Juan José Saer
a Arcadio Díaz Quiñones
Es cierto que basta bajar de un
avión en Dakar, en Bamakó o en Abidjean, o incluso en Uagadudu, y dar los primeros
pasos al salir del aeropuerto, para que ya los turistas o los hombres de negocios
europeos, o los militares blancos enviados a asesorar al gobierno local, se topen
con algún vendedor de baratijas, o algún zapatero sobre todo, que también podría
curar ciertas enfermedades y llevar un mensaje a la otra punta de la ciudad por
unas monedas si alguien se lo pidiese y que, rodeado de un círculo de oyentes inmovilizados
por el fluir colorido de las palabras, esté contando por millonésima vez la misma
historia: que los griots perdieron todo el poder que tenían sobre los reyes el día
de la batalla X o Z –los nombres de lugares y de personas son tan caprichosos, volátiles
y ubicuos como las fechas o las razones de la guerra–; que no podía ser de otra
manera si verdaderamente había justicia en este mundo, y que ese poder se les había
escapado de golpe, porque a alguien, como la batalla era tan recia y tan larga y
su resultado tan incierto, se le había ocurrido la idea fatal para llegar de una
vez por todas al desenlace. Era la época en que la magnificencia de una corte se
juzgaba no por la abundancia de oro, de armas, de reservas de grano, de esposas
para el rey y para la nobleza, sino por la cantidad de griots que cantaban a todo
momento, hora tras hora, de día y de noche, la genealogía de los reyes que los tomaban
a su servicio, el esplendor de su corte, el número y el coraje de sus ejércitos,
la fertilidad de sus mujeres y la salud y las promisorias perspectivas matrimoniales
de su descendencia.
Es cierto también
que, a causa de su omnipresencia, los griots habían adquirido una especie de invisibilidad,
y no tenían más existencia que la de los atributos reales que cantaban; e inversamente
cada rey, cada notable los había tomado a su servicio en tal cantidad, que él mismo
desaparecía entre el enjambre de juglares que lo precedía, lo rodeaba, y lo sucedía
en cada uno de sus desplazamientos, público o privado, de manera que si el rey comía
por ejemplo, las cohortes de griots celebraban el banquete en el momento mismo en
que estaba teniendo lugar, transformándolo en un hecho legendario que formaría parte
de la tradición y que de esa manera seguiría maravillando a las generaciones sucesivas,
ya no se sabía si el rey estaba ausente o presente durante el acontecimiento –únicamente
el relato de los griots era real para los cortesanos que, sin ver nada a causa de
la multitud de cantores ni tener más garantías de que estaba sucediendo que la narración
que la describía y los encomios que la ensalzaban, en razón de un protocolo puntilloso
estaban obligados a asistir a la comida.
Es cierto además
que el mundo parecía estar desapareciendo detrás de todos esos relatos y esos cantos
que pretendían substituirlo por una versión más nítida que la que ofrecen los sentidos,
más exacta que la que puede extraerse de la experiencia, más intensa que la que
se representa la imaginación, más clara y coherente que la que concibe el pensamiento.
Es por eso que poco después de producirse la hecatombe, apareció no se sabe bien
dónde un refrán, proferido siempre con un tono amargo de amenaza y de cólera, que
decía más o menos: ¡Van a terminar como los griots de Niani (o de Kayes, o de
Odiené, o de X o Z según las versiones) de tanto querer suplantar al mundo con su
canto!, y que se aplicaba a la gente demasiado ambiciosa que, embriagada por
el suceso de alguna actividad, afirmaba que todas las cosas debían ser consideradas
a partir de ella. Es cierto que la situación había llegado a esos extremos cuando
tuvo lugar la batalla.
