martes, 20 de septiembre de 2022

Copión

Juan José Saer

 

…y podemos considerar que, a pesar de evidentes fluctuaciones, y a causa del carácter repetitivo de las mismas, el estado del paciente es estacionario y no requiere internación. Una visita semanal a su consultorio pareciera ser suficiente por el momento. En todo caso, estimado colega, créame que aprecio su dedicación escrupulosa a nuestro paciente, y estoy seguro de que el ponerlo en sus manos y en las de ningún otro especialista ha sido una decisión atinada de mi parte, que la familia ha aprobado con entusiasmo. Las actuales rarezas de comportamiento pueden ser consideradas como “normales”, en el mismo sentido en que son normales los temblores de fuerza decreciente que suceden a un terremoto. Ya no pueden hacerle demasiado daño: podríamos decir que, igual que con el paisaje devastado que deja un terremoto, no queda casi nada por destruir, pero después de las terribles perturbaciones que constituyeron el clímax, los leves disturbios que lo suceden podrían ser calificados –no sin cierta ironía desde luego– casi de satisfactorios. Por paradójico que parezca, para el caso que nos ocupa, como se lo anticipé telefónicamente el mes pasado, el paroxismo consistió en la inmovilidad total, más allá de la apatía y del estupor, en ese estado que, si me permitiese describirlo con una imagen, compararía con la inmovilidad glacial de un lago helado, salvo que, para nuestro paciente, bajo la capa de hielo exterior, el agua seguía hirviendo convulsivamente hasta el fondo.

Ese ostracismo pasajero, que duró un par de semanas sin embargo, y que nos obligó a alimentarlo con una sonda para que no se debilitara en forma irreversible, fue consecuencia de una larga serie de sacudidas emocionales y mentales a partir de la adolescencia, y que a los treinta y cuatro años produjeron, como podía preverse, el derrumbe. En casos similares, tratados a lo largo de tres décadas de práctica hospitalaria, me ha sido posible observar una evolución semejante, con una temática delirante muy afín, pero el derrumbe, felizmente pasajero, que culmina el proceso, se presenta en muy pocas oportunidades: la agitación disminuye hasta la apatía, y poco a poco el enfermo se adapta a la situación y se resigna a vivir mansamente con el acervo de sus ideas fijas y de sus rarezas. (Es, mutatis mutandis, la situación del paciente en la actualidad).

Desde muy joven la pasión política se transformó en él en un verdadero frenesí reformador, y podemos considerar que, a partir de los veinte años más o menos, sus ideas empezaron a tomar un giro ligeramente extravagante. Aunque su familia era de origen bávaro, con ramificaciones austríacas, H. nació y se crio en Berlín, donde realizó sus estudios de derecho, con la intención de hacer carrera en la administración alemana o como funcionario internacional, pero cuando obtuvo los diplomas necesarios, con notas realmente brillantes, ya la enfermedad mental estaba comenzando a hacer estragos en sus ideas y a pervertir su comportamiento. Por suerte, la situación económica de su familia, más que desahogada, permitió postergar la búsqueda de un empleo y afrontar los gastos inevitables de un tratamiento a fondo.

H. tenía diez años cuando construyeron el muro de Berlín. Algunos años más tarde, el sistema político que imperaba del otro lado del muro, extendiéndose con mayores o menores variantes locales hasta el extremo oriente, fue su mayor preocupación, y predicaba una verdadera cruzada contra las ideas que imperaban en esos vastos territorios. Pero al mismo tiempo consideraba que los gobiernos occidentales no eran lo bastante enérgicos en sus acciones ni lo bastante lúcidos para juzgar la gravedad de la situación. Hasta ese punto, sus ideas políticas corresponden en general a las de la mayor parte de sus compatriotas, salvo que en su caso se expresaban con más vehemencia y que, en el momento de proponer soluciones, mostraban su carácter delirante. Por ejemplo, la queja corriente de los ciudadanos de cualquier país acerca de la inepcia de sus dirigentes, asumía en él aspectos grotescos y aun inquietantes, porque se transparentaba en ellos un fenómeno corriente en las crisis de demencia, sobre el cual usted ha escrito por otra parte dos artículos brillantes: la aparición en el sujeto de elementos arcaicos en sus sentimientos y en su conducta. El pasado prehumano, los olvidados matices salvajes y luctuosos de la especie que con designios inescrutables nos ha depositado en nuestro presente esquivo y confuso, empiezan a resurgir en sus ideas y en sus actos. H., por ejemplo, en sus momentos de crisis, pretendía que se infligiese a los gobernantes occidentales (con particular fijación en el presidente de los Estados Unidos, en los vistosos Windsor y, quién sabe a través de qué alambicados pseudorrazonamientos, en los inocuos monarcas belgas) la humillación de una ejecución capital transmitida en directo por la televisión mundial, o la sodomización ritual del papa por miembros de las tres religiones reveladas con el fin de obtener el perdón para la iglesia católica, aunque, como también usted habrá podido comprobarlo, estimado colega, recomendar vejámenes al sumo pontífice parece ser el rasgo común de todos los presuntos reformadores que se internan en la selva de la demencia. (Con mucho mejor criterio, durante su derrumbe mental definitivo de 1888, Nietzsche recomendaba el fusilamiento del Káiser y de los antisemitas, y al entrar en el asilo declaró: “Exijo una robe de chambre para una redención completa”, que únicamente podría parecer un dislate a quienes ignoran que en uno de sus aforismos había comparado el hecho de ser europeo a una vestimenta demasiado ajustada).

