José Revueltas
Ahora no tenía
anteojos y su mirada se había empequeñecido tanto que le era preferible mantener
los párpados cerrados sin que pudiese remediar una dura y áspera desolación interior
sacudiendo su alma. Así era más pobre y más débil y más humilde de todo lo que antes
fue, y aunque esto contribuyera a fortalecerlo dábale miedo dentro del corazón,
porque en fin de cuentas no era otra cosa que una humana criatura, con el cuerpo
vencido y con los ojos sin siquiera mirar bien, ni siquiera mirar bien las cosas
del espíritu porque estaban llenos del asombro de la vida y de la muerte y por ello
secos en definitiva. “Pues si la lumbre que está en ti es oscuridad, la oscuridad
¿cuánta será?”, recordó las palabras del Evangelio según San Mateo. “Cuán poca es
entonces –se dijo–, cuán poca y cuán incierta la pobre luz de los hombres.”
Como ser humano, como ser dueño de una dignidad natural, jamás se
había sentido tan lleno de impotencia. Si abría los ojos, en su torno sólo encontraba
manchas casi deshumanizadas que, sin embargo, eran, como él, seres de carne y hueso
y con vida. Pero ese abrir de ojos renovaba dentro de su corazón el sentimiento
de soledad, de terrible desamparo, dependencia y pequeñez. No tenía fuerzas, tampoco,
para rezar, ni fuerzas, ni ideas, ni espíritu, así como, de igual manera, sentíase
del todo débil e inútil para decir algo que consolase a la pobre gente que lo rodeaba.
Quizá, de tener sus anteojos, se sentiría otra vez fuerte, piadoso y activo, como
cuando se inició en el conocimiento de los evangelios, pero ahora sólo comprendía
su propio dolor y su propio miedo.
Recordaba a los perseguidores, cómo tenían el rostro completamente
pálido y cómo la voz ya no era suya. Tal vez sufrieran igualmente que los perseguidos,
pero sin duda con un sufrimiento cargado de rencor y de tristeza. Sin embargo, al
mismo tiempo pensaba, lleno de alarma, que a los perseguidores, a los instrumentos
de venganza, no los perseguiría, como a Caín, el ojo de la Divina Providencia; que
eran tan fuertes y lóbregos que el remordimiento jamás podría habitar dentro de
sus corazones. ¿Y si volvieran? ¿Si algún grupo de ellos lo encontrase aquí, en
medio de su aterrorizado rebaño? ¿Cómo podría huir él, casi ciego, con sus inútiles
ojos miopes? Experimentó una amargura indecible, y por instinto, sin darse cuenta,
llevó la mano a la altura del pecho por sobre la miserable camisa de manta, para
buscar los espejuelos, que ya no estaban ahí, pero que debieran pender de un cordoncito,
el mismo que le destrozó la piel del cuello, en un surco de sangre, al serle arrancado
por los perseguidores.
La informe y dura mancha de una mujer se le aproximó:
–Hermano pastor –le dijo–, calme usted a la niña. Haga usted que
no llore, por favor.
La voz de la mujer era temblorosa y queda.
El pastor abrió los ojos hinchados. Daban lástima, hoy mucho más
pequeños, como semillitas.
–Sólo usted puede calmarla –oyó que agregaba la mujer.
No quiso replicar una palabra. Miró al rostro opaco de la mujer y
hubiera querido besarle la frente y darle las gracias por su fe. Justamente besarle
la frente en el sitio mismo de la terrible herida. La mujer mostraba un machetazo
de refilón que le había despellejado la mitad de la frente, y ahora, al hablar,
espantaba las moscas con la mano y este movimiento era como un ave rítmica, humana
y extraña.
Sí, el pastor había oído a la niña desde hacía varias horas, las
horas que llevaban refugiados ahí. Aunque tal vez aquellos gemidos se remontasen
a un tiempo más lejano, a un tiempo absolutamente lejano. El pastor había visto
cómo era una niña pequeñita y cubierta de sangre, pero seguramente no lloraba por
sus heridas sino por algo más espantoso. Al comprender esto sintió toda la infinita
inutilidad de su propia vida y de la vida en general. ¿Por qué deberían ser así
las cosas? ¿Por qué no habría nada detrás del hombre, sino pavor? Aquella niña lloraba,
pero su llanto era un llanto adulto y envejecido, extenso, un llanto más allá de
la edad.
