínas se desangra, se muere y se pudre.
–Los océanos rebosan
proteínas para que los hombres animen su barro.
–Los océanos no son
de los hombres, son de los navíos cargados de muerte.
–Al estómago de los
hombres va el fruto de los plantíos, genera vida.
–A los frutos de los
plantíos no se los tragan los hombres, los engullen insaciables enormes cajas de
hierro.
–¡No cruces, por tu
vida, no cruces!
–¡Mira! Mira mis cabellos,
se me caen a puñados, los dientes se me están volviendo de maíz podrido.
No halló su sombra en
el páramo, corrió hacia los cactos.
Vibraba el timbre temblorino
de las cigarras, que la tierra pare para lloriquear.
Lo alcanzó a ver acurrucado
bajo un choyal. Bebía de la humedad de los cactos mascándolos. De una mejilla pendía
una penca asida a sendas espinotas a medio penetrar; tres estrías rojas corrían
sobre la penca, se juntaban abajo en la espina más grande que las iba desprendiendo
en gotas gruesas; espumeaba la comisura de los labios, a través de sus ojos el campo
estaba pintado de rojo intenso, extraño ser tenía al frente: un niño rojo, no oía
la demanda, Juan Manuel Casehua tenía un gesto nuevo; los párpados se le iban cerrando
con lentitud dejando apenas un resquicio, quedaba así largo, abriéndolos después
con la misma paciencia.
–¿Dónde está el río
que asesinó a tu hijo?
Violento enderezó medio
cuerpo de la nopalera.
–¡Mi hijo vive! No ha
muerto, vive.
Se sacudía y hablaba
frenético, el cacto le penduleaba en la mejilla.
–¿Por qué lo mandaste
allá?
–Quise que fuera donde
lo verde, porque sin lo verde intenso no hay rojo vívido. Está en las garras de
un río; tú, que ya hablas con las cosas, habla con él, reclama a mi hijo y tráemelo,
vuelve con mi hijo.
Luego le secreteó en
susurro:
–Yo hubiera ido ya,
pero… mírame bien, yo soy de arena, el agua me diluye, me desmoronaría.
El muchacho se clavó
en la tierra, inmutable; el hombre fue envolviéndose en sí mismo, volviéndose un
feto que se niega a ser parido.
Una paz sugestiva atraía
sobre el río, bajo el fondo deslizábase el arrullo en una canción de cuna; le animó
una ternura sublime brotada de un principio ignorado; lo acarició devoto tocando
su cuerpo líquido. Quedó tenso; resbaló en el fondo oscuro de los siglos muertos,
subía sabiéndose víctima y verdugo; emergió moteado de envidia, de rencor, sacudido
hasta la rabia de un ansia de venganza. Retrocedió flameando de odio, curveándose
en ese, vibrante, vuelto todo él en índice acusativo, rompió hiriendo su silencio
pétreo en un grito terrible, desarticulado.
–¡Río asesino! Hipócrita,
te conozco, yo acuso de criminal tu naturaleza y te demando me devuelvas al hijo
de Juan Manuel Casehua.
Se infló hasta su cauce,
fustigó su marcha, luego se detuvo de golpe, remolineando.
–¡Oh! ¿Conque buscas
a José? Tú escucha ahora, yo decirte de José Manuel Casehua; él se paró donde tú
estás, yo no lo engañé, yo le mostré sobre mi otra margen mis guadañas amarillas;
el estúpido las confundió, murmuró excitado que era el brillo de cabelleras blondas;
abrió más sus ojitos asiáticos y los hirió con el resplandor del oro. ¡Oh! ¡Qué
gracioso!, vieras se apretó el estómago poniendo cara de simio, el bastardo creyó
que era queso. ¡Oh! Cómo me reí. Realmente gracioso. Yo nunca vi eso antes; intentó
cruzarme desesperado y lo tomé de las greñas, di su rostro contra las peñas de mi
fondo, porque yo odio esa maldita raza híbrida, negroide y fea; lo subí a la superficie
con una trompa todavía más grande chorreando tomate, sus ojitos pequeños y juntos
torcidos en blanco. Mira qué chulo estás, le dije, puesto para que conquistes a
tus rubias. Anda, cruza, busca tu escoba y a juntar oro. Lo volví a llevar abajo,
lo subí hasta que se puso gordo, rozagante, como no lo hubiera conocido ni la madre
que lo parió. Tenías hambre desgraciado; ya estás harto.
