Agatha Christie
–Ahora recuerdo un caso…
–dijo Jane Helier. Su bello rostro se iluminó con la sonrisa confiada del niño que
busca aprobación. Era la sonrisa que conmovía a diario al público de Londres y que
había hecho la fortuna de los fotógrafos–. Le ocurrió a una amiga mía –dijo con
precaución.
Todo
el mundo hizo hipócritas gestos de aliento. El coronel Bantry, su esposa, don Henry
Clithering, el doctor Lloyd y la anciana señorita Marple estaban convencidos de
que la “amiga” de Jane era ella misma. Hubiera sido incapaz de recordar o interesarse
por algo que afectara a cualquier otra persona.
–Mi
amiga –continuó Jane–, no mencionaré su nombre, era una actriz muy conocida.
Nadie
exteriorizó la menor sorpresa y don Henry Clithering pensó para sí: “Me pregunto
cuánto tardará en olvidarse de la farsa y dirá ‘yo’ en vez de ‘ella’…”
–Mi
amiga se encontraba de gira por provincias, de esto hará uno o dos años. Supongo
que es mejor no decir el nombre del lugar. Estaba en la ribera de un río, muy cerca
de Londres. Lo llamaré…
Hizo
una pausa, frunciendo el entrecejo. Al parecer, inventar un simple nombre era demasiado
para ella, y don Henry acudió en su ayuda.
–¿Lo
llamamos Riverbury? –le sugirió.
–Oh,
sí, espléndido, Riverbury, lo recordaré. Bien, como decía, esta amiga mía se encontraba
en Riverbury con su compañía cuando ocurrió algo muy curioso.
Volvió
a fruncir el entrecejo.
–¡Es
tan difícil decir lo que una quiere decir! –se lamentó–. Temo confundirme y decir
unas cosas antes que otras.
–Lo
hace usted muy bien –le dijo el doctor Lloyd para animarla–. Continúe.
–Bien,
pues ocurrió algo muy curioso. Mi amiga fue llevada al puesto de policía. Al parecer
se había cometido un robo en su bungalow, situado junto al río, y habían detenido
a un joven que les contó una extraña historia, y por eso fueron a buscarla. Nunca
había estado en un puesto de policía, pero se mostraron muy amables con ella, amabilísimos.
–No
me extraña en absoluto –dijo don Henry.
–El
sargento, creo que era un sargento, o tal vez fuese un inspector, la invitó a sentarse
y le explicó lo ocurrido. Desde luego yo vi en seguida que se trataba de una equivocación.
“¡Ajá!
–pensó don Henry–. ‘¡Yo!’ Ya está, lo que imaginaba”.
–Eso
dijo mi amiga –continuó Jane, sin advertir su propia traición–. Explicó que había
estado ensayando en el hotel con su suplente y que nunca había oído siquiera el
nombre de señor Faulkener. Y el sargento dijo: “señorita Hel…”.
Se
detuvo muy sonrojada.
–¿Señorita
Helman? –le sugirió don Henry con un guiño.
–Sí,
sí, eso es. Gracias. El sargento dijo: “Señorita Helman, creo que debe de haber
alguna equivocación, puesto que usted se aloja en el Bridge Hotel”. Y luego me preguntó
si me importaría que me confrontaran con aquel joven. No sé si se dice confrontar
o carear. No lo puedo recordar.
–No
importa realmente –le aseguró don Henry.
–De
todos modos, yo dije: “Claro que no”. Y lo trajeron y dijeron: “Ésta es señorita
Helier” y… ¡Oh! –Jane se interrumpió boquiabierta.
–No
importa, querida –le dijo señorita Marple para consolarla–. De todas maneras lo
hubiéramos adivinado. Y no nos ha dicho el nombre del lugar ni nada realmente importante.
–Bueno
–dijo Jane–. Mi intención era contárselo como si le hubiera ocurrido a otra persona,
pero es difícil, ¿verdad? Quiero decir que una se olvida.
Todos
le aseguraron que era muy difícil y una vez tranquilizada, prosiguió con su algo
enrevesado relato.
