Maeve Brennan
Me acercaba sin sobresaltos
al final de mis trece años cuando una pregunta incontestable que aún ahora vuelve
a veces a desconcertarme vino a romper toda mi placidez. Estaba en un internado
en Kilcullen, un pueblo del condado de Kildare. Había unas sesenta y pico de niñas
en el colegio y nos llevaban a dar largos paseos en fila por aquel paisaje uniforme
y sin nervio del campo que rodea al pueblo. Había varias tiendas en Kilcullen, pero
el único edificio donde yo había entrado era la iglesia, a la que íbamos a veces
a confesarnos.
En
general, íbamos a confesarnos a la capilla del convento, recorriendo de puntillas
el oscuro vestíbulo principal de las monjas. Llevábamos uniforme azul marino, con
largos calcetines de lana y zapatillas negras, y, antes de entrar en la capilla
a confesarnos, o para asistir a la misa matinal o a la bendición del domingo por
la tarde, nos cubríamos la cabeza con un velo blanco liso. Al final del primer trimestre
mi velo estaba tan lleno de la fragancia oscura y almizclada de la capilla –de incienso,
flores y velas apagadas– que me daba miedo lavarlo, por temor a cometer un sacrilegio.
Mi
primer año en el colegio transcurrió sin grandes dificultades. Yo no era una alumna
de éxito, pero tampoco un fracaso. No había nada que leer porque la diminuta biblioteca
escolar estaba cerrada tras las puertas de una alta librería acristalada y yo detestaba
el hockey y el baloncesto y todos los demás deportes que teníamos que practicar,
pero era una alumna bastante alegre. Fue al principio del segundo curso cuando las
cosas empezaron a torcerse, pero el cambio fue tan gradual que nunca pude decidir
qué día o ni siquiera qué semana empecé a detectarlo y acabé por acostumbrarme.
Diría que empezó una plácida tarde de septiembre en clase de canto. Era la única
clase en la que se reunía todo el colegio. Nos encontrábamos en el aula más grande,
que tenía piano. Generalmente nos quedábamos de pie formando un gran semicírculo,
con las niñas del coro a la derecha y el resto de nosotras ordenadas más o menos
por altura. Yo estaba en medio de la curva y sentía que me vigilaban los ojos de
la hermana Verónica, aunque, naturalmente, no se me veía más que a las demás niñas.
Y, en cualquier caso, yo sabía por experiencia que una niña que intentara esconderse
era casi siempre la primera en atraer la atención.
Aquella
tarde, junto con las otras chicas, estaba cantando Las Montañas de Mourne
con mi tono más agudo y con los ojos fijos en los ojos claros y saltones de la hermana
Verónica, que marcaba el compás para nosotras con una de sus largas y lentas manos.
La hermana Verónica creía que una niña que mira directo a los ojos es buena y yo
esperaba que advirtiera mi mirada sincera.
La
puerta se abrió y entró la hermana Hildegarde, la superiora del colegio, solemne
y sin sonreír. Era una mujer baja y gruesa, con una cara grande y blanca llena de
lunares. Ella y la hermana Verónica nos gobernaban a todas con la ayuda de tres
jóvenes profesoras y otras dos o tres monjas menores.
Nosotras
temíamos a las dos monjas directoras. Las temíamos separadamente, pero nuestro miedo
se multiplicaba por tres cuando teníamos que enfrentarnos a las dos juntas porque
cada una de las dos parecía inspirar a la otra y las decisiones que tomaban juntas
siempre nos eran desfavorables y no había apelación posible. Eran imprevisibles
y mortíferas en sus acusaciones y sus juicios, y nunca sabíamos en qué punto estábamos
con ellas. Pero en este caso, la ocasión parecía bastante pacífica y continuamos
cantando con todas nuestras fuerzas. La hermana Hildegarde tomó posición tras la
hermana Verónica, a un lado, para poder vernos a todas.
Cuando
acabó la canción, empezamos ¿Quién es Silvia?, que habíamos aprendido a
cantar a coro. A mitad de canción, la hermana Verónica, a iniciativa de la hermana
Hildegarde, nos detuvo bruscamente con un gesto. La hermana Hildegarde dio un paso
adelante.
–Tengo
la sospecha de que no todas las niñas lo están haciendo lo mejor que pueden –dijo–.
Ya sabe, hermana, que hay niñas que solo quieren que las demás hagan el trabajo
por ellas. Si no fuera por su trabajo y la voz de Maggie Harrington, no sé qué sería
del coro este año.
