martes, 13 de septiembre de 2022

Traoré

Juan José Saer

 

a Arcadio Díaz Quiñones

 

Es cierto que basta bajar de un avión en Dakar, en Bamakó o en Abidjean, o incluso en Uagadudu, y dar los primeros pasos al salir del aeropuerto, para que ya los turistas o los hombres de negocios europeos, o los militares blancos enviados a asesorar al gobierno local, se topen con algún vendedor de baratijas, o algún zapatero sobre todo, que también podría curar ciertas enfermedades y llevar un mensaje a la otra punta de la ciudad por unas monedas si alguien se lo pidiese y que, rodeado de un círculo de oyentes inmovilizados por el fluir colorido de las palabras, esté contando por millonésima vez la misma historia: que los griots perdieron todo el poder que tenían sobre los reyes el día de la batalla X o Z –los nombres de lugares y de personas son tan caprichosos, volátiles y ubicuos como las fechas o las razones de la guerra–; que no podía ser de otra manera si verdaderamente había justicia en este mundo, y que ese poder se les había escapado de golpe, porque a alguien, como la batalla era tan recia y tan larga y su resultado tan incierto, se le había ocurrido la idea fatal para llegar de una vez por todas al desenlace. Era la época en que la magnificencia de una corte se juzgaba no por la abundancia de oro, de armas, de reservas de grano, de esposas para el rey y para la nobleza, sino por la cantidad de griots que cantaban a todo momento, hora tras hora, de día y de noche, la genealogía de los reyes que los tomaban a su servicio, el esplendor de su corte, el número y el coraje de sus ejércitos, la fertilidad de sus mujeres y la salud y las promisorias perspectivas matrimoniales de su descendencia.

Es cierto también que, a causa de su omnipresencia, los griots habían adquirido una especie de invisibilidad, y no tenían más existencia que la de los atributos reales que cantaban; e inversamente cada rey, cada notable los había tomado a su servicio en tal cantidad, que él mismo desaparecía entre el enjambre de juglares que lo precedía, lo rodeaba, y lo sucedía en cada uno de sus desplazamientos, público o privado, de manera que si el rey comía por ejemplo, las cohortes de griots celebraban el banquete en el momento mismo en que estaba teniendo lugar, transformándolo en un hecho legendario que formaría parte de la tradición y que de esa manera seguiría maravillando a las generaciones sucesivas, ya no se sabía si el rey estaba ausente o presente durante el acontecimiento –únicamente el relato de los griots era real para los cortesanos que, sin ver nada a causa de la multitud de cantores ni tener más garantías de que estaba sucediendo que la narración que la describía y los encomios que la ensalzaban, en razón de un protocolo puntilloso estaban obligados a asistir a la comida.

Es cierto además que el mundo parecía estar desapareciendo detrás de todos esos relatos y esos cantos que pretendían substituirlo por una versión más nítida que la que ofrecen los sentidos, más exacta que la que puede extraerse de la experiencia, más intensa que la que se representa la imaginación, más clara y coherente que la que concibe el pensamiento. Es por eso que poco después de producirse la hecatombe, apareció no se sabe bien dónde un refrán, proferido siempre con un tono amargo de amenaza y de cólera, que decía más o menos: ¡Van a terminar como los griots de Niani (o de Kayes, o de Odiené, o de X o Z según las versiones) de tanto querer suplantar al mundo con su canto!, y que se aplicaba a la gente demasiado ambiciosa que, embriagada por el suceso de alguna actividad, afirmaba que todas las cosas debían ser consideradas a partir de ella. Es cierto que la situación había llegado a esos extremos cuando tuvo lugar la batalla.

Es probable que las cosas hayan sucedido más o menos como en las diferentes versiones que las cuentan, en la Costa de Marfil, en Guinea, en Malí, en Senegal, y en París también, en Barbés y al norte de Barbés, en las inmediaciones de la estación de metro Marcadet-Poissonières, en las ocupaciones ilegales de la rue Vitruve, o en las cortadas de Charonne algunas de las cuales dan a los fondos del cementerio del Père Lachaise, o en los inquilinatos ruinosos cerca de la Place des Fêtes, o en los hoteluchos detrás de la Gare de Lyon, donde hay un par de estudios fotográficos que, si uno lleva las fotos sueltas, viejas o recientes, en el formato administrativo de cuatro por cuatro o retratos de medio cuerpo o en pie de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, reconstruyen una numerosa reunión de familia coloreada con unos delicados tonos pastel, y también en Marsella, o en las bodegas de los barcos o en los camiones frigoríficos donde viajan como ganado para entrar clandestinamente en Europa. Nunca falta alguien para contar la historia que, como por casualidad, siempre ha sucedido cerca de la aldea del que la cuenta, y siempre la buena idea se le ocurrió a uno de su propio clan, o de su propia aldea, un antepasado que gracias a esa inspiración súbita terminó para siempre con el despotismo irrazonable de los juglares.