Es probable que
las cosas hayan sucedido más o menos como en las diferentes versiones que las cuentan,
en la Costa de Marfil, en Guinea, en Malí, en Senegal, y en París también, en Barbés
y al norte de Barbés, en las inmediaciones de la estación de metro Marcadet-Poissonières,
en las ocupaciones ilegales de la rue Vitruve, o en las cortadas de Charonne algunas
de las cuales dan a los fondos del cementerio del Père Lachaise, o en los inquilinatos
ruinosos cerca de la Place des Fêtes, o en los hoteluchos detrás de la Gare de Lyon,
donde hay un par de estudios fotográficos que, si uno lleva las fotos sueltas, viejas
o recientes, en el formato administrativo de cuatro por cuatro o retratos de medio
cuerpo o en pie de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, reconstruyen una numerosa
reunión de familia coloreada con unos delicados tonos pastel, y también en Marsella,
o en las bodegas de los barcos o en los camiones frigoríficos donde viajan como
ganado para entrar clandestinamente en Europa. Nunca falta alguien para contar la
historia que, como por casualidad, siempre ha sucedido cerca de la aldea del que
la cuenta, y siempre la buena idea se le ocurrió a uno de su propio clan, o de su
propia aldea, un antepasado que gracias a esa inspiración súbita terminó para siempre
con el despotismo irrazonable de los juglares.
Es cierto que
la historia es más o menos la siguiente: dos reyezuelos al frente de dos tribus,
enemigas desde tiempos inmemoriales, rivalizaban también en cuanto a la cantidad
de griots empleados en su corte y habían tomado la costumbre de ir a la batalla
envueltos en una nube espesa de cantores, de modo tal que no solamente eran invisibles
en medio de esa muchedumbre, sino que también habían llegado a una condición incierta
de existencia, difícil de aprehender, a causa de los epítetos innumerables que los
describían y de los atributos variados, y a menudo contradictorios que los diferentes
versos les adjudicaban. Detrás de ese enjambre de griots, las lanzas no los alcanzaban
y las flechas estaban imposibilitadas de llegar a su destino, y a causa de la incertidumbre
que había creado esa situación, los hombres que podríamos llamar de la tropa, los
guerreros indistintos y anónimos que nadie cantaba, reducidos a la pura desnudez
material en las garras caprichosas de lo aleatorio, morían de a montones, empapados
en la sal y en los hedores de su sudor, de sus lágrimas, de su sangre, de sus excrementos
y de sus vísceras. Es innegable que las floraciones verbales con que los griots
envolvían los acontecimientos terminaban volviéndolos borrosos, contradictorios,
inasibles, y que la confusión que resultaba de esa situación prolongaba indefinidamente
la masacre. Esos griots, por otra parte, eran como parias, entidades vacías que
carecían de verdadera existencia; eran transparentes, incorpóreos, sin otra manera
de ser en el mundo que la que le otorgaban sus palabras, y casi podría decirse que
eran únicamente reales en el momento en que las proferían, ellos y también sus palabras,
y cuando empezaron a conservarlas por escrito, dándoles otra vez a quienes las leían
la ilusión de seguir viviendo, también los inducían al error desde luego, porque
ya no eran más que hueso y polvo desde hacía mucho tiempo. Los soldados creían en
sus palabras y morían a causa de esa creencia, porque el sujeto verdadero que las
palabras predicaban se había vuelto ya inaccesible a la experiencia, y las hipérboles
que lo celebraban, habiéndolo extraído de lo contingente, lo hacían parecer invulnerable.
Hasta que del amasijo chirle de barro, sangre, sudor y lágrimas en el que los soldados
chapaleaban, una voz desesperada (y todos los que cuentan la historia pretenden
que con el acento de su clan, de su aldea, de su región) propuso, sin mucha convicción,
pero jugando su última carta, la alternativa: ¡A los griots! ¡A los griots! ¡No
le apunten al rey sino a los griots! Es indiscutible que, después de una corta
vacilación, debida no a los escrúpulos sino al escepticismo, las lanzas y las flechas
cambiaron de dirección, atravesando los pechos bien reales de los juglares que,
uno a uno, a medida que las puntas envenenadas los alcanzaban, se iban desplomando.
