Mijaíl Bulgákov
Era ella. Me lo sugería el instinto. No
podía contar con mi experiencia. Yo, un médico que había terminado la universidad
apenas seis meses atrás, no la tenía.
Tuve miedo de tocar
el hombro desnudo y cálido de aquel hombre (aunque no había nada que temer) y entonces
le ordené:
–¡A ver, acérquese a
la luz!
El hombre se volvió
como yo deseaba, y la luz de la lámpara de petróleo inundó su piel amarillenta.
Sobre el prominente pecho y en los costados, a través del color amarillento, se
dejaba ver una erupción marmórea. “Como estrellas en el cielo”, pensé, y con un
ligero frío en el corazón me incliné hacia su pecho. Luego aparté la mirada y la
levanté hacia su rostro. Era el rostro de un hombre de unos cuarenta años con una
barbita esponjada de un sucio color ceniciento y pequeños ojos vivaces cubiertos
por unos párpados hinchados. En esos ojillos, para mi gran asombro, se leía orgullo
y respeto por sí mismo.
El hombre parpadeaba
y miraba a su alrededor con indiferencia y aburrimiento, mientras se ajustaba el
cinturón en los pantalones.
“Es ella, la sífilis”,
me dije mentalmente y con severidad por segunda vez. Era la primera vez en mi vida
profesional que yo –un médico que a principios de la revolución había sido arrojado
directamente del pupitre universitario a un remoto lugar en el campo– me encontraba
con ella.
Me topé con la sífilis
por casualidad. Aquel hombre había venido a verme quejándose de tener algo que le
cerraba la garganta. De una manera completamente inconsciente, y sin pensar siquiera
en la sífilis, le ordené desvestirse y fue entonces cuando vi aquella erupción estrellada.
Confronté la ronquera,
el siniestro color rojo de la garganta, las extrañas manchas blancas que había en
ella, el pecho marmóreo, y lo adiviné. Ante todo me limpié temerosamente las manos
con una bolita de sublimado, mientras un inquietante pensamiento me envenenaba:
“Me parece que me ha tosido en las manos.” Luego, con impotencia y repugnancia,
hice girar en mis manos la cucharilla de cristal con la que había examinado la garganta
de mi paciente. ¿Qué hacer con ella?
Decidí colocarla en
la ventana, sobre una bola de algodón.
–Pues bien –dije yo–,
verá usted… Hmm… Por lo visto… Aunque en realidad es incluso muy probable… Verá,
usted tiene una enfermedad muy mala: la sífilis –pero él ni se puso nervioso ni
se asustó. Me miró de costado, de la misma forma como mira con su ojo redondo una
gallina cuando oye una voz que la llama. En ese ojo redondo descubrí, con gran asombro
por mi parte, desconfianza.
–Usted tiene sífilis
–repetí suavemente.
–¿Qué es eso? –preguntó
el hombre de la erupción marmórea.
En ese instante apareció
vivamente ante mis ojos el extremo de un aula blanca como la nieve, un aula universitaria,
el anfiteatro con las cabezas amontonadas de los estudiantes y la barba gris del
profesor de venereología… Pero rápidamente volví a la realidad y recordé que me
encontraba a mil quinientas verstas del anfiteatro y a cuarenta de la vía del ferrocarril,
bajo la luz de una lámpara de petróleo… Detrás de la puerta blanca, los numerosos
pacientes que aguardaban turno producían un ruido sordo. Fuera, detrás de la ventana,
comenzaba a anochecer y caían las primeras nieves del invierno.
Hice que el paciente
se desvistiera aún más y encontré el primer chancro, que estaba ya casi cicatrizado.
Las últimas dudas me abandonaron y me embargó ese sentimiento de orgullo que invariablemente
aparecía cuando mi diagnóstico era correcto.
–Vístase –dije–, ¡usted
tiene sífilis! Es una enfermedad muy grave que se apodera de todo el organismo.
¡Tendrá que curarse durante un largo tiempo…!
Llegado ese momento
se me trabó la lengua porque… ¡juro que en su mirada de gallina leí estupor claramente
mezclado con ironía!
–Tengo la garganta cerrada
–dijo el paciente.