Es cierto que la historia es más o menos la siguiente: dos reyezuelos al frente de dos tribus, enemigas desde tiempos inmemoriales, rivalizaban también en cuanto a la cantidad de griots empleados en su corte y habían tomado la costumbre de ir a la batalla envueltos en una nube espesa de cantores, de modo tal que no solamente eran invisibles en medio de esa muchedumbre, sino que también habían llegado a una condición incierta de existencia, difícil de aprehender, a causa de los epítetos innumerables que los describían y de los atributos variados, y a menudo contradictorios que los diferentes versos les adjudicaban. Detrás de ese enjambre de griots, las lanzas no los alcanzaban y las flechas estaban imposibilitadas de llegar a su destino, y a causa de la incertidumbre que había creado esa situación, los hombres que podríamos llamar de la tropa, los guerreros indistintos y anónimos que nadie cantaba, reducidos a la pura desnudez material en las garras caprichosas de lo aleatorio, morían de a montones, empapados en la sal y en los hedores de su sudor, de sus lágrimas, de su sangre, de sus excrementos y de sus vísceras. Es innegable que las floraciones verbales con que los griots envolvían los acontecimientos terminaban volviéndolos borrosos, contradictorios, inasibles, y que la confusión que resultaba de esa situación prolongaba indefinidamente la masacre. Esos griots, por otra parte, eran como parias, entidades vacías que carecían de verdadera existencia; eran transparentes, incorpóreos, sin otra manera de ser en el mundo que la que le otorgaban sus palabras, y casi podría decirse que eran únicamente reales en el momento en que las proferían, ellos y también sus palabras, y cuando empezaron a conservarlas por escrito, dándoles otra vez a quienes las leían la ilusión de seguir viviendo, también los inducían al error desde luego, porque ya no eran más que hueso y polvo desde hacía mucho tiempo. Los soldados creían en sus palabras y morían a causa de esa creencia, porque el sujeto verdadero que las palabras predicaban se había vuelto ya inaccesible a la experiencia, y las hipérboles que lo celebraban, habiéndolo extraído de lo contingente, lo hacían parecer invulnerable. Hasta que del amasijo chirle de barro, sangre, sudor y lágrimas en el que los soldados chapaleaban, una voz desesperada (y todos los que cuentan la historia pretenden que con el acento de su clan, de su aldea, de su región) propuso, sin mucha convicción, pero jugando su última carta, la alternativa: ¡A los griots! ¡A los griots! ¡No le apunten al rey sino a los griots! Es indiscutible que, después de una corta vacilación, debida no a los escrúpulos sino al escepticismo, las lanzas y las flechas cambiaron de dirección, atravesando los pechos bien reales de los juglares que, uno a uno, a medida que las puntas envenenadas los alcanzaban, se iban desplomando. Al mismo tiempo que los griots iban cayendo los atributos de los reyes –los dos bandos modificaron su estrategia casi al mismo tiempo– se evaporaban, se desvanecían, y sin nadie para nombrarlos iban dejando a los sujetos otra vez en la desnudez del azar, de cara a la perdición, en el mismo barrial en el que chapaleaban los soldados, y entonces fue fácil alcanzarlos. Un par de flechas bien dirigidas terminaron con sus reinos respectivos, es cierto. Y es cierto también que los pocos griots que quedaron con vida, comprobando que también ellos estaban hechos de carne vulnerable, se dispersaron, y más muertos que vivos, sobreviven practicando las artes subalternas que la gente noble no podría ejercer sin perder de inmediato su prestigio, y sin poner en peligro su existencia e incluso la de todos los miembros de su clan.