Ira y sentimiento le
punzaron las entrañas.
–En nombre de la madre
de tus veneras. ¿Dónde quedaron los restos de José Manuel Casehua?
–Mira, tuve que dejarlo
sobre un remanso mío porque se acercaban unos mexicanos, cuando acordé ya no los
sentí. Yo creo que se lo comieron los zopilotes, pero la verdad, rascan en mi fondo
algunos de los huesos de José Manuel Casehua.
Borbotó dolido; ¡río
maldito!
–Ven al fondo mío y
junta sus huesos, yo sé quién eres. ¡Indian! Jo jo jo, ven a mí ¡Jesús Manuel Casehua!
Jesús Manuel Casehua
no había llorado nunca, sintió un desgarrón muy dentro que le brotó corriente, luego
bifurcaba en delta; manaban, manaban, pero los chorritos eran débiles, los chupaba
consumiéndolos el barro milenario de su rostro tostado.
Rugiendo estridente
y metálica siguió la corriente potentísima y orgullosa, se carcajeaba; risa de vidrios
rotos, arrastre de huesos de vacas, de perros, de hombres, piedras que roman sus
picos redondeándose, sangre acuosa que se vierte, caballos hambrientos dentelleando
cabelleras.
Jesús Manuel Casehua
oteó los horizontes, palpó la imagen de los arenales y se volvió a trote. Ya sabría
cómo entenderse con el desierto: sobre el silencio y la indiferencia opondría su
propio mutismo aunque fuese eterno… Corría y corría dejando tras de sí un rastro
húmedo, a cada tranco dejaba un hoyuelo lleno de agua, que la tierra se chupaba
de un sorbo.
En el centro de la barriga
hinchada del cielo está hundido el sol como ombligo de fuego, abajo está el indio
Casehua tatemándose la carne y el alma.
Juan Manuel Casehua
ha montado una duna, remedo de elefante decapitado, vigila, atisba, plancha con
los ojos el inmenso yermo arrugado y busca; cierra los ojos sacudiéndose: una pequeña,
minúscula gotita de agua se aloja en su imaginación ardiente. ¡Milagro! Los ojos
se le vuelven caleidoscopios, agua, agua, agua brotando por doquier a borbotones.
¡Qué dulce! ¡Qué fresca! Ese oleaje de ramas tan verdes que ríen como doncellas
impúdicas dejándose hurgar del viento. Surge una laguna, un enorme animal acosado
la adentra, va hundiéndose con un bramido terrible de muerte e impotencia; dos,
tres, muchos hombres le arrancan tirajes de carne, hasta que la ciénaga se traga
el bramido y deja libres los gritos de triunfo de los hombres que se hartan a dos
manos.
Juan Manuel Casehua
tiene la boca abierta, el labio inferior caído, torcida la boca, no sabe sonreír,
respira agitado con un fuerte aceceo perruno. Siente el ropaje de fuego de una flameada
de viento. Despierta escudriñando. Algo ve. Se quiere parar y correr, pero Juan
Manuel Casehua hace tres días que se sentó en esta duna y está preso de arena hasta
el pecho. Juan Manuel Casehua ha divisado allá lejos un hilillo de vapor cruzando
los arenales, un grito que le salía de la entraña se le muere en la garganta seca.
¡Ven, hijo! Ya no lo ve avanzar, se ha detenido, ve con pavor que de allí mismo
se levanta una nubecilla espesa, sube clareándose hasta disiparse.