Al mismo tiempo que los griots iban cayendo los atributos de los reyes –los dos
bandos modificaron su estrategia casi al mismo tiempo– se evaporaban, se desvanecían,
y sin nadie para nombrarlos iban dejando a los sujetos otra vez en la desnudez del
azar, de cara a la perdición, en el mismo barrial en el que chapaleaban los soldados,
y entonces fue fácil alcanzarlos. Un par de flechas bien dirigidas terminaron con
sus reinos respectivos, es cierto. Y es cierto también que los pocos griots que
quedaron con vida, comprobando que también ellos estaban hechos de carne vulnerable,
se dispersaron, y más muertos que vivos, sobreviven practicando las artes subalternas
que la gente noble no podría ejercer sin perder de inmediato su prestigio, y sin
poner en peligro su existencia e incluso la de todos los miembros de su clan.
Todo eso es cierto
a su manera, y ahora flota en la cabeza del barrendero musulmán que, empujando su
tarro de basura ambulante, cruza la Place Vendôme en dirección a la rue de la Paix,
donde el otro está esperándolo, apoyado en la barra de su propio tarro, la barra
que sirve para ponerlo en posición oblicua y, tirándolo hacia atrás o empujándolo
hacia adelante, permite desplazarlo sobre sus dos ruedas. Basta calcular de una
ojeada las dimensiones de la plaza para comprender que ellos solos no podrían barrerla
en una jornada de trabajo, y tal vez ni siquiera en una semana, pero después de
las barredoras motorizadas que a la mañana temprano lavan las veredas y el espacio
empedrado que circunda la columna central, y de las motonetas junta-mierda que
pasan de tanto en tanto a cumplir la tarea que justifica su apelación, el trabajo
de ellos consiste en mantener el lugar limpio durante el día, lo cual da una idea
de la importancia de ese espacio vagamente octogonal en uno de cuyos lados principales
se levanta el Ministerio de Justicia, y en frente las joyerías, las negocios de
productos de lujo de las marcas más reputadas, la banca privada y los traficantes
de diamantes, de oro y de piedras preciosas más ricos del mundo. Los millonarios
de fresca o de antigua data, provenientes de rincones previsibles o inesperados
del planeta, transitan por la plaza, y la municipalidad va casi literalmente barriendo
el suelo ante sus pies para incitarlos a dejar en los comercios de lujo, efectuando
compras que en el fondo son nuevas inversiones, como oro, diamantes, cuadros que
nadie verá nunca, enterrados en la oscuridad discreta de un cofre bancario, algunas
de las divisas que acumularon gracias a las concesiones otorgadas para la extracción
de uranio o de petróleo, la desforestación salvaje, la especulación bursátil, el
tráfico de heroína, las coimas cobradas como intermediarios entre sus estados respectivos
y los vendedores de armas, de aviones, las empresas multinacionales de construcción
o de comunicaciones. Unos pocos años antes de esta mañana de invierno en que el
barrendero musulmán va atravesando la plaza en dirección a la rue de la Paix, donde
el otro lo está esperando, el propio ministro de Justicia en ejercicio la cruzaba
también de tanto en tanto porque estaba en negocios sucios con una familia de joyeros
instalados en la vereda de enfrente del ministerio, donde se desempeñaban también
como banco clandestino, y proponían inversiones para préstamos usurarios que el
ministro había considerado como un negocio jugoso, transgrediendo por avaricia varias
leyes a la vez, sin más consecuencias para su persona que la de no ser confirmado
en su cartera un año más tarde, durante una renovación parcial del gabinete. Pero
el barrendero musulmán no piensa en eso: no únicamente no lo sabe, sino que además
ese lugar que junto con el otro barrendero debe mantener limpio por el sueldo que
le paga la municipalidad le es totalmente indiferente, a pesar de su ministerio
y de sus negocios de lujo, y lo único que tiene existencia concreta para él en el
gran espacio octogonal son los paquetes de cigarrillos retorcidos, los soretitos
de los caniches sacados a pasear por sus amos después de la ronda de las motonetas
junta-mierda, los boletos de metro usados, las cáscaras de castañas tostadas
y los cucuruchos de papel en que las sirven los vendedores callejeros, o las hojas
sueltas de diario que crujen y, sacudidas por el viento, se estremecen sobre el
empedrado.