Maggie
Harrington era la estrella musical del colegio. Dirigía el coro cantando la bendición
todos los domingos, y también era la delegada de los alumnos. Tenía dieciocho años,
el pelo castaño crespo peinado en una coleta sobre su fuerte espalda y una cara
ancha y colorada en la que cabalgaban espejuelos sin montura, centelleantes de triunfo.
La hermana Verónica sonrió a Maggie y al resto del coro, aunque algunas de las niñas
tenían solo doce años y las demás las mirábamos con envidia porque gozaban del favor
general y siempre sabían lo que había que hacer.
–Voy
a vigilar muy atentamente esta vez –dijo la hermana Hildegarde–. Creo que sé qué
niñas están haciendo trampas. Creo que usted también lo sabe, ¿verdad, hermana?
La
hermana Verónica estuvo de acuerdo en que sabía qué niñas cantaban en voz baja y
añadió significativamente que solían ser las mismas que daban más problemas, en
la clase y fuera de ella, las que trabajaban menos.
–No
suele fallar, hermana –dijo, mirándonos a todas–. La pereza y el conflicto van de
la mano. Una niña ocupada es una niña buena. El diablo siempre encuentra algo en
las manos ociosas.
La
hermana Hildegarde asintió.
–Deles
una nota, hermana –dijo.
La
hermana Verónica nos dio una nota muy alta con el piano, sin apartar los ojos de
nosotras.
–La Rueca –dijo.
Era
una de mis canciones favoritas. En el estribillo teníamos que zumbar como ruecas
y yo ya estaba zumbando con todas mis fuerzas cuando, para mi sorpresa y desazón,
vi que la hermana Hildegarde me hacía gestos para que me adelantara. Yo tenía la
conciencia limpia. Sabía que había hecho mucho ruido y por mi cabeza cruzó la idea
de que tal vez hicieran adelantarse a las mejores para dar ejemplo al resto del
colegio. Me quedé en el sitio que me indicaron, frente al piano, e inmediatamente
se me unieron otras tres niñas a las que habían llamado de entre las filas. Nos
quedamos juntas sin cantar hasta que acabó la canción.
–Ahora
ya sabemos quiénes son las culpables –dijo la hermana Hildegarde.
–Lo
sospeché todo el tiempo, hermana –dijo la hermana Verónica–. De hecho, podría haberle
dado los nombres de esas cuatro niñas sin que usted hubiera entrado en el aula.
–Niñas,
¿por qué? –preguntó la hermana Hildegarde intensamente–. ¿Por qué no cantaban con
todo el colegio? ¿Creen que son demasiado buenas para cantar con las demás niñas?
¿Creen que es indigno de ustedes aprovechar la formación de la hermana Verónica?
Nosotras
sabíamos muy bien que no debíamos ni intentar aclarar; en un caso así, aclarar significaba
porfiar, es decir, una ofensa muy grave.
Manteníamos
los ojos en el suelo; una mirada directa cuando caes en desgracia se consideraba
una prueba no de bondad, sino de desafío.
–Ya
ve, hermana –dijo la hermana Hildegarde–, no tienen nada que decir.
–El
mismo silencio que cuando tenían que cantar, sin duda –repuso la hermana Verónica.
Maggie
Harrington soltó una risa musical y la sofocó decorosamente.
–Bien
puedes reírte, Maggie –dijo la hermana Hildegarde–. Ahora escuchemos qué pueden
hacer estas cuatro por sí solas. Deles una nota, hermana.
Tomamos
la nota y entonamos una tímida pero aceptable versión de La Rueca.
–Suenan
más como máquinas de coser Singer que como ruecas –dijo la hermana Hildegarde fríamente,
cuando acabamos.
–Una
lástima que no hayan querido cantar así en clase –dijo la hermana Verónica. Se volvió
a la hermana Hildegarde–. Ya ve que tienen voces, hermana. Es pura terquedad si
no cantan cuando deben.
–Ahora
que saben que las vigilamos, tal vez lo hagan un poco mejor –dijo la hermana Hildegarde,
en un tono descorazonador.
Una
semana después, volvimos a tener clase de canto y esta vez nosotras cuatro tuvimos
problemas con La Rosa de Tralee.
Intentamos
con desespero que se viera que cantábamos tan fuerte como las demás, pero ahora
la hermana Verónica estaba convencida de que la desafiábamos y por muy coloradas
que nos pusiéramos del esfuerzo, por muy fuerte que respirásemos, creía que estábamos
haciendo trampa. Las demás nos miraban divertidas y algo despectivas. Se preguntaban
por qué no queríamos cantar o, si realmente cantábamos, por qué las monjas insistían
en que no.
