Juan José Saer
Al ingeniero Saer
La historia, aunque a decir verdad
los hechos escasos y simples que la constituyen, desde el punto de vista de las
leyes del melodrama que imperan hoy en día en lo que podríamos llamar el mercado
persa del relato, no alcanzarían a formar una historia, es más o menos la siguiente:
un domingo a la mañana Barco, que acababa de cumplir cincuenta y dos años, buscando
algún texto corto para leer antes del almuerzo, encontró una versión de La ascensión
del monte Ventoux de Petrarca, y se instaló a leer en su estudio de abogado,
en un sillón ubicado estratégicamente cerca de la ventana que daba al patio, para
aprovechar al máximo la luz natural, de la que Barco era como se dice partidario
ferviente cuando se trataba de lectura, aunque a causa de su trabajo únicamente
de noche le quedaba tiempo para leer un rato antes de irse para la cama. El texto
de Petrarca hacía años que no lo leía, y si lo eligió fue más bien a causa de su
extensión, para poder terminarlo antes de mediodía, porque Tomatis estaba en Buenos
Aires y se había anunciado en Caballito para el almuerzo, con el fin de traerle
su regalo de cumpleaños y presentarles, a Miri y a él, su nueva pareja, una chica
arquitecta que, según el sarcasmo de Miri, “por suerte gracias a su profesión podía
hacer cosas un poco más constructivas que ponerse de novia con Tomatis”, aunque
Miri se olvidaba de que, treinta años atrás, Tomatis había estado enamorado de ella
y ella, durante un par de semanas por lo menos, estuvo a punto de dejarse tentar
por la cosa.
Lo cierto es que
Barco se sentó esa mañana de domingo a leer a Petrarca. San Agustín –o, a estar
con algunos, el colectivo publicitario de la iglesia primitiva que conocemos con
el nombre de San Agustín– pretende que fue escuchando un sermón de San Ambrosio
que se convirtió al cristianismo, lo que es igual que si hubiese sido leyéndolo,
porque hasta entonces sólo se leía en voz alta, de modo que un sermón era una simple
lectura comentada, semejante a lo que hoy llamaríamos una conferencia, y hay que
reconocer que casi todas las grandes iluminaciones, exaltaciones, conversiones o
revelaciones de los tiempos modernos provienen de la lectura. Pareciera ser que,
en el estado actual de nuestra especie, siempre es necesario que lo poco que nos
pasa de esencial le haya pasado primero a algún otro, de manera que sólo comparativamente
podemos llegar a sentirnos, gracias a una lucidez pasajera, y muy de tanto en tanto,
con fugacidad fragmentaria, lo que creemos ser o lo que tal vez somos.
A los pocos minutos
de haber empezado a leer, Barco tuvo una experiencia semejante, pero no le advino
ni un éxtasis ni una revelación, sino algo más íntimo y más querido: un recuerdo.
Petrarca, que tenía desde hacía cierto tiempo la intención de escalar el Ventoux,
cuenta que uno de los dilemas que se le presentaban era la elección de una compañía
que fuese al mismo tiempo útil y agradable, y que después de haber vacilado entre
varios de sus amigos, decidió llevar a su hermano menor, por el que sentía mucho
afecto, pensando que la subida, que no era a decir verdad más que un paseo largo
y fastidioso, y no una verdadera aventura, le daría al muchachito a la vez instrucción
y placer. Y, gracias a las imágenes que, mientras avanzaba en la lectura, iban formándose
en la parte más clara de su mente, el recuerdo, desde la oscuridad sin nombre y
sin extensión o forma definida en la que yacía arrumbado o en la que derivaba desde
hacía más de cuarenta años, nítido y entero, constituido de mil detalles hormigueantes
y vivaces, hizo su aparición instantánea. Petrarca y su hermano menor escalando
la ladera polvorienta y atormentada del monte, se asociaron de un modo explicable
pero inesperado, con un viaje que su hermano mayor y él, que tenía en ese entonces
alrededor de diez años, habían hecho una tarde de otoño.