El otro, mostrando
una sonrisa satisfecha que irrita todavía un poco más al barrendero musulmán, lo
observa aproximarse, apoyado con indolencia en el carrito de metal sobre el que
se desplaza el tarro de basura. Aunque no falta mucho para las once, la plaza está
bastante vacía, seguro que porque el aire helado y sombrío de la mañana de invierno
ha debido disuadir a más de uno de sacar la nariz a la calle. Pero ellos están ahí
desde las siete. Aunque son físicamente muy distintos, están vestidos de manera
similar, abultados por sus capas sucesivas de vestimentas de lana, ropa interior,
camisas, pulóveres, pantalones y medias, una campera gruesa, enteramente abotonada,
una gorra con dos bandas verticales que protegen las orejas y se abotonan bajo el
mentón, y unos guantes profesionales de lana y cuero suministrados por la municipalidad
del mismo modo que el chaleco reglamentario que va encima de todo, cerrado a duras
penas con su cierre relámpago a causa de la ropa acumulada alrededor del torso que
los hace parecer mucho más corpulentos de lo que son. Si bien una franja ancha que
cubre el pecho y la espalda es de un verde claro, fluorescente, destinado a volverlos
más visibles para que no se los lleve un coche por delante cuando están barriendo
la calle junto al cordón de la vereda, el verde frío, vagamente metalizado del chaleco,
es exactamente el mismo con que están pintadas las motonetas y las barredoras motorizadas,
el mismo de los uniformes de todo el personal de limpieza de la municipalidad, e
incluso de la infinidad de cestos metálicos colocados en distintos puntos de la
ciudad, como si los dos barrenderos, a los que tanto separa, al entrar en el servicio
municipal de limpieza hubiesen sido obligados, por una obtusa arbitrariedad burocrática,
a formar parte del mismo clan, a ostentar contra natura el mismo emblema y los mismos
colores, como consecuencia de un sistema cuya racionalidad se les escapaba y que,
de tanto parecerles impenetrable y absurdo había terminado por resultarles completamente
indiferente. Alto, elástico y, a pesar de haber pasado ya los cincuenta años, oscilando
con elegancia y agilidad al caminar, el barrendero musulmán, originario de un región
al sudoeste del desierto que por vaya a saber qué red enmarañada de causas ha producido
las criaturas humanas más hermosas del mundo, es incapaz de reprimir, cada vez que
piensa en el otro o que lo tiene enfrente, una ofuscación desdeñosa que desde luego
la inconciencia un poco beata del otro contribuye a aumentar, pero cuya verdadera
razón reside en que le es imposible mantenerse a distancia de lo que considera su
locuacidad insensata. Desearía ignorarlo, no pensar en él, saludarlo apenas cuando
se cruzan en la plaza, haciéndole una seña distante y prosiguiendo como si nada
su camino, pero el otro, que parece ignorar por completo su reticencia, imbuido
como está del irresistible atractivo de su persona y sobre todo de la alta estima
que tiene de sus propias dotes de orador, con su afabilidad envolvente y su buena
voluntad ostentosa, lo intercepta húmeda, blandamente, como la selva de la que tal
vez proviene, y lo inmoviliza, enredándolo en la telaraña de sus palabras.
