Charles Bukowski
Era un miércoles por la
noche. La televisión no estuvo interesante. Theodore tenía cincuenta y seis años.
Su mujer, Margaret, cincuenta. Llevaban veinte años casados y no tenían hijos. Ted
apagó la luz. Se desperezaron en la oscuridad.
–Bueno
–dijo Margie–, ¿es que no me vas a dar el beso de buenas noches?
Ted
suspiró y se volvió hacia ella. Le dio un beso rápido.
–¿Llamas
a eso un beso?
Ted
no contestó.
–Aquella
mujer del programa era igual que Lilly, ¿verdad?
–No
sé.
–Sí
sabes.
–Escucha,
no empieces nada. Así no ocurrirá nada.
–Lo
que pasa es que no quieres analizar las cosas. Solo quieres cerrarte como una lapa.
Sé sincero. Aquella mujer del programa se parecía a Lilly, ¿verdad?
–Está
bien. Tenía un cierto parecido.
–¿Te
hizo pensar en Lilly?
–Dios
santo…
–¡No
seas evasivo! ¿Te hizo pensar en ella?
–Por
un momento, sí…
–¿Y
te sentías a gusto?
–No.
Escucha, Margie, eso pasó hace cinco años.
–¿Acaso
el tiempo hace que lo que pasó no pasase?
–Te
dije que lo lamentaba.
–¡Que
lo lamentabas! ¿Sabes lo que pasé yo? ¿Te imaginas que hubiese hecho yo lo mismo
con un hombre? ¿Qué habrías sentido?
–No
sé. Hazlo y lo sabré.
–¡Muy
gracioso! ¿Es que quieres reírte de mí?
–Marge,
hemos discutido este asunto cuatrocientas o quinientas noches.
–¿Cuando
hacías el amor con Lilly, la besabas como me besaste ahora a mí?
–No,
claro que no…
–¿Cómo,
entonces? ¿Cómo?
–¡Por
Dios! Basta ya.
–¿Cómo?
–Bueno,
distinto.
–¿Distinto
en qué sentido?
–Bueno,
había una novedad. Me excitaba…
Marge
se sentó en la cama y gritó. Luego dejó de hacerlo.
–Y
cuando me besas a mí no te excitas, ¿verdad?
–Es
que estamos habituados el uno al otro.
–Pero
eso es el amor; vivir y hacerse mayores juntos.
–Bien.
–¿”Bien”?
¿Qué quieres decir con bien?
–Quiero
decir que tienes razón.
–Lo
dices, pero se ve que no lo crees. Lo único que quieres es no hablar. Has vivido
conmigo todos estos años. ¿Sabes por qué?
–No
estoy seguro. La gente se habitúa, se acostumbra a las cosas, es como el trabajo.
La gente se acomoda. Es lo que pasa.
–¿Quieres
decir que estar conmigo es como un trabajo? ¿Es como un trabajo ahora?
–Bueno,
en el trabajo hay que registrarse.
–¡Ya
vuelves a empezar! ¡Esto es una discusión seria!
–Está
bien.
–¿“Está
bien”? Eres un asqueroso imbécil. ¡Animal! ¡Te estás quedando dormido!
–Margy,
¿qué quieres que haga? ¡Eso pasó hace años!
–¡Está
bien, te diré lo que quiero que hagas! ¡Quiero que me beses a mí como besabas a
Lilly! ¡Quiero que me lo metas como a Lilly!
–No
puedo hacerlo…
–¿Por
qué? Porque no te excito como Lilly, ¿verdad? ¿Porque no soy una novedad?
–Apenas
recuerdo a Lilly.
–La
recuerdas perfectamente. Está bien. ¡No tienes que metérmelo! ¡Solo bésame como
a Lilly!
–Oh,
por Dios, Margy, ¡déjalo ya, por favor, te lo suplico!
–¡Quiero
saber por qué hemos vivido juntos todos estos años! ¿He desperdiciado mi vida?
–Todos
la desperdician, casi todo el mundo.
–¿Desperdician
sus vidas?
–Creo
que sí.
–¡Si
pudieses simplemente imaginar cuánto te odio!
–¿Quieres
el divorcio?
–¿Que
si quiero el divorcio? ¡Oh, Dios mío, qué tranquilo eres! ¡Destrozas mi maldita
vida y luego me preguntas si quiero el divorcio! ¡Tengo cincuenta años! ¡Te he dado
mi vida! ¿Adonde voy a ir?
–¡Puedes
irte al infierno! Estoy harto de oírte. Harto de tus quejas.
–¡Imagínate
que hubiera hecho yo lo mismo con un hombre!
–Ojalá
lo hubieras hecho. ¡Ojalá!
Theodore
cerró los ojos… Margaret gimoteó. En la calle ladró un perro. Alguien intentaba
poner un auto en marcha. No arrancaba. Treinta grados de temperatura en un pueblecito
de Illinois. James Carter era el presidente de los Estados Unidos.
Theodore
empezó a roncar. Margaret fue hasta el armario y sacó el revólver del cajón del
fondo. Un revólver .22. Estaba cargado. Volvió a la cama junto a su marido. Lo empujó.
–Ted,
querido, estás roncando…
Lo
empujó otra vez.
–¿Qué
pasa…? –preguntó Ted.
Ella
quitó el seguro al revólver, apoyó el cañón en el pecho de él y apretó el gatillo.
La cama se balanceó y Margaret disparó de nuevo. De la boca de Theodore surgió un
sonido muy parecido a un pedo. No parecía dolerle. La luna brillaba en la ventana.
