María Eugenia Olguín Mejía
La
tarde estaba brumosa. Los ojos de Gela se cerraban sin control; por más que
buscaba abrirlos, había una pesadez en todo el ambiente. Miró lentamente a su
compañero: Alfredo dormía en su sillón. El periódico había caído sobre su
pecho.
La televisión bailaba con sus imágenes
brillosas, coloridas. El calor se encerraba en la estancia oscura donde el
matrimonio descansaba. Muchas lucecitas parecían acompañarlos. Entre los rayos
del sol vespertino y las imágenes de mujeres y hombres pequeñitos, envueltos en
un melodrama repetido, Alfredo y Gela lidiaban con su adormecimiento de todas
las tardes.
No esperaban visitas; igual que otras
tardes la casa esperaba únicamente los silencios picoteados por la televisión y
por algún impertinente niño que tocaba el timbre y corría a esconderse. No
obstante, aquella tarde el silencio se quebró con el chasquido de una llave en
la puerta del jardín; enseguida un portazo, pasos y el cerrojo de la puerta de
entrada a la cocina. Juan llegaba de la capital, como era costumbre, pero mucho
más temprano de lo normal. Traía muchas cajas; las dejó caer con un golpecito hueco.
Entró a la estancia y saludó a sus padres.
Ambos ancianos se sonrieron sin despertar
lo suficiente como para entender las palabras atropelladas de su hijo; aunque Gela
presumía un oído agudo, pareció entender “mamá, vengo de la Esmeralda y tengo
que congelar la casa. Fíjate que me lo dejaron de tarea. Tú no te preocupes por
nada. Yo lo voy a hacer todo solo. Pueden seguir con la televisión
tranquilamente, mientras yo ordeno las cajas del congelamiento”.
Gela quiso echar una carcajada, pero
seguía tan adormecida y se sentía tan peculiarmente débil… Además, Alfredo ya
se había vuelto a dormir. No se preocupó entonces de la situación, sonrió y
asintió. Luego volvió a cerrar los ojos y dijo entre dientes: “Juan, come; baja
la comida y caliéntala. Hay tortas de papa, que tanto te gustan”.
Transcurrieron dos horas y la temperatura
descendió gradualmente. La casa cálida y encerrada empezó a sentirse fría,
húmeda y muy amplia, como si de pronto cada mueble hubiera sido quitado de su
apretado sitio y arrastrado a las paredes y esquinas de corredores
interminables que cada vez más, con el frío, se agrandaban.
Gela se quejaba del frío; sin embargo, por
no perder la costumbre, escuchaba los comentarios contradictores de su esposo y
de su hijo: “que no hace frío. Tú naciste fría, mamá” … “Pero, si el frío es
más sabroso que el calor. Tu mamá siempre se queja del frío, aunque todos nos
estemos derritiendo de calor” … “Sí, está loquita y se pone hasta seis suéteres
cuando va a Acapulco”.
Los alegatos se hicieron cada vez más
continuos y estridentes. Gela no pudo contra ellos y se arropó en sus chales y
cojines. Luego se dejó vencer por el calor artificial de su ropa; sólo abrió
los ojos para mirar muchas cajas blancas y pequeñas en todos los muebles, hasta
en la televisión. La escarcha empezó a formarse sobre cada objeto; pisos,
alfombras, paredes, cuadros, adornos… Todo se llenaba rápidamente. El hielo
quebradizo invadía la casa y el frío era más punzante. Juan decía mientras se
frotaba las manos: “¡Qué bien me está saliendo
esta tarea! Puede ser que logre una buena exposición con este trabajo”.
Con la mañana, Gela abrió los ojos. No recordaba
cuándo había cenado ni cómo había llegado a su cama la noche anterior. Ansiosa,
se incorporó para ver si la casa estaba congelada. Todo parecía tranquilo,
incluso el sol penetraba a través de la polvorienta persiana. Hacía calor y se
miraba un vaporcillo emanar de los muebles y las cortinas, de las paredes, del
techo.
Gela se levantó lentamente y salió al baño.
La cama de Alfredo estaba arreglada como cada mañana cuando él salía para su
trabajo. Juan ya estaría en el Distrito Federal, en su escuela, o quizá estaba
por llegar. El reloj de pared marcaba las ocho. La sirvienta no tardaba en
llegar. Era jueves y también vendría la lavandera. Lupe, su hija mayor, bajaría
pronto de su habitación, pero esta vez Gela no tenía deseos de levantarse ni
fuerzas para hacer algo. Volvió a su cama. Su hija atendió la casa y los demás
afanes y compromisos rutinarios. Cuando llegó Alfredo encontró a su esposa
postrada y abúlica; ella le pidió con voz lastimosa que llamara a su médico. Luego
esperó en su cama, rodeada de atenciones, silencios y escarchas. Ya no había
cajitas blancas por ningún lado, pero ella sentía escarchas alrededor de su
cama, a pesar de que tenía la sensación de rechazar el sol.
El médico llegó, diagnosticó y recetó: “Fatiga,
quizá por deshidratación. ¿Algo de diarrea?” Unos análisis eran convenientes, y
absoluto reposo… sin exponerse a los rayos del sol.
Los días pasaron y Gela seguía débil ante
la preocupación de la familia. A veces preguntaba a su esposo y a sus hijos por
la escarcha en la casa, pero Alfredo no la escuchaba bien. Lupe la ignoraba y Juan
solamente le decía que pronto sanaría y podría asistir a su próxima exposición.
Una mañana de lunes Gela decidió que
abriría la persiana para calentarse un poco. Cuando ya habían transcurrido diez
minutos, adormecida con el sol, descansando en su cama, empezó a experimentar
mayor debilidad y sintió también un sudor copioso que escurría y bañaba su
ropa. Abrió los ojos con sobresalto y miró su camisón que chorreaba algo espeso
y blanco. Quiso levantarse, más la debilidad no se lo permitió. Así pudo ver su
cuerpo diluido, corriendo líquidamente hacia los bordes de la cama. En el
tiempo de un quejido, Gela se derramó totalmente.
Tuvieron que danzar tres horas para que su
familia la mirara y Alfredo pudiera decir que “¡Ya ves! Es que no obedeces que
no debes exponerte a los rayos del sol. El médico lo recomendó. Ahora ¡mírate! ¡va
a ser difícil juntarte otra vez y acostarte!” Lupe la miró con fastidio y se
fue para la cocina mientras repetía: “Ya se le pasará… ya se le pasará”. Juan
la miró angustiado y expresó que no se preocupara, que “ya te vas a poner sana.
Lo que pasa, mamá, es que tienes congelado el corazón, pero cuando te pongas
bien, ya te llevaré a mi próxima exposición y verás que valió la pena que yo
congelara todo”.
Gela sabía la última palabra de su médico:
“La señora no debe exponerse al sol”. Pero también tenía miedo de que todo
fuera cierto.
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