Existe siempre
durante el acto de leer un momento, intenso y plácido a la vez, en el que la lectura
se trasciende a sí misma, y en el que, por distintos caminos, el lector, descubriéndose
en lo que lee, abandona el libro y se queda absorto en la parte ignorada de su propio
ser que la lectura le ha revelado: desde cualquier punto, próximo o remoto, del
tiempo o del espacio, lo escrito llega para avivar la llamita oculta de algo que,
sin él saberlo tal vez, ardía ya en el lector. De modo que después de atravesar
en un estado más bien neutro las informaciones del prólogo escrito por el traductor
que había vertido el texto del latín al castellano, a los pocos minutos de empezar
el relato propiamente dicho, Barco alzó la vista del libro y, con los ojos bien
abiertos que no veían sin embargo nada del exterior, la fijó en algún punto impreciso
de la habitación y se quedó completamente inmóvil, lleno hasta rebalsar del recuerdo
que la lectura había suscitado:
Un atardecer de
Semana Santa, un miércoles al final de la tarde para ser más exactos porque, para
aprovechar al máximo las vacaciones habían decidido lanzarse a la aventura el mismo
miércoles al salir de la escuela, sin esperar hasta el día siguiente, con el fin
de ganar la noche del miércoles y la mañana del Jueves Santo en el pueblo en el
que pasaban todas sus vacaciones, de verano, de otoño, de invierno o de primavera.
Casi todos sus tíos, tías, primas y primos vivían en el pueblo o en los pueblos
vecinos y para Barco, hasta los 16 o 17 años por lo menos, el pueblo ése tirado
en medio de la llanura, el puñado de manzanas geométricas dividido en dos por las
vías del ferrocarril, había sido una especie de paraíso: ninguna otra felicidad
podía igualarse a la que lo asaltaba ante la perspectiva de ir a pasar en él unos
días. Y era justamente a causa de la impaciencia que se apoderaba de él que se habían
encontrado, él y su hermano mayor, que le llevaba cuatro años, en esa situación,
o sea caminando los dos al atardecer en medio de la llanura vacía, por el camino
de tierra de unos quince kilómetros, que unía al pueblo con la ruta de asfalto donde
los había dejado el colectivo de Rosario.
Al bajar del colectivo,
habían esperado en el cruce una media hora sin que pasase un solo auto, y como se
acercaba la noche, habían decidido empezar a caminar por el borde del camino de
tierra, y a medida que se alejaban del asfalto la llanura se iba volviendo más desierta
y más silenciosa. Como avanzaban hacia el oeste, en el fondo del camino recto y
grisáceo, el disco rojo del sol, enorme y llameante, flotando no lejos del horizonte,
parecía estar esperándolos con la intención de impedirles seguir adelante. Había
llovido mucho la víspera, y el camino era un magma barroso en muchos trechos, donde
algún vehículo, tirado a motor o a sangre, se había atrevido a pasar, formando huellas
profundas de las que únicamente los bordes rugosos se habían resecado un poco. El
estado en que había quedado el camino después de la lluvia explicaba la ausencia
inusual de coches, aunque en aquella época los autos y los camiones no eran demasiado
frecuentes en el campo, y de todas maneras la situación en la que se encontraban
había sido prevista por sus padres, ya que la madre había querido oponerse a que
viajaran esa tarde, argumentando justamente que había llovido y que la noche podía
sorprenderlos en el camino, pero el padre, que tenía cierta predilección por su
hermano mayor (o por lo menos Barco así se lo imaginaba en aquel entonces y seguía
imaginándoselo en la actualidad, aunque su padre había muerto hacía treinta años
y su hermano el año anterior), había dicho que gracias a la prudencia y al sentido
de responsabilidad de su hermano no iba a sucederles nada malo –de todos modos,
en ese punto o en cualquier otro, bastaba que su madre tuviese una opinión para
que su padre formulase exactamente la contraria, y lo mismo sucedía, pero al revés,
cuando era su padre el que argumentaba en primer término.