Cuando llega a
su lado, los ojos rojizos del otro tratan vanamente de captar su mirada, y la sonrisa
que se acentúa deja entrever la cavidad rosa de la boca, la lengua ancha que se
revuelve un poco en el interior como si, aletargada por el silencio obligatorio
en el que la ha tenido sumida su propietario mientras ha estado limpiando un sector
de la plaza, ahora, con la aparición de un oyente providencial, estuviese aprestándose
para entrar en acción. Y lo que más teme el barrendero musulmán, además del chorro
de palabras, es el tufo a alcohol que suelen expeler los labios entreabiertos, única
materia viva –la mirada, aunque intensa y movediza, parece siempre demasiado vidriosa–
en su cara cubierta hasta casi los pómulos por una barba escarolada, dura y mineral,
salpicada de negro, de óxido y de ceniza. Únicamente un ñamakalá puede tener
el tupé de jactarse de serlo, piensa el musulmán, con saña secreta y vagamente rencorosa
y al mismo tiempo que responde a su saludo se dice como todos los días, que de la
casta inferior de los ñamakalá, de la que no se sabe bien si originariamente
no se formó con esclavos y prisioneros de guerra, y que comprende a los herreros,
a los talabarteros y a los griots, los griots son la capa inferior, y que entre
los griots, entre los jèlí, que son cantores y músicos, y los finá,
que únicamente son capaces de valerse de la palabra, son los finá los que
están obligados a recibir presentes de los jèlí sin derecho a ejercer la
reciprocidad, y él, quién sabe a través de qué complicados razonamientos que el
barrendero musulmán no logra entender, ostenta siempre un orgullo pueril cuando
se presenta como finá Kamara. Es así como por otro lado se hace llamar cuando
actúa en público, en ciertas fiestas de familia y también en algunos espectáculos
organizados por asociaciones vecinales, en Saint Denis o en Aubervilliers, tal como
el barrendero musulmán ha podido comprobarlo al toparse, en cierto negocio de Belleville,
con un cartelito amarillo donde aparecían impresos la foto y el nombre de –¿qué
tal?– Finá Kamara y de dos o tres de sus colegas. Lo subleva ese impudor incomprensible
de presentarse como los descendientes de una casta formada por lo más bajo de la
sociedad, de la que muchos de sus miembros provienen de los orígenes más oscuros,
desde el fondo de la selva, y cuyos antepasados practicaban ritos abominables, respecto
de los cuales los ídolos absurdos que adoraban y los signos ridículos que creían
percibir en las cosas del mundo representaban ciertamente un progreso. Ignoran al
Dios único, al Sol único que alumbra al universo y lo percibe al mismo tiempo en
su totalidad y en cada una de sus partes, por ínfima que sea, desconocen al Profeta
y a sus descendientes, y son sordos y ciegos ante las palabras del Libro, en el
que en cada letra sin embargo el error en el que se debaten y el castigo que los
espera están ya previstos desde la eternidad.
A decir verdad,
no es aquello en lo que reposa su fe y que lo distingue del otro lo que fomenta
su malhumor, sino la remotísima molestia interior que lo asalta cuando se le ocurre
que, finalmente, el otro y él no son tan distintos como él cree, y la prueba estaría
en el hecho de que al fin de cuentas, esas historias que el otro se siente en la
obligación de contar y que, con una satisfacción que linda con la soberbia, va a
a buscar en los lugares y en las épocas menos evidentes, no son del todo ininteresantes.