–Era
un hombre muy atractivo, mucho. Joven y pelirrojo. Al verme se quedó con la boca
abierta y el sargento le preguntó: “¿Es ésta la dama?” Y él contestó: “No, desde
luego que no. Qué estúpido he sido”. Yo le sonreí, diciéndole que no tenía importancia.
–Me
imagino la escena –dijo don Henry.
Jane
Helier frunció el entrecejo.
–Déjeme
pensar cómo sería mejor continuar.
–¿Y
si nos contara de qué se trata, querida? –dijo señorita Marple con tal amabilidad
que nadie pudo sospechar su ironía–. Quiero decir que cuál era la equivocación de
aquel joven y de qué se trataba el robo.
–Oh,
sí –exclamó Jane–. Bien, ese joven, Leslie Faulkener, había escrito una comedia.
A decir verdad había escrito varias, aunque nunca le representaron una. Y me envió
una en particular para que la leyera. Yo lo ignoraba, ya que recibo cientos de obras
de teatro y leo muy pocas, sólo aquéllas de las que sé algo. De todas formas, así
fue, y al parecer el señor Faulkener recibió una carta mía, sólo que resultó que
no la había escrito yo. ¿Comprenden?
Hizo
una pausa con ansiedad y todos le aseguraron que la habían entendido.
–En
ella le decía que había leído su comedia, que me gustaba mucho y que viniera a hablar
conmigo. Le daba la dirección, el bungalow de Riverbury. De modo que el señor Faulkener,
muy satisfecho, fue a verme a ese lugar: el bungalow. Le abrió la puerta una doncella
a quien él preguntó por la señorita Helier y ella le dijo que la señorita Helier
lo estaba esperando y le hizo pasar al salón, donde lo recibió una mujer que él
aceptó como si fuera yo, lo cual resulta bastante extraño, puesto que me había visto
actuar y mis fotografías son bien conocidas en todas partes, ¿verdad?
–Por
todo lo largo y ancho de Inglaterra –replicó la señora Bantry–. Pero a menudo hay
una gran diferencia entre la fotografía y el original, mi querida Jane. Así como
cuando se ve a las artistas fuera del escenario. No todas las actrices pueden superar
esa prueba como tú, recuérdelo.
–Bueno
–dijo Jane un tanto aplacada–, es posible. De todas formas describió a aquella mujer
diciendo que era alta, rubia, de grandes ojos azules y muy atractiva, de modo que
debía parecerse bastante a mí. Desde luego, él no sospechó nada y ella se sentó,
comenzó a charlar de su comedia y de las ganas que tenía de representarla. Mientras
hablaban, les sirvieron unos combinados y el señor Faulkener tomó uno. Bueno, eso
es todo lo que recuerda, que se bebió el combinado. Cuando despertó, o volvió en
sí, estaba tendido en la carretera junto a la cuneta, desde luego donde no había
peligro de que lo atropellaran. Estaba muy débil y desorientado, tanto que, cuando
se levantó y echó a andar tambaleándose, no sabía adónde se dirigía. Dijo que, de
haber estado en posesión de todas sus facultades, hubiera vuelto al bungalow para
tratar de averiguar lo ocurrido, pero se sentía tan torpe y aturdido que siguió
caminando sin saber apenas lo que hacía. Empezaba a rehacerse cuando fue detenido
por la policía.
–¿Por
qué lo detuvieron? –preguntó el doctor Lloyd.
–¡Oh!
¿No se lo dije? –exclamó Jane abriendo mucho los ojos–. Qué tonta soy, por el robo.
–Usted
mencionó un robo, pero no dijo dónde tuvo lugar ni por qué.
–Bueno,
ese bungalow, ese al que fue él, no era mío, por supuesto. Pertenecía a un hombre
cuyo nombre era…
De
nuevo Jane Helier frunció el entrecejo.
–¿Quiere
que vuelva a hacer de padrino? –le preguntó don Henry–. Seudónimos gratis. Descríbame
al individuo y yo lo bautizaré.
–Lo
había alquilado un acaudalado caballero, de la ciudad.
