Juan José Saer
…y podemos considerar que, a pesar
de evidentes fluctuaciones, y a causa del carácter repetitivo de las mismas, el
estado del paciente es estacionario y no requiere internación. Una visita semanal
a su consultorio pareciera ser suficiente por el momento. En todo caso, estimado
colega, créame que aprecio su dedicación escrupulosa a nuestro paciente, y estoy
seguro de que el ponerlo en sus manos y en las de ningún otro especialista ha sido
una decisión atinada de mi parte, que la familia ha aprobado con entusiasmo. Las
actuales rarezas de comportamiento pueden ser consideradas como “normales”, en el
mismo sentido en que son normales los temblores de fuerza decreciente que suceden
a un terremoto. Ya no pueden hacerle demasiado daño: podríamos decir que, igual
que con el paisaje devastado que deja un terremoto, no queda casi nada por destruir,
pero después de las terribles perturbaciones que constituyeron el clímax, los leves
disturbios que lo suceden podrían ser calificados –no sin cierta ironía desde luego–
casi de satisfactorios. Por paradójico que parezca, para el caso que nos ocupa,
como se lo anticipé telefónicamente el mes pasado, el paroxismo consistió en la
inmovilidad total, más allá de la apatía y del estupor, en ese estado que, si me
permitiese describirlo con una imagen, compararía con la inmovilidad glacial de
un lago helado, salvo que, para nuestro paciente, bajo la capa de hielo exterior,
el agua seguía hirviendo convulsivamente hasta el fondo.
Ese ostracismo
pasajero, que duró un par de semanas sin embargo, y que nos obligó a alimentarlo
con una sonda para que no se debilitara en forma irreversible, fue consecuencia
de una larga serie de sacudidas emocionales y mentales a partir de la adolescencia,
y que a los treinta y cuatro años produjeron, como podía preverse, el derrumbe.
En casos similares, tratados a lo largo de tres décadas de práctica hospitalaria,
me ha sido posible observar una evolución semejante, con una temática delirante
muy afín, pero el derrumbe, felizmente pasajero, que culmina el proceso, se presenta
en muy pocas oportunidades: la agitación disminuye hasta la apatía, y poco a poco
el enfermo se adapta a la situación y se resigna a vivir mansamente con el acervo
de sus ideas fijas y de sus rarezas. (Es, mutatis mutandis, la situación
del paciente en la actualidad).
Desde muy joven
la pasión política se transformó en él en un verdadero frenesí reformador, y podemos
considerar que, a partir de los veinte años más o menos, sus ideas empezaron a tomar
un giro ligeramente extravagante. Aunque su familia era de origen bávaro, con ramificaciones
austríacas, H. nació y se crio en Berlín, donde realizó sus estudios de derecho,
con la intención de hacer carrera en la administración alemana o como funcionario
internacional, pero cuando obtuvo los diplomas necesarios, con notas realmente brillantes,
ya la enfermedad mental estaba comenzando a hacer estragos en sus ideas y a pervertir
su comportamiento. Por suerte, la situación económica de su familia, más que desahogada,
permitió postergar la búsqueda de un empleo y afrontar los gastos inevitables de
un tratamiento a fondo.
H. tenía diez
años cuando construyeron el muro de Berlín. Algunos años más tarde, el sistema político
que imperaba del otro lado del muro, extendiéndose con mayores o menores variantes
locales hasta el extremo oriente, fue su mayor preocupación, y predicaba una verdadera
cruzada contra las ideas que imperaban en esos vastos territorios. Pero al mismo
tiempo consideraba que los gobiernos occidentales no eran lo bastante enérgicos
en sus acciones ni lo bastante lúcidos para juzgar la gravedad de la situación.
Hasta ese punto, sus ideas políticas corresponden en general a las de la mayor parte
de sus compatriotas, salvo que en su caso se expresaban con más vehemencia y que,
en el momento de proponer soluciones, mostraban su carácter delirante. Por ejemplo,
la queja corriente de los ciudadanos de cualquier país acerca de la inepcia de sus
dirigentes, asumía en él aspectos grotescos y aun inquietantes, porque se transparentaba
en ellos un fenómeno corriente en las crisis de demencia, sobre el cual usted ha
escrito por otra parte dos artículos brillantes: la aparición en el sujeto de elementos
arcaicos en sus sentimientos y en su conducta. El pasado prehumano, los olvidados
matices salvajes y luctuosos de la especie que con designios inescrutables nos ha
depositado en nuestro presente esquivo y confuso, empiezan a resurgir en sus ideas
y en sus actos. H., por ejemplo, en sus momentos de crisis, pretendía que se infligiese
a los gobernantes occidentales (con particular fijación en el presidente de los
Estados Unidos, en los vistosos Windsor y, quién sabe a través de qué alambicados
pseudorrazonamientos, en los inocuos monarcas belgas) la humillación de una ejecución
capital transmitida en directo por la televisión mundial, o la sodomización ritual
del papa por miembros de las tres religiones reveladas con el fin de obtener el
perdón para la iglesia católica, aunque, como también usted habrá podido comprobarlo,
estimado colega, recomendar vejámenes al sumo pontífice parece ser el rasgo común
de todos los presuntos reformadores que se internan en la selva de la demencia.
