Miguel Ángel Asturias
Los Güegüechos de gracia
José y Agustina, conocidos en el pueblo con los diminutivos de Don Chepe y la Niña
Tina hacen la cuenta de mis años con granos de maíz, sumando de uno en uno de izquierda
a derecha, como los antepasados los puntos que señalan los siglos en las piedras.
El cuento de los años es triste. Mi edad les hace entristecer.
–El
influjo hechicero del chipilín –habla la Niña Tina–me privó de la conciencia del
tiempo, comprendido como sucesión de días y de años. El chipilín, arbolito de párpados
con sueño, destruye la acción del tiempo y bajo su virtud se llega al estado en
que enterraron a los caciques, los viejos sacerdotes del reino.
–Oí
cantar –habla Don Chepe–a un guardabarranca bajo la luna llena, y su trino me goteó
de mielita hasta dejarme lindo y transparente. El sol no me vido y los días pasaron
sin tocarme. Para prolongar mi vida para toda la vida, alcancé el estado de la transparencia
bajo el hechizo del guardabarranca.
–Es
verdad –hablé el último– les dejé una mañana de abril para salir al bosque a caza
de venados y palomas, y, ahora que me acuerdo, estaban como están y tenían cien
años. Son eternos. Son el alma sin edad de las piedras y la tierra sin vejez de
los campos. Salí del pueblo muy temprano, cuando por el camino amanecía sobre las
cabalgatas. Aurora de agua y miel. Blanca respiración de los ganados. Entre los
liquidámbares cantaban los cenzontles. La flor de las verbenas quería reventar.
Entré
al bosque y seguí bajo los árboles como en una procesión de patriarcas. Detrás de
los follajes clareaba el horizonte con oro y colores de vitral. Los cardenales parecían
las lenguas del Espíritu Santo. Yo iba viendo el cielo. Primitivo, inhumano e infantil,
en ese tiempo me llamaban Cuero de Oro, y mi casa era asilo de viejos cazadores.
Sus estancias contarían, si hablasen, las historias que oyeron contar. De sus paredes
colgaban cueros, cornamentas, armas, y la sala tenía en marcos negros estampas de
cazadores rubios y anima les perseguidos por galgos. Cuando yo era niño, encontraba
en aquellas estampas que los venados heridos se parecían a San Sebastián.
Dentro
de la selva, el bosque va cerrando caminos. Los árboles caen como moscas en la telaraña
de las malezas infranqueables. Y a cada paso, las liebres ágiles del eco saltan,
corren, vuelan. En la amorosa profundidad de la penumbra: el tuteo de las palomas,
el aullido del coyote, la carrera de la danta, el paso del jaguar, el vuelo del
milano y mi paso despertaron el eco de las tribus errantes que vinieron del mar.
Aquí fue donde comenzó su canto. Aquí fue donde comenzó su vida. Comenzaron la vida
con el alma en la mano. Entre el sol, el aire y la tierra bailaron al compás de
sus lágrimas cuando iba a salir la luna. Aquí, bajo los árboles de anona. Aquí,
sobre la flor de capulí…
Y
bailaban cantando:
“¡Salud,
oh constructores, oh formadores! Vosotros veis. Vosotros escucháis. ¡Vosotros! No
nos abandonéis, no nos dejéis, ¡oh, dioses!, en el cielo, sobre la tierra, Espíritu
del cielo, Espíritu de la tierra. Dadnos nuestra descendencia, nuestra posteridad,
mientras haya días, mientras haya albas. Que la germinación se haga. Que el alba
se haga. Que numerosos sean los verdes caminos, las verdes sendas que vosotros nos
dais. Que tranquilas, muy tranquilas estén las tribus. Que perfectas, muy perfectas
sean las tribus. Que perfecta sea la vida, la existencia que nos dais. ¡Oh, maestro
gigante. Huella del relámpago, Esplendor del relámpago, Huella del Muy Sabio, Esplendor
del Muy Sabio, Gavilán, Maestros-magos, Dominadores, Poderosos del cielo, Procreadores,
Engendradores, Antiguo secreto, Antigua ocultadora, Abuela del día, Abuela del alba!…
¡Que
la germinación se haga, que el alba se haga!”