–Don
Herman Cohen –sugirió don Henry.
–Le
va perfectamente. Lo alquiló para una mujer, esposa de un actor y también actriz.
–Al
actor podemos llamarle Claud Leason –dijo don Henry– y a ella por su nombre artístico,
por ejemplo, señorita Mary Kerr.
–Creo
que es usted muy inteligente –dijo Jane–. A mí no se me ocurren las cosas tan fácilmente.
Bien, era una especie de casita de campo donde don Herman… ¿ha dicho usted Herman?,
y la dama pretendían pasar los fines de semana. Por supuesto, la esposa no sabía
nada de esto.
–Es
lo que suele ocurrir –dijo don Henry.
–Y
le había regalado a la actriz una buena cantidad de joyas, incluidas unas esmeraldas
muy finas.
–¡Ah!
–exclamó el doctor Lloyd–. Ya vamos llegando.
–Estas
joyas estaban en el bungalow bien cerradas en un joyero. La policía dijo que era
una imprudencia, que cualquiera pudo cogerlas.
–¿Ves,
Dolly? –intervino el coronel Bantry–. ¿Qué es lo que te digo siempre?
–Bueno,
según he visto por propia experiencia –contestó la señora Bantry–, es siempre la
gente cuidadosa la que pierde sus joyas. Yo no encierro las mías en ningún joyero,
las guardo sueltas en un cajón debajo de las medias. Me atrevo a decir que si… ¿cómo
se llama?, si Mary Kerr hubiese hecho lo mismo, no se las hubieran robado tan fácilmente.
–Las
habrían encontrado –replicó Jane–, pues todos los cajones fueron abiertos y su contenido
esparcido por el suelo.
–Entonces
no andaban buscando joyas –dijo la señora Bantry–, sino documentos secretos. Es
lo que ocurre siempre en las novelas.
–No
sé nada de ningún documento secreto –respondió Jane pensativa–. No los oí mencionar.
–No
se distraiga, señorita Helier –dijo el coronel Bantry–. No se inquiete usted por
las pistas falsas disparatadas que diga mi esposa.
–Siga
hablando del robo –le indicó amablemente don Henry.
–Sí.
La policía recibió una llamada telefónica de alguien que se hizo pasar por Mary
Kerr. Dijo que habían robado en el bungalow y describió a un joven pelirrojo que
se había presentado aquella mañana en el bungalow. A su doncella le pareció un tipo
muy raro y se negó a dejarlo entrar, pero más tarde lo vio salir por una ventana.
Lo describió con tanto detalle que la policía lo detuvo media hora después y entonces
él contó su historia y mostró mi carta. Vinieron a buscarme y al verme, dijo lo
que ya les he contado: ¡que no era yo!
–Una
historia muy curiosa –dijo el doctor Lloyd–. ¿El señor Faulkener conocía a esa señorita
Kerr?
–No,
no la conocía, o por lo menos eso dijo. Pero aún no les he contado lo más curioso.
La policía fue al bungalow y lo encontraron tal como lo he descrito antes: los cajones
por el suelo y ni rastro de las joyas, pero no había nadie. Hasta algunas horas
más tarde no regresó Mary Kerr, quien negó haberles telefoneado y afirmó que nada
sabía de lo ocurrido hasta aquel momento. Al parecer había recibido un telegrama
de su representante ofreciéndole un papel importante y concertando una entrevista
a la que naturalmente se había apresurado a acudir. Al llegar allí, descubrió que
todo había sido una broma y que el representante no le había enviado ningún telegrama.
–Un
truco bastante usado para quitarla de en medio –comentó don Henry–. ¿Qué me dice
de los criados?
–Había
ocurrido lo mismo. Sólo tenía una doncella a la que llamaron por teléfono, aparentemente
de parte de Mary Kerr, para decirle que ésta se había olvidado algo muy importante
y dándole instrucciones para que cogiese cierto bolso de mano que estaba en un cajón
de su dormitorio y tomara el primer tren. La doncella así lo hizo, desde luego,
y dejó la casa cerrada. Pero cuando llegó al club de la señorita Kerr, que era donde
le dijeron que esperara a su señora, la esperó en vano.