Algo sube… sube… no,
cae… cae. Los pensamientos que se apagan suman la oscuridad del espacio. Juan Manuel
Casehua, los siglos y una mente encendida, un instante, pensamiento sin freno, cosmos
en ebullición, brillo póstumo de estrella que se apaga; palabras que tropiezan,
se pierden y reaparecen, recuerdo de todas las épocas en danza loca sin fronteras
de tiempo, ayer y mañana juntos sin día ni noche, el hoy de la mano de la muerte
como niño triste en día de fiesta. Un viejo y un niño contemplan la horrenda colisión
de dos galaxias sin percibir estruendo. Su lengua y sus labios golpeados por las
palabras que están huyendo en desbandada, con su fiebre se quema la arena y se calienta
el sol, se liberan las voces lastimándolo, arroja las palabras hiriéndose como si
vomitara cardos, abandonan la mente de Juan Manuel Casehua como bolas de fuego rasgando
el espacio, caerán en este silencio, se volverán arena, los despertará el viento
cuando pase o las pisadas del intruso que no entiende de la muerte…
Aquí no hay nada, nada…
ni verdores que enciendan las esperanzas de nadie, ni raíces para sustentar fervor
de profetas; aquí solamente hay voces: las que se perdieron en el tiempo, las que
arrastra el viento y las voces que se levantan de las tumbas dialogando eternamente
con el silencio.
–Tengo sed, tata, mucha
sed.
–Sube a mascar sahuaros,
bisnagas, pitayas; bébeles el jugo de la pulpa, con el sol mañanero, cuando aroman
las vinoramas. ¡Qué buenas son!, húmedas, fresquecitas.
–Papá, este imperio
no me heredes. Otro quiero yo, verde, donde borbotea y corre suave la vida. Aquí
no crece el maíz, tatita, ni nace siquiera.
–Allá está el yori,
el que vuela como zipi y se arrastra como zetahui. Con su maldita
magia hicieron aparatos para fabricar voces crecidas, voces que quiebran los tímpanos
escondiendo su engaño bajo las conciencias. El último hijo de “Coyote Iguana” se
muere de hambre. Los hombres coyotes-perros hablan de justicia, de raza. ¡Hipócritas!
Mientras de la tierra de “Coyote Iguana” hacen coto de caza y en sus solares fincan
sus mansiones, los hombres de la palabra mecanizada escupen a las multitudes cuando
glorifican la raza y la justicia.
–Madre: esos seres repulsivos
que esconden humillados su pequeñez en los orificios de los medanales, son los repugnantes
monstruos del Gila; de noche cuentan a sus hijuelos que en la creación no había
seres más enormes y dominantes, hace tanto… tanto. Los bichuelos no lo creen, salen
a reírse a pleno medio día, acuestan sus lomos humeantes sobre las minúsculas brasas
de arena, con la panza al sol, manotean a risa y risa y risa hasta que se mueren.
¿Oyes madre? Son los monstruos de Gila; pobrecitos, están gimiendo.
–No buquito mío, no
lloran los monstruos de Gila. Es el viento que tiembla, su silbar herido por las
choyas y los sibirales.
–Tata, tatita, tengo
mucho miedo.
–Duérmete ya, mijito,
duérmete, que a los niños que no se duermen temprano se los come el yori sáncura.
Por esta tierra maldecida
que se liberó del agua para secarse hasta la consumación, por estos arenales a veces
rojos, blancos a veces, por aquí cruzó Plumas Negras guiando a sus tatarabuelos.
Repintaban rojo un viejo camino del odio plantando muertos como troncos sin savia;
cargaban muchos heridos desperdiciando la sangre a chisguetes; los hombres iban
chillando como viejas, avergonzados de haber quedado vivos, las mujeres con las
manos en las verijas cuidaban la semilla preciosa de sus barrigas de guajes, donde
ya palpitaba la pasión de la revancha, los niños caminaban enhiestos, tenían ponzoña
y piedras en los ojos y se arrancaban los labios a mordidas; iban en derrota, los
hijos de tigre porohui acababan de cobrarse rabiosa venganza.