Todo eso es cierto a su manera, y ahora flota en la cabeza del barrendero musulmán que, empujando su tarro de basura ambulante, cruza la Place Vendôme en dirección a la rue de la Paix, donde el otro está esperándolo, apoyado en la barra de su propio tarro, la barra que sirve para ponerlo en posición oblicua y, tirándolo hacia atrás o empujándolo hacia adelante, permite desplazarlo sobre sus dos ruedas. Basta calcular de una ojeada las dimensiones de la plaza para comprender que ellos solos no podrían barrerla en una jornada de trabajo, y tal vez ni siquiera en una semana, pero después de las barredoras motorizadas que a la mañana temprano lavan las veredas y el espacio empedrado que circunda la columna central, y de las motonetas junta-mierda que pasan de tanto en tanto a cumplir la tarea que justifica su apelación, el trabajo de ellos consiste en mantener el lugar limpio durante el día, lo cual da una idea de la importancia de ese espacio vagamente octogonal en uno de cuyos lados principales se levanta el Ministerio de Justicia, y en frente las joyerías, las negocios de productos de lujo de las marcas más reputadas, la banca privada y los traficantes de diamantes, de oro y de piedras preciosas más ricos del mundo. Los millonarios de fresca o de antigua data, provenientes de rincones previsibles o inesperados del planeta, transitan por la plaza, y la municipalidad va casi literalmente barriendo el suelo ante sus pies para incitarlos a dejar en los comercios de lujo, efectuando compras que en el fondo son nuevas inversiones, como oro, diamantes, cuadros que nadie verá nunca, enterrados en la oscuridad discreta de un cofre bancario, algunas de las divisas que acumularon gracias a las concesiones otorgadas para la extracción de uranio o de petróleo, la desforestación salvaje, la especulación bursátil, el tráfico de heroína, las coimas cobradas como intermediarios entre sus estados respectivos y los vendedores de armas, de aviones, las empresas multinacionales de construcción o de comunicaciones. Unos pocos años antes de esta mañana de invierno en que el barrendero musulmán va atravesando la plaza en dirección a la rue de la Paix, donde el otro lo está esperando, el propio ministro de Justicia en ejercicio la cruzaba también de tanto en tanto porque estaba en negocios sucios con una familia de joyeros instalados en la vereda de enfrente del ministerio, donde se desempeñaban también como banco clandestino, y proponían inversiones para préstamos usurarios que el ministro había considerado como un negocio jugoso, transgrediendo por avaricia varias leyes a la vez, sin más consecuencias para su persona que la de no ser confirmado en su cartera un año más tarde, durante una renovación parcial del gabinete. Pero el barrendero musulmán no piensa en eso: no únicamente no lo sabe, sino que además ese lugar que junto con el otro barrendero debe mantener limpio por el sueldo que le paga la municipalidad le es totalmente indiferente, a pesar de su ministerio y de sus negocios de lujo, y lo único que tiene existencia concreta para él en el gran espacio octogonal son los paquetes de cigarrillos retorcidos, los soretitos de los caniches sacados a pasear por sus amos después de la ronda de las motonetas junta-mierda, los boletos de metro usados, las cáscaras de castañas tostadas y los cucuruchos de papel en que las sirven los vendedores callejeros, o las hojas sueltas de diario que crujen y, sacudidas por el viento, se estremecen sobre el empedrado.