En el fondo su malestar –y la mayor parte del tiempo ni siquiera se da cuenta de
lo que le pasa– viene de la energía que le exige administrar los polos contradictorios
de atracción y de repulsión que tiran a la vez, cada uno para su lado. El conflicto
lo extenúa y lo sumerge en una especie de indecisión, porque el rechazo afirma sus
principios y la inclinación los debilita. La vivacidad con que el otro cuenta sus
historias, la cantidad de detalles que las adornan, muchos de un mal gusto evidente
pero exactos en la caracterización de un personaje, de un lugar o de una escena,
hacen vibrar su imaginación a pesar de los esfuerzos que realiza para conservar
su inmutabilidad, y por más que quisiera afectar reprobación porque sospecha que
la intensidad misma de esos relatos, su movilidad vívida y colorida, denotan la
crudeza rústica de los que se ganan la vida contándolos, le es imposible adoptar
otra actitud que esa rigidez cortés con que se ha plantado frente al otro, como
tantas otras mañanas, y que el otro considera, no sin cierta razón al fin de cuentas,
como una incitación a mostrar su habilidad y su oficio. Desde el principio del invierno
–las fiestas de fin de año ya pasaron hace casi quince días–, cuando empezaron a
trabajar juntos en el sector, en cada cruce, en cada encuentro ocasional, en cada
pausa del trabajo, al cabo de un par de frases anodinas el otro encuentra siempre
un pretexto para contarle alguna historia, en la que resulta difícil separar lo
verídico de la pura mistificación, la verdad de la mentira, el detalle exacto del
error o de la exageración, y la historia puede ser corta o larga, cómica o trágica,
provenir de tiempos inmemoriales, de antes de la llegada de los blancos, o haber
ocurrido según el narrador la víspera o la semana anterior, en alguna aldea al borde
del desierto o en plena selva, o en Barbés, en Marsella, en la rue de Charonne o
en Place Voltaire, o incluso en el depósito de implementos de limpieza de la municipalidad
o en los corredores del metro. Como si fuera poco, el personaje execrable y rechoncho
que cuenta esas historias, lleva su ligereza y su desenvoltura hasta un punto tal
que se lanza de lleno en su relato, sin tomar la precaución, como lo hacen todos
los poetas verdaderos, de invocar al Único, antes de proferir ninguna otra palabra,
para implorarle como está escrito en el Libro: ¡Otórgame la lengua de la veracidad
hasta los tiempos más remotos! La casta impenitente, olvidándose de lo que le
ocurrió al enjambre de griots durante la batalla legendaria, retoma, piensa el barrendero
musulmán, los mismos hábitos locuaces y temerarios que precipitaron su perdición.
Pero el otro ya
ha empezado su historia en la mañana sombría: es sabido que, a los que sienten inclinación
por contarlas, cualquier pretexto les viene bien para comenzar a hacerlo. Una asociación
fugaz, por tenue que sea, una alusión cualquiera, ingenua o intencionada, un relato
acabado de oír con el que el suyo pretende tener ciertas analogías, un acontecimiento
intrascendente al cual su relato, más clarividente y ejemplar que la realidad misma,
vendría según ellos a suministrarle su sentido. Esta vez, la historia es la de un
tal Traoré, un vulgar asesino y violador, que salió en todos los diarios y que el
que la está contando, como cualquier hijo de vecino, debe haber leído en alguno
de ellos, probablemente en el mismo diario lleno de marcas de birome o de lápiz
en las páginas de turf, plegado y arrugado hasta volverse una ruina, y que ha debido
leer entre dos carreras de caballos, en el bar de alguna agencia de apuestas, en
Menilmontant o al fondo de la rue Alexandre Dumas. Saliendo de sus labios, sin embargo,
si bien tiene una vaga semejanza con la que apareció en los diarios, es irreconocible,
y contada como él la cuenta, ningún diario la publicaría. La manía incorregible
de los griots de Niani (o de Kayes, o de Odiené, o de X o Z), piensa, escuchándolo,
el barrendero musulmán, de querer suplantar el mundo con su canto, sigue intacta
todavía, y los que la padecen ni siquiera sospechan que esa obsesión, igual que
a sus antepasados, los va llevando de la mano al abismo.