–Tata, cuando yo sea
grande, voy a matar muchos yoris.
–Arráncales primero
el forro de los pies, el cabello a tirones, que caminen. ¡Perros yoribichis!
–Madrecita, los asquerosos
monstruos de Gila están llorando la muerte de sus bichuelos, lloran en rueda entrelazados.
¡Ay! Madre mía. ¡Están sepultándose en la historia!
–No son los monstruos
del Gila, mi chamaquito, es el viento que va llorando, los cactos afilan las puntas
de sus dagas para que el viento sufra al pasar.
El indio moribundo intentó
cubrirse el rostro ante el terrible chispazo del recuerdo desgarradoramente nítido.
18 de enero de 1900.
Rojo de aurora sobre el amanecer del Mazocoba. Alumbraba el nuevo siglo, nuevas
iniquidades. Las peñas del fondo del Mazocoba de siglos pardas y blanquecinas se
tiñeron el día aciago con un rojo tibio y aceitoso; carne de células vivas adornó
los riscos como florido jardín de rosetones.
El general Torres con
soldados bien armados sitió el cerro del Mazocoba de la sierra del Bacatete. En
la cúspide se guarecían más de tres mil indios, mujeres y ancianos en su mayoría,
guiados por el jefe Opodepe. El pundonoroso general Torres ordenó el exterminio
alegando que en cada indio había un guerrillero terrible, hasta en los niños de
pecho; destinó los batallones cuarto y onceavo a tapar cañadas y toda salida, guiados
por torocoyoris, los restantes a escalar la altura del Mazocoba. Los soldados
cumplen con su deber, reciben órdenes. Marchaban con marcialidad, modelos de disciplina;
intuían otra jornada de gloria.
En la cumbre del Mazocoba
los indios acosados oyen los pasos tamborileantes de los militares que avanzan rodando
pedruscos, quebrando ramas. Los niños arañan los pechos de las madres. En los rostros
de los indios hierven el pavor, el odio y ese hondo dolor que nunca cuentan. Avanzan
los soldados indolentes como piedras, señores del pánico y de la muerte. ¡Autómatas
del crimen y de la barbarie!
–Opodepe, ¡jefe Opodepe!
¡Estamos copados por los yoris! Sin escape y sin defensa.
–Sólo las razas degeneradas
conviven con el verdugo. Esta nación para los indios o para nadie. ¡No seremos ni
raza de esclavos ni de prisioneros!
Los indios empezaron
a correr disputándose el precipicio donde desaparecían en docenas en trágica procesión
de centenares. Dolores Buitimea encaminó a sus tres hijos hasta no verlos en la
hondonada y apretando con ternura sublime al que tenía en brazos lo siguió. Pablo
Omocol ayudó a caminar a su padre anciano que estaba herido en una pierna; se lanzaron
juntos al voladero. Allí fue también el joven Juan Cuchi, espigado y atlético. Avanzaba
cuidadoso, abrazando a su hermosa mujer de preñez avanzada. Fueron cientos; miles
habrían cabido entre los peñascos, pero ya en la cumbre no quedaba uno solo. ¡Mazocoba!
¡Ay, Mazocoba! Sólo dos yoris pudieron asomarse al fondo y contemplar la
tragedia; uno rezaba hincado estrujando entre sus manos un Cristo torturado; el
otro lloraba la amargura de siglos uncido al tronco del origen del hombre.
La indiferencia y el
olvido cubrieron la gesta del Mazocoba como herida que se solapa dejando el puñal
hundido. La historia en su versión escrita es una puta vulgar. Desdeña a los pueblos
que no otorgan la lisonja del oro y del poder.
El indio Casehua se
está muriendo, agita la cabeza, ya la arena le llega al cuello.