La cuestión es
que avanzaban, ansiosos por llegar pero lentos a causa del barro, por el camino
solitario, hacia el gran disco rojo que, como se dice, ensangrentaba el cielo en
el oeste. Las nubes que se arremolinaban en la altura no interceptaban el disco
rojo vivo, como si, inmóviles y asumiendo las formas más diversas, se hubiesen apartado
igual que cortesanos respetuosos para no ocultar, con sus masas fofas y toscas,
la perfección circular y ardiente de su presencia misteriosa. A cambio de esa discreción
reverente, el sol las teñía de sus tonos innumerables, encendidos, claros y brillantes
en las inmediaciones del disco, y que iban haciéndose cada vez más oscuros y más
fríos –naranja, rojo, rosa, violeta, azul– cuando iluminaban los copos algodonosos
suspendidos hacia el este, en la porción opuesta del cielo. En el otoño ya avanzado,
los campos de maíz parecían ruinas, con los tallos quebrados y grisáceos y las hojas
color beige desgreñadas, resecas y colgantes, sugiriendo un ejército innumerable
y fijo, aniquilado en una batalla reciente y del que hubiese vuelto a este mundo
la muchedumbre de espectros, retomando el hábito de alinearse en orden para formar
una teoría de almas en pena muda y amenazante. En un campo cercano, un rebaño de
vacas negras había dejado de pastar, y los animales, orientados todos en sentido
opuesto a la caída del sol, la cabeza un poco levantada como si estuviesen tratando
de captar una señal remota, completamente inmóviles, todos en la misma actitud como
si se tratase de la misma imagen plana reproducida cuarenta o cincuenta veces, le
sugerían a Barco, en el momento en que estaba recordándolas, esas manadas que aparecen
en las pinturas rupestres, más misteriosas por la extraña vida interior que emana
de los animales que por las intenciones de los hombres fugitivos que los dibujaron
en la piedra. Durante unos minutos de marcha únicamente oyeron el ruido de sus propios
pasos, vacilantes y demorados, buscando suelo firme entre los trechos removidos
de barro blando y los charcos de agua lisa que enrojecía el anochecer, hasta que,
de algún punto lejano de la llanura un ganado invisible empezó a mugir, sacando
al que tenían a la vista del sopor en el que parecía haber caído e incitándolo a
seguir tascando en silencio. La inminencia de la noche cuya llegada, para precipitar
al mundo en la negrura, parecía ir acelerándose, oprimía el pecho de Barco y le
anudaba el vientre, de modo que para que no se pusiese a temblar, hundió la mano
libre –en la otra llevaba una valijita– en el bolsillo del pantalón.
Al cabo de un
rato de marcha, a la izquierda del camino, a unos cien metros adelante, divisaron
el cementerio. Por temor de percibir en él el mismo terror apagado que empezaba
a invadirlo, Barco no se animaba a mirar a su hermano, ni siquiera de reojo, y fue
en ese momento en que se dio cuenta de que la llanura, en ese lugar que había atravesado
decenas de veces, idéntico por otra parte a muchos otros en sesenta o setenta kilómetros
a la redonda –camino de tierra, alambrados, maizales, campitos de pastoreo, redondel
rojo enorme al atardecer, cuadrado de muros blancos del cementerio y cipreses negros
sobrepasándolos–, de habitual que había sido hasta ese momento, se estaba volviendo
irreconocible y extraño. Era incapaz de formularlo así en ese entonces, pero una
luz cintilante, ultraterrena, transfiguraba el espacio y las formas que lo poblaban,
poniendo a la vista, del paisaje familiar, su pertenencia a un lugar desconocido
en el que, hasta ese momento, ignoraba que había estado viviendo. Durante años sentiría
el malestar de esa revelación hasta que, gradualmente, capas y capas de experiencia,
como sucesivas manos de pintura sobre una imagen odiosa, terminarían por hacérsela
olvidar, hasta que esa mañana la lectura de Petrarca la trajo de nuevo a la luz
viva del recuerdo.