–Pues sí, es a consecuencia
de su enfermedad. También la erupción en el pecho… Mírese el pecho…
El hombre bajó los ojos
y miró. La chispa de la ironía no se apagó en ellos.
–Lo que quiero es curarme
de la garganta –dijo.
“¿Por qué repetirá siempre
lo mismo? –pensé, ya con cierta impaciencia–. ¡Yo le hablo de la sífilis y él insiste
en la garganta!”
–Escúcheme –continué
en voz alta–, la garganta es un asunto secundario. También la aliviaremos, pero
lo esencial ahora es curar su enfermedad. Tendrá que someterse a un tratamiento
largo, unos dos años.
En ese momento el paciente
abrió desmesuradamente los ojos hacia mí. En ellos pude leer mi sentencia: “¡Te
has vuelto loco, doctor!”
–¿Por qué tanto tiempo?
–preguntó el paciente–. ¿¡Cómo dos años!? Lo que yo necesito es algo para hacer
gárgaras…
Todo se encendió en
mi interior. Comencé a hablar. Ya no tenía miedo de asustarle. ¡Oh, no! Al contrario,
le insinué que incluso podría caérsele la nariz. Conté a mi paciente lo que le esperaba
en el futuro si no se curaba como era debido. Le expliqué cuán contagiosa era la
sífilis y le hablé largamente de los platos, las cucharas y las tazas, y de la importancia
de que tuviera una toalla exclusivamente para él…
–¿Está usted casado?
–pregunté.
–Sí –respondió con asombro
el paciente.
–¡Envíeme de inmediato
a su mujer! –dije con agitación y apasionamiento–. Seguramente también ella está
enferma.
–¿Mi mujer? –preguntó
el paciente, y se quedó mirándome con gran estupor.
Y así continuamos nuestra
conversación. Él, parpadeando, miraba mis pupilas y yo las suyas. En realidad no
era una conversación sino un monólogo mío. Un brillante monólogo por el que cualquier
profesor habría puesto la nota más alta a un estudiante de último curso. Descubrí
en mí enormes conocimientos en el campo de las enfermedades venéreas y una agilidad
mental poco común. Esta última llenaba los puntos negros, esos lugares en donde
faltaban líneas en los manuales rusos o alemanes. Le conté lo que ocurría con los
huesos de un sifilítico que no sigue el tratamiento y de paso le describí la parálisis
progresiva. ¡La descendencia! ¡¿Cómo salvar a la esposa?! O si ésta ya se había
contagiado, lo cual era más que probable, cómo curarla.
Finalmente se agotó
mi elocuencia y con un movimiento tímido saqué del bolsillo un vademécum de cubiertas
rojas con letras doradas. Era mi amigo fiel, del cual no me había separado durante
los primeros pasos de mi difícil camino. ¡Cuántas veces me había sacado de apuros
cuando los problemas relacionados con las recetas abrían un negro abismo ante mí!
A escondidas, mientras el paciente se vestía, hojeé las páginas del libro y encontré
lo que necesitaba.
Ungüento de mercurio,
un remedio magnífico.
–Usted mismo se lo aplicará.
Le darán seis paquetitos de ungüento. Deberá untarse un paquete cada día…, así…
Con claridad y entusiasmo
le mostraba cómo debía aplicarlo, y yo mismo me untaba sobre la bata con la mano
vacía…
–…Hoy en el brazo, mañana
en la pierna, luego en el brazo, en el otro. Cuando se lo haya puesto seis veces,
lávese y venga a verme. Es indispensable. ¿Me escucha? ¡Indispensable! ¡Sí! Y además
debe vigilar cuidadosamente sus dientes, y en general su boca, mientras esté en
tratamiento. Le daré un enjuague. Después de comer es necesario enjuagarse…
–¿Y la garganta? –preguntó
el paciente con voz ronca. En ese momento me di cuenta de que sólo la palabra “enjuague”
había logrado animarlo.
–Sí, sí, también la
garganta.
Unos minutos después,
la espalda amarilla de la pelliza desaparecía detrás de la puerta y a su encuentro
venía una cabeza de mujer envuelta en un pañuelo.
Transcurrieron unos
minutos todavía y, cuando a toda prisa me dirigía en busca de cigarrillos por el
corredor que va de mi consultorio a la farmacia, oí un ronco murmullo:
–No es bueno. Es joven.