–¡Hum!
–murmuró don Henry–. Empiezo a comprender. La casa se quedó vacía y entrar por una
de sus ventanas no creo que resultara muy difícil. Pero no veo qué pinta en todo
esto el señor Faulkener. ¿Y quién telefoneó a la policía, si no fue señorita Kerr?
–Eso
nadie llegó a averiguarlo nunca.
–Es
curioso –comentó don Henry–. ¿Resultó ser el joven quien dijo ser?
–Oh,
sí. Incluso presentó la carta que supuso escrita por mí. La letra no se parecía
en nada a la mía, pero, claro, no era de esperar que conociese mi letra.
–Bien,
precisemos los hechos con claridad –dijo don Henry–. Corríjame si me equivoco. La
señora y la doncella son alejadas de la casa. Atraen a ese joven a la casa por medio
de una carta falsa, aprovechando la circunstancia de que usted se encontraba aquella
semana actuando en Riverbury. El joven ingiere una droga y la policía recibe una
llamada que hace que sospechen de él. Se ha cometido un robo. ¿Supongo que se llevarían
las joyas?
–Oh,
sí.
–¿Y
fueron recuperadas?
–No,
nunca. A decir verdad, creo que don Herman intentó echar tierra al asunto. Pero
no pudo conseguirlo y me parece que su esposa solicitó el divorcio por este motivo,
aunque no lo sé con certeza.
–¿Qué
le ocurrió al señor Leslie Faulkener?
–Que
al fin fue puesto en libertad. La policía no tenía suficientes pruebas contra él.
¿No les parece que es todo muy extraño?
–Realmente
muy extraño. La primera pregunta es: ¿qué historia debemos creer? Señorita Helier,
he observado que usted se inclina hacia la del señor Faulkener. ¿Tiene usted alguna
razón para ello aparte de su propio instinto?
–No,
no –contestó Jane contrariada–. Supongo que no. Pero era tan simpático y se disculpó
de tal modo por haber tomado a otra persona por mí, que tuve el convencimiento de
que decía la verdad.
–Ya
comprendo –dijo don Henry con una sonrisa–. Pero debe admitir que pudo inventar
esa historia con toda facilidad y haber escrito él mismo la carta que se suponía
que era de usted. También pudo tomar alguna droga después de cometer el robo, pero
confieso que no veo qué propósito pudiera tener semejante actuación. Era más sencillo
entrar en la casa y desaparecer tranquilamente, a menos que lo hubiese visto algún
vecino y él lo supiera. Entonces pudo rápidamente idear este plan para desviar las
sospechas y explicar su presencia en la casa.
–¿Tenía
dinero? –preguntó la señorita Marple.
–No
lo creo –respondió Jane–. No, más bien me parece que andaba bastante apurado.
–Todo
este asunto resulta muy curioso –dijo el doctor Lloyd–. Debo confesar que si aceptamos
la historia de ese joven como cierta, el caso presenta más dificultades. ¿Para qué
iba a querer la dama que pretendía hacerse pasar por la señorita Helier mezclar
en el asunto a un desconocido? ¿Por qué montar una comedia tan terriblemente complicada?
–Dime,
Jane –dijo la señora Bantry–. ¿Llegó a encontrarse frente a frente el joven Faulkener
con Mary Kerr en algún momento durante los interrogatorios?
–No
puedo asegurarlo –contestó Jane despacio y esforzándose por recordar.
–¡De
no ser así, el caso está resuelto! –exclamó la señora Bantry–. Estoy segura de que
tengo razón. ¿Qué es más sencillo que pretender que había sido reclamada en la ciudad?
Luego telefonea desde Paddington o cualquier otra estación a su doncella y, mientras
ésta va a la ciudad, ella regresa. El joven acude a la cita, lo droga y prepara
la escena del robo con el mayor lujo posible de detalles. Telefonea a la policía,
les da la descripción de la víctima propiciatoria y vuelve de nuevo a la ciudad.