El otro, mostrando una sonrisa satisfecha que irrita todavía un poco más al barrendero musulmán, lo observa aproximarse, apoyado con indolencia en el carrito de metal sobre el que se desplaza el tarro de basura. Aunque no falta mucho para las once, la plaza está bastante vacía, seguro que porque el aire helado y sombrío de la mañana de invierno ha debido disuadir a más de uno de sacar la nariz a la calle. Pero ellos están ahí desde las siete. Aunque son físicamente muy distintos, están vestidos de manera similar, abultados por sus capas sucesivas de vestimentas de lana, ropa interior, camisas, pulóveres, pantalones y medias, una campera gruesa, enteramente abotonada, una gorra con dos bandas verticales que protegen las orejas y se abotonan bajo el mentón, y unos guantes profesionales de lana y cuero suministrados por la municipalidad del mismo modo que el chaleco reglamentario que va encima de todo, cerrado a duras penas con su cierre relámpago a causa de la ropa acumulada alrededor del torso que los hace parecer mucho más corpulentos de lo que son. Si bien una franja ancha que cubre el pecho y la espalda es de un verde claro, fluorescente, destinado a volverlos más visibles para que no se los lleve un coche por delante cuando están barriendo la calle junto al cordón de la vereda, el verde frío, vagamente metalizado del chaleco, es exactamente el mismo con que están pintadas las motonetas y las barredoras motorizadas, el mismo de los uniformes de todo el personal de limpieza de la municipalidad, e incluso de la infinidad de cestos metálicos colocados en distintos puntos de la ciudad, como si los dos barrenderos, a los que tanto separa, al entrar en el servicio municipal de limpieza hubiesen sido obligados, por una obtusa arbitrariedad burocrática, a formar parte del mismo clan, a ostentar contra natura el mismo emblema y los mismos colores, como consecuencia de un sistema cuya racionalidad se les escapaba y que, de tanto parecerles impenetrable y absurdo había terminado por resultarles completamente indiferente. Alto, elástico y, a pesar de haber pasado ya los cincuenta años, oscilando con elegancia y agilidad al caminar, el barrendero musulmán, originario de un región al sudoeste del desierto que por vaya a saber qué red enmarañada de causas ha producido las criaturas humanas más hermosas del mundo, es incapaz de reprimir, cada vez que piensa en el otro o que lo tiene enfrente, una ofuscación desdeñosa que desde luego la inconciencia un poco beata del otro contribuye a aumentar, pero cuya verdadera razón reside en que le es imposible mantenerse a distancia de lo que considera su locuacidad insensata. Desearía ignorarlo, no pensar en él, saludarlo apenas cuando se cruzan en la plaza, haciéndole una seña distante y prosiguiendo como si nada su camino, pero el otro, que parece ignorar por completo su reticencia, imbuido como está del irresistible atractivo de su persona y sobre todo de la alta estima que tiene de sus propias dotes de orador, con su afabilidad envolvente y su buena voluntad ostentosa, lo intercepta húmeda, blandamente, como la selva de la que tal vez proviene, y lo inmoviliza, enredándolo en la telaraña de sus palabras.

Cuando llega a su lado, los ojos rojizos del otro tratan vanamente de captar su mirada, y la sonrisa que se acentúa deja entrever la cavidad rosa de la boca, la lengua ancha que se revuelve un poco en el interior como si, aletargada por el silencio obligatorio en el que la ha tenido sumida su propietario mientras ha estado limpiando un sector de la plaza, ahora, con la aparición de un oyente providencial, estuviese aprestándose para entrar en acción. Y lo que más teme el barrendero musulmán, además del chorro de palabras, es el tufo a alcohol que suelen expeler los labios entreabiertos, única materia viva –la mirada, aunque intensa y movediza, parece siempre demasiado vidriosa– en su cara cubierta hasta casi los pómulos por una barba escarolada, dura y mineral, salpicada de negro, de óxido y de ceniza. Únicamente un ñamakalá puede tener el tupé de jactarse de serlo, piensa el musulmán, con saña secreta y vagamente rencorosa y al mismo tiempo que responde a su saludo se dice como todos los días, que de la casta inferior de los ñamakalá, de la que no se sabe bien si originariamente no se formó con esclavos y prisioneros de guerra, y que comprende a los herreros, a los talabarteros y a los griots, los griots son la capa inferior, y que entre los griots, entre los jèlí, que son cantores y músicos, y los finá, que únicamente son capaces de valerse de la palabra, son los finá los que están obligados a recibir presentes de los jèlí sin derecho a ejercer la reciprocidad, y él, quién sabe a través de qué complicados razonamientos que el barrendero musulmán no logra entender, ostenta siempre un orgullo pueril cuando se presenta como finá Kamara. Es así como por otro lado se hace llamar cuando actúa en público, en ciertas fiestas de familia y también en algunos espectáculos organizados por asociaciones vecinales, en Saint Denis o en Aubervilliers, tal como el barrendero musulmán ha podido comprobarlo al toparse, en cierto negocio de Belleville, con un cartelito amarillo donde aparecían impresos la foto y el nombre de –¿qué tal?– Finá Kamara y de dos o tres de sus colegas. Lo subleva ese impudor incomprensible de presentarse como los descendientes de una casta formada por lo más bajo de la sociedad, de la que muchos de sus miembros provienen de los orígenes más oscuros, desde el fondo de la selva, y cuyos antepasados practicaban ritos abominables, respecto de los cuales los ídolos absurdos que adoraban y los signos ridículos que creían percibir en las cosas del mundo representaban ciertamente un progreso. Ignoran al Dios único, al Sol único que alumbra al universo y lo percibe al mismo tiempo en su totalidad y en cada una de sus partes, por ínfima que sea, desconocen al Profeta y a sus descendientes, y son sordos y ciegos ante las palabras del Libro, en el que en cada letra sin embargo el error en el que se debaten y el castigo que los espera están ya previstos desde la eternidad.