(Con mucho mejor criterio, durante su derrumbe mental definitivo de 1888, Nietzsche
recomendaba el fusilamiento del Káiser y de los antisemitas, y al entrar en el asilo
declaró: “Exijo una robe de chambre para una redención completa”, que únicamente
podría parecer un dislate a quienes ignoran que en uno de sus aforismos había comparado
el hecho de ser europeo a una vestimenta demasiado ajustada).
Pero toda la energía
mórbida del paciente se concentraba en un solo punto: su desconfianza, su temor,
su agresividad, su odio, convergían hacia esos territorios casi infinitos que se
extendían al este del muro y que, en su imaginación desquiciada, suscitaban los
fantasmas más caprichosos y más extraños. Parecía que, tal como él las concebía,
las muchedumbres orientales hubiesen perdido todo atributo humano, transformándose
en un hervor, viviente por cierto, pero de especies marginales que hubiesen seguido
una evolución independiente de la nuestra, dando como resultado criaturas irreconocibles
y equívocas, como esos seres que, en los orígenes de la vida, plasmaron en formas
ilógicas y absurdas, transitaron un tiempo ciertas ciénagas confusas, y después
desaparecieron. Le advierto que estas imágenes y estas comparaciones son del enfermo
y no mías, y provienen de las muchas conversaciones que, en los períodos más calmos
de su enfermedad, mantuvimos regularmente, y cuyas versiones resumidas figuran en
la historia clínica que mi secretaria está preparando para hacérsela llegar. Estos
detalles muestran en él una cultura literaria y científica muy superior al término
medio, en la que sin embargo, a causa del terreno favorable de una particular excitabilidad
y de un temperamento razonador propenso a la idea fija, la propaganda desenfrenada
de los dos campos enfrentados a lo largo del siglo causó estragos irreparables.
Pero pasemos a
la fase mórbida sobre la que usted me ha pedido detalles más amplios mientras espera
tener en sus manos la historia clínica. Esa fase singular, vista desde el exterior
tiene en apariencia contactos con la catatonia, pero ya sabemos que la catatonia
propiamente dicha ha prácticamente desaparecido de la nosografía psiquiátrica gracias
a los tratamientos neurolépticos, y además, si resultaba imposible indagar los estados
de conciencia, si los había, en el sujeto catatónico, en el caso que nos ocupa,
con la regresión de los síntomas, fue posible obtener del enfermo numerosas precisiones
sobre esos estados.
La locura es como
un alcohol violento: es obvio que esas criaturas dudosas que para su imaginación
dislocada poblaban el más allá sombrío que se extendía del otro lado del muro, eran
entidades enemigas y en constante acecho, munidas de las más elaboradas técnicas
para observarnos en detalle y espiar cada uno de nuestros actos, por insignificante
que fuese, y aun cada una de las intenciones, ni siquiera formuladas en voz alta,
que los motivaban. El fracaso repetido de sus pretensiones reformadoras, de las
que no le quedaba más remedio que admitir que no producían ningún efecto en la realidad,
lo fue llevando gradualmente a un verdadero delirio persecutorio. De acuerdo con
su propia lógica, la falta de cumplimiento por parte del bando al que pertenecía
de los sacrificios propiciatorios que proponía, apuntalaba necesariamente la prosperidad
de nuestros enemigos. Un período de agitación intensa siguió a esas conclusiones,
donde intentó varias acciones desesperadas, como interponerse en ceremonias oficiales,
penetrar en el Parlamento de donde fue expulsado por la fuerza pública, que tuvo
como consecuencia un período de internación en un asilo de Bonn, o incluso, después
de haber sido dado de alta, interrumpir un programa de televisión en directo, proclamando
la gravedad de la situación, y exigiendo de las autoridades la aplicación inmediata
de una serie de medidas que proponía. Debo confesar que, personalmente, siempre
me ha intrigado en ciertos enfermos mentales el hecho de que, a pesar de que su
mente parece haber sido acaparada enteramente por el delirio, conserven la ingeniosidad
necesaria que les permite sortear los obstáculos racionales con que las personas
supuestamente sanas pretenden defenderse de lo imprevisto. La perseverancia con
la que H. era capaz de burlar todos esos obstáculos, le ganó cierta popularidad
en nuestra región, y aun en el ámbito nacional, transformándolo, durante un par
de semanas, en una especie de héroe que con su astucia demostraba la inepcia arrogante
de los poderosos, pero esa euforia popular, pasajera por cierto, ignoraba la desesperación
que inducía a nuestro paciente a actuar de esa manera y, por supuesto, se olvidó
por completo de él cuando sobrevino el inevitable derrumbe.