Eso
era lo que me desconcertaba. Yo oía y sentía que estaba cantando y pensaba que mis
tres compañeras de culpa podían oír y sentir que estaban cantando también. No podía
preguntarles nada, porque estaba prohibido hablar entre nosotras, por la teoría
de que éramos menos dañinas para el tono general del colegio separadas que juntas,
y éramos demasiado cobardes para infringir la regla. Lo peor de todo era que una
vez nos habían proclamado ovejas negras en clase de canto, nuestra desgracia se
fue extendiendo gradualmente y tiñó toda nuestra vida escolar. Al cabo de poco tiempo,
todo lo que hacíamos parecía ser equivocado. Yo aprendí muy poco aquel trimestre,
porque me pasaba la mayor parte del tiempo de pie, castigada en la puerta de una
u otra aula, o yendo al despacho de la hermana Hildegarde para informarle de un
nuevo pecado. Las otras tres ovejas negras estaban igual de mal que yo. No eran
muy amigas mías. De hecho, la misteriosa acusación de la hermana Hildegarde fue
el primer lazo que tuvimos en común. Una de las niñas, Sally Lynch, una niña bajita
de pelo negro con flequillo en la frente, solo tenía doce años. Las otras dos, Mary
Anne Rorke y Cecilia Delaney, tenían quince.
Cecilia
era gorda, pero Mary Anne tenía un aspecto muy corriente. Íbamos a distintas clases.
Me desconcertaba entonces y me sigue desconcertando ahora saber por qué nos habían
escogido para desempeñar aquel papel. Era un colegio tranquilo, sin emociones. No
había grandes crisis, ni se cometían delitos importantes. Ahora creo que, lejos
de causar problemas, las cuatro atrajimos simplemente el escaso problema que podía
haber, y tal vez para las monjas fuese lo mismo. Tras ser declaradas culpables,
por supuesto, empezamos a parecer muy culpables en nuestros esfuerzos por rehabilitarnos,
y eso no nos ayudó. Además, yo me volví muy nerviosa, en parte por la importancia
que se nos daba.
Finalmente,
un sábado por la noche la hermana Hildegarde entró en la sala del recreo durante
la hora ociosa de antes de acostarnos y levantó la mano para pedir silencio.
–Niñas
–dijo–, como saben, unas pocas de entre ustedes nos han preocupado mucho este trimestre.
Las cuatro a las que me refiero han provocado mucho descontento y mala impresión.
Las llamamos “los bastones del diablo”. Sin ellas, no podría avanzar. Pero ahora
van a tener una ocasión de redimirse. Mañana por la tarde, van a tener la oportunidad
de mostrar a Nuestro Santísimo Dios que sienten su mal comportamiento y quieren
enmendarse. Maggie Harrington y el resto del coro no cantarán en la bendición. En
su lugar, esas cuatro niñas subirán al altillo del coro y cantarán los himnos ellas
solas. Tienen tanta práctica como cualquier otra alumna del colegio. Si no se saben
los himnos a estas alturas, no los sabrán nunca.
Yo
no me había imaginado una prueba tan dura. Todas las niñas nos miraron con compasión.
Nadie sonrió. Las cuatro nos fuimos a la cama y tuvimos pesadillas y nos levantamos
al día siguiente para enfrentarnos a la peor pesadilla que nos esperaba. Cuando
el momento llegó por fin, casi a las cuatro de la tarde, subimos las escaleras del
altillo del coro como si subiéramos al cadalso. Oíamos a las niñas moviéndose abajo
en la capilla y veíamos las cabezas cubiertas de velos blancos de las más pequeñas,
que se arrodillaban en los primeros bancos. Inmediatamente después de las alumnas,
las postulantes, en su primer año de vida religiosa, ocuparían sus sitios, y tras
ellas las novicias y, al fondo, las monjas con sus mantos y hábitos negros. Para
agravar nuestra angustia, sabíamos que aquel domingo habría cinco o seis parejas
de padres que hacían su visita y estarían esperando también a que empezáramos. Sin
duda sus hijas les habrían contado que estábamos allí arriba para intentar redimirnos.