Luego regresa a su casa en el último tren y se hace la inocente y sorprendida.
–Pero,
¿por qué iba a robar sus propias joyas, Dolly?
–Siempre
lo hacen –respondió la señora Bantry–. Y de todas formas se me ocurren mil razones.
Tal vez quería dinero y es posible que don Herman no se lo diera, por lo que simula
el robo de las joyas y luego las vende en secreto. O quizás alguien le estuviera
haciendo chantaje, amenazándola con decírselo a su marido o a la esposa de don Herman.
También es posible que ya las hubiera vendido, y don Herman lo sospechara, le preguntara
por ellas y se viera obligada a hacer algo. Eso sucede muy a menudo en las novelas.
O quizá se las estaba haciendo montar de nuevo y tenía en casa una imitación falsa.
O bien… ésta es una buena idea y no tan típica… simula que le han sido robadas,
se pone frenética y él le regala otras. De este modo tiene dos lotes en vez de uno.
Estoy segura de que esa clase de mujeres saben muchos trucos.
–Eres
muy inteligente, Dolly –le dijo Jane con admiración–. A mí no se me habría ocurrido.
–Es
posible que lo sea, pero no ha dicho que tenga razón –comentó el coronel Bantry–.
Yo me inclino a sospechar del caballero de la ciudad. Él sabría la clase de telegrama
que haría marcharse de su casa a la actriz y el resto pudo arreglarlo fácilmente
con la ayuda de una buena amiga. Al parecer nadie ha pensado en preguntarle a él
si tiene una cortada.
–¿Qué
opina usted, señorita Marple? –preguntó Jane volviéndose hacia la anciana, que había
fruncido el entrecejo.
–Querida,
en realidad no sé qué decir. Don Henry se reirá, pero esta vez no recuerdo ningún
caso similar ocurrido en el pueblo que me sirva de ayuda. Desde luego, hay varios
aspectos de su relato que son muy sugerentes. Por ejemplo, la cuestión del servicio.
En… ejem… en una casa de costumbres tan dudosas, la sirvienta debía conocer perfectamente
la situación, y una muchacha decente no hubiera aceptado jamás semejante empleo,
ni su madre se lo hubiera permitido ni por un momento. De modo que podemos suponer
que la doncella no era muy de fiar. Pudo dejarles la casa abierta a los ladrones
mientras ella iba a Londres para desviar sospechas. Debo confesar que me parece
la solución más probable. Sólo que si fuese obra de unos ladrones corrientes me
resultaría muy raro, ya que para un robo así se precisan más conocimientos de los
que pueda tener una doncella.
La
señorita Marple hizo una pausa antes de proseguir con aire soñador:
–No
puedo dejar de pensar que hubo algo más, quiero decir algún conflicto personal.
Supongamos, por ejemplo, que alguien se sintiera despechado. ¿Tal vez una joven
actriz a quien él no hubiera tratado bien? ¿No creen que eso explicaría mejor las
cosas? Un intento deliberado para complicarle la vida: Eso es lo que parece. Y no
obstante, no resulta del todo satisfactorio.
–Vaya,
doctor, usted no ha dicho nada –dijo Jane–. Me había olvidado de usted.
–De
mí se olvida siempre todo el mundo –contestó el doctor con tristeza–. Debo de tener
una personalidad muy anodina.
–¡Oh,
no! –exclamó Jane–. ¿Quiere, pues, darnos su opinión?
–Me
encuentro en la posición de estar de acuerdo con las soluciones de todos y al mismo
tiempo con ninguna. Yo tengo la teoría descabellada, y probablemente totalmente
errónea, de que la esposa tiene algo que ver en el asunto. Me refiero a la de don
Herman. No tengo el menor indicio en qué basarme, sólo sé que les sorprendería saber
las cosas extraordinarias, realmente muy extraordinarias, que son capaces de hacer
las esposas engañadas si se les mete en la cabeza.
–¡Oh!
Doctor Lloyd –exclamó la señorita Marple, excitada–, qué inteligente es usted. No
me había acordado para nada de la pobre señora Pebmarsh.
