Mario Benedetti
Cuando los parlantes anunciaron
que las Líneas Centroamericanas de Aviación postergaban por veinticuatro horas su
vuelo número 914, Sergio Rivera hizo un gesto de impaciencia. No ignoraba, por supuesto,
la clásica argumentación: siempre es mejor una demora impuesta por la prudencia
que una dificultad (“acaso irreparable”) en pleno vuelo. De cualquier manera, esta
demora complicaba bastante sus planes con respecto a la próxima escala, donde ya
tenía citas concertadas para el siguiente mediodía.
Decidió
autoimponerse la resignación. La afelpada voz femenina del parlante seguía diciendo
ahora que la Compañía proporcionaría vales a sus pasajeros para que cenaran, pernoctaran
y desayunaran en el Hotel Internacional, cercano al Aeropuerto. Nunca había estado
en este país eslavo y no le habría desagradado conocerlo, pero por una sola noche
(y aunque el Banco del aeropuerto estaba atendiendo a los pasajeros en tránsito)
no iba a cambiar dólares. De modo que fue hasta el mostrador de LCA, hizo cola para
recibir los vales y decidió no pedir ni un solo extra durante la cena.
Nevaba cuando
el ómnibus los dejó frente al Hotel. Pensó que era la segunda vez que veía nieve.
La otra había sido en Nueva York, en un repentino viaje que debió realizar (al igual
que éste, por cuenta de la Sociedad Anónima) hacía casi tres años. El frío de dieciocho
bajo cero, que primero arremetió contra sus orejas y luego lo sacudió en un escalofrío
integral, le hizo añorar la bufanda azul que había dejado en el avión. Menos mal
que las puertas de cristal se abrieron antes de que él las tocara, y de inmediato
una ola de calor lo reconfortó. Pensó que en ese momento le hubiera gustado tener
cerca a Clara, su mujer, y a Eduardo, su hijo de cinco años. Después de todo, era
un hombre de hogar.
En
el restorán, vio que había mesas para dos, para cuatro y para seis. Él eligió una
para dos, con la secreta esperanza de comer solo y así poder leer con tranquilidad.
Pero simultáneamente otro pasajero le preguntó: “¿Me permite?”, y casi sin esperar
respuesta se acomodó en el lugar libre.
El
intruso era argentino y tenía un irrefrenable miedo a los aviones. “Hay quienes
tienen sus amuletos”, dijo, “sé de un amigo que no sube a un avión si no lleva consigo
cierto llavero con una turquesa. Sé de otro que viaja siempre con una vieja edición
de Martín Fierro. Yo mismo llevo conmigo, aquí están, ¿las ve?, dos moneditas japonesas
que compré, no se ría, en el Barrio Chino de San Francisco. Pero a mí no hay amuleto
que me serene de veras”.
Rivera
empezó contestando con monosílabos y leves gruñidos, pero a los diez minutos ya
había renunciado a su lectura y estaba hablando de sus propios amuletos. “Mire,
mi superstición acaba de sufrir la peor de las derrotas. Siempre llevaba esta Sheaffer’s
pero sin tinta, y había una doble razón: por un lado no corría el riesgo de que
me manchara el traje, y, por otro, presentía que no me iba a pasar nada en ningún
vuelo mientras la llevara así, vacía. Pero en este viaje me olvidé de quitarle la
tinta, y ya ve, pese a todo estoy vivo y coleando.” Le pareció que el otro lo miraba
sin excesiva complicidad, y entonces se sintió obligado a agregar: “La verdad, es
que en el fondo soy un fatalista. Si a uno le llega la hora, da lo mismo un Boeing
que la puntual maceta que se derrumba sobre uno desde un séptimo piso”. “Sí”, dijo
el otro, “pero así y todo, prefiero la maceta. Puede darse el caso de que uno quede
idiota, pero vivo”.
El
argentino no terminó el postre (“¿quién dijo que en Europa saben hacer el mousse
de chocolate?”) y se retiró a su habitación. Rivera ya no estaba en disposición
de leer y encendió un cigarrillo mientras dejaba que se asentara el café a la turca.
Se quedó todavía un rato en el comedor, pero cuando vio que las mesas iban quedando
vacías, se levantó rápidamente para no quedar último y se fue a su pieza, en el
segundo piso. El pijama estaba en la valija, que había quedado en el avión, así
que se acostó en calzoncillos. Leyó un buen rato, pero Agatha Christie despejó su
enigma mucho antes de que a él le viniera el sueño. Como señalahojas usaba una foto
de su hijo. Desde una lejana duna de El Pinar, con un baldecito en la mano y mostrando
el ombligo, Eduardo sonreía, y él, contagiado, también sonrió. Después apagó la
veladora y encendió la radio, pero la enfática voz hablaba una lengua endiablada,
así que también la apagó.