Le digo que tengo la garganta cerrada, ¿comprendes?, y él no hace más que revisarme,
revisarme… El pecho, el estómago… ¡Con las mil cosas que tengo que hacer y pierdo
medio día en el hospital! Cuando salga de aquí ya se habrá hecho de noche. ¡Oh,
Dios! Me duele la garganta y él me da un ungüento para las piernas.
–Revisa sin atención,
sin atención –confirmó una voz de mujer un poco temblorosa, y de pronto guardó silencio.
Yo acababa de pasar, como una aparición, con mi bata blanca. No pude resistir, miré
y en la semioscuridad reconocí aquella barbita como de estopa, los párpados hinchados
y los ojos de gallina. También reconocí la voz amenazadoramente ronca. Metí la cabeza
entre los hombros, me encogí como si fuera culpable, y desaparecí sintiendo con
claridad una herida viva en el alma. Estaba aterrorizado.
¿Acaso todo habrá sido
en vano?
…¡No puede ser! Durante
un mes, con la atención de un detective, cada mañana revisaba el libro de registros
del consultorio esperando encontrar el apellido de la esposa de aquel que tan atentamente
había escuchado mi monólogo sobre la sífilis. Un mes entero le esperé también a
él. Pero ninguno de los dos llegó. Un mes más tarde su recuerdo se había desvanecido,
había dejado de inquietarme, lo había olvidado…
Cada día llegaban más
y más pacientes; cada día de trabajo en aquel remoto lugar me deparaba casos asombrosos,
cuestiones complicadas que me obligaban a reflexionar hasta agotar mi cerebro, o
me confundían por centésima vez, o me hacían recobrar el ánimo y lanzarme de nuevo
al combate.
Ahora, después de que
han transcurrido ya muchos años, lejos de aquel blanco hospital descascarado, recuerdo
la erupción estrellada en el pecho de aquel paciente. ¿Dónde está? ¿Qué hace? Ah,
lo sé, lo sé. Si todavía está vivo, de vez en cuando va con su esposa al viejo hospital.
Se quejan de tener llagas en las piernas. Lo veo desatarse las vendas en busca de
compasión. Y un médico joven, hombre o mujer, vestido con una blanca bata remendada,
se inclina hacia las piernas, aprieta con el dedo el hueso que está más arriba de
la llaga, busca la causa. La encuentra y escribe en el registro: “Lúes III”, luego
pregunta al paciente si no le han recetado un ungüento negro.
Y entonces, de la misma
manera que yo le recuerdo ahora, él se acordará de mí, del año 17, de la nieve en
el exterior y de los seis paquetitos de papel encerado, seis bolitas pegajosas que
no fueron utilizadas.
–Sí, sí, me lo han recetado
–dirá él, y mirará al médico, pero no con ironía, sino con una inquietud oscura
en los ojos. El médico le
recetará yoduro de potasio, o quizá algún otro tratamiento. O quizá, de la
misma manera que lo hice yo, consulte el vademécum… ¡Saludos, colega!
“…y también, queridísima esposa, una profunda reverencia de mi parte al tío
Safrón Ivánovich. Además, querida esposa, vaya a ver a nuestro médico y haga que
la examine, ya que desde hace seis meses padezco una mala enfermedad, la sífilis.
Cuando estuve en casa no se lo dije. Siga un tratamiento.
Su esposo, AN BÚKOV”
La joven mujer se tapó la boca con la
punta de un pañuelo de bayeta, se sentó en el banco y se estremeció por el llanto.
Los rizos de sus claros cabellos, húmedos por la nieve que se había derretido, le
cayeron sobre la frente.
–¡Es un canalla! ¿Verdad?
–exclamó.
–Un canalla –contesté
con firmeza.
Luego llegó el momento
más difícil y doloroso. Era necesario tranquilizarla. ¿Pero cómo tranquilizarla?
Estuvimos hablando en voz muy queda largo rato, bajo el rumor de las voces de quienes
aguardaban con impaciencia en la sala de espera…
En algún lugar del fondo
de mi alma, que aún no se había vuelto insensible al dolor humano, encontré palabras
de consuelo. Ante todo traté de quitarle el miedo. Le dije que aún no sabíamos nada
y que no debía abandonarse a la desesperación antes de haber efectuado el examen
médico. Pero que tampoco después del examen debía desesperarse: le relaté con cuánto
éxito curábamos esa terrible enfermedad, la sífilis.
