Víctor Roura
Cuando
agarré el remo para empezar a deslizarnos por el lago de Chapultepec y sin
querer le pegué en la nuca, supe que mi semana no iba a ser tan santa.
–¿Te descalabré? –le pregunté, acercándome
a ella.
No contestó, pero la sangre comenzaba a fluir
de manera violenta. Ya que aún estábamos cerca del embarcadero, la gente empezó
a arremolinarse.
–El joven la quiso matar –dijo una señora,
enfadada.
Un hombre, malencarado, nos gritó:
–¡Acérquense, déjenme ver a la paciente!
Era un doctor, seguramente.
Quise remar, pero no pude. Lo único que logré
fue darle al bote cinco vueltas en el mismo círculo.
–¿No sabes remar? –preguntó ella, sollozando
quedito.
Negué con la cabeza.
–Me hubieras dicho –dijo.
Al querer controlar el bote, le di a ella en
el brazo con el otro remo.
–Perdón –exclamé, a punto de sacarme de quicio.
La gente se reía de mis torpes maniobras.
–¡Deje de hacer payasadas, la muchacha se desangra!
–gritó, de nuevo, el tipo que seguramente era doctor.
Ella lloraba como para sí.
–¡Si quiere dar la vuelta a la izquierda, clave
su remo de la izquierda en el agua y con suavidad gire el de la derecha haciendo
ruedas diminutas! –gritó un mozuelo.
Clavé, entonces, mi remo izquierdo en el agua
sucia pero no tocó fondo y se hundió, se me fue de las manos, perdí el control.
Ella se llevó las dos manos a su rostro. Su llanto aumentaba. La sangre goteaba
de su cabeza. El sol ardía. Poco a poco nos alejábamos del embarcadero. Empecé a
sudar.
–No te desesperes, alguien vendrá a rescatarnos
–le dije.
Me miró con odio.
–Más de una hora formados en la fila para alquilar
un bote –dijo, de pronto, quebrada por el llanto.
Me dolió su tono de voz.
–Algo positivo saldrá –dije, apenas.
Y con redoblado ánimo le di con fuerza al
remo para intentar conducir con tino el bote. Empero, sólo conseguí que nos empapáramos
de manera infame.
–¡Mi vestido! –gritó ella, al sentir que
el agua se le venía encima.
Yo aguanté con estoicismo la mojada.
Pasó un bote cerca de nosotros. Iba una
pareja. El tipo remaba con sabiduría. Al ver que ella sollozaba
inconteniblemente, el tipo me guiñó el ojo.
–¡La has vencido, macho! –dijo, al pasar.
Su acompañante, una niña casi, rio y se alejaron
besándose de modo brutal.
Ella levantó la mirada. Me vio con
desgano.
–Haz algo, por favor –dijo, vencida la voz.
Asentí.
Y de nuevo le di duro a la remada,
inútilmente.
Cuando le pegué sin querer en su cintura,
gritó desesperada:
–¡Auxilio!
Nervioso, solté el remo. Intenté ir a su
lado.
–¡Ni te me acerques! –sentenció.
–Pero…
–Un golpe más y te juro que no sé qué hago…
Y se puso a llorar con una fuerza inusitada.
Otro bote pasó a nuestro lado; un señor, al verla llorosa, mojadísima,
sangrante, me dijo, movido quizás por su morbo:
–¿Están filmando una nueva telenovela?
Dije que sí. Y siguió su camino, feliz, buscando
a los lados las cámaras escondidas.
El sol caía con vigor.
–¿De veras no vas a hacer nada? –preguntó
ella.
¡Qué podía hacer, Dios mío!
–Me hubiera ido con mis amigos a Pahuatlán
–dijo, retadora.
Alcé los hombros.
–Alguien me advirtió que no saliera nunca
contigo –dijo, envalentonada.
“Ese alguien no me conoce bien”, pensé.
–Soy capaz de ganar la orilla a nado –dijo.
Al ver mi gesto de fastidio, se puso de
pie y se tiró, de un fino clavado, al agua. Se fue nadando hasta el
embarcadero. Ahí fue socorrida prontamente por algunas personas. Vi cómo una señora
le daba una toalla y vi también cómo se la llevaron quién sabe hacia qué sitios.
Yo me estuve ahí todavía como una hora
más, sin hacer nada, quemándome en el sol, hasta que fui rescatado por unos jóvenes
punks quienes, con gentileza, me llevaron hasta el embarcadero, donde pagué el
tiempo extra del bote que se había quedado, solo, en medio del sucio lago.
–Hubiera nadado, joven, como su novia –dijo,
con sarcasmo, un señor formado en la interminable cola.
“Si supiera”, pensé.
Ella podría darme unas clasecitas de
natación, por cierto.
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