Jane
la miró extrañada.
–¿La
señora Pebmarsh? ¿Quién es la señora Pebmarsh?
–Pues…
–la señorita Marple vacilaba–… ignoro si tendrá algo que ver con esto. Es una lavandera
que robó un broche con un ópalo que estaba prendido en una blusa y lo escondió en
casa de otra mujer.
Jane
pareció más confundida que nunca.
–¿Y
eso le hace ver claro este asunto, señorita Marple? –dijo don Henry con su habitual
guiño.
Mas,
ante su sorpresa, la señorita Marple negó con la cabeza.
–No,
me temo que no. Debo confesar que estoy completamente desorientada. Lo que sí sé
es que las mujeres deberían estar siempre unidas y defender en caso de apuro a las
de su propio sexo. Creo que ésta es la moraleja de la historia que acaba de contarnos
la señorita Helier.
–Debo
confesar que no había considerado el aspecto ético del misterio –dijo don Henry
en tono grave–. Tal vez vea con más claridad el significado de sus palabras cuando
la señorita Helier nos haya dado la solución.
–¿Cómo?
–exclamó Jane, todavía más asombrada.
–Estoy
confesando que “nos damos por vencidos”. Usted y sólo usted, señorita Helier, ha
tenido el alto honor de presentar un misterio tan complicado que incluso la misma
señorita Marple ha tenido que confesar su derrota.
–¿Todos
se dan por vencidos? –preguntó en alta voz Jane.
–Sí.
–Tras un minuto de silencio durante el cual todos esperaban que los demás tomasen
la palabra, don Henry volvió a llevar la voz cantante–. Es decir, que nos limitamos
a presentar las soluciones esbozadas por todos nosotros: una de cada caballero,
dos de la señorita Marple y cerca de una docena de la señora B.
–No
llegaban a una docena –replicó la señora Bantry–. Algunas eran variaciones sobre
el mismo tema. ¿Y cuántas veces he de decirle que no quiero que me llame señora
B?
–De
modo que se dan por vencidos. –Jane estaba pensativa–. Es muy interesante.
Se
inclinó hacia delante en la silla y empezó a limarse las uñas con aire ausente.
–Bueno
–dijo la señora Bantry–. Vamos, Jane. ¿Cuál es la solución?
–¿La
solución?
–Sí.
¿Qué ocurrió en realidad?
Jane
la miró de hito en hito.
–No
tengo la menor idea.
–¿Cómo?
–Siempre
quise saberla y pensé que entre todos ustedes, que son tan inteligentes, podrían
dármela.
Todo
el mundo disimuló su contrariedad. Todos aceptaban que Jane fuese tan hermosa, pero
en aquel momento todos pensaron que había llevado demasiado lejos su estupidez.
Incluso la belleza más trascendental no podía excusarla.
–¿Quiere
decir que la verdad nunca fue descubierta? –preguntó don Henry.
–No.
Y por eso, como les dije, pensé que ustedes me la podrían explicar a mí.
Jane
parecía contrariada, como si hubiera sido agraviada.
–Bueno,
yo… yo… –dijo el coronel Bantry, y le fallaron las palabras.
–Eres
una joven muy irritante, Jane –dijo su esposa–. De todas maneras, estoy segura y
siempre lo estaré de que tengo razón. Y si nos dijera los verdaderos nombres de
todas esas personas, lo comprobaría.
–No
creo que pueda hacerlo –replicó Jane lentamente.
–No,
querida –intervino la señorita Marple–. La señorita Helier no puede hacer eso.
–Claro
que puede –dijo la señora Bantry–. No seas tan escrupulosa. Los mayores podemos
comentar algún que otro escándalo. De todas maneras, díganos por lo menos quién
era el magnate de la ciudad.
La
señorita Jane negó con la cabeza y la señorita Marple continuó apoyando a la joven.
–Debió
de ser un caso muy desagradable –le dijo.
–No
–replicó Jane pensativa–. Creo… creo que más bien disfruté.
–Bien,
es posible –respondió la señorita Marple–. Supongo que rompería la monotonía. ¿Qué
comedia estaba usted representando?