Recién seis meses
después de la crisis, cuando médicos y familiares alimentamos durante algunas semanas
la ilusión de una recuperación completa, el paciente accedió por fin a la confidencia,
permitiéndome completar la historia de su delirio. La inmovilidad corporal en la
que se mantuvo durante casi dos semanas, tan completa que le era imposible realizar
sus funciones vegetativas sin el auxilio de un enfermero, y que nos obligó a alimentarlo
por sonda a partir del segundo día, tenía desde su punto de vista un motivo justificado,
que era el siguiente: en Berlín Este, un individuo designado por la policía secreta,
remedaba cada uno de sus ademanes, gestos, movimientos en el momento mismo en que
los efectuaba. Esta convicción, que comenzó de manera esporádica, se fue afirmando
cada vez más, hasta convertirse en una verdadera obsesión. La sospecha se volvió
certeza y la certeza, de intermitente que era, se hizo continua, y en cada uno de
los instantes de la vigilia lo habitaba la conciencia de que el acto que se encontraba
realizando (servirse un vaso de agua por ejemplo) o que pensaba realizar, era o
sería ejecutado en forma simultánea por el otro, con una finalidad que nuestro paciente
desconocía, pero de la que por supuesto daba por descontado que era de esencia maléfica.
Durante cierto tiempo, cuando la impresión se presentaba a su mente, trataba de
imaginar diferentes estratagemas para burlar el remedo del otro, aminorando o acelerando
la velocidad de sus movimientos, o simulando iniciar una acción para derivar bruscamente
hacia otra, y aun hacia su contraria, y si durante cierto tiempo creyó que esas
maniobras bastaban para engañarlo, de un modo gradual lo fue ganando la convicción
de que el otro poseía la habilidad necesaria para captar al milímetro sus intenciones
y adecuar a ellas sus propios movimientos. Los miembros de su familia, con natural
inquietud, lo veían realizar muecas y gestos de lo más extraños, por ejemplo comenzar
a responder afirmativamente a una pregunta con un movimiento de cabeza, y en medio
del movimiento cambiarlo de signo y transformarlo en negación, o bien adoptar expresiones
incomprensibles, que no figuraban en ningún repertorio de expresiones complementarias
del lenguaje en nuestros sistemas de comunicación, o que eran antitéticas respecto
de la situación a la que debían aplicarse, como por ejemplo afectar repugnancia
cuando comía sus caramelos preferidos o satisfacción cuando alguien lo contrariaba.
Todos tememos
que alguien copie nuestras ideas, nuestras ocurrencias, todo aquello que constituye
el conjunto diferencial de nuestra persona, pero esa situación afirma más nuestra
supremacía que nuestra dependencia; pero que un ser fantasmal remede, como en un
espejo, cada uno de nuestros actos cotidianos, de nuestros automatismos, de todos
los signos exteriores, conscientes o inconscientes, con los que la materia viviente
de nuestro cuerpo y la movilidad aérea de nuestra mente nos guían por la substancia
translúcida del mundo, un personaje confuso y malvado, es desde luego muy diferente,
y resulta evidente que si se prolonga, esa situación puede desplazarnos, desde el
umbral en el que generalmente acampamos, hasta el centro mismo del infierno: con
otras palabras, es más o menos esto lo que transmitió el paciente en el momento
de sus confidencias, cuya transcripción casi literal le estamos enviando por correo
separado.
La inmovilidad
forzada lo fue ganando hasta que se hizo total. Pero en esos días en que hubiese
querido volverse piedra, las más ínfimas manifestaciones de su cuerpo, como la palpitación
involuntaria de un párpado, por ejemplo, le causaban tanta angustia, tanto pánico,
que el dolor ocasionado era semejante al que inflige en la carne viva la saña del
tormento. Esos movimientos mínimos eran según nuestro paciente los últimos vestigios
de vida que salían al exterior, y si el otro los captaba absorbería a través de
ellos las últimas defensas de su víctima. Hasta que una mañana, bruscamente, sintió
que el peligro había pasado y empezó a moverse otra vez. Debo decir que esa brusca
extracción del ostracismo en el que había caído resulta para mí, desde un ángulo
estrictamente científico, bastante problemática, induciéndome a no descartar del
todo la hipótesis de una simulación, tan larga y minuciosa que ya en sí sería una
prueba de demencia grave, y que sus supuestas confidencias sean una prolongación
de la misma. Pero esto, estimado colega, es desde luego una simple hipótesis. Existe
una elevada probabilidad de que, en el momento de la crisis, el tormento haya sido
bien real.