Pero toda la energía mórbida del paciente se concentraba en un solo punto: su desconfianza, su temor, su agresividad, su odio, convergían hacia esos territorios casi infinitos que se extendían al este del muro y que, en su imaginación desquiciada, suscitaban los fantasmas más caprichosos y más extraños. Parecía que, tal como él las concebía, las muchedumbres orientales hubiesen perdido todo atributo humano, transformándose en un hervor, viviente por cierto, pero de especies marginales que hubiesen seguido una evolución independiente de la nuestra, dando como resultado criaturas irreconocibles y equívocas, como esos seres que, en los orígenes de la vida, plasmaron en formas ilógicas y absurdas, transitaron un tiempo ciertas ciénagas confusas, y después desaparecieron. Le advierto que estas imágenes y estas comparaciones son del enfermo y no mías, y provienen de las muchas conversaciones que, en los períodos más calmos de su enfermedad, mantuvimos regularmente, y cuyas versiones resumidas figuran en la historia clínica que mi secretaria está preparando para hacérsela llegar. Estos detalles muestran en él una cultura literaria y científica muy superior al término medio, en la que sin embargo, a causa del terreno favorable de una particular excitabilidad y de un temperamento razonador propenso a la idea fija, la propaganda desenfrenada de los dos campos enfrentados a lo largo del siglo causó estragos irreparables.

Pero pasemos a la fase mórbida sobre la que usted me ha pedido detalles más amplios mientras espera tener en sus manos la historia clínica. Esa fase singular, vista desde el exterior tiene en apariencia contactos con la catatonia, pero ya sabemos que la catatonia propiamente dicha ha prácticamente desaparecido de la nosografía psiquiátrica gracias a los tratamientos neurolépticos, y además, si resultaba imposible indagar los estados de conciencia, si los había, en el sujeto catatónico, en el caso que nos ocupa, con la regresión de los síntomas, fue posible obtener del enfermo numerosas precisiones sobre esos estados.

La locura es como un alcohol violento: es obvio que esas criaturas dudosas que para su imaginación dislocada poblaban el más allá sombrío que se extendía del otro lado del muro, eran entidades enemigas y en constante acecho, munidas de las más elaboradas técnicas para observarnos en detalle y espiar cada uno de nuestros actos, por insignificante que fuese, y aun cada una de las intenciones, ni siquiera formuladas en voz alta, que los motivaban. El fracaso repetido de sus pretensiones reformadoras, de las que no le quedaba más remedio que admitir que no producían ningún efecto en la realidad, lo fue llevando gradualmente a un verdadero delirio persecutorio. De acuerdo con su propia lógica, la falta de cumplimiento por parte del bando al que pertenecía de los sacrificios propiciatorios que proponía, apuntalaba necesariamente la prosperidad de nuestros enemigos. Un período de agitación intensa siguió a esas conclusiones, donde intentó varias acciones desesperadas, como interponerse en ceremonias oficiales, penetrar en el Parlamento de donde fue expulsado por la fuerza pública, que tuvo como consecuencia un período de internación en un asilo de Bonn, o incluso, después de haber sido dado de alta, interrumpir un programa de televisión en directo, proclamando la gravedad de la situación, y exigiendo de las autoridades la aplicación inmediata de una serie de medidas que proponía. Debo confesar que, personalmente, siempre me ha intrigado en ciertos enfermos mentales el hecho de que, a pesar de que su mente parece haber sido acaparada enteramente por el delirio, conserven la ingeniosidad necesaria que les permite sortear los obstáculos racionales con que las personas supuestamente sanas pretenden defenderse de lo imprevisto. La perseverancia con la que H. era capaz de burlar todos esos obstáculos, le ganó cierta popularidad en nuestra región, y aun en el ámbito nacional, transformándolo, durante un par de semanas, en una especie de héroe que con su astucia demostraba la inepcia arrogante de los poderosos, pero esa euforia popular, pasajera por cierto, ignoraba la desesperación que inducía a nuestro paciente a actuar de esa manera y, por supuesto, se olvidó por completo de él cuando sobrevino el inevitable derrumbe.