Entró
el sacerdote, el padre O’Connor, seguido del monaguillo; la hermana Ángela, una
monja muy joven y guapa que enseñaba piano y estaba sentada ante el órgano con la
cabeza inclinada en meditación, empezó a tocar los acordes del primer himno del
servicio, O salutaris hostia. Mirándola, abrimos la boca para cantar, pero
solo pudimos graznar. Ella empezó de nuevo y de nuevo graznamos nosotras, esta vez
tan penosamente que ni siquiera sabíamos con certeza si emitíamos algún sonido.
La hermana Ángela lo intentó una tercera vez, sonriendo desaforadamente para animarnos,
pero nosotras renunciamos al mismo tiempo, no emitimos ningún sonido, dejamos de
mirarla y en lugar de ello miramos al suelo. Ella levantó las manos del órgano e
intentó llevarnos de nuevo al himno, sin música, cuando de pronto, desde abajo,
se elevó la voz heroica de Maggie Harrington, a la que casi inmediatamente se unieron
todas las demás voces del coro habitual. Cantaron toda la bendición, un himno tras
otro, sin desfallecer, y la hermana Ángela las acompañó y mantuvo los ojos misericordiosamente
apartados de nosotras.
Más
tarde, aquel mismo día, supe que habían empezado a cantar allí donde se arrodillaban,
y muchas veces he intentado imaginarlas de rodillas con las manos juntas y los velos
blancos elevados hacia el altar mientras cantaban para salvar el día. Nosotras cuatro,
mucho más arriba, no teníamos valor para nada. Ni siquiera teníamos valor para rezar.
Cuando
acabó la bendición, la hermana Ángela se levantó y salió del altillo. Casi enseguida,
apareció el rostro terrible de la hermana Verónica junto a las escaleras.
–Se
han lucido –dijo con calma–. Supongo que estarán contentas consigo mismas. Ya pueden
bajar.
Nos
precipitamos abajo, aliviadas de no tener que quedarnos para siempre abandonadas
en aquel altillo, pero sin ganas de enfrentarnos al futuro inmediato. La hermana
Verónica seguía en las estrechas escaleras y teníamos que pasar junto a ella, tocando
su grueso hábito negro. En la puerta de la capilla, el padre O’Connor estaba felicitando
a las heroínas. Aún llevaba la casulla de misa y miró por encima de sus cabezas
hacia nosotras con una expresión que entonces me resultó incomprensible, pero en
la que ahora me parece haber detectado un brillo de diversión.
No
ocurrió nada más aquel domingo. Fuimos a merendar con el resto del colegio. Me sentía
tristemente elevada –aún no sabía por qué– y comí mucho pan con mantequilla y advertí
las miradas de temerosa especulación que me dirigían las otras niñas de mi mesa.
Podía pasarme cualquier cosa. Incluso podían expulsarme.
Pasaron
días relativamente tranquilos y luego volvimos a tener clase de canto. La hermana
Verónica y la hermana Hildegarde entraron juntas en el aula. Con un gesto nos indicaron
a las cuatro que nos pusiéramos delante, ante todo el colegio. Cuando nos hubieron
aislado de ese modo, la hermana Hildegarde, con una expresión de severidad y pesar,
dijo:
–Todas
oímos a estas niñas intentando cantar el domingo pasado. Ya sabemos qué lastimoso
espectáculo dieron de sí mismas y del colegio. No voy a castigarlas ni a regañarlas.
Su caso es demasiado grave para eso. No solo nos dejaron en la estacada, sino que
dejaron a Nuestro Señor en la estacada.
Solo
voy a decir que necesitan que recemos mucho por ellas. Que cada niña que esté dispuesta
a dedicar un minuto extra todos los días a rezar una oración por estas niñas equivocadas
y tozudas levante la mano.
Nosotras
cuatro seguimos mirando al mismo lugar adonde ya mirábamos, al suelo. Cecilia, la
niña gorda, se echó a llorar. Yo me sentí aliviada de saber en qué punto estábamos.
Nos habían dado una oportunidad y el diablo que nos habitaba había logrado derrotarnos.
La razón de nuestra culpa seguía oculta a nuestros ojos, pero, en cierto modo oscuro
y reconfortante, nos habían convencido de su existencia. No habíamos visto la figura
del diablo, pero habíamos sentido su poder en nuestras gargantas secas y nuestros
corazones desbocados. Ahora estaba claro para nosotras lo que para las monjas siempre
había estado claro, porque nos dábamos cuenta como ellas de que si Dios hubiera
estado de nuestra parte, Él nos habría dado la voz para cantar Sus himnos.
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