Teniendo en cuenta
que sus rarezas continúan, y aunque es posible hablar en su caso de un estado estacionario,
la posibilidad de una nueva crisis no debe ser descartada, razón por la cual hemos
decidido, la familia y yo, ponerlo entre las manos expertas de usted y sus reconocidos
colaboradores. Por el momento podemos decir que, a pesar del desequilibrio tenaz,
ya casi orgánico, de su personalidad, y gracias tal vez al tratamiento químico severo
que se le administra, el enfermo se encuentra bastante bien. Su estado de ánimo
actual, aparte de los disturbios periódicos sobre los que le informaba más arriba,
parece tolerar cierta dosis de jovialidad que, como ocurre a menudo con los enfermos
mentales, puede ser producto de un obcecado solipsismo, y no siempre se manifiesta
en la situación apropiada. Pero una prueba de su inteligencia, que hubiese hecho
de él en circunstancias normales un individuo valioso para sus semejantes, pero
sobre todo de la singularidad de su carácter, es la manera en que durante una de
sus últimas visitas me comentó la caída del muro y la reunificación de nuestro país.
Confieso que me ha dejado un poco perplejo, incapacitándome a formular un diagnóstico
seguro sobre su estado actual, lo que, como se lo he anunciado por teléfono, estimado
colega, me indujo a solicitar su colaboración. Más que nadie, usted está al tanto
de la ambigüedad esencial de todo discurso, que se vuelve aún mayor cuando a ese
discurso es la locura quien lo profiere, impidiéndonos a veces distinguir la seriedad
de la ironía, la prudencia del dislate, el delirio de la simulación.
Según nuestro
paciente, al mismo tiempo que se aceleraban los contactos entre el este y el oeste,
se multiplicaban las mutuas sospechas, las maniobras subterráneas, los golpes bajos
de ambas partes, lo cual mantenía en estado de alerta a los servicios secretos respectivos.
La supuesta apertura y el llamado deshielo en las relaciones eran pura fachada,
ya que los intereses del este y del oeste seguían siendo divergentes, y mientras
se intercambiaban mensajes y delegaciones, las actividades más sórdidas del espionaje,
rumores calumniosos, propaganda y desestabilización continuaban febrilmente.
Uno de los primeros
signos de apertura fue el intercambio de delegaciones escolares que venían a visitar
durante un día entero el lado de la ciudad opuesto a aquel en el que vivían. Apenas
empezaba el buen tiempo, colectivos llenos de niños se cruzaban en la puerta de
Brandeburgo pasando al este y al oeste, y los niños que realizaban las visitas eran
recibidos por personalidades oficiales, instituciones, lugares de esparcimiento,
etcétera. Poco a poco, los servicios secretos, según nuestro paciente, empezaron
a sospechar que esas excursiones servían de pretexto para ciertas actividades de
espionaje. Agentes dobles de los dos campos recibían información confidencial a
través de esas visitas, pero todos los esfuerzos para descubrir el método de que
se valían o descifrar los códigos que utilizaban resultaban infructuosos. Los colectivos,
los guías y aun los niños eran minuciosamente registrados en la frontera pero, aunque
ningún elemento anormal se ponía en evidencia, las informaciones confidenciales
y los mensajes ultrasecretos seguían circulando de un lado al otro del muro. Nuestro
paciente me reveló que él, después de haber reflexionado largamente sobre el tema,
había encontrado la solución: los espías, a través de organizaciones escolares,
federaciones de padres, mutuales, etcétera, les suministraban a los niños remeras
de colores diferentes, con los más variados dibujos y leyendas, que, según un código
que habían creado especialmente, combinaban de muchas maneras para formar un sistema
de comunicación que les servía para transmitir toda clase de mensajes: colores,
dibujos y leyendas en los torsos inocentes de los niños, constituían un verdadero
alfabeto de la traición. Según nuestro paciente, los mensajes enviados al este de
esa manera precipitaron la caída del muro. Pero sus supuestas revelaciones dejaron
entrever al final un interrogante que, en tanto que psiquiatra, me parece más adecuado
a su historia clínica: los espías del este, incorregibles, habrían adoptado el mismo
método y, simulando haber perdido la partida, multiplicando al infinito el número
de remeras, es decir de signos, van persuadiendo, con los discursos sibilinos que
profieren, en silencio, los pechos infantiles, a sus supuestos vencedores, de aceptar
la ineluctable invasión.
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