Margaret se fijó en que el agujero era pequeño y apenas manaba sangre. Colocó el
arma al otro lado del pecho de Theodore. Volvió a apretar el gatillo. Esta vez no
hubo sonido alguno. Pero él seguía respirando. Lo observó. Manaba sangre. La sangre
hedía espantosamente.
Ahora
que estaba muriéndose, casi lo amaba. Pero Lilly, cuando pensaba en Lilly… la boca
de Ted en la suya, y todo lo demás, entonces deseaba disparar otra vez… Ted estaba
muy guapo con suéteres de cuello alto, le sentaban muy bien, le quedaba muy bien
el verde, y cuando se tiraba un pedo en la cama, primero siempre se daba la vuelta…
Nunca los tiraba contra ella. Rara vez faltaba al trabajo. No podría ir al día siguiente…
Margaret estuvo un rato llorando y luego se quedó dormida.
*
Al despertar,
Theodore tuvo la sensación de que tenía cañas largas y agudas clavadas a los lados
del pecho. No sentía dolor. Se llevó las manos al pecho, las alzó luego a la luz
de la luna. Estaban manchadas de sangre. Se desconcertó. Miró a Margaret. Estaba
dormida y tenía en la mano el revólver que él le había enseñado a manejar para su
defensa.
Se
incorporó y la sangre empezó a salir más de prisa de ambos agujeros del pecho. Margaret
le había disparado mientras dormía. Por tirarse a Lilly. Ni siquiera había sido
capaz de venirse con Lilly.
Pensó:
“Estoy casi muerto, pero si pudiese huir de ella, tendría una oportunidad.” Estiró
con cuidado el brazo y liberó el revólver de entre los dedos de Margaret. Aún tenía
quitado el seguro. No quiero matarte, pensó, solo quiero largarme. Creo que llevo
por lo menos quince años deseando hacerlo.
Consiguió
levantarse de la cama. Cogió el revólver y apuntó al muslo de Margaret. Al derecho.
Disparó.
Margaret
gritó y él le tapó la boca con la mano. Esperó unos segundos y luego apartó la mano.
–¿Qué
haces, Theodore?
Volvió
a apuntar, al muslo izquierdo ahora. Disparó. Apagó su nuevo grito volviendo a taparle
la boca. Aguantó unos segundos, luego retiró la mano.
–Besaste
a Lilly –dijo Margaret.
Quedaban
dos balas en el tambor del revólver. Ted se irguió y se miró los agujeros del pecho.
El del lado derecho ya no sangraba. Del izquierdo salía, a intervalos regulares,
un hilillo fino como una aguja.
–¡Te
mataré! –dijo Margy desde la cama.
–Quieres
matarme realmente, ¿verdad?
–¡Sí,
sí! ¡Y lo haré!
Ted
empezó a sentirse mal, mareado. ¿Dónde estaban los policías? Tenían que haber oído
todos los disparos. ¿Dónde estaban? ¿Es que nadie había oído los disparos?
Miró
hacia la ventana. Disparó contra los cristales. Se sentía cada vez más débil. Cayó
de rodillas. Se arrastró de rodillas hasta la otra ventana. Disparó otra vez. La
bala hizo un agujero redondo en el cristal, pero el cristal no se rompió. Pasó delante
de él una sombra negra. Luego, desapareció. Theodore pensó: “¡Tengo que tirar fuera
este revólver!” Reunió sus últimas fuerzas. Lanzó el revólver contra el cristal.
El cristal se rompió, pero el revólver volvió a caer dentro de la habitación.
*
Cuando recobró
el conocimiento, su mujer estaba de pie ante él. Se sostenía sobre ambas piernas,
las piernas contra las que él había disparado. Cargaba otra vez el revólver.
–Voy
a matarte –dijo.
–¡Margy,
por amor de Dios! ¡Escucha! ¡Te quiero!
–¡Arrástrate,
perro mentiroso!
–Margy,
por favor…
Theodore
empezó a arrastrarse hacia la otra habitación.
Ella
lo seguía.
–Así
que te excitaba besar a Lilly…
–¡No,
no! ¡No me gustaba! ¡Me repugnaba!
–¡Te
voy a arrancar de la boca esos labios malditos!
–¡Margy!
¡Dios mío!
Le
puso el cañón del revólver en la boca.
–¡Toma
un beso!
Disparó.
La bala se llevó parte del labio inferior y parte de la mandíbula. Theodore no perdió
el conocimiento. Vio uno de sus propios zapatos en el suelo. Aunó de nuevo todas
sus fuerzas y lanzó el zapato contra otra ventana. El cristal se rompió y el zapato
cayó a la calle.
Margaret
alzó de nuevo el revólver y se apuntó al pecho. Apretó el gatillo…
*
Cuando la policía
derribó la puerta, Margaret estaba de pie sujetando el revólver.
–¡Ya
está bien, señora, suelte el revólver! –dijo uno de los policías.
Theodore
aún intentaba huir, arrastrándose. Margaret le apuntó con el revólver, disparó,
erró el tiro.
Luego,
se desplomó en su camisón púrpura.
–¿Qué
diablos ha pasado aquí? –preguntó uno de los policías, inclinándose sobre Theodore.
Theodore
volvió la cabeza. Su boca era un coágulo rojo.
–Skirrr
–dijo Theodore–. Skirr…
–Me
fastidian estas peleas domésticas –dijo el otro policía–. ¡Qué asco…!
–Sí
–dijo el primer policía.
–Precisamente
esta mañana reñí con mi mujer. Uno nunca sabe.
–Skirr…
–dijo Theodore.
Lilly
estaba en casa viendo una vieja película de Marlon Brando en la televisión. Estaba
sola.
Siempre
había estado enamorada de Marlon. Se tiró un pedo suave. Se alzó la bata y empezó
a masturbarse.
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