A decir verdad, no es aquello en lo que reposa su fe y que lo distingue del otro lo que fomenta su malhumor, sino la remotísima molestia interior que lo asalta cuando se le ocurre que, finalmente, el otro y él no son tan distintos como él cree, y la prueba estaría en el hecho de que al fin de cuentas, esas historias que el otro se siente en la obligación de contar y que, con una satisfacción que linda con la soberbia, va a a buscar en los lugares y en las épocas menos evidentes, no son del todo ininteresantes. En el fondo su malestar –y la mayor parte del tiempo ni siquiera se da cuenta de lo que le pasa– viene de la energía que le exige administrar los polos contradictorios de atracción y de repulsión que tiran a la vez, cada uno para su lado. El conflicto lo extenúa y lo sumerge en una especie de indecisión, porque el rechazo afirma sus principios y la inclinación los debilita. La vivacidad con que el otro cuenta sus historias, la cantidad de detalles que las adornan, muchos de un mal gusto evidente pero exactos en la caracterización de un personaje, de un lugar o de una escena, hacen vibrar su imaginación a pesar de los esfuerzos que realiza para conservar su inmutabilidad, y por más que quisiera afectar reprobación porque sospecha que la intensidad misma de esos relatos, su movilidad vívida y colorida, denotan la crudeza rústica de los que se ganan la vida contándolos, le es imposible adoptar otra actitud que esa rigidez cortés con que se ha plantado frente al otro, como tantas otras mañanas, y que el otro considera, no sin cierta razón al fin de cuentas, como una incitación a mostrar su habilidad y su oficio. Desde el principio del invierno –las fiestas de fin de año ya pasaron hace casi quince días–, cuando empezaron a trabajar juntos en el sector, en cada cruce, en cada encuentro ocasional, en cada pausa del trabajo, al cabo de un par de frases anodinas el otro encuentra siempre un pretexto para contarle alguna historia, en la que resulta difícil separar lo verídico de la pura mistificación, la verdad de la mentira, el detalle exacto del error o de la exageración, y la historia puede ser corta o larga, cómica o trágica, provenir de tiempos inmemoriales, de antes de la llegada de los blancos, o haber ocurrido según el narrador la víspera o la semana anterior, en alguna aldea al borde del desierto o en plena selva, o en Barbés, en Marsella, en la rue de Charonne o en Place Voltaire, o incluso en el depósito de implementos de limpieza de la municipalidad o en los corredores del metro. Como si fuera poco, el personaje execrable y rechoncho que cuenta esas historias, lleva su ligereza y su desenvoltura hasta un punto tal que se lanza de lleno en su relato, sin tomar la precaución, como lo hacen todos los poetas verdaderos, de invocar al Único, antes de proferir ninguna otra palabra, para implorarle como está escrito en el Libro: ¡Otórgame la lengua de la veracidad hasta los tiempos más remotos! La casta impenitente, olvidándose de lo que le ocurrió al enjambre de griots durante la batalla legendaria, retoma, piensa el barrendero musulmán, los mismos hábitos locuaces y temerarios que precipitaron su perdición.

Pero el otro ya ha empezado su historia en la mañana sombría: es sabido que, a los que sienten inclinación por contarlas, cualquier pretexto les viene bien para comenzar a hacerlo. Una asociación fugaz, por tenue que sea, una alusión cualquiera, ingenua o intencionada, un relato acabado de oír con el que el suyo pretende tener ciertas analogías, un acontecimiento intrascendente al cual su relato, más clarividente y ejemplar que la realidad misma, vendría según ellos a suministrarle su sentido. Esta vez, la historia es la de un tal Traoré, un vulgar asesino y violador, que salió en todos los diarios y que el que la está contando, como cualquier hijo de vecino, debe haber leído en alguno de ellos, probablemente en el mismo diario lleno de marcas de birome o de lápiz en las páginas de turf, plegado y arrugado hasta volverse una ruina, y que ha debido leer entre dos carreras de caballos, en el bar de alguna agencia de apuestas, en Menilmontant o al fondo de la rue Alexandre Dumas. Saliendo de sus labios, sin embargo, si bien tiene una vaga semejanza con la que apareció en los diarios, es irreconocible, y contada como él la cuenta, ningún diario la publicaría. La manía incorregible de los griots de Niani (o de Kayes, o de Odiené, o de X o Z), piensa, escuchándolo, el barrendero musulmán, de querer suplantar el mundo con su canto, sigue intacta todavía, y los que la padecen ni siquiera sospechan que esa obsesión, igual que a sus antepasados, los va llevando de la mano al abismo.