Cuando
sonó el teléfono, su brazo tanteó unos segundos antes de hallar el tubo. Una voz
en inglés dijo que eran las ocho y buenos días y que los pasajeros correspondientes
al vuelo 914 de LCA serían recogidos en la puerta del hotel a las 9 y 30, ya que
la salida del avión estaba anunciada “en principio” para las 11 y 30. Había tiempo,
pues, para bañarse y desayunar. Le molestó tener que usar, después de la ducha,
la misma ropa interior que traía puesta desde Montevideo. Mientras se afeitaba,
estuvo pensando cómo se las arreglaría para intercalar en el resto de la semana
las entrevistas no cumplidas. “Hoy es martes 5”, se dijo. Llegó a la conclusión
de que no tenía más remedio que establecer un orden de prioridades. Así lo hizo.
Recordó las últimas instrucciones del Presidente del Directorio (“no se olvide,
Rivera, que su próximo ascenso depende de cómo le vaya en su conversación con la
gente de Sapex”) y decidió que postergaría varias entrevistas secundarias para poder
dedicar íntegramente la tarde del miércoles a los cordiales mercaderes de Sapex,
quienes, a la noche, quizá lo llevaran a aquel cabaret cuyo strip-tease tanto había
impresionado, dos años atrás, al flaco Pereyra.
Desayunó
sin compañía, y a las nueve y media, exactamente, el ómnibus se detuvo frente al
Hotel. Nevaba aun más intensamente que la víspera, y en la calle el frío era casi
insoportable. En el aeropuerto, se acercó a uno de los amplios ventanales y miró,
no sin resentimiento, cómo el avión de LCA era atendido por toda una cuadrilla de
hombres en mameluco gris. Eran las doce y quince cuando la voz del parlante anunció
que el vuelo 914 de LCA sufría una nueva postergación, probablemente de tres horas,
y que la Compañía proporcionaría vales a sus pasajeros para almorzar en el restorán
del aeropuerto.
Rivera
sintió que lo invadía un vaho de escepticismo. Como siempre que se ponía nervioso,
eructó dos veces seguidas y registró una extraña presión en las mandíbulas. Luego
fue a hacer cola frente al mostrador de LCA. A las 15 y 30, la voz agorera dijo,
con envidiable calma, que “debido a desperfectos técnicos, LCA había resuelto postergar
su vuelo 914 hasta mañana, a las 12 y 30”. Por primera vez, se escuchó un murmullo,
de entonación algo agresiva. El adiestrado oído de Rivera registró palabras como
“intolerable”, “una vergüenza”, “qué falta de consideración”. Varios niños comenzaron
a llorar y uno de los llantos fue bruscamente cortado por una bofetada histérica.
El argentino miró desde lejos a Rivera y movió la cabeza y los labios, como diciendo:
“¿Qué me cuenta?”. Una mujer, a su izquierda, comentó sin esperanza: “Si por lo
menos nos devolvieran el equipaje”.
Rivera
sintió que la indignación le subía a la garganta cuando el parlante anunció que
en el mostrador de LCA el personal estaba entregando vales para la cena, la habitación
y el desayuno, todo por gentileza de la Compañía. La pobre muchacha que proporcionaba
los vales debía sostener una estúpida e inútil discusión con cada uno de los pasajeros.
Rivera consideró más digno recibir el vale con una sonrisa de irónico menosprecio.
Le pareció que, con una ojeada fugaz, la muchacha agradecía su discreto estilo de
represalia.
En
esta ocasión Rivera llegó a la conclusión de que su odio se había vuelto comunicativo
y se sentó a cenar en una mesa de cuatro. “Fusilarlos es poco”, dijo, en plena masticación,
una señora de tímida y algo ladeada peluca. El caballero que Rivera tenía enfrente,
abrió lentamente el pañuelo para sonarse; luego tomó la servilleta y se limpió el
bigote. “Yo creo que podrían transferirnos a otra compañía”, insistió la señora.