Pero los detalles
que adornan la historia, exactos y vívidos (y da lo mismo que sean falsos o verdaderos)
son más atrayentes que los hechos mismos, que las actas del proceso, que la requisitoria
del fiscal, la defensa del abogado, los informes de los expertos psiquiátricos,
los resúmenes periodísticos: en el relato del narrador profesional, las manos de
Traoré son como las garras del leopardo, su lubricidad es legendaria, y los ritos
que cumple con el cadáver de sus víctimas abominables. El tal Traoré (todo el mundo
lo sabe) tiene es cierto la particularidad de ser a la vez cristiano y musulmán,
es decir serere por parte de madre y bambara por línea paterna, y
como después de siete generaciones por primera vez un varón resultó el primogénito,
y como el matrimonio religioso mixto (otra abominación para el barrendero musulmán)
estrechaba los lazos entre dos tribus diferentes, la familia y la aldea al sur de
Dakar donde nació lo consideraron como un Elegido. Lo paseaban de pueblo en pueblo
y lo iban colmando de regalos. Él mismo decía de sí mismo durante el proceso que
era considerado como un ser aparte o una criatura sagrada, un presente
de Dios. Pero cuando cumplió tres años ya estaba viviendo con su familia en
un tugurio al norte de la estación de metro Barbés-Rochechouart, a los diez ya era
un violento y su propia madre lo calificaba de hijo del diablo. Cuando cumplió
trece años la madre se mudó a lo de un amante, y cuando el padre se fue a Senegal,
la madre volvió con la familia pero se trajo al amante a vivir con ella. A Traoré
lo enloquecían los celos, no podía soportar que su madre viviese con otro hombre,
porque según el griot la quería para él solo, y eso porque cuando ella lo
llevaba todavía en el vientre un brujo le había echado una maldición dejándolo pegado
para siempre a la placenta. También a la madre la habían embrujado según el griot;
era violenta como él: una noche había entrado en un garito clandestino de Belleville
donde el padre acostumbraba a ir a jugarse el sueldo a los dados, y le había quebrado
un brazo. El amante le tenía miedo y no abría nunca la boca; cuando ella se enojaba,
el amante empalidecía de terror. Únicamente Traoré según el griot (eso no había
salido en ningún diario) le hacía frente, y a veces, cuando él tenía trece o catorce
años se iban a las manos hasta hacerse sangrar. Era una especie de gigante y tenía
tanta fuerza en las manos que mataba a sus víctimas a puñetazos, y en un primer
momento la policía había creído que las golpeaba con un palo de béisbol. A los quince
años robaba, se drogaba, vendía droga. Cuando cumplió veinte, el padre, en Senegal,
lo llevó a ver a un brujo, el cual le dio un amuleto que, según dijo en el tribunal,
fue su perdición. Hubiese querido ser campeón de fútbol, y tenía que contentarse
con vender droga en la estación de metro Saint Ambroise; todo el mundo lo había
considerado como un enviado de Dios, y resultó ser el hijo del diablo; y para colmo,
a causa de ese embrujo que venía debilitándolo según el griot desde los tiempos
en que no era más que un feto, y también del gri-gri que le dio el brujo
cuando el padre lo llevó contra su voluntad a consultarlo, había atrapado el sida
en el Senegal. Según el griot, a la primera víctima la mató porque, mientras la
estaba violando, ella le gritó en la cara: ¡Imbécil, hubieras podido conseguir
lo mismo de otra manera! Y él, en el tribunal, afirmaba que no había habido
violación, porque la violación es un acto sexual y él no se acordaba de haber gozado.
Violó a seis o siete mujeres, de las cuales mató a puñetazos a dos o tres, entre
ellas a una anciana de setenta años. Pero estaba sereno, sonriente, amable con todo
el mundo en el tribunal; les daba consejos paternales y explicaciones pacientes
al juez, al fiscal, a los miembros del jurado, e incluso a las víctimas, una de
las cuales oyéndolo hablarle con tanta dulzura después de haberla violado transmitiéndole
el virus del sida, había tenido un ataque de nervios y se había desmayado en pleno
tribunal. Traoré no reconocía su responsabilidad en los hechos porque consideraba
que eran una consecuencia de las múltiples manipulaciones maléficas de que había
sido víctima, cuando era un feto primero, y después de su nacimiento durante ciertos
ritos vudú, y más tarde porque le habían hecho creer que esa mezcla de religiones
era algo positivo cuando en realidad los buenos elementos que componían a las dos
se habían corrompido al mezclarse en su persona, y después su madre que lo había
denunciado como hijo del diablo, y por último el gri-gri del brujo
del Senegal que resultó ser, según las palabras textuales del griot, la cerise
du gateau (la cereza del postre). A una de las víctimas la mató en la calle,
la cargó sobre sus hombros (eran las cuatro de la mañana) para llevarla hasta su
cuchitril en el sexto piso de la especie de ruina en la que vivía, la tendió en
el suelo y, después de someterla a una serie de ritos mágicos de los cuales únicamente
él conocía el significado, se tendió durante horas al lado de ella a fumar haschís
y a tomar gin hasta vaciar a pico dos botellas. ¡Y todo según el griot a causa de
ese maleficio, de cuando todavía no era ni siquiera feto, apenas un embrión del
que no se sabía lo que iba a salir, si hombre o fiera, el conjuro que le habían
echado y que lo había dejado pegado para siempre a la placenta, de tal manera que,
anduviera por donde anduviese en el ancho mundo, seguía estando encerrado en el
vientre de su madre, o si no, peor todavía, como si esa mujer malvada hubiese aspirado
al mundo entero a través de la vagina para encerrarlo con Traoré en su propio vientre!