–¡Déjame y vete! –dijo entonces, imperiosamente, a la mujer.
Los ahí reunidos habían llegado a un punto mortal y solitario que
les revelaba lo nunca visto y lo definitivo. El pastor ya no era un hombre de Dios,
sino un ser desnudo y sin potestad, y todos estaban desnudos frente a sus propias
vidas. Lo ocurrido hasta entonces era más tremendo y más fuerte que la fe y desde
ahora comenzarían a contemplar algo extraordinariamente frío, no imaginado nunca.
La mujer quiso insistir ante el sacerdote, pero de pronto le pareció
aquello sin el menor sentido. La pequeña Néstora debía sobrellevar, aún tan pequeña,
aún tan sin pecado, todo su sufrimiento, todo su terror, y eso en soledad, sin ayuda
de nadie, porque era una niñita a quien le había tocado saber, en un solo golpe,
del dolor entero del mundo, como si fuese un testimonio vivo de la impiedad que
habita en cada uno de los rincones.
Regresó a su sitio la mujer junto a la niña y junto a Demetrio, que
estaba ahí sentado.
–Ya está llorando más quedito –dijo Demetrio en relación con la niña
y a modo de consuelo.
La mujer se sentó junto a su hombre, terriblemente absorta y con
los oídos dispuestos tan sólo para oír el llanto de la pequeña. No le importaba
ya nada en el mundo sino ese llanto, y ese llanto no cesaría jamás, ni siquiera
con la muerte.
–¿No quiso venir? –preguntó Demetrio señalando con la cabeza hacia
el pastor.
–Creo que no me reconoció –repuso ella con voz sorda–. Creo que se
está quedando ciego.
La pequeña Néstora reposaba entre dos matas de maguey sobre cuyas
hojas un delantal servía de mosquitero. Todos los ahí reunidos, Genoveva, Abigaíl,
Timoteo, y desde luego los padres, Demetrio y Rosenda, tenían concentrada su atención,
como hechizados, en el sollozar de la niña. Nadie decía una palabra, pues era como
un sortilegio oscuro, como una revelación de algo pesado y descomunal que aún no
se comprendía del todo pero que era el descubrimiento de un hecho existente en la
vida y que ellos hasta ahora no habían sospechado. Un martirio sin medida los ataba
a ese llanto; la conciencia de una crueldad inaudita obligábalos a no escuchar ya
otra cosa que aquel sollozo sobrehumano.
Se refugiaban al amparo de una colina, sobre la extensión tristísima
del desierto sembrado de magueyes. Era como si el país, sobre su tierra, no tuviese
otra cosa que magueyes, hasta el horizonte, y con algo de extrañamente humano, sentados,
encogidos, herméticos, como animales humanos y a la vez vegetales. Pero también
era como la resurrección, porque el cielo, entre los agaves, las volvía, de tan
radiante, flores, flores verdes, coronas, laurel espantoso y puro.
Se refugiaban ahí porque ahí estaba la soledad y quizá a ese sitio
no llegasen los perseguidores, no llegara el odio, aunque estaba presente, para
toda la eternidad, el llanto de la niña que era peor que el odio y la persecución.
Todos callaban. Ahora no podían volver a mirar, frente a frente, el rostro de ningún
ser humano, de ningún semejante; ahora ya no comprenderían ese rostro ni si en alguna
ocasión hubo un lazo vital, solidario y de especie, entre ese rostro y los propios
rostros de ellos. Aunque las cosas volvieran nuevamente a ser normales ya no serían
las mismas, pues se había establecido un vacío sin medida que ocupaba todo en derredor,
como un mar.
Abigaíl tosió y todos sintieron el dolor que aquella tos causaba
sobre el cuerpo de la mujer. Se había vuelto muy fea –cuando antes era lozana, tranquila–,
muy sucia, como una bestia, y a simple vista se advertía cómo no se la podía tocar
siquiera, a tal grado, por dentro, era un sistema de dolor y de desorden bajo el
vientre. Esparrancada, como una parturienta, se tendía completamente inmóvil, completamente
inhumana.