“Somos demasiada gente”, dijo el hombre del pañuelo y la servilleta. Rivera aventuró
una opinión marginal: “Es el inconveniente de volar en invierno”, pero de inmediato
se dio cuenta de que se había salido de la hipótesis de trabajo. A ella, por supuesto,
se le hizo agua la boca: “que yo sepa, la Compañía no ha hecho ninguna referencia
al mal tiempo. ¿Acaso usted no cree que se trata de una falla mecánica?”. Por primera
vez se escuchó la voz (ronca, con fuerte acento germánico) del cuarto comensal:
“Una de las azafatas explicó que se trata de un inconveniente en el aparato de radio”.
“Bueno”, admitió Rivera, “si es así, la demora parece explicable, ¿no?”.
Allá,
en el otro extremo del restorán, el argentino hacía grandes gestos, que Rivera interpretó
como progresivamente insultantes para la Compañía. Después del café, Rivera fue
a sentarse frente a los ascensores. En el salón del séptimo piso debía haber alguna
reunión con baile, ya que de la calle entraba mucha gente. Después de dejar en el
guardarropa todo un cargamento de abrigos, sombreros y bufandas, esperaban el ascensor
unos jovencitos elegantemente vestidos de oscuro y unas muchachas muy frescas y
vistosas. A veces bajaban otras parejas por la escalera hablando y riendo, y Rivera
lamentaba no saber qué broma estarían festejando. De pronto se sintió estúpidamente
solo, con ganas de que alguna de aquellas parejitas se le acercara a pedirle fuego,
o a tomarle el pelo, o a hacerle una pregunta absurda en ese imposible idioma que
al parecer tenía (¿quién lo hubiera creído?) sitio para el humor. Pero nadie se
detuvo siquiera a mirarlo. Todos estaban demasiado entretenidos en su propio lenguaje
cifrado, en su particular y alegre distensión.
Deprimido
y molesto consigo mismo, Rivera subió a su habitación, que esta vez estaba en el
octavo piso. Se desnudó, se metió en la cama, y preparó un papel para rehacer el
programa de entrevistas. Anotó tres nombres: Kornfeld, Brunell, Fried. Quiso anotar
el cuarto y no pudo. Se le había borrado por completo. Solo recordó que empezaba
con E. Le fastidió tanto esa repentina laguna que decidió apagar la luz y trató
de dormirse. Durante largo rato estuvo convencido de que ésta iba a ser una de esas
nefastas noches de insomnio que años atrás habían sido su tormento. Para colmo,
no tenía esta vez el recurso de la lectura. Una segunda Agatha Christie había quedado
en el avión. Estuvo un rato pensando en su hijo, y de pronto, con cierto estupor,
advirtió que hacía por lo menos veinticuatro horas que no se acordaba de su mujer.
Cerró los ojos para imponerse el sueño. Hubiera jurado que solo habían pasado tres
minutos cuando, seis horas después, sonó el teléfono y alguien le anunció, siempre
en inglés, que el ómnibus los recogería a las 12 y 15 para llevarlos al aeropuerto.
Le daba tanta rabia no poder cambiarse de ropa interior, que decidió no bañarse.
Incluso tuvo que hacer un esfuerzo para lavarse los dientes. En cambio, tomó el
desayuno alegremente. Sintió un placer extraño, totalmente desconocido para él,
cuando sacó del bolsillo el vale de la Compañía y lo dejó bajo la azucarera floreada.
En
el aeropuerto, después de almorzar por cuenta de LCA, se sentó en un amplio sofá
que, como estaba junto a la entrada de los lavabos, nadie se decidía a ocupar. De
pronto se dio cuenta de que una niña (rubia, cinco años, pecosa, con muñeca) se
había detenido junto a él y lo miraba. “¿Cómo te llamas?”, preguntó ella en un alemán
deliciosamente rudimentario. Rivera decidió que presentarse como Sergio era lo mismo
que nada, y entonces inventó: “Karl”. “Ah”, dijo ella, “yo me llamo Gertrud”. Rivera
retribuyó atenciones: “¿Y tu muñeca?”. “Ella se llama Lotte”, dijo Gertrud.
Otra
niña (también rubia, tal vez cuatro años, asimismo con muñeca) se había acercado.
Preguntó en francés a la alemancita: “¿Tu muñeca cierra los ojos?”. Rivera tradujo
la pregunta al alemán, y luego la correspondiente respuesta al francés. Sí, Lotte
cerraba los ojos. Pronto pudo saberse que la francesita se llamaba Madeleine, y
su muñeca, Yvette. Rivera tuvo que explicarle concienzudamente a Gertrud que Yvette
cerraba los ojos y además decía mamá. La conversación tocó luego temas tan variados
como el chocolate, los payasos y los sendos papás. Rivera trabajó un cuarto de hora
como intérprete simultáneo, pero las dos criaturas no le daban ninguna importancia.