–Canalla, canalla –sollozó
la joven mujer, ahogándose por las lágrimas.
–Canalla –repetí.
Así, durante un buen
rato continuamos insultando al “querido esposo” que había estado en casa y luego
había vuelto a Moscú.
Finalmente el rostro
de la mujer comenzó a secarse. Quedaron tan sólo manchas y unos párpados visiblemente
hinchados sobre los ojos negros y llenos de desesperación.
–¿Qué voy a hacer? Tengo
dos hijos –dijo ella con voz profunda y dolorida.
–Espere, espere –murmuré–,
ya se verá lo que se puede hacer.
Llamé a Pelagueia Ivánovna,
la comadrona, y los tres entramos en una sala aparte, donde estaba el sillón ginecológico.
–Ah, sinvergüenza, sinvergüenza
–dijo entre dientes Pelagueia Ivánovna. La mujer callaba, sus ojos eran como dos
agujeros negros, miraba el atardecer a través de la ventana.
Fue una de las revisiones
más cuidadosas de mi vida. Pelagueia Ivánovna y yo no dejamos sin examinar ni un
centímetro del cuerpo. Y no encontramos nada sospechoso en ninguna parte.
–¿Sabe? –dije deseando
ardientemente que mis esperanzas no me engañaran, que en ningún lugar apareciera
en el futuro un claro y amenazador primer chancro–, ¿sabe…? ¡Tranquilícese! Hay
esperanza. La hay. Es cierto que todo puede suceder, pero en este momento usted
no tiene nada.
–¿Nada? –preguntó con
voz ronca la mujer–. ¿Nada?
–En sus ojos brilló
una chispa y un color rosado tiñó sus pómulos–. ¿Y si de pronto aparece? ¿Eh…?
–Yo mismo no comprendo
–le dije en voz baja a Pelagueia Ivánovna–, a juzgar por lo que nos ha contado,
debería haberse contagiado y sin embargo no hay nada.
–No hay nada –repitió
como un eco Pelagueia Ivánovna.
Continuamos hablando
unos minutos en voz baja con la mujer sobre distintos plazos y diversos asuntos
íntimos; le ordené que volviera periódicamente al hospital.
En ese momento, al mirar
a la mujer, me di cuenta de que estaba dividida en dos. La esperanza se introducía
en ella, pero se apagaba de inmediato. La mujer se echó nuevamente a llorar y se
marchó como una sombra oscura. Desde aquel momento una espada pendía sobre ella.
Cada sábado aparecía silenciosamente en mi consultorio. Había adelgazado mucho,
sus pómulos eran aún más salientes, sus ojos se habían hundido y estaban rodeados
de sombras. Un pensamiento obsesivo había estirado las comisuras de sus labios hacia
abajo. Ella, con un gesto habitual, se desataba el pañuelo y luego los tres íbamos
a la sala de ginecología. La examinábamos.
Pasaron los primeros
tres sábados sin que encontráramos nada en ella. Poco a poco la mujer comenzó a
recuperarse. El brillo apareció en sus ojos, su rostro se animó, la tensa máscara
se relajó. Nuestras oportunidades crecían. El peligro se desvanecía. Al cuarto sábado
yo hablaba ya con cierta seguridad. Podía contar casi con el noventa por ciento
de posibilidades de un resultado favorable. Había pasado ampliamente el famoso primer
plazo de veintiún días. Sólo quedaban casos aislados en los que la llaga se desarrolla
con enorme retraso. Finalmente pasaron también esos plazos, y un día, después de
arrojar a la palangana el brillante espejo y después de palpar por última vez las
glándulas de la mujer, le dije:
–Está usted fuera de
todo peligro. No venga más. Ha sido un caso afortunado.
–¿No pasará nada? –preguntó
ella con voz inolvidable.
–Nada.
No podría describir
su rostro. Solamente recuerdo cómo hizo una profunda reverencia y desapareció.
Pero volvió una vez
más. Llevaba en las manos un paquete: dos libras de mantequilla y dos docenas de
huevos. Después de una terrible lucha, logré no aceptar ni los huevos ni la mantequilla.