–¡Pobrecita! –exclamó Timoteo, su marido, poniéndole la mano sobre
la frente como a una madre enferma, al mismo tiempo que le dirigía una mirada sin
luz y sin inteligencia. “¡Pobrecita!” Sin embargo, todos sus deseos eran que muriese.
Al verla ahí la odiaba con un rencor sin prórroga, seco y lleno de asco, como se
odia una cosa que lastima y a la cual, de ninguna manera, se concede el derecho
de lastimar. Comprendía que ella no era culpable de nada, pero algo le decía que,
de cualquier modo, era culpable por quién sabe qué razones oscuras e injustas. Culpable
tal vez por no haber muerto. Revolvíasele entonces desde las entrañas el reproche
bárbaro. “¡Puta! ¡Puta desgraciada!”, y le entraban enormes deseos de llorar.
Abigaíl abrió los ojos, quejándose en voz muy baja, como con vergüenza.
Al advertir la mirada de Timoteo comprendió que ya nada podría reconstruirse entre
ellos y que su amor había terminado para siempre, pero no pudo decir la más pequeña
palabra.
No se movería de ahí ninguno de los fugitivos. Nadie pensaba hacerlo.
Aquélla era su patria de magueyes, de cactos, patria colérica, patria espesa, con
su desesperado cielo.
“Yo no perdí nada –decíase Genoveva, una de las tres mujeres ahí
presentes, las otras dos eran Abigaíl y Rosenda, sin contar la pequeña Néstora,
aún no mujer e hija de Rosenda–, yo no perdí nada y sin embargo estoy sola, abatida
y sin esperanza, como si hubiera perdido todo. Yo no perdí sino a un pequeño muertecito”.
Los perseguidores habían llegado a casa de Genoveva, por la noche.
El jefe de ellos, furioso, enfermo de furia, tomó por los pies al delicado, majestuoso
cadáver de Rito, que era como una hermosa paloma fúnebre en el velorio, como una
pequeña ave solemne llegada a la muerte.
–Este niño –dijo el jefe, y al decirlo sus ojos estaban blancos y
sin pupilas, larga y profundamente ciegos– no es hijo de Nuestra Santa Madre la
Iglesia Católica, Apostólica y Romana. No ha sido bautizado en Dios. Es menos que
un perro.
Entonces tiró de los pies de Rito con una lóbrega violencia iluminada,
como si reprodujera un sacrificio antiguo y profundo, exaltado y enternecedor. Los
demás hombres sujetaron a Genoveva, mientras del otro lado de la casa, en la porqueriza,
oíase el ruido de los cerdos al devorar el pequeño muertecito.
“Hubiera estado vivo –se decía hoy Genoveva–, pero ya estaba muerto.
De todas maneras ya estaba muerto y al día siguiente lo íbamos a enterrar. No sé
entonces por qué sufro tanto, ni por qué me siento tan sola en el mundo.”
Mayor sufrimiento el de Rosenda que vio flagelar a su hijita Néstora.
Cubrieron de sangre el cuerpo de la pequeña a fuerza de machetazos y ahora la niña
estaba loca y sollozaba sin medida.
–La bautizaré en la Iglesia Católica –les gritó Rosenda–, pero déjenla.
¡Déjenla, por Dios y todos los santos!
Sin embargo los perseguidores no dieron oído a sus palabras y aquello
duró como si hubiese durado por toda una vida.
Hoy era imposible comprender nada. Ahí estaban todos reunidos, pero
sin comprender ya nada de la existencia.
El viejo pastor protestante, vestido con su calzón de manta y calzado
con sus huaraches, parecía dormir, apoyada la cabeza en un montón de tierra y los
ojos fuertemente cerrados. Parecía dormir pero abrió los párpados y se convenció
de que había perdido la vista por completo. Entonces muy quedamente empezaron a
rodar las lágrimas por sus mejillas. Todo estaba consumado.
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