Recién seis meses después de la crisis, cuando médicos y familiares alimentamos durante algunas semanas la ilusión de una recuperación completa, el paciente accedió por fin a la confidencia, permitiéndome completar la historia de su delirio. La inmovilidad corporal en la que se mantuvo durante casi dos semanas, tan completa que le era imposible realizar sus funciones vegetativas sin el auxilio de un enfermero, y que nos obligó a alimentarlo por sonda a partir del segundo día, tenía desde su punto de vista un motivo justificado, que era el siguiente: en Berlín Este, un individuo designado por la policía secreta, remedaba cada uno de sus ademanes, gestos, movimientos en el momento mismo en que los efectuaba. Esta convicción, que comenzó de manera esporádica, se fue afirmando cada vez más, hasta convertirse en una verdadera obsesión. La sospecha se volvió certeza y la certeza, de intermitente que era, se hizo continua, y en cada uno de los instantes de la vigilia lo habitaba la conciencia de que el acto que se encontraba realizando (servirse un vaso de agua por ejemplo) o que pensaba realizar, era o sería ejecutado en forma simultánea por el otro, con una finalidad que nuestro paciente desconocía, pero de la que por supuesto daba por descontado que era de esencia maléfica. Durante cierto tiempo, cuando la impresión se presentaba a su mente, trataba de imaginar diferentes estratagemas para burlar el remedo del otro, aminorando o acelerando la velocidad de sus movimientos, o simulando iniciar una acción para derivar bruscamente hacia otra, y aun hacia su contraria, y si durante cierto tiempo creyó que esas maniobras bastaban para engañarlo, de un modo gradual lo fue ganando la convicción de que el otro poseía la habilidad necesaria para captar al milímetro sus intenciones y adecuar a ellas sus propios movimientos. Los miembros de su familia, con natural inquietud, lo veían realizar muecas y gestos de lo más extraños, por ejemplo comenzar a responder afirmativamente a una pregunta con un movimiento de cabeza, y en medio del movimiento cambiarlo de signo y transformarlo en negación, o bien adoptar expresiones incomprensibles, que no figuraban en ningún repertorio de expresiones complementarias del lenguaje en nuestros sistemas de comunicación, o que eran antitéticas respecto de la situación a la que debían aplicarse, como por ejemplo afectar repugnancia cuando comía sus caramelos preferidos o satisfacción cuando alguien lo contrariaba.

Todos tememos que alguien copie nuestras ideas, nuestras ocurrencias, todo aquello que constituye el conjunto diferencial de nuestra persona, pero esa situación afirma más nuestra supremacía que nuestra dependencia; pero que un ser fantasmal remede, como en un espejo, cada uno de nuestros actos cotidianos, de nuestros automatismos, de todos los signos exteriores, conscientes o inconscientes, con los que la materia viviente de nuestro cuerpo y la movilidad aérea de nuestra mente nos guían por la substancia translúcida del mundo, un personaje confuso y malvado, es desde luego muy diferente, y resulta evidente que si se prolonga, esa situación puede desplazarnos, desde el umbral en el que generalmente acampamos, hasta el centro mismo del infierno: con otras palabras, es más o menos esto lo que transmitió el paciente en el momento de sus confidencias, cuya transcripción casi literal le estamos enviando por correo separado.

La inmovilidad forzada lo fue ganando hasta que se hizo total. Pero en esos días en que hubiese querido volverse piedra, las más ínfimas manifestaciones de su cuerpo, como la palpitación involuntaria de un párpado, por ejemplo, le causaban tanta angustia, tanto pánico, que el dolor ocasionado era semejante al que inflige en la carne viva la saña del tormento. Esos movimientos mínimos eran según nuestro paciente los últimos vestigios de vida que salían al exterior, y si el otro los captaba absorbería a través de ellos las últimas defensas de su víctima. Hasta que una mañana, bruscamente, sintió que el peligro había pasado y empezó a moverse otra vez. Debo decir que esa brusca extracción del ostracismo en el que había caído resulta para mí, desde un ángulo estrictamente científico, bastante problemática, induciéndome a no descartar del todo la hipótesis de una simulación, tan larga y minuciosa que ya en sí sería una prueba de demencia grave, y que sus supuestas confidencias sean una prolongación de la misma. Pero esto, estimado colega, es desde luego una simple hipótesis. Existe una elevada probabilidad de que, en el momento de la crisis, el tormento haya sido bien real.