–Smith.
–Oh,
sí. Es una de Somerset Maugham, ¿verdad? Todas sus obras son muy inteligentes. Las
he visto casi todas.
–Vas
a reponerla el próximo otoño, ¿verdad? –le preguntó la señora Bantry.
Jane
asintió.
–Bueno
–dijo la señorita Marple poniéndose en pie–. Debo irme a casa. ¡Es tan tarde! Pero
he pasado una velada muy entretenida. No sucede a menudo. Creo que la historia de
la señorita Helier se lleva el premio. ¿No les parece?
–Siento
que se hayan disgustado conmigo –dijo Jane–, porque no sé el final. Supongo que
debí decirlo antes.
Su
tono denotaba pesar y el doctor Lloyd salvó la situación con su galantería acostumbrada.
–Mi
querida amiga, ¿por qué había de sentirlo? Usted nos ha presentado un bonito problema
para que aguzáramos nuestro ingenio. Lo único que lamento es que ninguno de nosotros
haya sabido resolverlo convenientemente.
–Hable
por usted –dijo la señora Bantry–. Yo lo he resuelto, estoy completamente convencida.
–¿Sabe
que creo que tiene usted razón? –intervino Jane–. Lo que ha dicho parecía muy razonable.
–¿A
cuál de sus siete soluciones se refiere? –preguntó don Henry molesto.
El
doctor Lloyd ayudaba a la señorita Marple a ponerse sus chanclos. “Sólo por si acaso”,
dijo. El doctor debía acompañarla hasta su vieja casa y, una vez envuelta en diversos
chales de lana, les dio a todos las buenas noches. Después, acercándose a Jane Helier,
le murmuró unas palabras en el oído. Tal exclamación de sorpresa salió de los labios
de Jane que hizo que los demás se volvieran a mirarla.
Asintiendo
con una sonrisa, la señorita Marple se dispuso a marcharse seguida por la mirada
de Jane Helier.
–¿Vas
a acostarte, Jane? –preguntó la señora Bantry–. ¿Qué te ocurre, Jane? Parece como
si acabaras de ver un fantasma.
Con
un profundo suspiro, la actriz se rehízo y, sonriendo a los dos hombres, siguió
a su anfitriona hacia la escalera. La señora Bantry entró con la joven en su habitación.
–El
fuego está casi apagado –dijo removiendo inútilmente el rescoldo–. No son ni capaces
de encender bien el fuego, estas estúpidas doncellas. Aunque supongo que ya es muy
tarde. ¡Vaya, es más de la una!
–¿Crees
que hay muchas personas como ella? –preguntó Jane Helier.
Se
había sentado a un lado de la cama, al parecer perdida en sus pensamientos.
–¿Como
la doncella?
–No,
como esa extraña anciana, ¿cómo se llama? ¿Marple?
–¡Oh!
No lo sé. Imagino que es bastante corriente encontrar ancianitas como ella en los
pueblos.
–Oh,
Dios mío –replicó Jane–. No sé qué hacer, de veras.
Suspiró
profundamente.
–¿Qué
te ocurre?
–Estoy
preocupada.
–¿Por
qué?
–Dolly
–Jane Helier adquirió de pronto un tono solemne–, ¿sabes lo que esa extraña viejecita
me murmuró al oído esta noche un poquito antes de marcharse?
–No.
¿Qué?
–Me
dijo: “Si yo fuera usted no lo haría, querida. Nunca se ponga en manos de otra mujer,
aunque la considere su amiga”. ¿Sabes, Dolly, que eso es absolutamente cierto?
–¿El
consejo? Sí, tal vez lo sea, pero no le veo la aplicación.
–Cree
que no debo confiar totalmente en otra mujer. Y, además, estaría en sus manos. No
se me había ocurrido pensarlo.
–¿De
qué mujer estás hablando?
–De
Netta Greene, mi suplente.
–¿Y
qué diablos sabe la señorita Marple de tu suplente?
–Imagino
que lo ha adivinado, aunque no sé cómo.