Pero los detalles que adornan la historia, exactos y vívidos (y da lo mismo que sean falsos o verdaderos) son más atrayentes que los hechos mismos, que las actas del proceso, que la requisitoria del fiscal, la defensa del abogado, los informes de los expertos psiquiátricos, los resúmenes periodísticos: en el relato del narrador profesional, las manos de Traoré son como las garras del leopardo, su lubricidad es legendaria, y los ritos que cumple con el cadáver de sus víctimas abominables. El tal Traoré (todo el mundo lo sabe) tiene es cierto la particularidad de ser a la vez cristiano y musulmán, es decir serere por parte de madre y bambara por línea paterna, y como después de siete generaciones por primera vez un varón resultó el primogénito, y como el matrimonio religioso mixto (otra abominación para el barrendero musulmán) estrechaba los lazos entre dos tribus diferentes, la familia y la aldea al sur de Dakar donde nació lo consideraron como un Elegido. Lo paseaban de pueblo en pueblo y lo iban colmando de regalos. Él mismo decía de sí mismo durante el proceso que era considerado como un ser aparte o una criatura sagrada, un presente de Dios. Pero cuando cumplió tres años ya estaba viviendo con su familia en un tugurio al norte de la estación de metro Barbés-Rochechouart, a los diez ya era un violento y su propia madre lo calificaba de hijo del diablo. Cuando cumplió trece años la madre se mudó a lo de un amante, y cuando el padre se fue a Senegal, la madre volvió con la familia pero se trajo al amante a vivir con ella. A Traoré lo enloquecían los celos, no podía soportar que su madre viviese con otro hombre, porque según el griot la quería para él solo, y eso porque cuando ella lo llevaba todavía en el vientre un brujo le había echado una maldición dejándolo pegado para siempre a la placenta. También a la madre la habían embrujado según el griot; era violenta como él: una noche había entrado en un garito clandestino de Belleville donde el padre acostumbraba a ir a jugarse el sueldo a los dados, y le había quebrado un brazo. El amante le tenía miedo y no abría nunca la boca; cuando ella se enojaba, el amante empalidecía de terror. Únicamente Traoré según el griot (eso no había salido en ningún diario) le hacía frente, y a veces, cuando él tenía trece o catorce años se iban a las manos hasta hacerse sangrar. Era una especie de gigante y tenía tanta fuerza en las manos que mataba a sus víctimas a puñetazos, y en un primer momento la policía había creído que las golpeaba con un palo de béisbol. A los quince años robaba, se drogaba, vendía droga. Cuando cumplió veinte, el padre, en Senegal, lo llevó a ver a un brujo, el cual le dio un amuleto que, según dijo en el tribunal, fue su perdición. Hubiese querido ser campeón de fútbol, y tenía que contentarse con vender droga en la estación de metro Saint Ambroise; todo el mundo lo había considerado como un enviado de Dios, y resultó ser el hijo del diablo; y para colmo, a causa de ese embrujo que venía debilitándolo según el griot desde los tiempos en que no era más que un feto, y también del gri-gri que le dio el brujo cuando el padre lo llevó contra su voluntad a consultarlo, había atrapado el sida en el Senegal. Según el griot, a la primera víctima la mató porque, mientras la estaba violando, ella le gritó en la cara: ¡Imbécil, hubieras podido conseguir lo mismo de otra manera! Y él, en el tribunal, afirmaba que no había habido violación, porque la violación es un acto sexual y él no se acordaba de haber gozado. Violó a seis o siete mujeres, de las cuales mató a puñetazos a dos o tres, entre ellas a una anciana de setenta años. Pero estaba sereno, sonriente, amable con todo el mundo en el tribunal; les daba consejos paternales y explicaciones pacientes al juez, al fiscal, a los miembros del jurado, e incluso a las víctimas, una de las cuales oyéndolo hablarle con tanta dulzura después de haberla violado transmitiéndole el virus del sida, había tenido un ataque de nervios y se había desmayado en pleno tribunal. Traoré no reconocía su responsabilidad en los hechos porque consideraba que eran una consecuencia de las múltiples manipulaciones maléficas de que había sido víctima, cuando era un feto primero, y después de su nacimiento durante ciertos ritos vudú, y más tarde porque le habían hecho creer que esa mezcla de religiones era algo positivo cuando en realidad los buenos elementos que componían a las dos se habían corrompido al mezclarse en su persona, y después su madre que lo había denunciado como hijo del diablo, y por último el gri-gri del brujo del Senegal que resultó ser, según las palabras textuales del griot, la cerise du gateau (la cereza del postre). A una de las víctimas la mató en la calle, la cargó sobre sus hombros (eran las cuatro de la mañana) para llevarla hasta su cuchitril en el sexto piso de la especie de ruina en la que vivía, la tendió en el suelo y, después de someterla a una serie de ritos mágicos de los cuales únicamente él conocía el significado, se tendió durante horas al lado de ella a fumar haschís y a tomar gin hasta vaciar a pico dos botellas. ¡Y todo según el griot a causa de ese maleficio, de cuando todavía no era ni siquiera feto, apenas un embrión del que no se sabía lo que iba a salir, si hombre o fiera, el conjuro que le habían echado y que lo había dejado pegado para siempre a la placenta, de tal manera que, anduviera por donde anduviese en el ancho mundo, seguía estando encerrado en el vientre de su madre, o si no, peor todavía, como si esa mujer malvada hubiese aspirado al mundo entero a través de la vagina para encerrarlo con Traoré en su propio vientre!