Y
bailaban, cantando…
“Salve,
Bellezas del Día, Maestros gigantes, Espíritus del Cielo, de la tierra, Dadores
del Amarillo, del Verde, Dadores de Hijas, de Hijos! ¡Volveos hacia nosotros, esparcid
el verde, el amarillo, dad la vida, la existencia a mis hijos, a mi prole! ¡Que
sean engendrados, que nazcan vuestros sostenes, vuestros nutridores, que os invoquen
en el camino, en la senda, al borde de los ríos, en los barrancos, bajo los árboles,
bajo los bejucos! ¡Dadles hijas, hijos! ¡Que no haya desgracia ni infortunio! ¡Que
la mentira no entre detrás de ellos, delante de ellos! ¡Que no caigan, que no se
hieran, que no se desgarren, que no se quemen! ¡Que no caigan ni hacia arriba del
camino, ni hacia abajo del camino! ¡Que no haya obstáculo, peligro, detrás de ellos,
delante de ellos! ¡Dadles verdes caminos, verdes sendas! ¡Que no hagan ni su desgracia
ni su infortunio vuestra potencia, vuestra hechicería! ¡Que sea buena la vida de
vuestros sostenes, de vuestros nutridores ante vuestras bocas, ante vuestros rostros,
oh Espíritus del Cielo, oh Espíritus de la Tierra, oh Fuerza Envuelta, oh Pluvioso,
Volcán, en el Cielo, en la Tierra, en los cuatro ángulos, en las cuatro extremidades,
en tanto exista el alba, en tanto exista la tribu, oh dioses!”
Y
bailaban cantando.
Oscurece
sin crepúsculo, corren hilos de sangre entre los troncos, delgado rubor aclara los
ojos de las ranas y el bosque se convierte en una masa maleable, tierna, sin huesos,
con ondulaciones de cabellera olorosa a estoraque y a hojas de limón.
Noche
delirante. En la copa de los árboles cantan los corazones de los lobos. Un dios
macho está violando en cada flor una virgen. La lengua del viento lame las ortigas.
Bailes en las frondas. No hay estrellas, ni cielo, ni camino. Bajo el amor de los
almendros el barro huele a carne de mujer.
Noche
delirante. Al rumor sucede el silencio, al mar el desierto. En la sombra del bosque
me burlan los sentidos: oigo voces de arrieros, marimbas, campanas, caballerías
galopando por calles empedradas; veo luces, chispas de fraguas volcánicas, faros,
tempestades, llamas, estrellas: me siento atado a una cruz de hierro como un mal
ladrón; mis narices se llenan de un olor casero de pólvora, trapos y sartenes. Al
rumor sucede el silencio, al mar el desierto. Noche delirante. En la oscuridad no
existe nada. En la oscuridad no existe nada…
Agarrándome
una mano con otra, bailo al compás de las vocales de un grito ¡A-e-i o-u! ¡A-e-i-o-u!
Y al compás monótono de los grillos.
¡A-e-i-o-u!
¡Más ligero! ¡A-e-i-o-u! ¡Más ligero! ¡No existe nada! ¡No existo yo, que estoy
bailando en un pie! ¡A-e-i-o-u! ¡Más ligero! ¡U-o-i-e-a! ¡Más! ¡Criiii-criiii! ¡Más!
Que mi mano derecha tire de mi izquierda hasta partirme en dos –aeiou–para seguir
bailando –uoiea–partido por la mitad –aeiou– pero cogido de las manos –¡criiii…
criiii!
Los
güegüechos oyen mi relato sin moverse, así como los santos de mezcla embutidos en
los nichos de las iglesias, y sin decir palabra.
–Bailando
como loco topé el camino negro donde la sombra dice: “Camino rey es éste y quien
lo siga el rey será!”. Allí vide a mi espalda el camino verde, a mi derecha el rojo
y a mi izquierda el blanco. Cuatro caminos se cruzan antes de Xibalbá.