Y me sentía muy orgulloso debido, seguramente, a mi juventud. Más tarde, cuando
tuve que pasar hambre durante los años de la revolución, más de una vez me acordé
de la lámpara de petróleo, los ojos negros y el dorado trozo de mantequilla con
las huellas de los dedos y cubierto de rocío.
¿Por qué ahora, después
de que han transcurrido tantos años, me acuerdo de aquella mujer condenada a cuatro
meses de terror? Hay una razón. Esa mujer fue mi segundo paciente en ese campo,
al que más tarde entregué mis mejores años. El primero fue aquél, el hombre de la
erupción estrellada en el pecho. Así pues, ella fue la segunda y la única excepción:
esa mujer tenía miedo. Fue la única que hizo perdurar en mi memoria el recuerdo
del trabajo de nosotros cuatro (Pelagueia Ivánovna, Ana Nikoláievna, Demián Lukich
y yo), a la luz de una lámpara de petróleo.
Fue en esa época, mientras
transcurrían los torturantes sábados de aquella mujer que estaba como en espera
del cadalso, cuando comencé a buscarla a “ella”. Las veladas otoñales son largas.
En mi apartamento hacía calor a causa de las estufas holandesas. Reinaba el silencio
y me parecía estar solo en el mundo entero, solo con mi lámpara. En algún lugar
la vida transcurría impetuosa, pero aquí, detrás de mi ventana, caía una lluvia
oblicua que imperceptiblemente se iba convirtiendo en nieve silenciosa. Pasé largas
horas leyendo los registros del consultorio de los cinco últimos años. Desfilaron
ante mis ojos miles y decenas de miles de nombres de personas y de aldeas. En esas
columnas de personas, la buscaba y a menudo la encontraba. Una y otra vez se repetían
las anotaciones comunes, aburridas: “Bronquitis”, “Laringitis”… Pero, de pronto,
¡allí estaba ella!, “Lúes III”. Bien… Y, a un lado, una mano habituada había escrito
con grandes letras:
Rp. Ung. hidrarg. ciner. 3,0 D.t.d…
Ese era el ungüento
“negro”.
Una vez más. De nuevo
bailan ante mis ojos las bronquitis y los catarros y de pronto se interrumpen… Aparece
de nuevo “Lúes”…
La mayoría de las anotaciones
se refería precisamente a un “Lúes” en su período secundario. Con menor frecuencia
se encontraban del terciario. Pero entonces las palabras “yoduro de potasio”, escritas
con grandes letras, ocupaban la columna destinada al “tratamiento”.
Cuanto más leía los
viejos y enmohecidos registros del ambulatorio, olvidados en el desván, más luz
penetraba en mi inexperta cabeza. Comencé a comprender cosas monstruosas.
Pero ¿dónde están las
anotaciones sobre el chancro primario? No las veo. Aparece una de vez en cuando
entre miles y miles de nombres. En cambio hay interminables filas de sífilis secundaria.
¿Qué significa eso? Eso significa lo siguiente…
–Eso significa –me decía,
en medio de las sombras, a mí mismo y a los ratones que roían los viejos lomos de
los libros en las estanterías del armario–, eso significa que en este lugar no tienen
idea de lo que es la sífilis y que esa llaga no asusta a nadie. Sí. La llaga sana
sola. Queda la cicatriz… Y nada más. ¿Y nada más? ¡Cómo nada más! Se desarrolla,
impetuosamente por lo demás, una sífilis secundaria. Cuando le duele la garganta
y en su cuerpo han aparecido pápulas húmedas, entonces Semión Jótov, de treinta
y dos años, va al hospital y le recetan el ungüento negro… ¡Aja…!
Un círculo de luz se
reflejaba sobre la mesa, y la mujer color chocolate que estaba dibujada en el fondo
del cenicero, había desaparecido bajo una montaña de colillas.
–Encontraré a ese Semión
Jótov. Hmm…
Crujían las amarillentas
hojas de los registros del consultorio. El 17 de junio de 1916 Semión Jótov recibió
seis paquetitos de ungüento curativo de mercurio, que había sido inventado hacía
ya mucho tiempo para la salvación de Semión Jótov. Sé que mi predecesor le dijo
a Semión al entregarle el ungüento:
–Semión, cuando te lo
hayas untado seis veces, lávate y ven nuevamente. ¿Me oyes, Semión?