–Jane,
¿quieres explicarme en seguida de qué estás hablando?
–De
mi historia, la que acabo de contarles. Oh, Dolly, esa mujer, la que apartó a Claud
de mi lado…
La
señora Bantry asintió y a su memoria acudió el primer matrimonio desgraciado de
Jane con Claud Averbury, el actor.
–Se
casó con ella y yo podía haberle dicho lo que iba a suceder. Claud lo ignoraba,
pero ella pasa los fines de semana con don Joseph Salmon en el bungalow del que
les he hablado. Yo quería descubrirla, demostrar a todo el mundo la clase de mujer
que es. Y con un robo, todo hubiera tenido que salir a relucir.
–¡Jane!
–exclamó la señora Bantry–. ¿Imaginaste tú el caso que acabas de contarnos?
Jane
asintió.
–Por
eso escogí la obra Smith. En ella aparezco vestida de doncella y tengo a mano el
disfraz. Y cuando me enviaran al puesto de policía sería lo más sencillo del mundo
decir que estaba ensayando mi papel en mi hotel con mi suplente, cuando en realidad
estaríamos en el bungalow. Yo me limitaría a abrir la puerta y servir los combinados,
y Netta simularía ser yo. Él no volvería a verla, por supuesto, de modo que no habría
forma de que la reconociera. Y yo cambio muchísimo vestida de doncella. Y, además,
no se mira a las doncellas como si fueran personas. Luego planeábamos llevarlo a
la carretera, coger las joyas, telefonear a la policía y regresar al hotel. No me
gustaría que sufriera el pobre muchacho, pero don Henry no parece creer que vaya
a sufrir, ¿verdad? Y ella saldría en los periódicos y Claud sabría cómo es en realidad.
La
señora Bantry se sentó exhalando un gemido.
–Oh,
mi cabeza. Y todo este tiempo… Jane Helier, ¡eres terrible! ¡Y nos has contado la
historia como si nada!
–Soy
una buena actriz –contestó Jane complacida–. Siempre lo he sido, aunque la gente
diga lo contrario. No me descubrí en ningún momento, ¿verdad?
–La
señorita Marple tenía razón –murmuró la señora Bantry–. El elemento emocional. Oh,
sí, el elemento emocional. Jane, pequeña, ¿te das cuenta de que un robo es un robo
y de que podrías acabar irremisiblemente en la cárcel?
–Bueno,
ninguno de ustedes lo adivinó –respondió Jane–, excepto la señorita Marple.
Su
rostro volvió a adquirir una expresión preocupada.
–Dolly,
¿crees realmente que hay mucha gente como ella?
–Con
franqueza, no lo creo –contestó la señora Bantry.
Jane
volvió a suspirar.
–De
todos modos, es mejor no arriesgarse. Y desde luego estaría por completo en las
manos de Netta, eso es cierto. Podría hacerme chantaje o volverse contra mí. Me
ayudó a pensar todos los detalles y dice que me tiene un gran afecto, pero no hay
que fiarse nunca de las mujeres. No, creo que la señorita Marple tiene razón. Será
mejor no arriesgarse.
–Pero,
querida, si ya te has arriesgado…
–Oh,
no. –Jane abrió del todo sus grandes ojos azules–. ¿No lo comprendes? ¡Nada de esto
ha ocurrido todavía! Yo intentaba probarlo con ustedes, por así decirlo.
–No
lo entiendo –replicó la señora Bantry muy digna–. ¿Quieres decir que se trata de
un proyecto futuro y no de un hecho consumado?
–Pensaba
ponerlo en práctica este otoño, en septiembre. Ahora no sé qué hacer.
–Y
Jane Marple lo adivinó, supo averiguar la verdad y no nos lo dijo –añadió la señora
Bantry dolida.
–Creo
que por eso dijo lo que dijo: lo de que las mujeres deben ayudarse. No me ha descubierto
delante de los caballeros. Ha sido muy generoso por su parte. Pero no me importa
que tú lo sepas, Dolly.
–Bueno,
renuncia a ese proyecto, Jane. Te lo suplico.
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