Teniendo en cuenta que sus rarezas continúan, y aunque es posible hablar en su caso de un estado estacionario, la posibilidad de una nueva crisis no debe ser descartada, razón por la cual hemos decidido, la familia y yo, ponerlo entre las manos expertas de usted y sus reconocidos colaboradores. Por el momento podemos decir que, a pesar del desequilibrio tenaz, ya casi orgánico, de su personalidad, y gracias tal vez al tratamiento químico severo que se le administra, el enfermo se encuentra bastante bien. Su estado de ánimo actual, aparte de los disturbios periódicos sobre los que le informaba más arriba, parece tolerar cierta dosis de jovialidad que, como ocurre a menudo con los enfermos mentales, puede ser producto de un obcecado solipsismo, y no siempre se manifiesta en la situación apropiada. Pero una prueba de su inteligencia, que hubiese hecho de él en circunstancias normales un individuo valioso para sus semejantes, pero sobre todo de la singularidad de su carácter, es la manera en que durante una de sus últimas visitas me comentó la caída del muro y la reunificación de nuestro país. Confieso que me ha dejado un poco perplejo, incapacitándome a formular un diagnóstico seguro sobre su estado actual, lo que, como se lo he anunciado por teléfono, estimado colega, me indujo a solicitar su colaboración. Más que nadie, usted está al tanto de la ambigüedad esencial de todo discurso, que se vuelve aún mayor cuando a ese discurso es la locura quien lo profiere, impidiéndonos a veces distinguir la seriedad de la ironía, la prudencia del dislate, el delirio de la simulación.

Según nuestro paciente, al mismo tiempo que se aceleraban los contactos entre el este y el oeste, se multiplicaban las mutuas sospechas, las maniobras subterráneas, los golpes bajos de ambas partes, lo cual mantenía en estado de alerta a los servicios secretos respectivos. La supuesta apertura y el llamado deshielo en las relaciones eran pura fachada, ya que los intereses del este y del oeste seguían siendo divergentes, y mientras se intercambiaban mensajes y delegaciones, las actividades más sórdidas del espionaje, rumores calumniosos, propaganda y desestabilización continuaban febrilmente.

Uno de los primeros signos de apertura fue el intercambio de delegaciones escolares que venían a visitar durante un día entero el lado de la ciudad opuesto a aquel en el que vivían. Apenas empezaba el buen tiempo, colectivos llenos de niños se cruzaban en la puerta de Brandeburgo pasando al este y al oeste, y los niños que realizaban las visitas eran recibidos por personalidades oficiales, instituciones, lugares de esparcimiento, etcétera. Poco a poco, los servicios secretos, según nuestro paciente, empezaron a sospechar que esas excursiones servían de pretexto para ciertas actividades de espionaje. Agentes dobles de los dos campos recibían información confidencial a través de esas visitas, pero todos los esfuerzos para descubrir el método de que se valían o descifrar los códigos que utilizaban resultaban infructuosos. Los colectivos, los guías y aun los niños eran minuciosamente registrados en la frontera pero, aunque ningún elemento anormal se ponía en evidencia, las informaciones confidenciales y los mensajes ultrasecretos seguían circulando de un lado al otro del muro. Nuestro paciente me reveló que él, después de haber reflexionado largamente sobre el tema, había encontrado la solución: los espías, a través de organizaciones escolares, federaciones de padres, mutuales, etcétera, les suministraban a los niños remeras de colores diferentes, con los más variados dibujos y leyendas, que, según un código que habían creado especialmente, combinaban de muchas maneras para formar un sistema de comunicación que les servía para transmitir toda clase de mensajes: colores, dibujos y leyendas en los torsos inocentes de los niños, constituían un verdadero alfabeto de la traición. Según nuestro paciente, los mensajes enviados al este de esa manera precipitaron la caída del muro. Pero sus supuestas revelaciones dejaron entrever al final un interrogante que, en tanto que psiquiatra, me parece más adecuado a su historia clínica: los espías del este, incorregibles, habrían adoptado el mismo método y, simulando haber perdido la partida, multiplicando al infinito el número de remeras, es decir de signos, van persuadiendo, con los discursos sibilinos que profieren, en silencio, los pechos infantiles, a sus supuestos vencedores, de aceptar la ineluctable invasión.

 

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