El otro hace silencio,
un silencio conclusivo quizás, o tal vez se trata únicamente de una pausa destinada
a estimular el interés de su oyente, un recurso profesional utilizado mil veces,
que el auditorio conoce igual que el narrador, y que sin embargo funciona todavía
y probablemente seguirá funcionando hasta el fin de los tiempos. Un brillo satisfecho
se enciende en los ojos rojizos y vidriosos de Finá Kamara cuando apoya el
codo en el carrito de la basura e intenta atrapar la mirada de su interlocutor.
En la cavidad rosa de la boca que dejan ver los labios entreabiertos y circundados
de barba negra, óxido, ceniza, la lengua rosa se ha inmovilizado. El barrendero
musulmán está inmóvil también, con las manos enguantadas olvidadas a la altura de
los muslos, en el extremo de sus brazos gráciles y largos que la superposición de
prendas de lana hace parecer más gruesos de lo que son en realidad. En su imaginación
flotan, en un chisporroteo lento, sin acabar nunca de extinguirse, las imágenes
vivaces que el relato del otro, a pesar de su resistencia, han ido suscitando en
su interior. Pero al mismo tiempo piensa que se trata de niñerías sin pie ni cabeza,
y que todos esos detalles tan atractivos no pertenecen a la verdad de los hechos
sino a las obsesiones inconfesables del narrador y que sobre todo, a pesar de la
aparente multiplicidad de los acontecimientos, una sola historia ha ocurrido en
el mundo, y que esa historia estaba ya inscripta en el sol Único antes de haberse
transformado en Libro. Como de costumbre, esos sentimientos contradictorios lo paralizan,
y lo inducen a adoptar una actitud seria, casi solemne, sin dejar de ser cortés,
y a esquivar la mirada del otro que, infructuosa, busca la suya a través del aire
helado y sombrío de la mañana de invierno. Aun si el silencio del otro, que dura
desde hace unos pocos segundos, significa que ha concluido, flota entre ellos todavía
una especie de indecisión, de incertidumbre, de antítesis complementaria que, en
lugar de separarlos, parece haberlos transformado en una pareja antagónica pero
de la cual ninguno de los miembros podría existir separadamente.
O tal vez no sea
para nada así, y habría que ahondar mucho tiempo para llegar a saber algo sobre
ellos. Una sola cosa es segura: la Place Vendôme, con su ministerio y sus negocios
de lujo, sus diamantes, sus grandes marcas internacionales, sus dividendos bursátiles,
y sus millonarios de antigua y de fresca data, no tiene, para los dos hombres inmóviles
que no logran cruzar la mirada, más valor y sobre todo más existencia que un montoncito
inadvertido de inmundicia en las junturas del empedrado. Cualquiera de los dos podría
de pronto inclinarse distraídamente y, empujándolo con dos o tres movimientos suaves
de la escoba, recogerlo en la palita de metal y después, pensando ya en otra cosa,
volcarlo en el tarro de la basura.
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