Mentalmente comparó a las rubiecitas con su hijo y reconoció objetivamente que Eduardo
no salía mal parado. Respiró satisfecho.
De
pronto Madeleine extendió su mano hacia Gertrud, y ésta como primera reacción, retiró
la suya. Luego pareció reflexionar y la entregó. Los ojos azules de la alemancita
brillaron, y Madeleine dio un gritito de satisfacción. Evidentemente, de ahora en
adelante ya no hacía falta ningún intérprete, y las dueñas de Lotte e Ivette se
alejaron, tomadas de la mano sin despedirse siquiera de quien tanto había hecho
por ellas.
“LCA
informa”, anunció la voz del parlante, menos suave que la de la víspera pero creando
de todos modos un silencio cargado de expectativas, “que no habiendo podido solucionar
aún los desperfectos técnicos, ha resuelto cancelar su vuelo 914 hasta mañana, en
hora a determinar”.
Rivera
se sorprendió a sí mismo corriendo hacia el mostrador para conseguir un buen lugar
en la cola de los aspirantes a vales de cena, habitación y desayuno. No obstante,
debió conformarse con el octavo puesto. Cuando la empleada de la Compañía le extendió
el ya conocido papelito, Rivera tuvo la sensación de que había logrado un avance,
tal vez algo parecido a un ascenso en la Sociedad Anónima, o a un examen salvado,
o a la simple certidumbre del abrigo, la protección, la seguridad.
Estaba
terminando de cenar en el hotel de siempre (una cena que había incluido una estupenda
crema de espárragos, más Wienerschnitzel, más fresas con crema, todo ello acompañado
por la mejor cerveza de que tenía memoria) cuando advirtió que su alegría era decididamente
inexplicable. Otras veinticuatro horas de atraso significaban lisa y llanamente
la eliminación de varias entrevistas y, en consecuencia, de otros tantos acuerdos.
Conversó un rato con el argentino de la primera noche, pero para éste no había otro
tema que el peligro peronista. La cuestión no era para Rivera demasiado apasionante,
de modo que alegó una inexplicable fatiga y se retiró a su pieza, ahora en el quinto.
Cuando
quiso reorganizar la nómina de entrevistas a cumplir, se encontró con que se acordaba
solamente de dos nombres: Fried y Brunell. Esta vez el olvido le causó tanta gracia
que la solitaria carcajada sacudió la cama y le extrañó que en la habitación vecina
nadie reclamara silencio. Se tranquilizó pensando que en algún lugar de la valija
que estaba en el avión había una libretita con todos los nombres, direcciones y
teléfonos. Se dio vuelta bajo aquellas extrañas sábanas con botones y acolchado,
y experimentó un bienestar semejante a cuando era niño y, después de una jornada
invernal, se arrollaba bajo las frazadas. Antes de dormirse, se detuvo un instante
en la imagen de Eduardo (inmovilizada en la foto de las dunas, con el baldecito
en la mano) pero la creciente modorra le impidió advertir que no se acordaba de
Clara.
A
la mañana siguiente, miró casi con cariño su muda ya francamente sucia, por lo menos
en los bordes del calzoncillo y en los tirantes de la camiseta. Se lavó tímidamente
los ojos, pero casi enseguida tomó la atrevida decisión de no cepillarse los dientes.
Volvió a meterse en la cama hasta que el teléfono dijo su cotidiano alerta. Luego,
mientras se vestía, consagró cinco minutos a reconocer la bondad de la Compañía
que financiaba tan generosamente la involuntaria demora de sus pasajeros. “Siempre
viajaré por LCA”, murmuró en voz alta, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por
esa razón tuvo que cerrarlos y cuando los abrió, lo primero que distinguió fue un
almanaque en el que no había reparado. En vez de jueves 7, marcaba miércoles 11.
Sacó la cuenta con los dedos, y decidió que esa hoja debía pertenecer a otro mes,
o a otro año. En ese momento opinó muy mal de la rutina burocrática en los Estados
socialistas. Luego se levantó, desayunó, tomó el ómnibus.