El chasquido de
los pasos en el barro estallaba apagadamente y se dispersaba en el aire que ya empezaba
a volverse azul, mientras que del disco enorme que interceptaba el camino en el
horizonte ya no era visible más que el semicírculo superior, y desde hacía unos
minutos las nubes multicolores de un rato antes ya se estaban poniendo negras. El
muro blanco del cementerio, por encima del cual, aparte de los cipreses, emergían
las cúpulas y las cruces de cemento de algunos panteones, fulguraba a causa de esa
luz que no era de este mundo, y del semicírculo rojo incrustado al final del camino,
una turbulencia ígnea, de un rojo en fusión, barnizaba todo lo visible con una substancia
fluorescente en la que el rojo y el negro parecían neutralizarse mutuamente produciendo
una luminiscencia insólita y glacial, una harina estelar, a la vez impalpable y
magnética, de la que también ellos, su ropa, sus cuerpos, sus órganos internos,
y hasta sus deseos y sus pensamientos hubiesen sido espolvoreados. Aunque únicamente
esa mañana, cuarenta años más tarde, era capaz de formularlo de esa manera, Barco
tenía la impresión de estar en el lugar remoto de un mundo cuyo centro podía estar
en un punto cualquiera del espacio, y que si en ese punto se encontrara el sentido
de la totalidad, aun cuando fuese contiguo al que estaban atravesando, e incluso
el mismo por el que en ese momento caminaban, para ellos sería siempre inaccesible
y remoto. Por primera vez sentía, sin saber que lo sentía, experimentando el terror
de sentirlo sin gozar de la clarividencia resignada de cuarenta años más tarde,
que el mundo no estaba fuera de ellos, sino que eran ellos los que le eran exteriores,
y que el paisaje familiar en el que había nacido y que consideraba semejante al
paraíso, era una lisura sin accidentes que toleraba un momento que la atravesaran
hasta que, de golpe, se los tragaba sin dejar de ellos en la exterioridad neutra
y distante la menor huella de su paso. El terror que se apoderó de él ignoraba esa
evidencia; el carecer de nombre lo multiplicaba, y ya estaba a punto de aullar y
de salir corriendo cuando, con suavidad, la mano tibia y un poco húmeda de su hermano
se apoyó en su cabeza, en un gesto cuya intención se le escapaba un poco, en razón
de esa relación peculiar que suele existir entre hermanos, íntima y distante a la
vez.
–Me parece que
oigo un motor –le dijo. Y era verdad: rateando, dando bandazos, el camioncito de
la Liebre, el quiosquero, que había ido hasta el asfalto a buscar los diarios de
la tarde y las revistas semanales que le llegaban por el colectivo de Rosario, frenó
al cabo de unos minutos junto a ellos, y la cara rojiza de la Liebre apareció por
la ventanilla, ostentando una sonrisa vagamente burlona en los labiecitos fruncidos
que le habían valido el sobrenombre, y sin decir palabra, con un movimiento jovial
de la cabeza los invitó a subir.
Apenas oscureció,
el camino se volvió todavía más dificultoso. La Liebre conducía concentrado y tenso,
y esa noche, su hermano contaría, durante la cena, en medio de la risa general,
cómo la Liebre, agarrándose firme del volante, inclinado hacia el parabrisas para
auscultar mejor el camino e ir previendo los peligros, frenando y acelerando todo
el tiempo, mientras ellos no se atrevían a desviar la vista de la luz de los faros
que iluminaban el camino barroso, se hablaba a sí mismo en tercera persona, lanzándose
advertencias, insultos o amenazas a cada resbalón o bandazo demasiado violento que
desviaba al coche de la dirección que llevaba y daba la impresión de que iba a mandarlo
a la cuneta o a volcarlo: “Tené cuidado, Liebre. No boludiés. Aflojá con el acelerador,
Liebre. Ojo que hay un pozo adelante”. Y así durante la hora que le pusieron para
recorrer diez o doce kilómetros. Pero Barco no le prestaba atención: se iba calmando
de a poco, como cuando al despertar de una pesadilla, cuesta un buen rato todavía
convencerse de que se ha vuelto a la vigilia y que la substancia opresiva del sueño
se ha disipado. En la entrada del pueblo, por fin, lo familiar se restableció: era
otra vez él, él, Horacio Barco y estaba llegando al pueblo con su hermano
para pasar las vacaciones de Semana Santa. Pero esa vez no era felicidad lo que
sentía, sino únicamente alivio. Cuando empezaron a rodar por la arboleda exterior
que unía al camino con el pueblo, ya era noche cerrada desde hacía un buen rato.
De las casitas pobres de las afueras, salían gritos, risas, ladridos de perros alertados
por el motor del camioncito, música y voces que mandaba la radio, y por las ventanas,
proyectándose sobre los patios, las paredes, las veredas de tierra o de ladrillos,
las copas de los árboles, colgando en los cruces de las primeras calles, luces débiles
pero cálidas, insignificantes en relación con la negrura sin fin de la llanura,
pero amistosas, próximas, fragilísimas, y nacidas, como él, que las estaba viendo
pasar, en ese mundo y en ningún otro, aunque a partir de ese día le quedara por
averiguar, y seguiría intentándolo, sin conseguirlo, hasta el momento de su muerte,
qué clase de mundo era.
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