Semión, por supuesto,
hacía reverencias y agradecía con voz ronca. Ahora veamos: diez o doce días más
tarde Semión debería reaparecer, inevitablemente, en el registro. A ver, veamos,
veamos… Humo, las hojas crujen. ¡Oh, no está, no está Semión! No está ni diez días
más tarde, ni veinte… No está. Pobre Semión Jótov. Significa que la erupción estrellada
había desaparecido igual que desaparecen las estrellas al amanecer. Los condilomas
se habían secado. Morirá, irremediablemente morirá Semión Jótov. Quizá algún día
lo vea en mi consultorio, ya con úlceras gomosas. ¿Estarán intactos los huesos de
su nariz? ¿Serán iguales sus pupilas? ¡Pobre Semión!
Pero ahora ya no es
Semión, ahora es Iván Kárpov. Nada extraño. ¿Por qué no había de enfermar Kárpov,
Iván? Sí, pero… ¿por qué le han recetado calomel mezclado con lactosa, en pequeñas
dosis? Aquí está el porqué: ¡Iván Kárpov tiene dos años! ¡Y padece “Lúes II”! ¡Una
fatal cifra dos! Trajeron a Iván Kárpov cubierto de estrellas y mientras estaba
en brazos de su madre intentaba defenderse de las firmes manos del médico. Ahora
todo está claro.
Yo sé, intuyo, he comprendido
en dónde pudo aparecer en este niño de dos años la llaga primaria, sin la cual no
puede existir una secundaria. ¡En la boca! Se contagió por una cucharilla.
¡Instrúyeme, remoto
lugar de provincias! ¡Instrúyeme, quietud de la casa campesina! Sí, un viejo registro
de consultorio puede revelar muchas cosas a un médico joven.
Un poco más arriba del
nombre de Iván Kárpov, estaba escrito:
“Advotia Kárpova, 30
años.”
¿Quién es? Ah, está
claro. La madre de Iván. El niño lloraba precisamente en sus brazos.
Y más abajo:
“Maria Kárpova, 8 años.”
Y ella, ¿quién es? ¡La
hermana! Calomel…
Toda la familia está
presente. Solamente falta una persona: Kárpov, de 35–40 años… no se sabe siquiera
cómo se llama: Sidor, Piotr. ¡Pero eso nada importa!
“…queridísima esposa…
una mala enfermedad: la sífilis…”
Allí tenemos el documento.
Mi mente se iluminaba. Sí, seguramente llegó del maldito frente y “no dijo nada”
o, quizá, ni siquiera sabía que debía decir algo. Se marchó. Y aquí comenzó todo.
Después de Advotia, Maria; después de Maria, Iván. Una olla común con la sopa, una
misma toalla…
Otra familia. Y otra
más. He aquí a un anciano de setenta años. “Lúes II.” Un anciano. Pero ¿qué culpa
tiene? Ninguna. ¡La olla común! Nada que ver con el sexo, nada. Todo está claro.
Tan claro y blanquecino como los amaneceres de los primeros días de diciembre. Pasé
mi solitaria noche estudiando los registros del consultorio y los magníficos manuales
alemanes con espléndidas ilustraciones.
Cuando me dirigía a
mi dormitorio, bostezando, murmuré:
–Lucharé contra “ella”.
Para luchar contra ella
es necesario verla. Y no se hizo esperar. En cuanto se pudieron utilizar los trineos,
venían a verme hasta cien pacientes en un día. El día despuntaba blanco y nebuloso
y terminaba con una negra bruma en el exterior de la cual, crujiendo, se alejaban
misteriosamente los últimos trineos.
Ella pasaba ante mis
ojos adoptando las formas más diversas y pérfidas. Unas veces aparecía en forma
de llagas blanquecinas en la garganta de una adolescente. Otras en forma de piernas
curvas como un sable. O como profundas y secas llagas en las piernas amarillentas
de una anciana. O como pápulas húmedas en el cuerpo de una mujer en la flor de la
edad. A veces, ceñía orgullosamente la frente con la media luna de la corona de
Venus. Era el castigo que, por la ignorancia de los padres, debían sufrir los hijos,
cuyas narices parecían sillas de montar cosacas. Pero, además, en ocasiones pasaba
sin que yo la percibiera. ¡Ah, hacía tan poco que yo había dejado los pupitres de
la escuela!