Esta
vez sí había agitación en el aeropuerto. Dos matrimonios, uno chileno y otro español,
protestaban ruidosamente por las sucesivas demoras y sostenían que, desde el momento
que ellos viajaban con un niño y una niña respectivamente, ambos de pocos meses,
la Compañía debería ocuparse de conseguirles los pañales pertinentes, o en su defecto
facilitarles las valijas que seguían en el avión inmóvil. La empleada que atendía
el mostrador de LCA se limitaba a responder, con una monotonía predominantemente
defensiva, que las autoridades de la Compañía tratarían de solucionar, dentro de
lo posible, los problemas particulares que originaba la involuntaria demora.
Involuntaria
demora. Demora involuntaria. Sergio escuchó esas dos palabras y se sintió renacer.
Quizá era eso lo que siempre había buscado en su vida (que había sido todo lo contrario:
urgencia involuntaria, prisa deliberada, apuro, siempre apuro). Recorrió con la
vista los letreros del aeropuerto en lenguas varias: Sortie, Arrivals, Ausgang,
Douane, Departures, Cambio, Herren, Change, Ladies, Verboten, Transit, Snack Bar.
Algo así como su hogar.
De
vez en cuando una voz, siempre femenina, anunciaba la llegada de un avión, la partida
de otro. Nunca, por supuesto, del vuelo 914 de LCA, cuyo paralizado, invicto avión,
seguía en la pista, cada vez más rodeado de mecánicos en overalls, largas mangueras,
jeeps que iban y venían trayendo o llevando nuevos operarios, o tornillos, u órdenes.
“Sabotaje,
esto es sabotaje”, pasó diciendo un italiano enorme que viajaba en primera. Rivera
tomó sus precauciones y se acercó al mostrador de LCA. De ese modo, cuando el parlante
anunciara la nueva demora involuntaria, él estaría en el primer sitio para recoger
el vale correspondiente a cena, habitación y desayuno.
Gertrud
y Madeleine pasaron junto a Rivera, tomadas de la mano y ya sin muñecas. Las chiquilinas
(¿serían las mismas, u otras muy semejantes?, estas rubiecitas europeas son todas
iguales) parecían tan conformes como él con la demora involuntaria. Rivera pensó
que ya no habría ninguna entrevista, ni siquiera con la gente de ¿cómo era? Se probó
a sí mismo tratando de recordar algún nombre, uno solo, y se entusiasmó como nunca
cuando verificó que ya no recordaba ninguno.
También
esta vez se encontró con un almanaque frente a él, pero la fecha que marcaba (lunes
7) era tan descabellada, que decidió no darle importancia. Fue precisamente en ese
instante que entraron en el vasto hall del aeropuerto todos los pasajeros de un
avión recién llegado. Rivera vio al muchacho, y sintió que lo envolvía una sensación
de antiguo y conocido afecto. Sin embargo, el adolescente pasó junto a él, sin mirarlo
siquiera. Venía conversando con una chica de pantalones de pana verde y botitas
negras. El muchacho fue hasta el mostrador y trajo dos jugos de naranja. Rivera,
como hipnotizado, se sentó en un sofá vecino.
“Dice
mi hermano que aquí estaremos más o menos una hora”, dijo la chica. Él se limpió
los labios con el pañuelo. “Estoy deseando llegar.” “Yo también”, dijo ella. “A
ver si escribís. Quién te dice, a lo mejor nos vemos. Después de todo, estaremos
cerca.” “Vamos a anotar ahora mismo las direcciones”, dijo ella.
El
muchacho empuñó un bolígrafo, y ella abrió una libretita roja. A dos metros escasos
de la pareja, Sergio Rivera estaba inmóvil, con los labios apretados.
“Anotá”,
dijo la muchacha, “María Elena Suárez, Koenigstrasse 21, Nuremberg. ¿Y vos?”. “Eduardo
Rivera, Lagergasse 9, Viena III.” “¿Y cuánto tiempo vas a estar?” “Por ahora, un
año”, dijo él. “Qué feliz, che. ¿Y tu viejo no protesta?”
El
muchacho empezó a decir algo. Desde su sitio no pudo entender las palabras porque
en ese preciso instante el parlante (la misma voz femenina de siempre, aunque ahora
extrañamente cascada) informaba: “LCA comunica que, en razón de desperfectos técnicos,
ha resuelto cancelar su vuelo 914 hasta mañana, en hora a determinar”.
Solo
cuando el anuncio llegó a su término, la voz del adolescente fue otra vez audible
para Sergio: “Además, no es mi viejo sino mi padrastro. Mi padre murió hace años,
¿sabés?, en un accidente de aviación”.
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