El otro hace silencio, un silencio conclusivo quizás, o tal vez se trata únicamente de una pausa destinada a estimular el interés de su oyente, un recurso profesional utilizado mil veces, que el auditorio conoce igual que el narrador, y que sin embargo funciona todavía y probablemente seguirá funcionando hasta el fin de los tiempos. Un brillo satisfecho se enciende en los ojos rojizos y vidriosos de Finá Kamara cuando apoya el codo en el carrito de la basura e intenta atrapar la mirada de su interlocutor. En la cavidad rosa de la boca que dejan ver los labios entreabiertos y circundados de barba negra, óxido, ceniza, la lengua rosa se ha inmovilizado. El barrendero musulmán está inmóvil también, con las manos enguantadas olvidadas a la altura de los muslos, en el extremo de sus brazos gráciles y largos que la superposición de prendas de lana hace parecer más gruesos de lo que son en realidad. En su imaginación flotan, en un chisporroteo lento, sin acabar nunca de extinguirse, las imágenes vivaces que el relato del otro, a pesar de su resistencia, han ido suscitando en su interior. Pero al mismo tiempo piensa que se trata de niñerías sin pie ni cabeza, y que todos esos detalles tan atractivos no pertenecen a la verdad de los hechos sino a las obsesiones inconfesables del narrador y que sobre todo, a pesar de la aparente multiplicidad de los acontecimientos, una sola historia ha ocurrido en el mundo, y que esa historia estaba ya inscripta en el sol Único antes de haberse transformado en Libro. Como de costumbre, esos sentimientos contradictorios lo paralizan, y lo inducen a adoptar una actitud seria, casi solemne, sin dejar de ser cortés, y a esquivar la mirada del otro que, infructuosa, busca la suya a través del aire helado y sombrío de la mañana de invierno. Aun si el silencio del otro, que dura desde hace unos pocos segundos, significa que ha concluido, flota entre ellos todavía una especie de indecisión, de incertidumbre, de antítesis complementaria que, en lugar de separarlos, parece haberlos transformado en una pareja antagónica pero de la cual ninguno de los miembros podría existir separadamente.

O tal vez no sea para nada así, y habría que ahondar mucho tiempo para llegar a saber algo sobre ellos. Una sola cosa es segura: la Place Vendôme, con su ministerio y sus negocios de lujo, sus diamantes, sus grandes marcas internacionales, sus dividendos bursátiles, y sus millonarios de antigua y de fresca data, no tiene, para los dos hombres inmóviles que no logran cruzar la mirada, más valor y sobre todo más existencia que un montoncito inadvertido de inmundicia en las junturas del empedrado. Cualquiera de los dos podría de pronto inclinarse distraídamente y, empujándolo con dos o tres movimientos suaves de la escoba, recogerlo en la palita de metal y después, pensando ya en otra cosa, volcarlo en el tarro de la basura.

 

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