Todo debía alcanzarlo
por mis propios medios y en soledad. Ella se ocultaba en algún lugar, en los huesos
o en el cerebro.
Aprendí muchas cosas.
–Y entonces me ordenaron
que me hiciera fricciones.
–¿Con un ungüento negro?
–Con un ungüento negro,
padrecito, negro…
–¿Fricciones en cruz?
¿Hoy en el brazo, mañana en la pierna…?
–Eso mismo. ¿Y cómo
lo ha sabido, patrón? (En tono halagüeño.)
“¿Cómo no saberlo? Ah,
cómo no saberlo. Allí está, ¡es la goma…!”
–¿Has tenido alguna
enfermedad mala?
–¡Pero cómo se le ocurre!
En nuestra familia jamás hemos oído hablar siquiera de esas cosas.
–Bueno… ¿Te ha dolido
la garganta?
–La garganta. Sí, me
dolía la garganta. El año pasado.
–Aja… ¿Y Leonti Leóntievich
te dio el ungüento?
–¡Sí! Era negro como
el alquitrán.
–Pues lo has utilizado
muy mal. ¡Ah, muy mal…!
Repartí innumerables
kilos de ungüento gris. Receté mucho, muchísimo yoduro de potasio y no escatimé
palabras apasionadas. Conseguí que algunos pacientes volvieran después de las primeras
seis aplicaciones. Con algunos de ellos logré (aunque no con todos, sí con una gran
parte) realizar aunque sólo fuera los primeros tratamientos con inyecciones. Pero
la mayoría se escapaba de entre mis dedos, como la arena en un reloj, y yo no podía
encontrarlos en la oscuridad nevada. Sí, me había convencido de que aquí la sífilis
era terrible precisamente porque a nadie la parecía terrible. Por eso al comienzo
de mi narración recordé a la mujer de los ojos negros. La recordé con una especie
de cálido respeto justamente por su miedo. ¡Fue la única!
Había madurado, me había
vuelto pensativo, a veces incluso sombrío. Soñaba con el día en que, tras terminar
mi servicio, podría regresar a la ciudad universitaria, donde mi lucha sería menos
difícil.
Uno de aquellos oscuros
días entró en mi consultorio una mujer joven y hermosa. Llevaba en brazos a un bebé
envuelto. Detrás de ella entraron dos niños arrastrando sus enormes botas de fieltro
y sujetándose de la falda azul que aparecía por debajo del abrigo de pieles de la
mujer.
–Los niños están cubiertos
de una erupción –dijo con aire de importancia la mujer de rojas mejillas.
Toqué con cuidado la
frente de la niña que todavía se sujetaba de la falda de su madre. Ella se ocultó
completamente detrás de los pliegues. Por el otro lado de la falda pesqué al extraordinariamente
mofletudo Vanka. También lo toqué. Ninguno de los dos tenía fiebre.
–Desviste a uno de los
dos, querida.
Desvistió a la niña.
Su cuerpecito desnudo estaba tan cubierto de estrellas como el cielo de una fría
noche de invierno. La roséola y las pápulas húmedas iban de los pies a la cabeza.
Vanka intentó zafarse y ponerse a gritar. Demián Lukich llegó en mi ayuda…
–¿Será un resfriado?
–dijo la madre, mirando con ojos tranquilos.
–Bah, un resfriado –refunfuñó
Demián Lukich, frunciendo la boca en un gesto de compasión y de asco al mismo tiempo–.
Todo el distrito de Korobovski tiene este resfriado.
–Pero ¿de dónde nos
viene esto? –preguntó la madre, mientras yo examinaba sus costados y su pecho llenos
de manchas.
–Vístete –le dije.
Me senté al escritorio,
apoyé la cabeza en las manos y bostecé (ella había sido uno de los últimos pacientes,
tenía el número 98). Luego comencé a hablar.
–Tus hijos y tú se han
contagiado de una “enfermedad mala”. Una enfermedad peligrosa y terrible. Deben
comenzar ahora mismo a curarse y tendrán que hacerlo durante largo tiempo.