Sin
rumbo, los cuatro caminos éranme vedados; después de consultar con mi corazón, me
detuve a esperar la aurora llorando de fatiga y de sueño. En la oscuridad fueron
surgiendo imágenes fantásticas y absurdas: ojos, manos, estómagos, quijadas. Numerosas
generaciones de hombres se arrancaron la piel para enfundar la selva. Inesperadamente
me encontré en un bosque de árboles humanos:
veían
las piedras, hablaban las hojas, reían las agas y movíanse con voluntad propia el
sol, la luna, las estrellas, el cielo y la tierra.
Los
caminos se enroscaron y el paisaje fue apareciendo en la claridad de las distancias
enigmático y triste, como una mano que se descalza el guante. Líquenes espesos acorazaban
los troncos de las ceibas. Los robles más altos ofrecían orquídeas a las nubes que
el sol acababa de violar y ensangrentar en el crepúsculo. El culantrillo simulaba
una lluvia de esmeraldas en el cuello carnoso de los cocos. Los pinos estaban hechos
de pestañas de mujeres románticas.
Cuando
los caminos habían desaparecido por opuestas direcciones –opuestas están las cuatro
extremidades del cielo– la oscuridad volvió a esponjar las cosas, colándolas en
la penumbra hasta hacerlas polvo, nada, sombra.
Noche
delirante. El tigre de la luna, el tigre de la noche y el tigre de la dulce sonrisa
vinieron a disputar mi vida. Caída el ala de la lechuza, lanzáronse al asalto; pero
en el momento de ir garra y comillo a destrozar la imagen de Dios –yo era en ese
tiempo la imagen de Dios– la medianoche se enroscó a mis pies y los follajes por
donde habían pasado reptando los caminos, desanilláronse en culebras de cuatro colores
subiendo el camino de mi epidermis blando y tibio para el frío raspón de sus escamas.
Las negras frotaron mis cabellos hasta dormirse de contentas, como hembras con su
machos. Las blancas ciñéronme la frente. Las verdes me cubrieron los pies con plumas
de kukul. Y las rojas los órganos sagrados…
–Titilganabáh!
¡Titilganabáh! … –gritan los güegüechos– Les callo para seguir contando.
–Aislado
en mil anillos de culebra, concupiscente, torpe, tuve la sexual agonía de sentir
que me nacían raíces. La noche era tan oscura que el agua de los ríos se golpeaba
en las piedras de los montes, y más allá de los montes, Dios, que hace a veces de
dentista loco, arrancaba los árboles de cuajo con la mano del viento.
–Noche
delirante! ¡Bailes en las frondas! Los encinales se perseguían bajo las nubes negras,
sacudiéndose el rocío como caballerías sueltas. ¡Bailes en las frondas! ¡Noche delirante!
Mis raíces crecieron y ramificánronse estimuladas por su afán geocéntrico. Taladré
cráneos y ciudades, y pensé y sentí con las raíces añorando la movilidad de cuando
no era viento, ni sangre, ni espíritu, ni éter en el éter que llena la cabeza de
Dios.
–Titilganabáh!
¡Titilganabáh!
–A
lo largo de mis raíces, innumerables y sin nombres, destilóse mi palidez centrina
(Cuero de Oro), el betún de mis ojos, mis ojeras y mi vida sin principio ni fin.
–Titilganabáh!
–Y
después… –concluí fatigado– sus personas me oyen, sus personas me tienen, sus personas
me ven…
¡A
medida que taladro más hondo, más hondo me duele el corazón! Pero acuérdaseme ahora
que he venido a oír contar leyendas de Guatemala y no me cuadra que sus mercedes
callen de una pieza, como se les hubiesen comido la lengua los ratones…
La
tarde cansa con su mirar de bestia maltratada. En la tienda hace noche, flota el
aroma de las especias, vuelan las moscas turbando el ritmo de la destiladera, y
por las pajas del techo la luz alarga pajaritas de papel sobre los muros de adobe.
–Los
ciegos ven el camino con los ojos de los perros!… –concluye Don Chepe. –Las alas
son cadenas que nos atan al cielo! … –concluye la Niña Tina. Y se corta la conversación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario