Rosa Chacel
Los creyentes estaban agolpados
en la falda de la colina alrededor del Profeta.
–Combatid
a los infieles hasta que ni uno solo pueda dar lugar con su existencia a la tentación.
Luchad olvidando los bienes de la tierra, porque mayores serán los que alcanzaréis
muriendo por la fe. Él es misericordioso.
–¿Cómo
sabremos que llegaremos hasta Él después de morir?
–Bien
claro estáis viendo la raya del horizonte, donde el cielo y la tierra parecen telas
de distintos colores, tan fuertemente cosidas que no se ven las puntadas. No obstante,
ha bastado que un esclavo llegase de lejos, arrebatado por el terror, a deciros
que los infieles vienen armados contra vosotros. ¡Esto ha bastado para que creáis!
¡Y no os basta que el Profeta os diga que el que está más allá de la raya de vuestro
principio os espera más allá de la raya de vuestro fin!
–Danos
una señal y creeremos.
Entonces
el Profeta tomó cuatro aves. Eran un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las
cortó en pedazos, conservó consigo las cabezas y mandó que repartiesen los trozos
por las colinas.
Las
vísceras descuajadas, los miembros rotos, mal recubiertos por la miseria ensangrentada
de las plumas, fueron arrojados lejos, en las cumbres. El Profeta los llamó por
sus nombres, y tan pronto como sus nombres fueron pronunciados, se los vio venir
con vuelo sereno y cierto a recobrar sus cabezas de la mano del Profeta.
La
batalla fue breve. Cada creyente degolló cien infieles, sin que al volver a colgarse
el sable a la cintura le quedase en el brazo el recuerdo de cien golpes.
El
viento del desierto se llevó los siglos de sobre la tierra, innumerables e irreconocibles
como la arena de las dunas.
Alrededor
del Profeta volvieron a agolparse los creyentes en la falda de la colina.
–¿No
lucharéis por la fe? ¿No seréis capaces de afrontar la muerte por alcanzar la infinita
ventura que se os ha prometido?
–¿Cómo
sabremos que esa ventura nos aguarda?
–¿Preguntasteis
al salir del seno de vuestras madres qué bienes iba a ofreceros la vida? No, y sin
embargo los obtuvisteis. Si en ese instante alguien os hubiera dicho los males que
os aguardaban, no hubierais podido retroceder. Así será en el día de los días. Él
premia y castiga.
–Danos
una señal y creeremos.
Entonces
el Profeta tomó cuatro aves: un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó
en pedazos, guardó consigo las cabezas y mandó que los restos confundidos fuesen
arrojados por los valles.
Así
que la orden estuvo cumplida, llamó a las aves por sus nombres, y cuando los cuatro
nombres fueron pronunciados se vio venir volando tres aves: el gallo, el cuervo
y el pavo; el águila no volvió.
El
Profeta les devolvió sus cabezas y quedó con la del águila en la mano.
Los
que estaban próximos se inclinaron para ver morir la cabeza del águila, y el Profeta,
que siempre había inclinado la palma de la esperanza sobre la cabecera de los moribundos,
se inclinó sobre su propia mano, considerando lo que sostenía en ella. ¡Por primera
vez la muerte!
Su
irrevocable realidad, su amargura, fue transformando los rasgos de aquella cabeza
invicta. Los párpados blanquearon envejecidos, secos, y el pico inerte como máquina
desarticulada, como hueso sin vida, se aguzó descarnado en las comisuras acerbamente.
Las
otras aves, desde una rama, esplendían su milagrosa integridad, y el Profeta, señalándolas,
recobró el aliento para exhortar a los creyentes a la lucha.
La
lucha no fue muy larga; cada creyente segó la vida de cincuenta infieles, y sus
fuerzas fueron apenas mermadas.
El
sol desde su altura vio pasar los siglos como reiteradas, estultas ovejas, hasta
que nuevamente volvieron a agolparse los creyentes alrededor del Profeta en la colina.
Y nuevamente volvieron a dudar. Y nuevamente fueron corroborados.
Esta
vez el Profeta tomó solo a tres aves y no volvieron más que dos: el pavo no volvió.
La
cabeza del pavo murió en la mano del Profeta como una flor o como una joya que pudiera
marchitarse: las esmeraldas de su copete se apagaron.
Pero
el Profeta mostró a las dos aves que en la rama mantenían su inocencia intacta,
y arengó a los creyentes.
Antes
que sus últimas palabras hubieran hecho alzarse los brazos armados, se alzó en el
horizonte el polvo que levantaban avanzando los caballos de los infieles.
Y
la lucha fue larga, porque los infieles eran numerosos y los creyentes solo lograron
cada uno atravesar el corazón de veinticinco infieles, volviendo quebrantados, pero
victoriosos, a reposar en la fe.
Los
siglos llegaron y partieron como las ondas. Los creyentes volvieron a agolparse
alrededor del Profeta. La duda volvió a alzar su anhelante murmullo y el testimonio
volvió a ser otorgado. El Profeta sacrificó dos aves, desparramó sus cuerpos y pronunció
sus nombres. Pronunció dos nombres, pero volvió un ave sola. La cabeza del cuervo
murió, transformando su desolado color, que había sido brillante como la noche,
en parda derrota mancillada. El azabache de los ojos se retrajo como la piel de
las uvas secas. El pico bruñido se hizo opaco y entre los pelos que le asomaban
de las narices le quedó el hediondo rastro de su aliento.
El
Profeta señaló al gallo que, posado en la rama, mantenía la radiante fidelidad de
su pecho inmaculado, y quiso hablar, pero el galope de los caballos apagó su voz.
La
lucha fue larga y horrorosa.
Los
creyentes solo podían exterminar cinco infieles cada uno, y la ira prolongada rugió
durante días y noches como una catarata de sangre.
Los
creyentes vencedores pudieron llegar restañando sus heridas hasta las gradas del
Templo del Dios único.
El
tiempo pasó arrastrando su manto. Los creyentes volvieron a agolparse en la colina
junto al Profeta.
La
duda volvió a pedir, y el Santo quiso otorgar: nadie vio que temblase su mano al
dividir el ave.
Los
trozos del gallo fueron repartidos por los montes, y el Profeta pronunció su nombre
con la voz de la oración. Lo llamó una y cien veces, y el gallo no vino.
La
corola de su cabeza se mustió en la mano del Profeta, los ojos dorados, amantes
del desvelo, se enturbiaron bajo una fría membrana y el pico entreabierto dejó ver
la lengua inerte y la garganta hueca por donde ya no pasaría más que el silencio.
¿Qué
exhortación, qué arenga podía pronunciar ahora? La voz no acudía a los labios del
Profeta, pero las lágrimas pugnaban por acudir a sus ojos y las sentía brotar de
diversas fuentes, no sabiendo a cuál de ellas dejar paso. Así pues, no alcanzaron
a brotar, porque antes de que brotasen llegó silbando una lanza y le atravesó el
pecho.
Entonces
empezó la lucha. La lucha sin igual, por ser la lucha entre iguales: cada uno de
ellos no podía exterminar más que a uno de los otros.
Ahora
luchaban los que ya no creían con los que nunca habían creído. Réprobos contra réprobos,
luchando eternamente, traspasándose, mezclándose como corrientes encontradas de
dos sustancias que no pudieran fundirse.
De
Oriente a Occidente y de Occidente a Oriente, las dos olas de rencor se penetraban
y envolvían el mundo.
Los
que siempre habían sido infieles luchaban por el placer de hundir sus espadas en
los pechos cuya llama no habían conocido. Los que ya no eran creyentes, por la ira
de sentirse descubiertos en una desnuda ansiedad, en un indigente vacío, dentro
del cual ya, solo por el dolor, podían recordar la vida.
Réprobos
contra réprobos se encontraban en el otro lado del globo y seguían luchando. A su
paso engendrando réprobos, sin soltar la espada sangrienta, envolviendo al planeta
en el vaho letal de la condenación, en el anillo gaseiforme del mal íntegro, del
mal sensible que prolifera en su pertinaz conjunción con los sentidos. Porque la
voz del mal penetra en los oídos y engendra el mal, la imagen del mal penetra en
los ojos y engendra el mal, el contacto del mal posee a las manos y engendra el
mal, y hasta el olor y el sabor de sus emanaciones como las de la carroña en el
páramo engendran el mal.
Las
almas, entretanto, vagando desnudas por el campo de batalla, no las de los muertos,
las de los vivos.
Inermes,
estériles, pronunciando solo la blasfemia sin fórmula, sin freno, sin límites de
su silencio.
Y
lentamente, uno por uno, equitativamente, aniquilándose en milenios de giros, en
superpuestas capas anulares de tiempo y de perdición. Hasta que, al fin, un día
–en medio de la irrevocable noche–, dos solos, únicos, frente a frente, hundan sus
aceros con simultánea y certera calma en sus corazones, sabiendo, al fin, concluyente
su dolor, que durará sin agonía hasta que llegue para todos los que fueron el día
inevitable. Y entonces, ¡ah, si supieran!
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