Es una lástima que con
palabras no se pueda describir la incredulidad que apareció en los ojos azules de
aquella mujer. Giró al bebé como si fuera un tronco, miró con expresión tonta sus
piernecitas y preguntó:
–¿De dónde viene esto?
Luego sonrió forzadamente.
–No importa de dónde
venga –repuse yo, encendiendo el quincuagésimo cigarrillo de ese día–, más bien
deberías preguntar qué ocurrirá con tus hijos si no los curas.
–¿Qué? No pasará nada
–respondió ella, y comenzó a envolver al bebé en los pañales.
Sobre el escritorio,
ante mis ojos, había un reloj. Recuerdo, como si hubiera sido hoy, que hablé con
ella no más de tres minutos y la mujer se puso a llorar. Sus lágrimas me alegraron
mucho porque sólo gracias a ellas, suscitadas por mis palabras intencionadamente
duras y alarmantes, fue posible continuar la conversación:
–Así es que se quedan.
Demián Lukich, alójelos en el pabellón. A los enfermos de tifus los acomodaremos
en la segunda sala. Mañana iré a la ciudad y conseguiré la autorización para abrir
una sección permanente para los enfermos de sífilis.
Un gran interés apareció
en los ojos del enfermero.
–Pero doctor –replicó
(era un gran escéptico)–, ¿cómo nos las arreglaremos solos? ¿Y los preparados? No
tenemos suficientes enfermeras… ¿Y quién hará la comida? ¿Y la vajilla? ¿Y las jeringuillas?
Pero yo moví la cabeza
testarudamente y repliqué:
–Lo conseguiré.
Transcurrió un mes…
En las tres habitaciones
del pabellón cubierto de nieve ardían las lámparas con pantallas de lata. Las sábanas
de las camas estaban rotas. Sólo teníamos dos jeringuillas. Una pequeña de un gramo
y otra de cinco.
En suma, era una terrible
pobreza cubierta de nieve. Pero… orgullosamente yacía por separado la jeringuilla
con ayuda de la cual, mentalmente paralizado por el miedo, había puesto unas cuantas
veces las inyecciones de salvarsán, nuevas para mí, enigmáticas y difíciles.
Además mi alma estaba
mucho más tranquila: en el pabellón había siete hombres y cinco mujeres, y día a
día la erupción estrellada se desvanecía ante mis ojos.
Era de noche. Demián
Lukich sostenía en la mano una pequeña lámpara e iluminaba al tímido Vanka. Su boca
estaba sucia de papilla. Pero ya no tenía estrellas. Los cuatro pasaron bajo la
lámpara, acariciando mi conciencia.
–¿Me dejará salir mañana?
–preguntó la madre arreglándose la blusa.
–No, todavía no es posible
–contesté yo–, tendrán que soportar un tratamiento más.
–Pues no le doy mi consentimiento
–respondió ella–, tengo muchísimo trabajo en casa. Le agradezco la ayuda, pero déjeme
salir mañana. Ya estamos sanos.
–Tú… ¿sabes qué…? –comencé
a decir, y sentí que enrojecía–, ¿sabes…? ¡Eres una estúpida!
–¿Por qué me insulta?
No está bien…
–¡Llamarte estúpida
es poco…! ¡Mira a Vanka! ¿Qué quieres? ¿Quieres que se muera? ¡No te lo permitiré!
Y se quedó diez días
más.
¡Diez días! Nadie hubiera
podido retenerla más tiempo. Lo juro. Pero mi conciencia estaba tranquila, ni siquiera
la palabra “estúpida” me inquietaba. No me arrepiento. ¡Qué es un insulto al lado
de la erupción estrellada!
Así pues, pasaron los
años. Hace ya mucho tiempo que el destino y los borrascosos años me alejaron de
aquel pabellón cubierto de nieve. ¿Quién está ahora allí? ¿Cómo van las cosas? Pienso
que todo irá mejor. Quizá hayan pintado el edificio y la ropa de cama sea nueva.
Naturalmente, no habrá electricidad. Es probable que en este momento, mientras escribo
estas líneas, la cabeza de un médico joven se incline sobre el pecho de un enfermo.
La lámpara de petróleo proyecta su luz sobre la piel amarillenta…
¡Saludos, colega!
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