¿Quién es? Quién es
ese indio tan bravo, déjame reconocerlo. ¡Diablo de Tetabiate!, mira nomás cómo
vienes, corriendo a matacaballo, te dejaste ir bichi entre breñales, te hicieron
pedazos el cuero los espolones de los mezquites tiernos, te atravesaron las patas
las agujas de las barchatas, traes la panza chinita de huachaporis. ¡Ah temible
Tetabiate!, pero traes el greñero enrojecido chorreando sangre de yoris.
¡Así Tetabiate! ¡Mátalos! Que se colmen de la muerte que ellos siembran. ¡Mata a
los yoris, Tetabiate! ¡Mátalos!
–Ven, madre, ven, ve
hacia el desierto, madrecita. ¡Está cubriéndose de árboles! Ayayayay yoris
malignos. ¡Sanguinarios! Sombra madre… Cuántas hojas cuelgan de esos árboles… raros…
–¡Son pajarillos muertos!,
martirizados por el hambre unos, asesinados los otros.
¡Ah, Cajeme fiero! Señor
de la muerte y de la venganza. ¡Aquí! Ven, Cajeme; pisa este polvo hecho de sangre
seca, tu tierra vencida, no te tragues la rabia porque te envenenas. ¡Grita!, grita
y enséñales el puño cerrado. ¡Aquí, yoris, aquí está su maldita gloria, abonando
la tierra con podredumbre para que nazcan reptiles!
--Yo soy de arena, el
agua me desmorona, váyanse, váyanse, váyanse… allá hay agu… a vid…
La luna, musa de los
imbéciles, va cruzando en pelota por los cielos, indiferente y fría como piruja
aristocrática.
Juan Manuel Casehua
quiso ponerle pies a una duna para correr por el desierto. No pudo; pero la duna
sí luce una ridícula cabeza humana que está bañándose de luna. No volverá a tener
sed. Nunca. Quedó bebiéndose la luna, raudales de luna. Por los ojos saltones y
fijos bebe luna, por los portillos de la dentadura sorbe la luna con un silbido,
por las orejas se le mete la luna chillando: que la desfloraron y está grávida.
Malicioso va torciendo una sonrisa de soslayo. Juan Manuel Casehua ya no tiene el
rostro terregoso y prieto; es platinado transparente como el de los angelitos. Siente
que la luna se le cuela por entre los laberintos nasales, que se le quiere escapar
por el culo, pero está obstruido con arena; Juan Manuel Casehua no está triste,
empieza a reventar en carcajada. Goloso bebe y bebe. El estómago, las piernas, todo
él se vuelve entraña, le cosquillea un gozo ondulante, travieso, mordiscón, ávido,
le hierve como olla de arroz a vapor. Oye que la luna vuelve a susurrarle impudorosa
y sensual: que se la han cogido los gringos y los rusos, que siente pataditas en
la entraña, ¡lindo nene! Carcajea de oreja a oreja, muestra la dentadura como enormes
peinetas españolas, todo el rostro revienta en carcajadas, como granada madura.
Ya no tiene sed ni dolor, ni miedo, ni hambre, ni angustia, ni frustraciones, ni
nostalgia, eso queda prendido en el futuro; de allí en retroceso a cada día hundirá
un paso en las arenas del pasado que se engulle continentes, razas, memorias, nombres,
palabras, conforma los desiertos de la muerte y de la nada. Arena, arena, oleadas
de arena, remolinos de arena, huracanes de arena, pavorosa arena del olvido que
todo lo sepulta.
No hay caballería ni
cañones que lo detengan, aúlla el viento con furia, arrastrando impune el cadáver
seco de los arenales. Amaneciendo resurgirá la fogata calentando sus machetes al
rojo vivo, para hundirlos sin lástima en la entraña de esta tierra que quiere bramar
y sólo llora tímidamente en la voz de las chicharras.
Mañana, cuando vaya
saliendo el sol, de confín a confín irán brotando las dunas como lomos de camellos
cansados… y en la tarde, cuando vaya ocultando su muerte, las dunas multiplicarán
su tumba.
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